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807. Así fueron los campos de concentración franquistas

 




Los gudaris también sufrieron la venganza del dictador

En el año 1937 fueron creados en la llamada “Zona Nacional” los campos de concentración y batallones de trabajo, bajo el mando del coronel-inspector Luis de Martín de Pinillos. Ello obedecía a la imperiosa necesidad de controlar férreamente la creciente masa de prisioneros republicanos que los continuos avances del Ejército proporcionaban.

Un jesuita, José Ángel Delgado-Iribarren, en su obra “Jesuitas en acción” (Madrid, 1956), relata sus impresiones sobre los prisioneros “rojos”; “La siembra, a gran escala, de ideas disolventes en sus almas rudas había producido auténticos estragos. Después de sacarles la ficha clasificadora se les encuadraba en los batallones de trabajadores, donde se prolongaba esta labor, que podríamos llamar de desinfección, en el orden político y religioso”.

De entre los campos de concentración más conocidos en la España de Franco, se puede nombrar los siguientes: 1) “Hotel Cemento”, Cervera (Lérida); 2) Campo de Santa Ana, Astorga (León); 3) Miranda de Ebro (Burgos); 4) Campo de Santoña (Santander); 5) San Gregorio (Zaragoza); 6) Campo de Albatera (Alicante); 7) Seminario de Belchite (Zaragoza); 8) Campo de Moncófar (Valencia); 9) “La Rinconada” (Sevilla); 10) “Cortijo de Cáceres” (Murcia); 11) Campo de Formentera (Baleares); 12) San Marcos (León); 13) Campo de Valdenoceda (Burgos), para las Brigadas Internacionales; y 14) Monasterio de Irache (Navarra).


El delito de ser “rojo”

A excepción de los afortunados que habían logrado escapar por Francia y los puertos del Cantábrico y el Mediterráneo, la ira de los rebeldes del 18 de julio cayó sobre los restos del maltrecho Ejército Popular de la II República. El simple hecho de haber defendido con las armas la legalidad de las urnas de febrero de 1936 quedó convertido en un delito de mayor o menor cuantía, por obra y gracia de los denominados “nacionales”, según la graduación militar de cada individuo o su significación política. La mayoría de los comisarios políticos, así como los jefes y oficiales de las Fuerzas Armadas, fueron pasados por las armas tras juicios sumarísimos en los que la sentencia ya estaba acordada antes de empezar la parodia “legal”.

La gran masa anónima de tropa y suboficiales quedó encerrada en numerosos campos donde las condiciones higiénicas brillaban por su total ausencia, con hambre física en toda la extensión de tan dramática realidad y, lo que era peor aún, sufriendo continuas humillaciones sin límite, como seres humanos rebajados de toda dignidad. Para los republicanos, además de la derrota sin condiciones en la guerra civil, constituyó un verdadero calvario el comprobar, día a día, hora a hora, momento a momento, cómo habían perdido toda esperanza de un futuro digno al sentir en su propia carne que la paz oficial era, al menos para ellos, una auténtica utopía si seguían con sus convicciones ideológicas.

Aunque existen más de ocho lustros de distancia, no es posible olvidar la agonía de muchos cientos de miles de vencidos, tal como explica en una de sus obras Joan Llarch -máximo experto en el tema y uno de los protago¬nistas que sufrieron la triste experiencia-, titulada: “Campos de concentración en la España de Franco” (Barcelona, 1978): “Millares de españoles se vieron condenados a sufrir brutalmente una serie de crueldades que en la mayoría de los casos dejaron huellas perennes y en muchos casos quedaron mermadas sus facultades físicas y mentales”. De hecho, algo más de 700.000 miembros del Ejército de la República se hallaban detenidos a mediados de abril de 1939.


Gudaris en Miranda de Ebro

Uno de los campos de concentración que más triste recuerdo dejó a los republicanos fue el de Miranda de Ebro donde, mediante una selección de prisioneros, se formaban batallones de trabajadores para ser enviados a distintos puntos del Estado español, a fin de reconstruirlo cuanto antes. Se hizo famoso porque las letrinas estaban montadas a base de un andamiaje de viejos maderos, y su extremo venía a coincidir con el centro del río Bayas para que los excrementos de los “rojos” y “separatistas” no contaminaran la zona, al ser llevados por las aguas. Muchos gudaris del Ejército de Euzkadi pasaron por ese campo, y uno de ellos, Miguel R. Zubizarreta, recuerda para esta revista algunos pormenores: “Estuve en ese campo en el invierno de 1937 a 1938 que, por cierto, fue durísimo. No hay más que recordar el tiempo reinante durante la terrible batalla de Teruel... Era un campo de concentración lleno de fango a cuenta de la nieve pisoteada. Sufríamos una epidemia constante de disentería por culpa de las aguas sin filtrar del río. El botiquín era una tienda de campaña donde sólo recetaban bismuto. Dentro de la desgracia y privaciones, los prisioneros más jóvenes no perdían su sentido del humor, ya que un tal Aguirre, natural de San Sebastián, nombró con lodos los honores “comandante del Ciscar” a un individuo que batía todos los récords a la hora de subir a la plataforma de madera que hacía las veces de servicio higiénico, y a la que llamábamos todos el “Ciscar”.

