Julián Casanova | 19 de diciembre de 2013 -
EL PAÍS
El día en que lo mataron, 20 de diciembre de 1973, el
almirante Luis Carrero Blanco iba a presentar un documento en la
reunión de ministros en el que mostraba su obsesión por los grandes demonios de
la España franquista, el comunismo y la masonería. Eran, como se había repetido
machaconamente desde la victoria en la guerra civil, los grandes enemigos de
España, infiltrados ahora, tras el desarrollo y la modernización, en la Iglesia
y en las universidades, en las clases trabajadoras y en los medios de
información.
Frente a ellos, siempre
quedaría “el espíritu de nuestro Movimiento, la virilidad, el patriotismo, el
honor, la decencia….”. Y la receta que ofrecía para atajar la infiltración del
comunismo en la enseñanza se parecía mucho a la que ya habían aplicado con
tanto éxito los militares rebeldes y las autoridades franquistas durante la guerra y la
posguerra: “Hay que borrar de los cuadros del profesorado de la Enseñanza
General Básica y de la Universidad a todos los enemigos del régimen y hay que
separar de la Universidad a todos los alumnos que son instrumento de
subversión”
España siempre fue, como le
gustaba decir, la razón de ser de su vida política. Nacido el 4 de marzo de
1904 en Santoña (Cantabria), Carrero apenas había intervenido en la guerra
civil, el bautismo de fuego de los militares de su generación, y no debió su ascenso
hasta la cúspide de la dictadura a los méritos acumulados durante lo que él
mismo llamó después “la primera victoria de Occidente contra el imperialismo
soviético”. Era un militar sin condecoraciones de guerra, algo muy extraño en
esa dictadura que se inauguró el 1 de abril de 1939 con la victoria ante el
“cautivo y desarmado Ejército rojo”.
En julio de 1936 vivía en
Madrid, destinado como profesor en la Escuela de Guerra Naval y, ante la
incertidumbre de esos primeros días que siguieron a la sublevación militar,
alegó enfermedad para no acudir a su destino y se refugió en la embajada de
México, y después en la de Francia, antes de pasar al bando franquista. En un
informe fechado el 5 de mayo de 1947 le explicó a Franco, sin embargo, que “en
aquellos trágicos momentos”, con su hermano José fusilado y su familia expuesta
a todos los peligros, “me hice a mí mismo el voto de dedicar el resto de mi
vida al servicio de España, sin pensar para nada ni en mi porvenir ni en mis
conveniencias particulares”.
A lo largo de su vida
política, y en su relación con Franco, Carrero se inventó su personaje y es muy
difícil discriminar entre la verdad y la falsedad, entre lo que ocultó o
distorsionó y aquello que siempre subrayó en sus confesiones públicas o a su
Caudillo. A los historiadores, en general, les ha preocupado poco ese tema, más
interesados en el Carrero que
consiguió ser el delfín o la mano derecha del dictador, gracias, se supone, a su habilidad,
valentía y lealtad. Comenzó siendo monárquico por tradición familiar, no luchó
ni conspiró contra la República y en su trayectoria política nunca pareció
comprometerse con nada sin tener garantía de su éxito y rentabilidad.
Carrero no
pertenecía al círculo de Franco, ni en lo profesional ni en
lo personal, y terminada la guerra, inició un ascenso meteórico hacia el poder.
Además de adjudicarse la autoría de informes en los que únicamente había
colaborado –como el que el ministro de Marina, Salvador Moreno, presentó a
Franco en noviembre de 1940 sobre la no intervención de España en la Segunda
Guerra Mundial- y de conseguir destituciones de aquellos que entorpecían su
ascenso –como la de Serrano Súñer tras en el enfrentamiento entre carlistas y
falangistas en el santuario de Begoña en agosto de 1942-, se enorgulleció con
frecuencia del impecable servicio que ofreció a España y a su máximo
gobernante, al que le pertenecían “títulos de Caudillo, Monarca, Príncipe y
Señor de los Ejércitos”.
Sus muestras de desmesurada
adulación hacia Franco fueron constantes y la que manifestó en las Cortes en
1957 las resumía todas: “Dios nos ha concedido la inmensa gracia de un Caudillo
excepcional a quien solo podemos juzgar como uno de esos dones que, para un
propósito realmente grande, la Providencia concede a las naciones cada tres o
cuatro siglos”.
