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3444. Las modistillas viguesas quieren una República de orden

Modistillas viguesas - Foto: Pacheco



Las modistillas viguesas quieren una República de orden y admiran a Ramón Franco y prefieren los hombres morenos.


Vigo y La Coruña son actualmente las dos rivales gallegas, las dos capitales más importantes de aquella región; ambas cosmopolitas y de brillante y limpia historia. 

Vigo, quizá más comercial, más dinámico y activo, con una base más sólida en la industria, es una ciudad menos espiritual que La Coruña. Vigo ofrece todas las características de una moderna ciudad norteamericana: vida agitada, nerviosa, en la que se acusa constantemente la «lucha por el minuto», el afán del trabajo... 

La Coruña es otra cosa. La sensación que allí se experimenta es la de hallarse en una ciudad en la que todo el mundo vive de sus rentas. El ritmo de la vida es mis lento, más suave, más frívolo... Es, en fín, La Coruña una ciudad femenina, luminosa y riente como una mañana de Mayo.


*


Unos días en la «perla del Atlántico», con la valiosa colaboración de Pacheco, el fotógrafo de Crónica, son suficientes para hacer una serie de reportajes de la hermosa ciudad de la Oliva. 

—¿Por cuál empezaremos? 

—Dése una vuelta por la calle del Príncipe y las «avenidas», y hable de nuestras modistillas. No lo piense más. 


Queremos una República de orden

Un amigo me presenta. 

Cuando se enteran de que van a salir retratadas en Crónica, saltan de contentas. Hablamos de política. 

Una me dice resueltamente: 

—Aquí todas somos revolucionarias, ¿sabe? 

Las otras repiten a coro: 

—Pero revolucionarias pacíficas, de orden. 

Y una morenita de ojos azules, aclara: 

—Queremos una República moderada, sin sangre. Digalo usted en Crónica. 

—Se lo prometo 

—¿Usted conoce a Ramón Franco? 

—Le conoce todo el mundo. ¿Por qué me lo pregunta? 

Duda unos momentos antes de contestarme. Al fín se decide: 

—Qué simpático es, ¿verdad? 

—Y que valiente —tercia otra—. Mire... 

Y me enseña un retrato del famoso piloto del Plus Ultra que lleva guardado cuidadosamente en el bolso. 

—Le advierto a usted que es casado... 

—¿Pero es que sólo se puede admirar a los hombres solteros?... 

Es una razón que convence. 


Preferimos los hombres morenos

Pasamos al tema amoroso. Y como si se hubiesen puesto de acuerdo, responden todas a mi pregunta: 

—Nos repugnan esos niños tontos, afeminados, que se depilan las cejas y antes de salir a la calle ensayan la forma de caminar y de accionar ante el espejo. 

—No saben ni hacernos el amor siquiera. 

—A mí, el hombre me gusta que tenga carácter Para eso es el hombre Y el que se deja dominar por la mujer merece el desprecio de los de su sexo. 

—Yo lo quiero moreno, con el pelo ondulado y sin bigote. Y, sobre todo, que tenga talento y buenos sentimientos. 

—Pues el mío ha de tener el pelo rubio y los ojos azules. 

—Ay, hija, vaya un gusto el tuyo— le reprochan todas. 

Yo intervengo, conciliador: 

—Un momento. Un momento. Vamos a proceder a una votación. ¿Les parece? 

—Sí, sí— contestan. 

—Bueno, vamos a ver: ¿a usted cómo le gusta? 

—Moreno. 

—¿Y a usted? 

—Moreno. 

—¿Y a usted?... 

Y de esta forma ha terminado la discusión, porque la mayoría se ha pronunciado en favor de los hombres morenos. 

Ya lo saben los rubios; en Vigo han sido derrotados. 

No tienen partido. 


El amor a la profesión

—¿Están ustedes contentas con su profesión? 

—¿Y por qué no hemos de estarlo? 

—Yo, por mi parte, no la cambiaría por otra. 

—Ni yo. 

Una se ha reservado su opinión. Es rubia, con el talle suave y ondulante, y unos ojos misteriosos que reflejan un espíritu melancólico. Lord Byron se hubiese enamorado de ella en el acto. Yo la observo en silencio. 

—Y usted, señorita: si no fuese modistilla, ¿qué le gustaría ser? 

—Qué sé yo... Artista de cine. 

—Me lo suponía. 


Aspiramos a tener un taller propio

Es la hora de entrar a los talleres. Se despiden. Antes formulo la última pregunta: 

—Dentro de su profesión ¿a qué aspiran ustedes? 

—Pues a tener un taller propio y... a casarnos con un hombre que nos haga felices. ¡Adiós, adiós!... 

Se han ido. Sus risas cantarinas y picarescas suenan en la calle del Príncipe como el eco lejano de una canción de juventud ... 


J. Conde Rivera
Crónica, 21 de junio de 1931








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