Dudo que pueda usted imaginar lo que era
Barcelona al comenzar 1939. Como sabrá usted, sin duda, la ciudad no
fue tomada hasta enero de aquel año. Y salvo los habitantes de los barrios
burgueses, la población odiaba en su conjunto el orden que queríamos
imponerle y contra el cual había combatido con todas sus
fuerzas. Pero lo que nosotros veíamos, más aún que esa animosidad,
era el abatimiento de la derrota. Apática, postrada, sembrada de ruinas
calcinadas, presa del hambre, la ciudad presentaba un aspecto irreal.
Por todas partes se advertía una miseria
lacerante. Decenas de miles de huérfanos recorrían las
calles mendigando un mendrugo de pan, disputándose las colillas que
encontraban en el suelo y que guardaban en unos botes de hojalata colgados
de su cinturón.
Con aquel tabaco liaban unos cigarrillos que
luego vendían en las esquinas. Largas filas de mujeres sin
edad, sombrías y mudas, esperaban un hipotético socorro tendiendo sin
ilusión sus manos arrugadas.
Ejércitos de parados cubiertos de harapos, con
los ojos enrojecidos por la fiebre, caminaban sin rumbo y dormían al
raso en los jardines y en los parques.
Campeaban la prostitución, el robo, el crimen. Las cárceles
estaban repletas; las instituciones religiosas se multiplicaban, asilando
a una multitud de chiquillos esqueléticos a los que, a cambio de un pedazo
de pan amarillo y correoso y de un plato de caldo nauseabundo, se les
enseñaba a cantar el Salve Regina y a gritar '¡Viva Franco!' levantando el
brazo.
Regimientos de muchachas de buena familia andaban ajetreadas, vestidas con las camisas azules de Falange,
en cientos de dispensarios, distribuyendo mantas militares, ropas
usadas y leche en polvo o condensada. 'Todo el país canturreaba un
estribillo imbécil que resumía la obsesión común: Tengo una vaca
lechera... me da leche merengada... tolón, tolón...'. Unos
carteles incitando a los ciudadanos a luchar contra la tuberculosis cubrían
las paredes de la ciudad, porque esa plaga se extendía y afectaba
indistintamente a los jóvenes y a los viejos, a las mujeres y a los
niños.
En los hospitales, en los asilos, se amontonaban los desechos de la humanidad: viejos descanados, escupiendo sus
pulmones en cada acceso de tos; hombres maduros, encorvados, macilentos,
calvos antes de tiempo, con sus bocas sin dientes furiosamente apretadas
sobre unas colillas amarillas y arrugadas que les quemaban
los labios; adolescentes centenarios, con los ojos hundidos, brillantes
de fiebre y con el cráneo afeitado...
Toda una procesión de espectros, con sus
uniformes de fustán gris y una manta agujereada sobre los hombros vagaban por los pasillos arrastrando los pies, pciosos, esperando la muerte.
Sin embargo, lo peor no se dejaba ver ni oír, pero
se sentía y se respiraba: un miedo que se extendía por todas partes,
que parecía rezumar de las paredes. Un miedo acumulado, condensado, que
escondía años de desorden, de huelgas, de atentados, de sórdidos arreglos
de cuentas, de delaciones y fusilamientos; un miedo aún
atormentado por los 'paseos' siniestros, por las detenciones
nocturnas, por los bombardeos aéreos; un miedo mantenido vivo por la brutal represión, que añadía sus horrores a
los precedentes.
Pero este cuadro quedaría incompleto si no agregásemos
a él un rabioso deseo de vivir, un desbordamiento de histérica alegría. En
el Barrio Chino y en el Paralelo, una marea humana se derramaba en el
crepúsculo y desplazaba durante toda la noche sus tumultuosas olas.
Michel del Castillo, "La Noche del
Decreto"
Grijalbo, Barcelona, 1981, pp. 156-158
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