El orden y la unidad en torno
al ejército fue la fórmula de Carrero para la supervivencia del régimen en los
momentos difíciles. “Orden,
unidad y aguantar” frente
a los enemigos externos y “buena acción policial para prevenir cualquier
subversión" interna. En un discurso ante el Estado Mayor en abril de 1968,
advirtió “que nadie, ni desde fuera ni desde dentro, abrigue la más mínima
esperanza de poder alterar en ningún aspecto el sistema institucional, porque
aunque el pueblo no lo toleraría nunca, quedan en último extremo las fuerzas
armadas”.
La advertencia no era baladí
porque, justo en esos años, la aparición de altos niveles de conflictividad
quebró la tan elogiada paz de Franco. Hasta su asesinato, Carrero desempeñó un
papel crucial. En realidad, aunque convenció a Franco, que ya presentaba claros
síntomas de envejecimiento, de que nombrara a Juan Carlos como su sucesor, al
frente de una “Monarquía del Movimiento Nacional, continuadora perenne de sus
principios e instituciones”, era él, y no tanto el Príncipe, quien aseguraba su
continuidad. Sobre todo después del escándalo Matesa y de la formación de un
nuevo Gobierno en octubre de 1969.
El asunto Matesa, las siglas
de Maquinaria Textil, S.A., estalló de súbito en el verano de ese año y se
convirtió en el mayor escándalo financiero de toda la dictadura. La empresa
fabricaba maquinaria textil en Pamplona y tenía sucursales y compañías
subsidiarias en América Latina. Su director, Juan Vilá Reyes, conectado con el
Opus Dei y los grupos tecnocráticos, logró cuantiosos créditos oficiales de
ayuda a la exportación, cerca de once mil millones de pesetas, justificados con
pedidos que en la práctica no existían o estaban inflados. Las irregularidades
fueron denunciadas y aireadas por la prensa del Movimiento, con la ayuda desde
el Gobierno de Manuel Fraga Iribarne y José Solís Ruiz, para intentar
desacreditar a los ministros del Opus Dei, un pulso más de la dura batalla por
el poder que libraban esos dos grupos desde principios de los años sesenta.
Los efectos políticos de ese
escándalo fueron inmediatos. Carrero pidió
a Franco una remodelación total del gobierno y el 29 de octubre formó lo que ha pasado
a la historia como el “gobierno monocolor”. Carrero continuaba de
vicepresidente, con más poder que nunca, y casi todos los ministros en puestos
clave eran miembros del Opus Dei, de la ACNP, o se identificaban con la línea
tecnocrática-reaccionaria que compartía con Laureano López Rodó. Manuel Fraga
Iribarne y Solís Ruiz fueron cesados y aunque Carrero no asumió todavía la
presidencia del Gobierno, era él quien dirigió la política gubernamental.
Esa pugna por el control del
proceso político entre Carrero y el Opus Dei por un lado y el sector azul del Movimiento por otro, abrió
definitivamente la crisis en el
interior del franquismo, aunque no fueron solo conflictos internos por el poder
los que complicaron la vida a la dictadura en sus últimos años. La
conflictividad alcanzó en 1970 el nivel más alto de la dictadura, con casi
medio millón de trabajadores metidos en reivindicaciones y nueve millones de
horas perdidas. Muchas de esas huelgas derivaban en enfrentamientos con la
policía y con muchos huelguistas torturados y en la cárcel. La represión fue
especialmente dura en el País Vasco, donde ETA había empezado a desafiar a las
fuerzas armadas de la dictadura con asesinatos y atracos a bancos y empresas.
La mezcla de agitación laboral, universitaria y terrorista provocó una dura
reacción de militares y políticos ultraderechistas que convencieron a Franco para
que respondiera con un juicio ejemplar contra dieciséis prisioneros vascos,
entre ellos dos sacerdotes. El proceso comenzó en diciembre en Burgos, sede de
la región militar a la que pertenecía el País Vasco, y concluyó con la condena
a muerte a seis de los acusados y con 519 años de prisión para los demás,
aunque unos días después, en su mensaje de fin de año transmitido por
televisión, Franco anunció su magnánima decisión de conmutar las penas de
muerte por años de cárcel.
Pese al perdón, todo ese proceso
tuvo consecuencias muy negativas para el régimen, que vio cómo un sector de la
sociedad respondía con huelgas y manifestaciones, los obispos vascos pedían
clemencia y en el exterior se protestaba contra Franco como no se recordaba
desde los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial.
