Lo Último

1980. Retrato de Pedro Garfias

Pedro Garfías Zurita
(Salamanca, 20 de mayo de 1901 - Monterrey, México, 9 de agosto de 1967)


De oscuro pájaro ganchudo la faz, reverso insólito de un alma luminosa, melancólica, manadora de sueños, como la sepultada estrella de la niñez;
   revuelta, hirsuta la melena de cansado león sobre una frente  organizada para los pensamientos que con la virgen ternura se humedecen;
   agudos y endrinos los ojos dispares, disparados y anublados a un tiempo por un frío velo crepuscular, como esos pequeños relámpagos estrangulados en un cielo de nácar aborrascado;
   un rictus de bondadosa amargura en la boca navajeada, por donde han brotado tantas sílabas musicales, que apenas quedan campanas en las torres  herrumbrosas, lenguas de cristal en los ríos romanceros;
   apesadumbrado el dorso: las corvas espaldas trepando a los hombros de encina o de sillar;
   torpe, renqueada la andadura, que fue airosa alguna vez como la inconsciente juventud que no advierte su sangre;
   ágiles las manos cual navecillas de nicotina: manos subrayadoras de palabras que ya no son sino esqueletos de palabras, recortadas imágenes fonéticas, de las que sólo percibimos un sonido de coda rota;
   monólogo puro, monólogo cordial,
   desesperado hilo del corazón que, a punto de romperse, se anuda más fuertemente y vibra y restalla y se enciende, metal desafiador de los más altos fuegos:
   aquí está Pedro,
   aquí está Pedro Garfias,
   aquí está Pedro Garfias de Ecija, de Cabra, de Osuna,
   Pedro de la campiña bética y de las marismas que llegan a Tartesos,
   Pedro poeta, poeta contra él mismo: Pedro contra todos,
   mago de los naipes líricos, maestro de los otros naipes que abanican madrugadas de azar y livideces recónditas;
   matemático jubilado antes de nacer a las altas ecuaciones que se enlazan con el álgebra poética;
   coleccionista de noches universales, de esas noches calumniadas, en que el poeta crece sobre el césped de los jardines brumosos;
   soldado de la sola, sola verdad revolucionaria; aprendiz en la Casa del Pueblo, huelguista de las glorietas madrileñas, orador de mítines rurales con olor a establo y tricornio de la guardia civil;
   disecador de lunas ásperas, de lunas como puños sangrientos alzados vengativamente sobre la miseria enracimada, contra las cerraduras millonarias;
   acaricia las nieblas, ignora la topografía: ciego sin lazarillo y sin perro por los temibles laberintos;
   lucero galán de todas las tabernas enamoradas: arcángel frecuentador de los manantiales embriagantes;
   pontífice mudo del cante jondo que de Triana a Jerez tiende su riguroso meridiano:
   la guitarra de los acordes alterados deambula por su cuerpo, de un amanecer a otro:
   estatua desprendida de la tierra, oloroso a vides y panales,
   una rama de olivo de signó la frente,
   un clavel negro le traspasó la piel,
   un torso campesino doblado sudorosamente sobre la tierra le avivó la rebeldía.
   Si un día fue renovador metafórico, gladiador impulsivo en los anales poéticos españoles,
   si un día cantó con la frescura de los racimos, de las orillas y de los rocíos, la humildad de los blancos caserías tendidos al sol, la novia torcaz en la provincia lejana, la lluvia, el viento, los nidos, el alba,
   otro día, ya desgajada España, ya rota la patria por todos los puñales de la mentira, la cobardía y la traición, cargó de pólvora y acero su voz y la disparó incesantemente contra las espadas purulentas, aniquiladoras de la inocencia popular;
   brotaron los himnos, resplandecieron las canciones heroicas; un clarín perforó el verso alerta, hecho de heridas y laureles, de agonía y de esperanza, de juventud y pan libre.
   ¡Ay, el sueño, el sueño aquél del hombre, de los hombres de España encarnados en el poeta, lanzado fue de su tierra, desterrado, sumido en lo aciago;
   pero, vertical sobre sus despojos sangrientos, lejos, lejos del regazo perdido, de nuevo levantó su acento de diamante, su vuelo cegador, y en un bosque inglés nació el más hermoso canto al amor y a la patria, escapado de unas pupilas ciegas.
   Brindó el mar sus anchas espaldas, su poderoso pulmón de olvido a la caravana del éxodo, y cabalgando con ella en las olas llegó el poeta al nuevo mundo, a la ribera fragante de América:
   México abría los brazos,
México restañaba la crueldad occidental, la de los caballeros de la civilización cristiana, con dulces paños fraternales,
   y el poeta desde el mar lanzó su canto a México, a su generosidad ardiente, y aún sigue cantando, a la sombra violada
   del tezontle, sobre la meseta milenaria del Anáhuac.
   Miradlo todavía penetrando noches, respirando auroras, la garganta juglar enronquecida de decir el metro armonioso de su evangelio,
   de su poesía: de su poesía impar que, como las selvas, tiene un rumor eterno, un pensamiento brotado de las entrañas y una autenticidad inmarchitable;
   de su poesía, abrevada en lo esencial hasta cuando briza las cosas más cercanas; dentro del tiempo, del intransferible tiempo que le ha tocado apresar;
   de su poesía, forjada en el corazón-de-siempre, clara, pura, humana, como el hombre a quien busca, el hombre capaz de sueños, abnegaciones, nobles luchas.
   ¡Cerrad vuestras trampas, vuestros podridos legajos, torpes, interesados antólogos, historiadores literarios del aguachirle, que tantas veces la habéis postergado, que tantas veces habéis olvidado esta poesía, olvidando al que no conoce el olvido!
   Aquí está Pedro. ¡Miradlo!
   Aquí está Pedro Garfias.
  Aquí está el poeta contra todos: contra él mismo.
  ¡Aquí —miradlo— está el poeta!


Juan Rejano, 1950
De: Pedro Garfias, Antología poética, Finisterre, México, 1970








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