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1049. De noche las voces enemigas se llaman ... (España ensangrentada)

Dinamiteros en Carabanchel, Madrid - Foto: Gerde Taro


De noche, las voces enemigas se llaman y se responden de una trinchera a otra.

Al fondo del refugio subterráneo, los hombres, un teniente, un sargento, tres soldados, se atavían para realizar una patrulla. Uno de ellos, que viste un jersey de lana, - hace mucho frío- aparece en la oscuridad, con la cabeza oculta todavía, los brazos descolocados, moviéndose lentamente con una pesadez de oso.

Juramentos ahogados, caras de las tres de la madrugada, explosiones lejanas...Todo esto compone una extraña mezcla de sueño, de ensoñación y de muerte. Lenta preparación de vagabundos que van a retomar su pesado bastón y su viaje. Apresados en la tierra, pintados por la tierra, mostrando unas manos de jardineros, estos hombres no han sido modelados para el placer. La mujeres los repelerían. Pero, lentamente, van deshaciéndose de su barro y emergerán en las estrellas. El pensamiento se despierta bajo tierra, en esos bloques de arcilla endurecida, y yo imagino que allí abajo, en frente, a la misma hora, otros hombres se atavían igualmente y se forran con los mismos jerseys de lana, embebidos de la misma tierra, para emerger de la misma tierra de la que están hechos. Allí abajo, en frente, la misma tierra despierta también a la consciencia, a través del hombre.

Así, frente a ti, se alza lentamente, teniente, para morir por tu mano, tu propia imagen. Habiendo renunciado a todo, para servir como tú, a su fe. Su fe es la tuya.

¿Quién aceptaría morir, si no fuera por la verdad, la justicia y el amor de los hombres?.

“Iban engañados, o bien iban engañados los de enfrente”, me dirán ustedes. Pero yo me río aquí de los políticos, de los logreros y de los teóricos de salón de uno u otro bando. Lanzan sus anzuelos, sueltan grandes palabras y creen conducir a los hombres.

Creen en el infantilismo de los hombres. Pero si las grandes palabras agarran como semillas lanzadas al viento, es porque había, en la extensión de los vientos, tierras espesas, formadas para el peso de las cosechas. Qué importa el cínico que se imagina que siembra con arena: son las tierras las que saben reconocer el trigo.

La patrulla se ha formado, y avanzamos a través de los campos. Una hierba rasa cruje bajo nuestros pasos, y tropezamos cada cierto tiempo, en la noche, con las piedras.

Yo acompaño hasta el límite de ese mundo a quienes han recibido la misión de bajar al fondo de un estrecho valle que nos separa aquí del adversario. Tiene una extensión de ochocientos metros. Atrapado bajo el fuego de las dos artillerías, en vertical, los paisanos que allí vivían lo evacuaron. Está vacío, ahogado bajo las aguas de la guerra, donde duerme el pueblo tragado por ellas. Ya sólo lo habitan los fantasmas, pues sólo han quedado los perros, que, sin duda, durante el día cazan sus penosas viandas y de noche, famélicos, se aterrorizan. Sobre las cuatro de la madrugada, es un pueblo entero que aúlla a la muerte hacia la luna que sube, blanca como un hueso.

“Descenderán ustedes, ha ordenado el comandante, para saber si el enemigo está ahí disimulado”. Sin duda en el enemigo se ha planteado la misma pregunta, y la misma patrulla está ya en marcha.

Nos acompaña el comisario cuyo nombre he olvidado, pero cuyo rostro no olvidaré jamás: “Los vas a oír, me dice. Cuando estemos en primera línea, preguntaremos al enemigo que está al otro lado del valle... A veces hablan...”

Vuelvo a verlo, un poco reumático, apoyado en su bastón nudoso, ese hombre con rostro de viejo obrero concienzudo. Éste, puedo jurarlo, está por encima ya de la política y los partidos. Éste se ha levantado ya por encima de las rivalidades confesionales. 

“Es una pena que, en las circunstancias presentes, no podamos ya exponer nuestro punto de vista al adversario...”

Y allí va, cargado con su doctrina, como un evangelista. Y, en frente, yo lo sé, como ustedes, hay otro evangelista, algún creyente, alumbrado también por su doctrina, que desembaraza sus botas del mismo barro, en marcha también hacia esa cita que ignora.

Vamos pues en ruta hacia ese borde de tierra que domina el valle, hacia el  promontorio más avanzado, hacia la última terraza, hacia ese grito de interrogación que lanzaremos al enemigo, como uno se interroga a sí mismo.

¡Una noche levantada como una catedral, y qué silencio!. ¡Ni un disparo de  fusil! ¿Una tregua?. ¡Oh, no!.

