CAPITULO V
Cuando yo caía en mi camastro al término de una de estas largas y fatigosas peregrinaciones que solían acabar en desvarío sonambulismo, lo mismo que soltaba mi ropa dejándola a un lado, soltaba mis imaginaciones y pensamientos, echándolos de mí uno tras otro, hasta caer en profundo sueño. Dormía, descansaba, y al despertar la siguiente mañana, antes que la ropa volvían a mí las ideas de la noche anterior. Primero llegaba una, después dos o tres rondaban mi cerebro, y al fin iban entrando todas. Pensé yo entonces que durante mi sueño las ideas y los hechos pasados velaban en torno mío, esperando que yo despertase para volver a su jaula.
Levanteme un día con sinfín de cosas imaginarias y reales dentro de mi pajarera cerebral. No me pidáis que puntualice el día, porque en mi mollera entra cuanto existe menos las fechas. Nunca he podido disciplinar, ya lo sabéis, el dietario de los acontecimientos, sobre todo cuando no son de esos que llevan bien determinada la efemérides... Pues señor, me fui a la oficina a pesar de ser domingo, y al entrar me dijeron los compañeros que el Ministro, don Francisco Pi y Margall, se había pasado la madrugada anterior agarrado al telégrafo. ¿Qué pasaba? Pues que los rumores de alzamiento en Barcelona se habían confirmado. Ya sabíamos que la tropa, dominada en absoluto por los Comités federales y convertida en instrumento de la Diputación provincial, aspiraba nada menos que a proclamar el Estado Catalán.
Al instante vio nuestro jefe los gravísimos inconvenientes de tal precipitación. No se podía consentir que los pueblos establecieran por sí y ante sí el régimen federativo, anticipándose a lo que era facultad y obra de las Cortes Constituyentes, aún no reunidas. De la parte acá del hilo telegráfico hablaba Pi y Margall con la serenidad reflexiva propia de su exquisito temperamento. De la parte allá vociferaban los federales barceloneses, conjurados para proveerse del Cantón que les correspondía con arreglo al catecismo autonómico. Gastó don Francisco enorme dosis de su fuerte dialéctica para convencer a los amigos de la inoportunidad el imprudencia de tal resolución. Nunca vino tan a pelo el aforismo de que no por mucho madrugar, etcétera...
Atento a conjurar todos los peligros, don Francisco ordenó la incomunicación telegráfica de Barcelona con el resto de España, y previno contra el movimiento a los Gobernadores de las provincias limítrofes... Hallábame yo en el despacho de mi jefe don José Carvajal, escribiendo al dictado cartas urgentes, cuando entró el secretario de Figueras señor Rubaudonadéu, y por él supimos que aquel mismo día partiría para Barcelona el Presidente del Poder Ejecutivo. Poco después pasé al salón grande del Ministerio y vi a Figueras, Castelar y Salmerón que salían del despacho del Ministro, acompañados por este. Las caras de todos revelaban tranquilidad. Don Francisco les dijo al despedirse: Por fortuna, hemos deshecho la borrasca antes que estallase. Y Castelar, risueño, añadió este comento breve: Ahora, señores, hasta otra.
Volvió a reinar en la Secretaría del Ministerio el sosiego burocrático. Durante largo rato oíase tan sólo el rasguear de las plumas... Sigo mi cuento declarando que después de conjurado aquel conflicto, por hábil maniobra de Pi y Margall, adquirió cierta fortaleza el Gobierno republicano. Pero como quedaba en pie la hostilidad solapada de los Radicales, con el inquieto don Cristino a la cabeza, continuaron los días azarosos. La naciente República no tenía momento seguro, y todo su tiempo dedicábalo a quitar las chinitas que ponía en su camino la displicente Asamblea Nacional, formada con todo el detrito de las pasiones monárquicas. Al fin, en un día de Marzo, hacia el 20 ó 22, se consiguió que suspendiera la Cámara sus sesiones, después de votar la abolición de la esclavitud en Puerto Rico y otras importantes leyes.
Pero los conjurados inventaron el enredijo de una Comisión Permanente, que no servía más que para embrollar, entorpecer y aburrir a todo el mundo. De tanta y tanta pejiguera se habrían librado los republicanos si desde el primer día (24 de Febrero) en que apareció el serpentón monárquico-radical le hubieran cortado, con certero golpe, la cabeza. Así lo pensaba yo, y si no me lo estorbase mi respeto al gran Pi y Margall, le habría dicho: «Si usted, mi señor don Francisco, y sus compañeros, hubieran volcado con un audaz gesto revolucionario la Asamblea llamada Nacional, quitando de en medio a puntapiés a toda esta caterva de ambiciosos egoístas, tendrían despejado el terreno para fundar desahogadamente el régimen nuevo. No se pasa de aquello a esto sin cerrar con cien llaves el arca de los escrúpulos, aplicando calmantes heroicos a las conciencias demasiado irritables».
