Modistillas viguesas - Foto: Pacheco |
Las modistillas
viguesas quieren una República de orden y admiran a Ramón Franco y prefieren
los hombres morenos.
Vigo y La Coruña son actualmente las dos rivales gallegas, las
dos capitales más importantes de aquella región; ambas cosmopolitas y de
brillante y limpia historia.
Vigo, quizá más comercial, más dinámico y activo, con una base
más sólida en la industria, es una ciudad menos espiritual que La Coruña. Vigo
ofrece todas las características de una moderna ciudad norteamericana: vida
agitada, nerviosa, en la que se acusa constantemente la «lucha por el minuto»,
el afán del trabajo...
La Coruña es otra cosa. La sensación que allí se experimenta es
la de hallarse en una ciudad en la que todo el mundo vive de sus rentas. El
ritmo de la vida es mis lento, más suave, más frívolo... Es, en fín, La Coruña
una ciudad femenina, luminosa y riente como una mañana de Mayo.
*
Unos días en la «perla del Atlántico», con la valiosa
colaboración de Pacheco, el fotógrafo de Crónica, son suficientes para hacer
una serie de reportajes de la hermosa ciudad de la Oliva.
—¿Por cuál empezaremos?
—Dése una vuelta por la calle del Príncipe y las «avenidas», y
hable de nuestras modistillas. No lo piense más.
Queremos una República de orden
Un amigo me presenta.
Cuando se enteran de que van a salir retratadas en Crónica,
saltan de contentas. Hablamos de política.
Una me dice resueltamente:
—Aquí todas somos revolucionarias, ¿sabe?
Las otras repiten a coro:
—Pero revolucionarias pacíficas, de orden.
Y una morenita de ojos azules, aclara:
—Queremos una República moderada, sin sangre. Digalo usted en
Crónica.
—Se lo prometo
—¿Usted conoce a Ramón Franco?
—Le conoce todo el mundo. ¿Por qué me lo pregunta?
Duda unos momentos antes de contestarme. Al fín se decide:
—Qué simpático es, ¿verdad?
—Y que valiente —tercia otra—. Mire...
Y me enseña un retrato del famoso piloto del Plus Ultra que
lleva guardado cuidadosamente en el bolso.
—Le advierto a usted que es casado...
—¿Pero es que sólo se puede admirar a los hombres
solteros?...
Es una razón que convence.
Preferimos los hombres morenos
Pasamos al tema amoroso. Y como si se hubiesen puesto de
acuerdo, responden todas a mi pregunta:
—Nos repugnan esos niños tontos, afeminados, que se depilan las
cejas y antes de salir a la calle ensayan la forma de caminar y de accionar
ante el espejo.
—No saben ni hacernos el amor siquiera.
—A mí, el hombre me gusta que tenga carácter Para eso es el
hombre Y el que se deja dominar por la mujer merece el desprecio de los de su
sexo.
—Yo lo quiero moreno, con el pelo ondulado y sin bigote. Y,
sobre todo, que tenga talento y buenos sentimientos.
—Pues el mío ha de tener el pelo rubio y los ojos azules.
—Ay, hija, vaya un gusto el tuyo— le reprochan todas.
Yo intervengo, conciliador:
—Un momento. Un momento. Vamos a proceder a una votación. ¿Les
parece?
—Sí, sí— contestan.
—Bueno, vamos a ver: ¿a usted cómo le gusta?
—Moreno.
—¿Y a usted?
—Moreno.
—¿Y a usted?...
Y de esta forma ha terminado la discusión, porque la mayoría se
ha pronunciado en favor de los hombres morenos.
Ya lo saben los rubios; en Vigo han sido derrotados.
No tienen partido.
El amor a la profesión
—¿Están ustedes contentas con su profesión?
—¿Y por qué no hemos de estarlo?
—Yo, por mi parte, no la cambiaría por otra.
—Ni yo.
Una se ha reservado su opinión. Es rubia, con el talle suave y
ondulante, y unos ojos misteriosos que reflejan un espíritu melancólico. Lord
Byron se hubiese enamorado de ella en el acto. Yo la observo en silencio.
—Y usted, señorita: si no fuese modistilla, ¿qué le gustaría
ser?
—Qué sé yo... Artista de cine.
—Me lo suponía.
Aspiramos a tener un taller propio
Es la hora de entrar a los talleres. Se despiden. Antes formulo
la última pregunta:
—Dentro de su profesión ¿a qué aspiran ustedes?
—Pues a tener un taller propio y... a casarnos con un hombre que
nos haga felices. ¡Adiós, adiós!...
Se han ido. Sus risas cantarinas y picarescas suenan en la calle
del Príncipe como el eco lejano de una canción de juventud ...
J. Conde Rivera
Crónica, 21 de junio de 1931
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