Pero hay algo que recuerda al sentimiento de una presencia. Entre los dos adversarios se escucha la misma voz. ¿Confraternización? No, por supuesto, si entendemos por ella ese cansancio que, un día, desagrega a los hombres y los inclina a compartir los cigarrillos, y a confundirse en el sentimiento de una misma decadencia. Prueben a dar un paso hacia el enemigo aquí... Puede que haya confraternización, pero a tal altura que no implica del espíritu más que una parte todavía inexpresable, y aquí, abajo, no nos salvará de la matanza. Porque, lo que nos une, todavía no tenemos un lenguaje para decírnoslo.

Ese comisario que nos acompaña, creo comprenderle bien. ¿De dónde viene, con ese rostro que mira derecho, que lleva mucho tiempo sosteniendo el eje de su carreta? Él ha contemplado, junto a los campesinos del lugar donde proviene, cómo vive la tierra. 

Después se fue a la fábrica y vio vivir a los hombres.

“Metalúrgico... he sido veinte años obrero metalúrgico...”.

Nunca jamás he oído confidencias más elevadas que las confidencias de aquel hombre. 

“Yo... un hombre rudo... me ha costado una barbaridad formarme... Las herramientas... sabe... yo sabía manejarlas bien, sabía hablar de ellas, sabía acertar con ellas... Pero cuando quería explicar las cosas, las ideas, la vida, decirlas a los otros... Ustedes están acostumbrados a pensar... Les han enseñado de muy pequeños a moverse en las contradicciones verbales, y no se imagina lo duro que es aprender eso: ¡pensar!. Pero yo trabajé y trabajé... Siento que poco a poco voy dejando de estar anquilosado... ¡Oh! no crea que no sé juzgarme a mí mismo... Todavía soy un garrulo, no he aprendido siquiera la cortesía, y la cortesía, ya sabe, es la que mide al hombre...” 

Al oírle yo veía de nuevo esa escuela del frente instalada al abrigo de algunas piedras, como un poblado primitivo. Allí un cabo enseñaba botánica. Desmontando con sus manos los pétalos de una amapola, familiarizaba a sus barbudos discípulos con los dulces misterios naturales. Pero los soldados mostraban una angustia infantil: !hacían enormes esfuerzos por entender, tan viejos ya, tan endurecidos por la vida!. Les habían dicho: “Sois unos brutos, acabáis de salir de vuestras cavernas, tenéis que alcanzar a la humanidad...” Y ellos se apresuraban, con sus grandes pasos pesados, para alcanzarla.

Así, yo había asistido a esa ascensión de la consciencia que era como la subida de la savia, que nacida de la arcilla, en la noche de la prehistoria, poco a poco se había elevado hasta Descartes, Bach o Pascal, esas altas cimas. Qué patético era, descrito por aquel comisario, ese esfuerzo por pensar. Esa necesidad de crecer. Así es como crece un árbol. Y ahí está el misterio de la vida. Sólo la vida saca sus materiales del suelo, y, contra la gravedad, los eleva.

¡Qué recuerdo! esa noche de catedral... El alma del hombre, que se muestra con sus ojivas y sus flechas... El enemigo al que nos disponemos a interrogar. Y nosotros mismos, caravana de peregrinos, que caminamos sobre una tierra crujiente y negra, sembrada de estrellas.

Sin saberlo, vamos en busca de un evangelio que supere nuestros evangelios provisionales. Éstos hacen correr demasiada sangre de los hombres. Vamos en marcha hacia un Sinaí tormentoso.

Hemos llegado, y topado con un centinela entumecido, que dormita al abrigo de un murillo de piedra:

“Sí, aquí hay veces que responden... Otras veces son ellos los que nos llaman...Otras veces no responden. Depende de cómo estén de humor...”

... Así son los dioses.

Las trincheras de primera línea serpentean a cien metros detrás de nosotros. Esos muros bajos, que protegen al hombre, hasta el pecho, son puestos de vigía, abandonados durante el día, y que dominan directamente el abismo. Así, nos parece estar acodados, como en un parapeto o barandilla, ante el vacío y lo desconocido. Acabo de encender un cigarrillo y súbitamente unas manos poderosas me obligan a agacharme. Todos, en torno mío, se tumban también. En ese mismo instante, oigo silbar cinco o seis balas, que pasan por lo demás demasiado altas, y que no van seguidas por ninguna otra salva. No es más que un recordatorio de la corrección: no se enciende un cigarro frente al enemigo.

Tres o cuatro hombres arropados por sus abrigos, que velaban en los alrededores, resguardados en fortines como el nuestro, se nos unen:

“Están bien despiertos los de enfrente...

-Sí, pero ¿hablan? Quisiéramos oírlos...

-Hay uno de ellos... Antonio... A veces habla.

