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862. Ideología




Félix Grande / El País / 14 de enero de 1994

Nos contó que cuando los fascistas tomaron la ciudad (una capital de provincia; él no quiso decimos cuál porque había nacido en ella y aún tenía miedo) unos pistoleros de paisano detuvieron al hijo y al yerno de un arquitecto simpatizante del Gobierno republicano. En la casa vivían cuatro personas: el arquitecto, su hijo, al que detuvieron, y su hija con su marido, al que detuvieron. La detención se produjo al anochecer de un día jueves de agosto de 1936.

Al día siguiente regresaron los pistoleros y propusieron al arquitecto y a su hija que deliberasen sobre cuál de los detenidos debía ser fusilado; prometieron liberar al otro detenido y permitirle regresar inmediatamente con su familia, ya que en realidad no tenían cargos penales ni políticos contra ninguno de los dos, contra ninguno de los cuatro.Pero como todos eran votantes de la República y personas sobresalientes, tenían que conocer el escarmiento, por lo que uno de los dos jóvenes detenidos había de morir fusilado contra una tapia. El otro regresaría sano y salvo, según palabras textuales de los emisarios fascistas. ¿Dijeron sano y salvo?, preguntamos a nuestro informante. Nuestro informante, hombre de unos ochenta años, vagabundo y alcoholizado, bebió de una botella unos tragos de vino y afirmó: sano y salvo. Nuestro informante había pertenecido a las Juventudes Socialistas Unificadas, combatió en frentes castellanos y mediterráneos, cayó prisionero y pudo escapar tras degollar a un soldado nacionalista, cruzó en 1939 la frontera francesa, regresó muy pronto para integrarse a la guerrilla antifranquista, y finalmente con documentación falsificada, huyó por la frontera de Portugal y viajó a Venezuela, de donde regresó a España después de la muerte de Francisco Franco. Ahora volvió a beber a morro y miró al vacío, con la cara colorada y quieta, antes de proseguir. Los pistoleros fascistas, bien vestidos, dijo, les dieron al arquitecto y a su hija cuarenta y ocho horas para que se pusieran de acuerdo acerca de sobre a cuál de los dos detenidos querían finalmente salvar la vida y a cuál enviaban al paredón. Presumiendo de generosos se fueron. Era un viernes, de mañana, recordaba de nuevo nuestro informante, los dos jóvenes habían sido detenidos a punta de pistola unas horas antes, recordaba nuestro informante.

El condenado que eligieran el arquitecto y su hija sería fusilado, al amanecer del domingo, y durante ese mismo domingo el detenido al que sus familiares eligieran salvar sería puesto en libertad, según la promesa de los emisarios de los recientes amos policiales de la ciudad.

Nuestro informante nos contó que durante el día viernes, la noche del sábado, el sábado y parte de la noche del domingo los vecinos oyeron cómo el arquitecto republicano y su hija republicana lloraron y gritaron, se gritaban uno a otro con odio, enumerando cada uno sus razones. El padre pretendía que su hija cediese, le decía que ya encontraría otro marido cuando teminase la guerra, le decía que si no tenía piedad de su propio hermano. La hija gritaba como una loca diciendo que adoraba a su hermano, pero que necesitaba a su marido y que por qué su propio padre no tenía piedad de ella. Cada vez más frenéticos y llenos de cólera y de horror, llegó la noche del domingo, y entonces los vecinos, arrimados a sus ventanas, sintieron extrañeza ante el silencio súbito de la casa. Los asesinos, como habían prometido, llamaron de nuevo a la puerta de la casa esa noche para conocerla decisión. El arquitecto ya había conseguido, llorando y gritando, amarrar y amordazar a su hija en el interior de la casa; salió a abrir y en la misma puerta les comunicó a los fascistas que había tomado la decisión de que le devolvieran a su hijo y que fusilaran a su yerno. A la mañana siguiente, un funcionario de la tropas de ocupación vino a la casa y entregó al padre y a la hija las pertenencias de su hijo y hermano y las pertenencias de su yerno y marido, ya que los habían fusilado a los dos al amanecer.

Dos semanas después, la hija se ahorcó en una viga de la casa. El arquitecto, tras el entierro de su hija, al que casi no asistió nadie, comenzó a caminar por el paseo del cementerio, arriba y abajo, y por las calles de la ciudad, sin descanso y sin destino e incluso sin itinerario. Empezó a hablar solo. Poco después comenzó a gemir todo el tiempo, con un llanto seco. Más tarde correteaba por la ciudad, resollando, inexpresivo, y no reaccionaba cuando le tiraban piedras los niños. Para entonces ya se había vuelto loco y no sentía ni padecía, según expresión de nuestro informante, el cual continuaba negándose a confiarnos ni el nombre de la ciudad ni su propio nombre. Cuando le dijimos que su prudencia nos parecía excesiva nos miró con una mezcla de compasión y de desprecio y aclaró: ¿y si algún día vuelven los fascistas y me fusilan? Aquel anciano, medio siglo antes, había combatido como soldado y como guerrillero, había degollado a un enemigo. Ahora, medio siglo después, tenía miedo. Díganos por lo menos el nombre de la ciudad. Nuestro informante, receloso, salió de la taberna y ya no volvimos a verlo. Tampoco sabemos si el arquitecto murió loco y viejo, o recuperó la razón y se suicidó, o si lo mató accidentalmente algún niño con una pedrada en la sien.










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