Lo Último

1952. Dachau



El 29 de abril de 1945 el campo principal de Dachau fue liberado por tropas del ejército estadounidense. En aquel momento se encontraban en las barracas del campo de concentración más de 32.000 prisioneros de diferentes países, los cuales acordaron en los últimos días previos a su liberación formar un comité para asegurar su supervivencia hasta la llegada de las tropas aliadas. Posteriormente el Comité Internacional de Prisioneros trabajó como órgano de autogestión de los prisioneros liberados, los cuales recibieron atención médica del ejército estadounidense y fueron abandonando el campo de concentración de Dachau en las semanas y meses posteriores. 


Dachau

Salimos de Alemania en un C-47 que transportaba prisioneros de guerra estadounidenses. Los aviones estaban alineados en la hierba de Regensburg y los pasajeros esperaban, sentados a la sombra bajo las alas. No querían abandonar los aviones: era un viaje que nadie estaba dispuesto a perderse. Cuando el comandante de la tripulación ordenó que todo el mundo embarcara, entramos como si huyéramos de un fuego. Nadie miró por las ventanillas cuando sobrevolábamos Alemania. Nadie quería ver otra vez Alemania, jamás. Se apartaban de ella, con odio y malestar. Al principio nadie abría la boca, pero al hacerse realidad que Alemania quedaba atrás para siempre algunos comenzaron a hablar de sus prisiones. No comentamos nada de los alemanes: están más allá de las palabras, no hay nada que decir. “Nadie nos va a creer”, dijo un soldado. Todos estuvieron de acuerdo, nadie les iba a creer.

-¿Cuándo la capturaron, señorita?– me preguntó un soldado.

-Yo sólo voy de paquete; he ido a ver Dachau.

Uno de los hombres espetó de repente:

-Tenemos que contarlo. Tenemos que contarlo, nos crean o no.

Detrás de la alambrada de espino y de la valla eléctrica, los esqueletos estaban sentados al sol y se registraban en busca de ladillas. No tienen ni edad ni rostro; todos son parecidos y no se parecen a nada que puedas ver en la vida si tienes suerte. Cruzamos la zona amplia, atestada y polvorienta que había entre los barracones de las prisiones y fuimos al hospital. En el vestíbulo había sentados más esqueletos, que despedían olor de enfermedad y muerte. Nos observaron pero no se movieron; ninguna expresión aflora en un rostro que no es más que piel amarillenta y gruesa, tensada sobre hueso. Lo que en otro tiempo había sido un hombre me arrastró hacia el interior de la oficina del médico; era un polaco de unos dos metros y pesaba menos de 45 kilos, llevaba una camisa carcelaria a rayas, unas botas sin cordones y una manta que trataba de sostener alrededor de las piernas. Tenía unos ojos grandes y extraños que le sobresalían de la cara, y parecía que la mandíbula le fuera a atravesar la piel. Había llegado a Dachau procedente de Buchenwald en el último transporte de la muerte. Aún había cincuenta furgones repletos de difuntos compañeros de viaje en la vía muerta situada en el exterior del campamento, y durante los tres últimos días las Fuerzas Armadas estadounidenses habían obligado a los habitantes de Dachau a enterrar a estos muertos. A la llegada de este transporte, los guardias alemanes habían encerrado a hombres, mujeres y niños en los furgones, donde habían muerto lentamente de hambre, sed y asfixia. Gritaban y trataban de abrirse paso hacia el exterior; de vez en cuando, los guardias disparaban adentro para apagar el ruido.

Aquel hombre había sobrevivido; lo habían hallado bajo una pila de cadáveres. Lo veía sosteniéndose sobre los huesos que eran sus piernas y hablando, y de repente se echó a llorar.

-Todos están muertos– dijo, y el rostro que no era un rostro se arrugó de dolor y pena y horror -. No queda nadie. Todos están muertos. No puedo hacer nada. Aquí estoy, acabado y no puedo hacer nada. Todos están muertos.

El médico polaco que había estado prisionero en este campamento durante cinco años le respondió:

-En cuatro semanas volverá a ser un hombre joven. Se encontrará bien.

Tal vez su cuerpo vivirá y cobrará fuerza, pero resulta difícil creer que sus ojos serán alguna vez como los demás.

El médico hablaba con mucho distanciamiento acerca de lo que había visto en aquel hospital. Lo había visto y ya no podía reprimirlo. Los prisioneros hablaban del mismo modo: en voz baja, con una sonrisa leve y extraña, como disculpándose por relatar algo tan horroroso a alguien que vivía en el mundo real y difícilmente se podía esperar que entendiera Dachau.