Repitiéronse en Abril las mismas dificultades y las propias luchas. En mis paseos melancólicos y en la soledad de mi hospedaje me entretenía yo en aconsejar mentalmente a los Ministros y proponerles la mejor línea de conducta. «Yo entiendo de Política, señores míos -les decía con el pensamiento- porque entiendo de Historia. Y no aprendí esta ciencia en los libros, sino de labios de la propia divinidad que recoge y transmite todo lo que concierne a la ciencia de los hechos humanos. La Historia me ha llevado en sus brazos, en sus bolsillos y en su regazo augusto. La llamo mi madre, no sé dónde se ha metido, y la buscaré por toda la redondez de este suelo ibérico, dejado de la mano de Dios».
Vagaba yo una noche por las inmediaciones de la iglesia de San Sebastián, cuando sentí un ligero paso y el siseo de una vocecilla que me llamaba. Volvime rápidamente creyendo que pudiera ser Mariclío y... ¡ábrete, tierra, y trágame!... era Candelaria. Llegose a mí con ademán afectuoso, y estrechándome las manos se arrancó con estas frases: «¡Ay, Tito chiquitín, qué ganas tenía de verte!... No has querido volver a casa... ¡qué tonto!... No creí que lo tomaras tan por la tremenda. Yo te esperaba para pedirte perdón por aquel arrebato. Te tiré el tintero sin darme cuenta de ello. Te habría tirado un clavel o una rosa si los hubiera tenido a mano. Toda la noche estuve llora que te llora. En fin, ya me estás perdonando; pronto, pronto...».
Balbuciente le di las gracias; aseguré que no le guardaba rencor, y quise abreviar la entrevista con el pretexto de ocupaciones perentorias en mi casa. Pero ella hizo presa en mi brazo, tirando de mí hacia la plaza del Ángel. Tanto como sus tirones me redujeron a la obediencia sus tiernas palabras: «No, Tito; ya que he tenido la suerte de encontrarte, no te suelto. Hazme el favor... ea, no seas tonto. No me desaires... ¡Mira que...! Acompáñame un ratito al café de San Sebastián. Quiero enseñarte dos artículos que llevo aquí. Son muy vibrantes, ya verás. Ven. En el café están don Santos, Luis Blanc, Antoñete Pérez y otros amigos». Me dejé llevar. La resistencia pugnaría con mi delicadeza y buena educación. Entramos... Heme aquí en la tertulia de aquellos bravos patriotas. Senteme junto a Penélope, que antes de que le trajeran café desenvainó su manuscrito y comenzó a leer. Era una soflama violentísima que titulaba Delirium tremens, y en ella sacudía de lo lindo a los martistas y al propio don Cristino, aplicándoles toda clase de improperios y chanzas mortificantes. A media lectura advertí que Rosa Patria-Penélope habíase apropiado los latinajos que el periodismo de aquella época iba poniendo de moda. Al final de un párrafo, refiriendo las ridículas pretensiones de los señores de la Asamblea Nacional, escribía: ¿Risum teneatis?
Terminada la lectura, sirvieron a Candelaria el café en vaso. Lo endulzó con dos o tres terrones, y se guardó los demás en un hondo bolsillo. Todos hacíamos lo mismo; mas la escritora, por privilegio de su sexo, requisaba sobre el mármol los terrones dispersos para aumentar el acopio de azúcar y llevárselo a su casa... Don Santos departía con Antonio Pérez, Balbona y Castañé en una mesa próxima, y cuando Rosa Patria tiró de papeles para leernos a Luis Blanc y a mí el segundo de sus artículos, la vaga atención que en la lectura ponía yo dejó en libertad a mis ojos para extenderse por las profundidades del café lleno de gente. Algunas mesas más adentro vi un rostro de mujer cuyas miradas vinieron al encuentro de las mías. No tardé en reconocerla: era Delfina Gil, la industriosa confitera y empresaria de pompas fúnebres. Pronto advertí que mi antigua dama y consejera deseaba hablar conmigo. Claramente me lo decía con sonrisas y mohines de su linda boca. Bajo estas impresiones corría, lenta y susurrante, la lectura del artículo candelaresco, cuyo título era Un dogal para los cimbrios, y que después de poner a estos como ropa de pascuas, acababa con el tremendo anatema: lasciate ogni speranza.