Con el tiempo, el campo de concentración de Miranda de Ebro se amplió mucho a cuenta del constante esfuerzo de hombres derrotados. En 1939 fue creado un cuerpo represivo especial llamado de “de cabos de vara” -que vestían blusa de rayadillo-, a base de prisioneros que habían aceptado el papel de verdugos de sus propios compañeros. Golpeaban sin contemplaciones con un rebenque para establecer la “paz” impuesta por los vencedores y todo por mejoras en cuanto al vestuario, alimentación y alojamiento, hasta convertirse en los seres más odiados en aquel recinto rodeado de alambradas.


Distintos campos

Los campos de concentración situados en la provincia de León fueron siempre considerados en su conjunto como los más duros de los construidos por los franquistas. Nombres como Santa Ana, San Marcos y El Picadero -con alrededor de 30.000 cautivos-, un recuerdo tan amargo que ningún superviviente de los mismos podrá olvidar jamás las humillaciones físicas y morales padecidas. Sólo en el recinto de San Marcos fallecieron de diciembre de 1938 a febrero del año siguiente 814 republicanos, a consecuencia del frío, malos tratos, higiene nula y desnutrición.

Cerca de Villarcayo (Burgos) se hallaba el campo de Valdenoceda, destinado principalmente a los combatientes de las famosas Brigadas Internacionales. Estos extranjeros, que por decisión propia habían llegado a la zona republicana para defender con las armas la democracia de 1936, recibieron en general el trato más duro e inhumano. Franco los tenía considerados como “la escoria del mundo”, cuando -valga un simple ejemplo- un tal Randulf Dallan era todo un capitán del Ejército Real de Noruega, un país modelo de muchas cosas.


Un testimonio más

José Ma Arteaga, otro gudari que pasó por el campo de Miranda de Ebro, recuerda para EUZKADI lo que allí vio: “Estuve detenido del 5 de setiembre de 1941 al 26 de febrero de 1943. Son fechas que nunca podré olvidar mientras viva. Aparte de los vascos y otros republicanos, en ese campo de Miranda de Ebro había restos de las Brigadas Internacionales, entre los cuatro o cinco mil prisioneros del mismo. Allí se juntaban individuos venidos de Polonia, Alemania, Checoslovaquia, Francia y más naciones. También había un buen grupo de judíos, gente con ideas demócratas y huidos de los nazis a través de Francia. Por mi profesión de carnicero me tocó en seguida ser el matarife del campo, así que me convertí en uno de los 125 afortunados, de los presos con categoría “B”, con permiso para llegar hasta Miranda de Ebro de vez en cuando. La vigilancia estaba encomendada a 350 soldados del Ejército de Tierra franquista. Sólo recuerdo un intento de fuga, donde hubo un muerto y tres heridos, y fue un día untes de llegar yo al campo. Se formaron batallones de trabajadores, y uno de ellos fue enviado a Cerro Mariano, un lugar de castigo muy insano de la provincia de Córdoba, donde muchos sufrieron paludismo”.


El exterminio organizado

Fue el de Albatera (Alicante) el más terrible campo de concentración de los “nacionales” y merece, por tanto, un comentario especial. Con anterioridad, había sido llamado de Los Almendros, al ser utilizado por la II República para los militares y políticos capturados por sus ideas afines a la sublevación.

Cerca del pequeño pueblo de Albatera -situado al noroeste de la capital de la provincia-, en un terreno yermo y salinoso, alrededor de 20.000 hombres descubrieron en abril de 1939 que en esta vida es posible conocer el infierno.

Todos los prisioneros, sin excepción posible, vivieron un auténtico calvario de enfermedades, durmiendo la mayoría en el suelo y con el cielo como techo, en un espantoso hacinamiento por culpa del hundimiento final de la República y la falta de previsión de los vencedores de la guerra civil. Los más afortunados lograron sobrevivir para ver las desgracias de sus compañeros: más de 600 ejecutados sin juicio por la Falange y muchos más muertos de hambre y sed. Se dieron además demasiados casos de torturas, cuya detallada descripción pondría los pelos de punta a cualquier persona con un mínimo de sensibilidad hacia sus semejantes. La ira de los seguidores del dictador se cebó dentro del recinto de Albatera en una parte de los restos del Ejército de la República, que inútilmente había tratado de huir por los puertos de Alicante en los postreros días de conflicto.


Degradación total

Se filmaron escenas dantescas para el noticiario cinematográfico nacional, como prueba palpable de lo que quedaba del Ejército rojo, “hambriento y descompuesto por la derrota”, donde miles de hombres luchaban a brazo partido por saborear un solo trago de agua, elemento escaso en medio de un terreno estéril y salinoso. Todo ello resultó ser un deprimente montaje de los triunfadores, que el primer mes ofrecían como dieta total diaria un pedazo de galleta y una lata de lacón de cien gramos.

Los nacionales cubrieron con tierra y estiércol las pruebas del exterminio organizado pero, todavía hoy, surge el agua salada a un metro de profundidad. Quedan vivos testigos que jamás borrarán de sus mentes las escenas de tantas y tantas desgracias: fallecimientos por inanición, el escorbuto, los piojos, moros clavando bayonetas en las costillas, peleas desesperadas por devorar el pellejo pisoteado de las naranjas y un sinfín de alucinantes penalidades.

La situación del recinto de Albatera llegó a tal extremo que varios médicos dieron la voz de alarma ante el peligro de una gran epidemia entre los soldados de vigilancia. Hoy en día, de la estructura original sólo queda el antiguo horno, las tierras estériles y el mismo fondo de las palmeras…


José Miguel Romaña
(Euzkadi, Nº 71 – 4 Febrero 1983)

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