-Los alemanes hacían aquí experimentos especiales- me contó el médico-. Querían ver cuánto podía aguantar un aviador sin oxígeno, hasta qué altitud podía subir. Así que tenían un coche cerrado del que iban extrayendo el oxígeno. Es una muerte rápida –dijo-. No tarda más de quince minutos, pero es dura. Tampoco mataron a tanta gente, sólo ochocientos con este experimentos. Determinaron que nadie puede vivir por encima de una altitud de 12.000 metros sin oxígeno.

-¿A quién elegían para este experimento?– pregunté.

-A cualquier prisionero -replicó-, siempre y cuando estuviera sano. Seleccionaban a los más fuertes. La mortalidad era del cien por cien, claro.

-Muy interesante, ¿no le parece?– dijo otro médico polaco.

No nos mirábamos. No sé explicarlo, pero aparte de una rabia terrible, sientes vergüenza. Sientes vergüenza de la humanidad.

-También estaba el experimento del agua- explicó el primer médico-. Era para ver cuánto podían sobrevivir los pilotos al ser derribados en el agua, como en el Canal, pongamos. Los médicos alemanes colocaban a los prisioneros en grandes cubas, de pie y con el agua hasta el cuello. Se determinó que el cuerpo humano puede resistir dos horas y media en agua a dieciocho grados bajo cero. Con este experimento asesinaron a seiscientas personas. A veces un hombre tenía que sufrirlo tres veces, porque se desmayaba al principio del experimento, lo reanimaban y los pocos días reemprendían la prueba.

-¿No gritaban, no se lamentaban?

El médico sonrió ante la pregunta.

-En este sitio no servía de nada gritar o lamentarse. A nadie le servía de nada.

Entró un compañero del médico polaco: era quien estaba al corriente de los experimentos sobre la malaria. El médico alemán responsable de la investigación en medicina tropical del ejército usaba Dachau como centro de experimentación. Andaba en busca de una manera de inmunizar a los soldados alemanes contra la malaria. Para ello inoculó a once mil prisioneros la malaria terciaria. El índice de muertes causado por la malaria no era exagerado: la enfermedad sólo hacía que aquellos prisioneros, debilitados por la fiebre, murieran después más rápidamente de hambre. Sin embargo, en un día murieron tres hombres de sobredosis de Pyramidon, con el que por entonces experimentaban los alemanes por motivos desconocidos. No se halló nunca una inmunización para la malaria.

Al extremo del pasillo, en la sala de operaciones, el cirujano polaco sacó el registro para consultar unos datos sobre operaciones hechas por los médicos de las SS. Eran operaciones de castración y esterilización. Los prisioneros tenían que firmar por la fuerza y antes que nada un documento según el cual entendían y aceptaban aquella autodestrucción. Los judíos y los gitanos eran castrados; cualquier trabajador esclavizado extranjero que hubiera tenido relaciones con una alemana era esterilizado. Las alemanas eran enviadas a otros campamentos de concentración.

Al cirujano polaco sólo le quedaban los cuatros dientes de delante, los de ambos lados se los había arrancado un guardia sólo porque le apetecía romper dientes. No daba la impresión de que aquello sorprendiera al médico ni a nadie. Ya no les sorprendía ningún tipo de brutalidad. Estaban acostumbrados a la crueldad sistemática que se había aplicado, en aquel campo de concentración, durante doce años.

El cirujano mencionó otro experimento, grave de veras, dijo, y evidentemente del todo inútil. Los conejillos de indias eran sacerdotes polacos. (Dos mil sacerdotes pasaron por Dachau; mil están vivos.) Los médicos alemanes inyectaron gérmenes de estreptococos en la parte superior de la pierna de los presos, entre el músculo y el hueso. Se formaba un absceso extenso, acompañado de fiebre y dolor extremo. El médico polaco conocía más de cien casos en que se aplicaba este tratamiento; podían haber sido más. Tenía constancia de treinta y una muertes, pero los prisioneros tardaban entre dos y tres meses de incesante dolor en morir, y todos ellos morían tras varias operaciones efectuadas en sus últimos días de vida. Las operaciones eran un experimento más, para ver si se podía salvar a un moribundo; la respuesta era que no. Algunos prisioneros se recuperaban por completo porque se les administraba el antídoto ya conocido y probado, pero había otros que se movían por el campo, en la medida que podían, tullidos para toda la vida.