Como las tertulias cafeteras pugnaban cada día más con mi gusto y costumbres, abrevié cuanto pude mi permanencia en aquel lugar de vagancia sedentaria. Alabé con piadoso calor los escritos de doña Candelaria, y quedando con ella en equívocas apariencias de reconciliación, me despedí de todos prometiéndoles volver otra noche a matar el tiempo en tan agradable peña. Interneme un poco para saludar a Delfina, la cual, agradeciéndome la fineza, me preguntó si seguía yo viviendo en la misma casa (calle del Amor de Dios), pues tenía que hablarme a solas y con urgencia. Díjele que no había cambiado de domicilio y... Adiós, adiós... Hasta mañana.
Pasó la noche, pasaron las primeras horas matutinas; y cuando estaba yo arreglándome para echarme a las calles, emergió en mi gabinete la señora dulce y funeraria de negro totalmente vestida, entapujada con tupido velo que se levantó al entrar, mostrándome la interesante blandura de su rostro. En la mano traía rosario y librito de misa, señal de que venía de cumplir sus obligaciones beatíficas en Montserrat o en las Niñas de Loreto.
«No debía yo tener ningún trato contigo -me dijo con melindre, sentándose en mi arrumbado sofá- porque estás muy echado a perder, Tito. ¿Qué esperas tú de esa cuadrilla de barrabases?... Repito que no mereces que yo te hable: eres un secuaz de la monserga federala que quiere acabar con las venerandas creencias y con toda ley humana y divina... A pesar de todo, te conservo alguna estimación, porque fuera de lo político eres hombre de buenas partes; estimo también a tu familia, y por ella y por ti vengo a decirte que estés preparado para el peligro, o te escondas y huyas, si no quieres perecer. De hoy a mañana ocurrirán en Madrid cosas tremendas. Vendrá el barrido de toda esta pillería que quiere dividir a España en cantones con autonosuyas y el pato comunicativo y burrateral. Ponte en salvo, Tito, que ya los buenos se han cansado de aguantar tantos ultrajes y locuras... Por humanidad te aconsejo que prevengas también a los de arriba, al Pi, al Figueras y demás diablos que quieren traernos acá el Infierno; díselo también al borrachín de Estévanez. Que se oculten, que se metan en la carbonera o escapen a correr... La sarracina será tal, que si los leales cogen a los pájaros gordos del arrastrado federalismo les machacarán de firme, y el pedazo más grande que quede de ellos será de este tamaño...».
Solté yo la risa, no sin pensar que detrás de aquellas imbecilidades bullía tal vez una maquinación verdadera, un nuevo plan o postrer esfuerzo de los desesperados martistas. Ya sabía yo que la viuda boyante estaba en estrechas relaciones con la cimbrería. Una hermana suya, a la sazón estanquera, sirvió algunos años en casa de Sardoal, y su primo Filiberto Gil mandaba una compañía de los Milicianos tildados de monárquicos. Algo le contaron a mi amiga, algo de proyectada conjura o bullanga llegó a sus oídos, y ella lo abultó con su disparada imaginación y criterio chabacano. Afecté credulidad para inducirla a que me diese más detalles. Pero se limitó a decirme que no le pidiera más claridad: su deber era prevenirme para defender mi vida, y no revelar planes que había sabido por los conductos más reservados. La causa de España, la causa del orden, la causa de Dios, exigían la discreción de todos los buenos.
Inquieto por los avisos de aquella tarasca que de la vida libidinosa había pasado a vida de farándula mística, y que, según rumores, hociqueaba con clérigos y mayordomos de Cofradía, me fui a ver a Estévanez. No le encontré en su oficina, pero media hora después le vi entrar en mi Ministerio. Encerrose con Pi, y allá se fue también Carvajal. La duración de la conferencia nos dio a entender que algo ocurría. Salió Estévanez, y entraron luego dos coroneles de la Milicia, acompañados de Rubaudonadéu. Mi trabajo me impidió llevar nota de las muchas personas que aquel día conferenciaron con el Ministro. Todo confirmaba el temor de próximas alteraciones del orden público...