-Hazle hablar”.

El hombre se levanta e hincha el pecho, y después, con las manos juntas formando un altavoz, grita con potencia y lentitud:

“¡An...to...nio...o!”

El grito se infla, se despliega, repercute en el valle...

“Agáchate, me dice mi vecino, a veces, al llamarlos, empiezan a disparar...”

Nos hemos resguardado, con la espalda pegada a la piedra, y escuchamos. No hay disparos. En cuanto a una respuesta...No podríamos jurar que no se oye nada, porque la noche entera canta, como una concha.

“¡Eh! ¡Antonio...o!... ¿Estás....”

Y retoma el aliento, el hombretón que ¡se ha quedado sin aire!

“¿Estás... durmiendo?...”

Durmiendo... repite el eco de la otra orilla... Durmiendo... repite el valle... Durmiendo, repite la noche toda entera. Llena todo. Y seguimos en pie con una confianza extraordinaria: ¡no han disparado! Y los imagino allí abajo escuchando, oyendo, recibiendo esa voz humana. Y esa voz no los solivianta, porque no aprietan sus gatillos. Ciertamente, están callados, pero qué atención, qué escucha expresa ese silencio, si una simple cerilla desencadena el tiroteo. No sé qué semillas invisibles, que nuestra voz lleva, caen a lo largo de las negras tierras. Tienen sed de nuestras palabras como nosotros tenemos sed de las suyas. Pero nosotros nada sabemos de nuestra sed, salvo que se expresa, evidente, en esa escucha misma. Sin embargo ellos tienen su dedo en el gatillo, y yo recuerdo a aquellos animalillos que intentábamos alimentar en el desierto. Nos miraban. Nos escuchaban. Esperaban que les diéramos su comida. Y sin embargo, al menor gesto, nos saltaban al cuello.

Nos resguardamos bien, y, con las manos levantadas por encima del muro, encendemos una cerilla. Tres balas cruzan en dirección a la breve estrella! Pero os oímos. Este rigor no molesta al amor...”

Uno empuja al hombretón.

“Tú no sabes hacerle hablar, déjame a mí...”

El campesino corpulento apoya su fusil contra la piedra, toma aliento y grita:

“Soy yo, León... ¡Antonio...o!”

Y el grito se va, desmesurado.

Jamás había oído yo la voz sonar tan fuerte. En el abismo negro que nos separa, es como la botadura de un navío. Ochocientos metros de aquí a la otra orilla, y otro tanto para la vuelta: mil seiscientos. Si nos responden, pasarán cerca de cinco segundos entre nuestras preguntas y las respuestas. Pasarán cada vez cinco segundos de un silencio en el que toda vida estará suspendida. Cada vez será como una embajada en viaje. Así, incluso si nos responden, no experimentaremos el sentimiento de estar reunidos los unos con los otros. Entre ellos y nosotros se interpondrá la inercia de un mundo invisible que está en marcha. La voz es gritada, transportada, llega a la otra orilla...

Un segundo... Dos segundos... Somos como náufragos que han lanzado su botella al mar... Tres segundos... Cuatro segundos... Somos como náufragos que ignoran si sus salvadores responderán... Cinco segundos...

“... ¡Oh!”

Una voz lejana viene a morir en nuestra orilla. La frase se ha perdido por el camino, y sólo subsiste un mensaje indescifrable. Pero yo lo recibo como un golpe. 

Estamos perdidos en una oscuridad primero impenetrable pero repentinamente esclarecida por un “ohé” de barquero.

Nos sacude un estúpido fervor. Descubrimos una evidencia. ¡Delante de nosotros, hay hombres!

¿Cómo lo explicaría?. Me parece que acaba de abrirse una fisura invisible. 

Imagínense una casa de noche, con todas las puertas cerradas. Y he aquí que, en la oscuridad, uno siente el roce de un soplo de aire frío. Uno sólo. ¡Qué presencia!.

¿Alguna vez se han asomado a un abismo? Yo me acuerdo de la falla de Chérezy, una hendidura negra perdida en medio de un bosque, de una anchura de un metro o dos, de treinta metros de largo. Poca cosa. Uno se acuesta boca abajo sobre las agujas de pino, y, con la mano, en esa fisura sin relieve, se deja caer una piedra. Nada responde. Pasa un segundo, dos segundos, tres segundos, y tras esa eternidad por fin se percibe un débil fragor, tanto más asombroso cuanto más tardío, más débil, allí bajo el vientre. ¡Qué abismo!. Así, esa noche, un eco retardado acaba de construir un mundo. El enemigo, nosotros, la vida, la muerte, la guerra, somos expresados por unos pocos segundos de silencio.