Después, como yo era incapaz de oír nada más, mi guía, un socialista alemán que había estado preso en Dachau durante diez años y medio, me llevó por la zona de barracones hacia la cárcel. En Dachau, para apartar la vista de un horror hay que ponerla en otro. La cárcel era un edificio largo y limpio con celdas pequeñas y blancas. Estaban ocupadas por gente a quien los prisioneros llamaban NN. NN son la siglas de Nacht und Nebel, que significa noche y niebla. Traducido a términos menos románticos, significa que los presos de estas celdas no veían jamás al sol y al aire. Vivían en un confinamiento solitario a base de sopa de agua y una rebanada de pan, la dieta del campamento. Se corría el peligro de volverse loco, por supuesto. Pero no se ha sabido nunca qué les ocurrió en aquellos años de silencio. Y el viernes anterior al domingo en que los estadounidenses entraron en Dachau, las SS se llevaron a ocho mil hombres en lo que fue el último transporte mortal. Entre ellos estaban los prisioneros de las celdas solitarias. Nada se ha sabido de ninguno de ellos desde entonces. Ante mí, en el edificio limpio y vacío una mujer, sola en una celda, gritaba largo rato una sola nota terrible, estaba un momento en silencio y volvía a gritar. Había perdido el juicio en los últimos días, habíamos llegado demasiado tarde para salvarla.

En Dachau, si a un prisionero se le encontraba una colilla en el bolsillo se le aplicaban 35 o 50 azotes con un látigo. Si no guardaba una postura respetuosa con el sombrero en la mano, a dos metros de cualquier soldado de las SS que pasara, la ataban las manos tras la espalda y le dejaban una hora colgado con las manos atadas a un gancho situado en la pared. Si hacía cualquier otra minucia que degradara a los carceleros, le metían en una caja. La caja tiene la medida de una cabina telefónica. Está construida de tal modo que un hombre que la ocupe no puede sentarse, ni arrodillarse, ni por supuesto tumbarse. Era habitual que metieran en ella a cuatro hombres juntos. Estaban en pie durante tres días y tres noches sin comida ni agua ni forma alguna de servicio sanitario. Después retornaban a las jornadas de dieciséis horas de trabajo y a la dieta de sopa de agua y una rebanada de pan que era como cemento blando y gris.

A la mayoría le había matado el hambre: la muerte por inanición era lo más corriente. La gente trabajaba durante esa increíble cantidad de horas con aquella dieta y vivía en un hacinamiento tal que resulta inimaginable, los cuerpos apretados en barracas sin aire, y se despertaba cada mañana más débil mientras esperaba la muerte. No se sabe cuántas personas murieron en este campamento en los doce años de su existencia, pero sí que un mínimo de 45.000 murieron en los últimos tres años. En febrero y marzo del último año, dos mil murieron en la cámara de gas, porque, si bien estaban demasiado débiles para trabajar, no tenían la delicadeza de morirse; así que les ahorraron la molestia de tener que hacerlo.

La cámara de gas forma parte del crematorio. El crematorio es un edificio de ladrillo anexo al campamento, levantado en un pequeño pinar. Un sacerdote polaco se nos había unido cuando nos acercábamos a él, y nos dijo:

-Estuve a punto de morir dos veces de hambre, pero tuve mucha suerte. Me dieron trabajo de albañil cuando construíamos este crematorio, así que tenía un poco más de comida, y no morí. – Después añadió-: ¿Ha visto nuestra capilla, madame?

Respondí que no, y mi guía dijo que no era posible: se hallaba dentro de la zona donde estaban más o menos aislados dos mil casos de tifus.

-Lástima -dijo el sacerdote-. Por fin conseguimos una capilla y celebrábamos la santa misa casi cada domingo. Hay murales muy bonitos. El hombre que los pintó murió de hambre hace dos meses.

Ya estábamos en el crematorio. “Tápese la nariz con un pañuelo”, me dijo el guía. Allí, de repente, increíblemente, estaban los cuerpos de los muertos. Estaban por todas partes. Estaban amontonados dentro del horno, las SS no habían tenido tiempo de quemarlos. Estaban apilados en el exterior, ante la puerta, y a lo largo del edificio. Todos estaban desnudos, y tras el crematorio reposaban en columnas ordenadas las andrajosas ropas de los muertos, camisas, chaquetas, pantalones, zapatos, a la espera de la esterilización y el uso posterior. La ropa se trataba con cuidado, pero los cadáveres estaban tirados como basura, pudriéndose al sol, amarillos y nada más que huesos, huesos que se habían vuelto enormes porque no había carne que los cubriera, huesos espantosos, terribles y atroces, y el hedor insoportable de la muerte.