Por la noche tuve la suerte de encontrar al Gobernador en su despacho. Comía precipitadamente para echarse a la calle. Salimos juntos, y le acompañé en su coche a la estación de Atocha. Hablando por el camino, advertí que aquel hombre, tan sereno ante el peligro, mostraba la inquietud natural ante lo desconocido. No fue conmigo demasiado sincero, ni podía serlo, por la reserva que le imponía su cargo. Procuraré reunir y ajustar las diversas expresiones que oí de sus labios, y combinarlas artísticamente conforme a la ley de la narración histórica, que permite extraer de la verdad de los caracteres la verdad de las manifestaciones orales. La conjura que me anunció Delfina era cierta. Los despechados radicales asambleístas contaban con Pavía, Capitán General de Madrid; con la guarnición, que no era muy numerosa, y con los batallones monárquicos de la Milicia Nacional. Creían tener de su parte a la Guardia civil, y confiaban ciegamente en la Artillería. Separados del servicio los jefes y oficiales facultativos por efecto de la desatinada disolución del Cuerpo en las postrimerías del reinado de don Amadeo, mandaban los regimientos individuos de las armas generales que temían de la República una reorganización contraria a sus conveniencias.
De lo que se tramaba tuvo noticia Estévanez al mediodía. Cuando fue a ver a Pi, ya este había recibido confidencias del caso. Ocupáronse de las medidas necesarias para cortar el paso a la sublevación, que por noticias fidedignas era indefectible programa para el siguiente día, 23 de Abril. El rostro estatuario de don Francisco Pi y Margall no sufrió en su coloración ni en sus líneas la menor mudanza mientras enumeraba los poderosos elementos de que disponían los contrarios. Estévanez le dijo: «Aun contando ellos con todo lo que quieran, yo le respondo a usted de que nos sostendremos treinta horas... Si nos derrotaran en Madrid, y eso habría que verlo, fíjese usted, don Francisco, en que disponemos de todo el servicio de trenes en el Norte y Mediodía, y en treinta horas podemos traer sesenta mil federales castellanos, aragoneses, catalanes, valencianos, manchegos... Ordene usted que vayan esta misma noche a los puntos que fijaremos, comisionados con poderes amplios para convocar y acumular sobre Madrid, sin necesidad de aviso telegráfico, las muchedumbres republicanas de media España, o de España entera si fuese menester».
Precisamente a despedir a esos comisionados iba don Nicolás a la estación de Atocha. El acto, de corta duración y de apariencias familiares, no dio motivo a curiosidad ni comentarios. De la estación fui con mi amigo a visitas, que atribuí a la necesidad perentoria de despertar las fuerzas populares y disponerlas para la lucha. Estuvimos en la Ronda de Atocha, en las Peñuelas, en la calle de Santa Ana. Como él subía solo a las casas, dejándome en el coche, no puedo asegurar a qué personas visitaba. Pero mi conocimiento de la gente de coraje me bastaría para designar sus nombres sin miedo a equivocarme.
De la calle de Santa Ana fuimos a la del Ave María y de allí a la plazuela de Antón Martín, donde nos apeamos los dos; yo llamé al sereno, y este abrió la puerta de la casa de Santiso. Ya era más de la una. Invitome Estévanez a subir con él, mas yo no creí discreto presenciar conferencias tan delicadas, y como estaba tan cerca de mi casa y me sentía fatigadísimo, le pedí permiso para retirarme. Al despedirme, el grande hombre que miraba con serenidad desdeñosa la negra faz de las revoluciones y afrontaba risueño y altivo las contingencias erizadas de peligros, me dijo así: «Mañana a estas horas, o quizás al caer de la tarde, podrás ver por ti mismo que hemos ganado la partida y que han escapado o están hechos polvo los enemigos de la República. Buenas noches, y duerme tranquilo».
En esto de la tranquilidad del sueño no pude obedecer al Gobernador, porque pasé una noche horrible, sin pegar los ojos, dando vueltas en mi duro camastro. Cualquier ruido de la calle se me antojaba estruendo de lejanos tiros, cañonazos o voladuras. La claridad de los faroles de la calle entraba en mi alcoba, y mi abrasada mente la convertía en resplandores de incendio. Aunque yo estaba acostumbrado a los tremebundos ronquidos de mi patrón, Ido del Sagrario, aquella noche me sonaban como acompasados gritos de la plebe furiosa invadiendo las calles.
Benito Pérez Galdós
La Primera República - Capítulo V
Este libro aporta el título de la cuarta novela de la V y última Serie de los Episodios nacionales, publicados por Galdós.