Los años que siguieron fueron
los más agitados de la dictadura. Algunos miembros de la jerarquía
eclesiástica, muy renovada tras la desaparición de los principales exponentes
de la cruzada y del nacionalcatolicismo, empezaron a romper el matrimonio con
la dictadura, presionados también por muchos sacerdotes y comunidades
cristianas que, especialmente en Cataluña, el País Vasco y las grandes
ciudades, reclamaban una Iglesia más abierta, comprometida con la justicia social
y los derechos humanos.
Curas y católicos que
hablaban de democracia y socialismo y criticaban a la dictadura y a sus
manifestaciones más represivas. Todo eso era nuevo, muy nuevo, en España y
parece lógico que provocara una reacción en amplios sectores franquistas,
acostumbrados a una Iglesia servil y entusiasta con la dictadura. Un documento
confidencial de la Dirección General de Seguridad, fechado en 1966, ya advertía
que de los tres pilares de la dictadura, “el Catolicismo, el Ejército y la
Falange”, únicamente el segundo aparecía “firme, unido como realidad y
esperanza de continuidad”, mientras que el catolicismo mostraba signos de
división en torno a tres problemas: “el clero separatista; la lucha interna
entre sacerdotes conservadores y sacerdotes avanzados; y la actitud de cierta
parte del clero frente a las altas jerarquías eclesiásticas”.
Carrero Blanco llamó a esa
disidencia de una parte de la Iglesia católica “la traición de los clérigos”,
porque el manto protector que la dictadura había dado a la Iglesia no se
merecía eso. Y para demostrar los servicios prestados, “aunque sólo sea en el
orden material”, prueba de cómo Franco “quiso servir a Dios sirviendo a su
Iglesia”, Carrero daba cifras: “desde 1939, el Estado ha gastado unos 300.000
millones de pesetas en construcción de templos, seminarios, centros de caridad
y enseñanza, sostenimiento del culto”.
En 1973, el último año de su
vida, el aumento de los conflictos fue espectacular, con la provincia de
Barcelona a la cabeza de las huelgas, como en casi todo ese período. En
realidad, desde 1970 hasta la muerte de Franco, los conflictos se extendieron
por todas las grandes ciudades y se radicalizaron por la intervención represiva
de los cuerpos policiales, cuyos disparos dejaban a menudo muertos y heridos en
las huelgas y manifestaciones. La violencia policial llegaba también a las
Universidades donde crecían las protestas y se multiplicaban las minúsculas
organizaciones de extrema izquierda. La respuesta de las autoridades
franquistas, con Carrero a la cabeza, fue siempre mano dura, represión y una
confianza inquebrantable en las fuerzas armadas para controlar la situación.
El asesinato de Carrero,
presidente del Gobierno desde junio de ese año de 1973, aceleró la crisis
interna del régimen. Cuando Franco murió, su dictadura se desmoronaba. La
desbandada de los llamados reformistas o “aperturistas” en busca de una nueva
identidad política era ya general. Muchos franquista de siempre, poderosos o
no, se convirtieron de la noche a la mañana en demócratas de toda la vida. Era
improbable que el franquismo continuara sin Franco, pero el gobierno de Carlos
Arias Navarro mantenía intacto el aparato represivo y tenía a su disposición
ese ejército salido de la guerra, educado en la dictadura y fiel a Franco.
Hay quienes creen que con Carrero todo se hubiera prolongado y otros que consideran que su lealtad a la Monarquía de Juan Carlos le hubiera impedido oponerse al proceso de transición. Pero eso pertenece al terreno de la historia contrafactual. Mientras estuvo vivo, fue uno de los principales instigadores de que el ejército defendiera siempre su victoria en la guerra por medio del terror institucionalizado y de la legislación represiva del Estado. Y así forjó su carrera, con alegatos en defensa del orden y construyendo e inventando un personaje austero, listo, sin ambiciones y siempre dispuesto a trabajar por España y por su Caudillo.
Hay quienes creen que con Carrero todo se hubiera prolongado y otros que consideran que su lealtad a la Monarquía de Juan Carlos le hubiera impedido oponerse al proceso de transición. Pero eso pertenece al terreno de la historia contrafactual. Mientras estuvo vivo, fue uno de los principales instigadores de que el ejército defendiera siempre su victoria en la guerra por medio del terror institucionalizado y de la legislación represiva del Estado. Y así forjó su carrera, con alegatos en defensa del orden y construyendo e inventando un personaje austero, listo, sin ambiciones y siempre dispuesto a trabajar por España y por su Caudillo.
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