A estas alturas todos hemos visto mucho: hemos visto demasiadas guerras y demasiadas muertes violentas; hemos visto hospitales, ensangrentados y sucios como carnicerías; hemos visto a los muertos echados como fardos en las carreteras de medio mundo. Pero en ninguna parte había nada parecido a esto. Nada relacionado con la guerra ha sido jamás tan desquiciadamente perverso como estos muertos hambrientos, humillados, desnudos, anónimos. Tras una pila de muertos estaban los cuerpos sanos y vestidos de los soldados alemanes hallados en este campo. Los soldados estadounidenses les habían disparado tal como entraban. Y por primera vez en este mundo se podía mirar a un muerto con alegría.

Justo detrás del crematorio se alzaban los invernaderos, bien construidos, grandes y modernos. En ellos los prisioneros cultivaban las flores que encantaban a los oficiales de las SS. Al lado de los invernaderos estaban los huertos, con su fruto abundante, donde los prisioneros hambrientos cultivaban los alimentos ricos en vitaminas que mantenían robustas a las SS. Pero si un hombre muerto de hambre arrancaba y devoraba furtivamente una lechuga, recibía palos hasta quedar inconsciente. Delante del crematorio, separado de él por una franja de jardín, había una larga hilera de casas bien construidas y espaciosas. Vivían en ellas las familias de los oficiales de las SS; sus esposas e hijos vivían felices allí, mientras las chimeneas de los crematorios escupían humaredas incesantes cargadas de cenizas humanas.

-Tenemos que contarlo -dijo el soldado estadounidense en el avión.

Resulta difícil contarlo porque una especie de trauma se instala dentro de ti y hace casi insoportable recordar lo que has visto. No he hablado de las mujeres transportadas a Dachau hace tres semanas desde otros campos de concentración. Su crimen consistía en ser judías. Había una niña preciosa de Budapest, que de alguna manera seguía siendo preciosa, y la mujer de ojos enloquecidos que había visto como su hermana entraba en la cámara de gas en Auschwitz mientras ella la sujetaban y le negaban el derecho a morir con su hermana, y la austriaca que comentaba tranquilamente que ninguna mujer tenía más que el vestido raído que llevaba a la espalda, no habían tenido nada más en ningún momento, y que habían trabajado dieciséis horas diarias en el exterior durante los largos inviernos, y que también a ellas las “corregían”, tal como decían los alemanes, por cualquier desacato, real o imaginario.

No he hablado del día en que llegaron los soldados estadounidenses, aunque los prisioneros me lo describieron. En su alegría por la liberación, y ansiosos por ver a sus amigos que finalmente llegaban, muchos prisioneros se precipitaron hacia la valla y murieron electrocutados. Algunos habían muerto lanzando hurras, porque tal esfuerzo de felicidad era más de lo que aquellos cuerpos podían soportar. Algunos habían muerto porque, al tener de repente comida, se habían atracado antes de que los pudieran detener, hasta morir. No conozco palabras adecuadas para describir a los hombres que han sobrevivido a este horror durante años, tres, cinco, diez años, y tienen las mentes tan claras y resueltas como el día que entraron.

Cuando los ejércitos alemanes se rindieron incondicionalmente a los aliados, me encontraba en Dachau. El mismo esqueleto medio desnudo que había sido desenterrado del tren de la muerte volvió a arrancarse hasta la oficina del médico. Dijo algo en polaco; su voz no era más que un murmullo. El médico polaco aplaudió suavemente y dijo:

Le pregunté de qué hablaban.

-La guerra ha terminado -respondió el médico-. Alemania ha sido derrotada.

Nos quedamos sentados en aquella sala, en aquella maldita prisión cementerio, y nadie tenía nada más que decir. Sin embargo, Dachau me parecía el lugar más adecuado de Europa para oír el anuncio de la victoria. Porque sin duda esta guerra se ha librado para eliminar Dachau y todos los lugares como Dachau, y todo lo que Dachau representaba, y para eliminarlo para siempre.


Martha Gellhorn
Collier’s Magazine, 23 de junio de 1945









No hay comentarios:

Publicar un comentario