Cuando yo caía en mi camastro al término de una de estas largas y fatigosas peregrinaciones que solían acabar en desvarío sonambulismo, lo mismo que soltaba mi ropa dejándola a un lado, soltaba mis imaginaciones y pensamientos, echándolos de mí uno tras otro, hasta caer en profundo sueño. Dormía, descansaba, y al despertar la siguiente mañana, antes que la ropa volvían a mí las ideas de la noche anterior. Primero llegaba una, después dos o tres rondaban mi cerebro, y al fin iban entrando todas. Pensé yo entonces que durante mi sueño las ideas y los hechos pasados velaban en torno mío, esperando que yo despertase para volver a su jaula.
Levanteme un día con sinfín de cosas imaginarias y reales dentro de mi pajarera cerebral. No me pidáis que puntualice el día, porque en mi mollera entra cuanto existe menos las fechas. Nunca he podido disciplinar, ya lo sabéis, el dietario de los acontecimientos, sobre todo cuando no son de esos que llevan bien determinada la efemérides... Pues señor, me fui a la oficina a pesar de ser domingo, y al entrar me dijeron los compañeros que el Ministro, don Francisco Pi y Margall, se había pasado la madrugada anterior agarrado al telégrafo. ¿Qué pasaba? Pues que los rumores de alzamiento en Barcelona se habían confirmado. Ya sabíamos que la tropa, dominada en absoluto por los Comités federales y convertida en instrumento de la Diputación provincial, aspiraba nada menos que a proclamar el Estado Catalán.
Al instante vio nuestro jefe los gravísimos inconvenientes de tal precipitación. No se podía consentir que los pueblos establecieran por sí y ante sí el régimen federativo, anticipándose a lo que era facultad y obra de las Cortes Constituyentes, aún no reunidas. De la parte acá del hilo telegráfico hablaba Pi y Margall con la serenidad reflexiva propia de su exquisito temperamento. De la parte allá vociferaban los federales barceloneses, conjurados para proveerse del Cantón que les correspondía con arreglo al catecismo autonómico. Gastó don Francisco enorme dosis de su fuerte dialéctica para convencer a los amigos de la inoportunidad el imprudencia de tal resolución. Nunca vino tan a pelo el aforismo de que no por mucho madrugar, etcétera...
Atento a conjurar todos los peligros, don Francisco ordenó la incomunicación telegráfica de Barcelona con el resto de España, y previno contra el movimiento a los Gobernadores de las provincias limítrofes... Hallábame yo en el despacho de mi jefe don José Carvajal, escribiendo al dictado cartas urgentes, cuando entró el secretario de Figueras señor Rubaudonadéu, y por él supimos que aquel mismo día partiría para Barcelona el Presidente del Poder Ejecutivo. Poco después pasé al salón grande del Ministerio y vi a Figueras, Castelar y Salmerón que salían del despacho del Ministro, acompañados por este. Las caras de todos revelaban tranquilidad. Don Francisco les dijo al despedirse: Por fortuna, hemos deshecho la borrasca antes que estallase. Y Castelar, risueño, añadió este comento breve: Ahora, señores, hasta otra.
Volvió a reinar en la Secretaría del Ministerio el sosiego burocrático. Durante largo rato oíase tan sólo el rasguear de las plumas... Sigo mi cuento declarando que después de conjurado aquel conflicto, por hábil maniobra de Pi y Margall, adquirió cierta fortaleza el Gobierno republicano. Pero como quedaba en pie la hostilidad solapada de los Radicales, con el inquieto don Cristino a la cabeza, continuaron los días azarosos. La naciente República no tenía momento seguro, y todo su tiempo dedicábalo a quitar las chinitas que ponía en su camino la displicente Asamblea Nacional, formada con todo el detrito de las pasiones monárquicas. Al fin, en un día de Marzo, hacia el 20 ó 22, se consiguió que suspendiera la Cámara sus sesiones, después de votar la abolición de la esclavitud en Puerto Rico y otras importantes leyes.
Pero los conjurados inventaron el enredijo de una Comisión Permanente, que no servía más que para embrollar, entorpecer y aburrir a todo el mundo. De tanta y tanta pejiguera se habrían librado los republicanos si desde el primer día (24 de Febrero) en que apareció el serpentón monárquico-radical le hubieran cortado, con certero golpe, la cabeza. Así lo pensaba yo, y si no me lo estorbase mi respeto al gran Pi y Margall, le habría dicho: «Si usted, mi señor don Francisco, y sus compañeros, hubieran volcado con un audaz gesto revolucionario la Asamblea llamada Nacional, quitando de en medio a puntapiés a toda esta caterva de ambiciosos egoístas, tendrían despejado el terreno para fundar desahogadamente el régimen nuevo. No se pasa de aquello a esto sin cerrar con cien llaves el arca de los escrúpulos, aplicando calmantes heroicos a las conciencias demasiado irritables».
