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1954. Los hombres mueren; las ideas quedan

Otra vez ante nosotros, envuelta en la gloria del renacer primaveral, la fecha simbólica del Primero de Mayo, grabada con letras de fuego en el corazón y el cerebro de los obreros del mundo. Hay en las multitudes proletarias una ingenua alegría ante su fiesta anual. Y un orgullo en lo más íntimo al comprobar la fuerza propia, al ver paralizarse la vida de un pueblo, de una ciudad, de un país; al demostrar a todos, amigos y enemigos, que ellos son el motor y el cerebro; que sin ellos, ni saldrían de la entraña de los montes el hierro y el carbón, ni marcharían las máquinas, ni la tierra sentiría los dolores del alumbramiento al llegar el instante fecundo de las grandes cosechas.

Pero hay quienes con esto se conforman. Con esta alegría de la fiesta propia, con este orgullo de la potencialidad demostrada, tienen suficiente. Para ellos, el Primero de Mayo es una fiesta: más alegre, mas luminosa, más grata que ninguna otra; pero fiesta al fin. Día de jolgorio y de vagar; día de excursiones, alegrías y risas. Y el Primero de Mayo no es ni debe ser una fiesta. El Primero de Mayo es todo lo contrario: es un anuncio de combate, de lucha, de victoria quizá; pero de victoria que será preciso conquistar con dolor...

Allá en lontananza, en los orígenes de la fiesta, se ven cuatro cuerpos de obreros bamboleándose en el extremo de una cuerda embreada. Y su recuerdo no es propicio a jolgorios ni diversiones. El Primero de Mayo es día de meditación; la fuerza demostrada debe de servir de estímulo; el paro no es un fin, sino un camino. Y es un camino tan largo el que nos queda por recorrer, que no admite desmayos ni descansos. El Primero de Mayo debe servir para hacer un recuento de fuerzas. Y para seguir después, por encima de los caídos, hacia adelante...

Para los obreros del mundo el Primero de Mayo es día de obligada evocación para los mártires de Chicago; para los obreros españoles, si el recuerdo de Parsons, Spies, Lingg, Fisher y Engel debe servir de lección y ejemplo, el Primero de Mayo debiera también servir para evocar nuestros mártires, para recordar a cuantos cayeron en España, para revivir mentalmente a los que con su heroísmo señalaron un camino a seguir. Porque ningún proletariado del mundo ha luchado tanto quizá como ha combatido el proletariado español. Y si son admirables los héroes obreros, cayeran donde cayeren, los nuestros, los que sentimos más cerca porque combatieron a nuestro lado, porque son carne de nuestra carne, también supieron de bravuras y heroísmos, de generosidades y sacrificios.

Antes de que cayeran los mártires de Chicago habían caído los mártires de Jerez. Y después la trágica cuenta ha seguido aumentando sin cesar: Alcalá del Valle, Barcelona, Vera de Bidasoa, Pasajes, Málaga, Sevilla, Arnedo, Casas Viejas, sabían mucho de luchas y sacrificios, de trozos de plomo que muerden en los cuerpos de los obreros, de patíbulos que escalan luchadores heroicos, de relámpagos que salen de armas homicidas y van a tronchar en flor vidas de hombres jóvenes "que intentaban huir".

Y como dato curioso cabe consignar que mientras en el mundo entero han sido los obreros industriales, los trabajadores de la ciudad, los que han llevado el peso del combate social y los que han sufrido los más cruentos dolores, en España son los campesinos, son los labriegos quienes luchan en vanguardia, quienes combaten con más fe, quienes caen en mayor número. La historia de las luchas sociales contemporáneas españolas se abre con la tragedia campesina de Jerez, pasa por la barbarie de Benalup de Sidonia y termina -por ahora- en la rebelión de diciembre, donde, si lucharon los trabajadores zaragozanos y logroñeses, fueron los campesinos de Aragón y Rioja quienes se lanzaron a la pelea con mayores energías.

Acaso de este hecho innegable, de esta mayor participación de los campesinos en la lucha social, debieran extraerse grandes enseñanzas. Por lo menos, no debe pasar desapercibido para nosotros. Y todos debemos ver en el labriego el pilar más firme, el sostén básico, el luchador más esforzado, en este duro caminar que todavía nos queda por recorrer...

El Primero de Mayo tiene su origen en una brutalidad, en una intransigencia, en una intolerancia. Frente al avance social, al empuje arrollador de una idea generosa de igualdad y amor, se alzan como trágica maldición los cuatro patíbulos. Se repetía la historia de siempre. Toda idea generosa tropezó con el cadalso; frente a cada hombre que predicó la verdad se levantó el valladar de la intolerancia cruel y estúpida; cada avance humano hubo de regarse con la sangre de cuantos vislumbraron la verdad.

Cuando Sócrates avizoraba nuevos horizontes, en sus carnes prendió la barbarie; cuando Cristo llegó a entrever la verdad, sobre sus hombros colgaron una cruz; cuando Juan Hus, y Giordano Bruno, y Miguel Servet, llegaron a comprender ideas santificadoras, las llamas del fanatismos tostaron sus cuerpos; cuando los mártires de Chicago, los de Jerez y los de Montjuich; cuando Spies, Parsons, Lamela, Ferrer y Seguí señalaron a las muchedumbres un camino de redención, el patíbulo o el balazo terminaron con ellos.

Pero si la cicuta y la cruz, la hoguera, el fusil y la horca pudieron acabar con unas vidas generosas y nobles, las ideas sobrevivieron a la muerte. El sacrificio de los mártires fue su mejor abono. Y triunfaron las ideas de Sócrates y Cristo, de Hus y Servet; como en definitiva triunfarán las ideas de todos los luchadores modernos; de todos los mártires de hoy, de los trabajadores cuyo sacrificio se conmemora en un Primero de Mayo que no tiene de fiesta sino aquello que es anuncio de victoria final.


Eduardo Guzmán
La Tierra, 1 de mayo de 1934


Imagen:  El clavario de los desherados de Eugenio Blasco Ferrer. Publicada en Tiempos Nuevos, núm. 1
Barcelona, 5 de mayo de 1934











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