Al
bajar del tren, mi primera visión a través de la penumbra y de neblina matinal
fue una fila de soldados, con el casco de acero, y en la mano el fusil con la
bayoneta calada.
Al
ver aquella estación, parduzca, desierta, me invadió en seguida un sentimiento
de miedo y tristeza. Los SS nos estaban esperando. Aquellos SS de los cuales
habíamos oído hablar tanto, con la insignia tan conocida: la calavera en el
casco y también en el cuello de la guerrera. Todos eran jóvenes de 18 a 24
años. Algunos llevaban una cinta negra en la parte inferior de la manga, sobre
la cual había escrito, en letras blancas, Toten-kopf (cabeza de muerto, o
calavera).
De
repente, tras una orden gritada en alemán, la jauría se desencadenó. Gritos,
empujones, palos, culatazos, para formarnos de tres en tres. Y desgraciados los
que no obedecían en seguida! Escoltados por unos 150 SS, atravesamos el pueblo
de Mauthausen. Ni un sólo ser viviente en la calle principal. Las casas estaban
cerradas. Ni siquiera se oía el ladrido de un perro al pasar nosotros, como si
al paso de las hordas hitlerianas llevando su rebaño al matadero, todo ser
viviente, hombres y animales, hubieran quedado petrificados. Una vez cruzado el
pueblo, comenzó la subida hacia el campo, por un camino estrecho, resbaladizo,
donde era difícil avanzar en filas de tres. Había que marchar rápidamente bajo
la lluvia de golpes. Antes de llegar al campo varios compatriotas cayeron al
suelo, extenuados, siendo pisoteados por sus verdugos. Pudimos recogerlos y
arrastrar a varios hasta el campo, al que llegamos después de media hora de
marcha, siempre cuesta arriba.
Mi
primera impresión fue la de encontrarme ante una inmensa obra de construcción,
ya que había muchos hombres empleados en trabajos de excavación. Pasamos el
primer control y entramos en el recinto o perímetro exterior, donde me apercibí
de las torretas de vigilancia, en las cuales montaba guardia un centinela con
ametralladora. Sobre un muro en construcción, un águila inmensa, en cobre
verde, dominaba la entrada de la plaza donde estaban los garajes de los SS. No
tuve la menor duda: estábamos en uno de aquellos campos de los cuales tanto
habíamos oído hablar. Aún tuvimos que subir por unas escaleras de granito y nos
encontramos ante las dos torres que debían sostener, más tarde, la puerta de
entrada. Digo más tarde, porque en aquella época la fortaleza no estaba
terminada. Había veinte barracas, y las alambradas estaban colocadas apenas a dos
metros de las puertas de las barracas 1, 6, 11 y 16. Las alambradas estaban
sostenidas con postes de madera y enganchadas en aisladores de porcelana. En el
primer poste, una placa metálica con esta inscripción: Vorsicht! Lebensgefär
(atención, peligro de muerte). Yo no conocía todavía el alemán, pero un
relámpago rojo, dibujado junto a la inscripción, me hizo comprender que se
trataba de alambradas con corriente eléctrica de alta tensión.
Mariano
Constante
Los
años rojos - Capítulo V - Mauthausen
No hay comentarios:
Publicar un comentario