Repitiéronse en Abril las mismas dificultades y las propias luchas. En mis paseos melancólicos y en la soledad de mi hospedaje me entretenía yo en aconsejar mentalmente a los Ministros y proponerles la mejor línea de conducta. «Yo entiendo de Política, señores míos -les decía con el pensamiento- porque entiendo de Historia. Y no aprendí esta ciencia en los libros, sino de labios de la propia divinidad que recoge y transmite todo lo que concierne a la ciencia de los hechos humanos. La Historia me ha llevado en sus brazos, en sus bolsillos y en su regazo augusto. La llamo mi madre, no sé dónde se ha metido, y la buscaré por toda la redondez de este suelo ibérico, dejado de la mano de Dios».
Vagaba yo una noche por las inmediaciones de la iglesia de San Sebastián, cuando sentí un ligero paso y el siseo de una vocecilla que me llamaba. Volvime rápidamente creyendo que pudiera ser Mariclío y... ¡ábrete, tierra, y trágame!... era Candelaria. Llegose a mí con ademán afectuoso, y estrechándome las manos se arrancó con estas frases: «¡Ay, Tito chiquitín, qué ganas tenía de verte!... No has querido volver a casa... ¡qué tonto!... No creí que lo tomaras tan por la tremenda. Yo te esperaba para pedirte perdón por aquel arrebato. Te tiré el tintero sin darme cuenta de ello. Te habría tirado un clavel o una rosa si los hubiera tenido a mano. Toda la noche estuve llora que te llora. En fin, ya me estás perdonando; pronto, pronto...».
Balbuciente le di las gracias; aseguré que no le guardaba rencor, y quise abreviar la entrevista con el pretexto de ocupaciones perentorias en mi casa. Pero ella hizo presa en mi brazo, tirando de mí hacia la plaza del Ángel. Tanto como sus tirones me redujeron a la obediencia sus tiernas palabras: «No, Tito; ya que he tenido la suerte de encontrarte, no te suelto. Hazme el favor... ea, no seas tonto. No me desaires... ¡Mira que...! Acompáñame un ratito al café de San Sebastián. Quiero enseñarte dos artículos que llevo aquí. Son muy vibrantes, ya verás. Ven. En el café están don Santos, Luis Blanc, Antoñete Pérez y otros amigos». Me dejé llevar. La resistencia pugnaría con mi delicadeza y buena educación. Entramos... Heme aquí en la tertulia de aquellos bravos patriotas. Senteme junto a Penélope, que antes de que le trajeran café desenvainó su manuscrito y comenzó a leer. Era una soflama violentísima que titulaba Delirium tremens, y en ella sacudía de lo lindo a los martistas y al propio don Cristino, aplicándoles toda clase de improperios y chanzas mortificantes. A media lectura advertí que Rosa Patria-Penélope habíase apropiado los latinajos que el periodismo de aquella época iba poniendo de moda. Al final de un párrafo, refiriendo las ridículas pretensiones de los señores de la Asamblea Nacional, escribía: ¿Risum teneatis?
Terminada la lectura, sirvieron a Candelaria el café en vaso. Lo endulzó con dos o tres terrones, y se guardó los demás en un hondo bolsillo. Todos hacíamos lo mismo; mas la escritora, por privilegio de su sexo, requisaba sobre el mármol los terrones dispersos para aumentar el acopio de azúcar y llevárselo a su casa... Don Santos departía con Antonio Pérez, Balbona y Castañé en una mesa próxima, y cuando Rosa Patria tiró de papeles para leernos a Luis Blanc y a mí el segundo de sus artículos, la vaga atención que en la lectura ponía yo dejó en libertad a mis ojos para extenderse por las profundidades del café lleno de gente. Algunas mesas más adentro vi un rostro de mujer cuyas miradas vinieron al encuentro de las mías. No tardé en reconocerla: era Delfina Gil, la industriosa confitera y empresaria de pompas fúnebres. Pronto advertí que mi antigua dama y consejera deseaba hablar conmigo. Claramente me lo decía con sonrisas y mohines de su linda boca. Bajo estas impresiones corría, lenta y susurrante, la lectura del artículo candelaresco, cuyo título era Un dogal para los cimbrios, y que después de poner a estos como ropa de pascuas, acababa con el tremendo anatema: lasciate ogni speranza.