De nuevo, una vez desencadenada esa señal, una vez a flote ese navío, una vez enviada esa caravana a través del desierto, esperamos. Y sin duda, en frente como aquí, se preparan a recibir esa voz que lleva como una bala al corazón. Y aquí está el eco de retorno:

“... hora... hora de dormir!”

Nos llega mutilado, desgarrado como un mensaje urgentísimo, pero salado, lavado, gastado por el mar. Qué maternal consejo han lanzado los mismos que disparan al vuelo a nuestros cigarrillos, a pleno pulmón:

“Calláos... Acostáos... es hora de dormir.”

Nos agita un estremecimiento ligero. Y ustedes sin duda creerían estar jugando. 

Y sin duda ellos creían estar jugando, aquellos hombres simples. Es lo que, en su pudor, os hubieran explicado. Pero el juego oculta siempre un sentido profundo, ¿de dónde provendría si no, la angustia y el placer y el poder del juego?. El juego que quizá pensábamos jugar respondía muy bien a esa noche de catedral, a esa marcha hacia el Sinaí, y nos hacía latir demasiado fuerte el corazón como para no responder a algún deseo no formulado. Aquella comunicación al fin restablecida nos exaltaba. Así se estremece el físico cuando el experimento crucial está en marcha y va a pesar la molécula. Va a anotar una constante entre cien mil, parece que no añade más que un grano de arena al edificio de la ciencia, y sin embargo el corazón le late fuerte, pues no se trata en absoluto de un grano de arena. Él sostiene un hilo. Sostiene el hilo por el cual se recupera, al tirar de él, el conocimiento del universo, pues todo está ligado. Así se estremecen los salvadores cuando han lanzado un cabo una vez, veinte veces... y cuando notan, por un tirón casi imperceptible, que por fin lo han cogido los náufragos. Allí abajo había un pequeño grupo de hombres, perdidos en la bruma, en los arrecifes, y aislados del mundo. Y por la magia de un cable de acero, ya están ligados a todos los hombres y mujeres de todos los puertos. Aquí, nosotros lanzamos en la noche, hacia lo desconocido, una pasarela ligera, y ya ésta reúne una con la otra las dos orillas del mundo. Así, desposamos a nuestro enemigo antes de morir.

Pero tan ligera, tan frágil, ¿qué podríamos confiarle? Una pregunta o una respuesta demasiado pesadas harían que nuestra pasarela zozobrara. La urgencia exige no trasmitir más que lo esencial, la verdad de las verdades. Creo oírle todavía, al que puso en marcha la maniobra y que bajo su responsabilidad nos agrupa, como el timonel; que se ha convertido en nuestro embajador por haber sabido hacer hablar a Antonio. Le veo cómo, levantando todo su torso por encima del muro, con las pesadas manos muy abiertas, sobre las piedras, grita a pleno pulmón la pregunta fundamental:

“¡Antonio! ¿Por qué ideal luchas?”

No duden que todavía en su pudor excusarían la pregunta diciendo:

“Es una pregunta irónica...” 

Más tarde lo creerán, si se emplean en traducir, a su pobre lenguaje, movimientos para los que no hay lenguaje que los traduzca. Los movimientos de un hombre que está en nosotros, y a punto de despertarse... Pero hace falta que un esfuerzo lo libere.

Ese soldado que espera el rechazo, creo, yo he visto su mirada, cómo se abre a la respuesta con toda su alma, como uno se abre al agua del pozo en el desierto. Y aquí llega ese mensaje troceado, esa confidencia roída por cinco segundos de viaje, como una inscripción roída por los siglos:

“... por España!”

Después oigo:

“... tú.”

Supongo que pregunta a su vez al de aquí arriba.

Le responden. Oigo gritar esta gran respuesta:

“... Por el pan de nuestros hermanos!”

Y después lo asombroso:

“... ¡Buenas noches, amigo!”

Aquél responde, desde el otro lado de la tierra:

“... ¡Buenas noches, amigo!”

Y todo vuelve al silencio. Sin duda, en frente, no han captado, como nosotros, más que palabras sueltas. La conversación entablada, el fruto de una hora de marcha, de peligros y esfuerzos, aquí está... No falta nada.

Aquí está, tal y como ha sido bamboleado por los ecos bajo las estrellas: “Ideal... España... Pan de nuestros hermanos...”

Entonces, llegada la hora, la patrulla reemprendería la marcha. Se lanzaban hacia el pueblo del encuentro. Pues, en frente, la misma patrulla, gobernada por las mismas necesidades, se hundía en el mismo abismo.

Bajo la apariencia de palabras diversas, aquellos dos equipos habían gritado las mismas verdades... Pero una comunión tan alta no excluye el morir juntos.


Antoine de Saint-Exupéry
España ensangrentada
Paris-Soir, 3 de octubre de 1938











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