Como las tertulias cafeteras pugnaban cada día más con mi gusto y costumbres, abrevié cuanto pude mi permanencia en aquel lugar de vagancia sedentaria. Alabé con piadoso calor los escritos de doña Candelaria, y quedando con ella en equívocas apariencias de reconciliación, me despedí de todos prometiéndoles volver otra noche a matar el tiempo en tan agradable peña. Interneme un poco para saludar a Delfina, la cual, agradeciéndome la fineza, me preguntó si seguía yo viviendo en la misma casa (calle del Amor de Dios), pues tenía que hablarme a solas y con urgencia. Díjele que no había cambiado de domicilio y... Adiós, adiós... Hasta mañana.
Pasó la noche, pasaron las primeras horas matutinas; y cuando estaba yo arreglándome para echarme a las calles, emergió en mi gabinete la señora dulce y funeraria de negro totalmente vestida, entapujada con tupido velo que se levantó al entrar, mostrándome la interesante blandura de su rostro. En la mano traía rosario y librito de misa, señal de que venía de cumplir sus obligaciones beatíficas en Montserrat o en las Niñas de Loreto.
«No debía yo tener ningún trato contigo -me dijo con melindre, sentándose en mi arrumbado sofá- porque estás muy echado a perder, Tito. ¿Qué esperas tú de esa cuadrilla de barrabases?... Repito que no mereces que yo te hable: eres un secuaz de la monserga federala que quiere acabar con las venerandas creencias y con toda ley humana y divina... A pesar de todo, te conservo alguna estimación, porque fuera de lo político eres hombre de buenas partes; estimo también a tu familia, y por ella y por ti vengo a decirte que estés preparado para el peligro, o te escondas y huyas, si no quieres perecer. De hoy a mañana ocurrirán en Madrid cosas tremendas. Vendrá el barrido de toda esta pillería que quiere dividir a España en cantones con autonosuyas y el pato comunicativo y burrateral. Ponte en salvo, Tito, que ya los buenos se han cansado de aguantar tantos ultrajes y locuras... Por humanidad te aconsejo que prevengas también a los de arriba, al Pi, al Figueras y demás diablos que quieren traernos acá el Infierno; díselo también al borrachín de Estévanez. Que se oculten, que se metan en la carbonera o escapen a correr... La sarracina será tal, que si los leales cogen a los pájaros gordos del arrastrado federalismo les machacarán de firme, y el pedazo más grande que quede de ellos será de este tamaño...».
Solté yo la risa, no sin pensar que detrás de aquellas imbecilidades bullía tal vez una maquinación verdadera, un nuevo plan o postrer esfuerzo de los desesperados martistas. Ya sabía yo que la viuda boyante estaba en estrechas relaciones con la cimbrería. Una hermana suya, a la sazón estanquera, sirvió algunos años en casa de Sardoal, y su primo Filiberto Gil mandaba una compañía de los Milicianos tildados de monárquicos. Algo le contaron a mi amiga, algo de proyectada conjura o bullanga llegó a sus oídos, y ella lo abultó con su disparada imaginación y criterio chabacano. Afecté credulidad para inducirla a que me diese más detalles. Pero se limitó a decirme que no le pidiera más claridad: su deber era prevenirme para defender mi vida, y no revelar planes que había sabido por los conductos más reservados. La causa de España, la causa del orden, la causa de Dios, exigían la discreción de todos los buenos.
Inquieto por los avisos de aquella tarasca que de la vida libidinosa había pasado a vida de farándula mística, y que, según rumores, hociqueaba con clérigos y mayordomos de Cofradía, me fui a ver a Estévanez. No le encontré en su oficina, pero media hora después le vi entrar en mi Ministerio. Encerrose con Pi, y allá se fue también Carvajal. La duración de la conferencia nos dio a entender que algo ocurría. Salió Estévanez, y entraron luego dos coroneles de la Milicia, acompañados de Rubaudonadéu. Mi trabajo me impidió llevar nota de las muchas personas que aquel día conferenciaron con el Ministro. Todo confirmaba el temor de próximas alteraciones del orden público...
Por la noche tuve la suerte de encontrar al Gobernador en su despacho. Comía precipitadamente para echarse a la calle. Salimos juntos, y le acompañé en su coche a la estación de Atocha. Hablando por el camino, advertí que aquel hombre, tan sereno ante el peligro, mostraba la inquietud natural ante lo desconocido. No fue conmigo demasiado sincero, ni podía serlo, por la reserva que le imponía su cargo. Procuraré reunir y ajustar las diversas expresiones que oí de sus labios, y combinarlas artísticamente conforme a la ley de la narración histórica, que permite extraer de la verdad de los caracteres la verdad de las manifestaciones orales. La conjura que me anunció Delfina era cierta. Los despechados radicales asambleístas contaban con Pavía, Capitán General de Madrid; con la guarnición, que no era muy numerosa, y con los batallones monárquicos de la Milicia Nacional. Creían tener de su parte a la Guardia civil, y confiaban ciegamente en la Artillería. Separados del servicio los jefes y oficiales facultativos por efecto de la desatinada disolución del Cuerpo en las postrimerías del reinado de don Amadeo, mandaban los regimientos individuos de las armas generales que temían de la República una reorganización contraria a sus conveniencias.
De lo que se tramaba tuvo noticia Estévanez al mediodía. Cuando fue a ver a Pi, ya este había recibido confidencias del caso. Ocupáronse de las medidas necesarias para cortar el paso a la sublevación, que por noticias fidedignas era indefectible programa para el siguiente día, 23 de Abril. El rostro estatuario de don Francisco Pi y Margall no sufrió en su coloración ni en sus líneas la menor mudanza mientras enumeraba los poderosos elementos de que disponían los contrarios. Estévanez le dijo: «Aun contando ellos con todo lo que quieran, yo le respondo a usted de que nos sostendremos treinta horas... Si nos derrotaran en Madrid, y eso habría que verlo, fíjese usted, don Francisco, en que disponemos de todo el servicio de trenes en el Norte y Mediodía, y en treinta horas podemos traer sesenta mil federales castellanos, aragoneses, catalanes, valencianos, manchegos... Ordene usted que vayan esta misma noche a los puntos que fijaremos, comisionados con poderes amplios para convocar y acumular sobre Madrid, sin necesidad de aviso telegráfico, las muchedumbres republicanas de media España, o de España entera si fuese menester».
Precisamente a despedir a esos comisionados iba don Nicolás a la estación de Atocha. El acto, de corta duración y de apariencias familiares, no dio motivo a curiosidad ni comentarios. De la estación fui con mi amigo a visitas, que atribuí a la necesidad perentoria de despertar las fuerzas populares y disponerlas para la lucha. Estuvimos en la Ronda de Atocha, en las Peñuelas, en la calle de Santa Ana. Como él subía solo a las casas, dejándome en el coche, no puedo asegurar a qué personas visitaba. Pero mi conocimiento de la gente de coraje me bastaría para designar sus nombres sin miedo a equivocarme.
De la calle de Santa Ana fuimos a la del Ave María y de allí a la plazuela de Antón Martín, donde nos apeamos los dos; yo llamé al sereno, y este abrió la puerta de la casa de Santiso. Ya era más de la una. Invitome Estévanez a subir con él, mas yo no creí discreto presenciar conferencias tan delicadas, y como estaba tan cerca de mi casa y me sentía fatigadísimo, le pedí permiso para retirarme. Al despedirme, el grande hombre que miraba con serenidad desdeñosa la negra faz de las revoluciones y afrontaba risueño y altivo las contingencias erizadas de peligros, me dijo así: «Mañana a estas horas, o quizás al caer de la tarde, podrás ver por ti mismo que hemos ganado la partida y que han escapado o están hechos polvo los enemigos de la República. Buenas noches, y duerme tranquilo».
En esto de la tranquilidad del sueño no pude obedecer al Gobernador, porque pasé una noche horrible, sin pegar los ojos, dando vueltas en mi duro camastro. Cualquier ruido de la calle se me antojaba estruendo de lejanos tiros, cañonazos o voladuras. La claridad de los faroles de la calle entraba en mi alcoba, y mi abrasada mente la convertía en resplandores de incendio. Aunque yo estaba acostumbrado a los tremebundos ronquidos de mi patrón, Ido del Sagrario, aquella noche me sonaban como acompasados gritos de la plebe furiosa invadiendo las calles.
Benito Pérez Galdós
La Primera República - Capítulo V
Este libro aporta el título de la cuarta novela de la V y última Serie de los Episodios nacionales, publicados por Galdós.
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