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2001. España bajo las bombas III

Puente de Arganda (antigua carretera de Valencia) en 1937


En la ciudad mártir. - La ruta de Valencia

   Carretera de Valencia,
la más valiente de España,
la que sales de Madrid
cruzando el puente de Arganda,
en Tarancón pisas Cuenca
y entre pinares cabalgas
a entrar por Puerto Contreras,
sobre sus colinas blancas,
a las tierras de Levante,
donde el arroz, de sus charcas,
levanta mojado al sol
y encendido de naranjas.
Emilio Prados
(Romancero de la guerra de España)

«No formen caravana. Cada automóvil, a novecientos metros del otro. ¡Si se detienen, resguarden el auto debajo de un árbol!»

Tales son las órdenes formuladas por nuestro «responsable», Rafael Alberti, ante el edificio de la Alianza de Intelectuales, punto de reunión de los delegados al congreso... Hace un día maravilloso. Valencia parece haber olvidado el bombardeo de anoche. El mercado de Trinquete de Caballeros está lleno de caseras afanosas. Los hombres hacen cola en la puerta de un estanco de tabacos. Una muchacha descorre las cortinas de su ventana cantando el Vito con palabras nuevas que aluden a la gesta del Quinto Regimiento. En las paredes, los carteles que ostentan el ya clásico «¡Defended Madrid!» avecindan con otros que anuncian representaciones de la Mariana Pineda de García Lorca, así como un concierto sinfónico dirigido por Bacarisse, Halffter y el Maestro Sanjuán. Después de la tormenta todo respira alegría y voluntad de vivir... Ya hemos aprendido a olvidar el «buenos días» y el «adiós» en beneficio del viril «¡salud!», acompañado de un gesto seco, que constituye la fórmula de saludo adoptada por todos en territorios de la España republicana.

Ya los autos han salido del centro de la ciudad. Antes de tomar la carretera de Madrid, pasaremos delante de las formidables torres de Serrano —baluarte macizo, construido en piedra de talla—, en cuyos sótanos inexpugnables se encuentran guardadas las pinturas más importantes del Museo del Prado... Ahí duermenLas Meninas de Velázquez y el Carlos V a caballo del Ticiano, sustraídos por los milicianos a la acción de las bombas incendiarias lanzadas por los aviones.


Hacia la Guerra

Hasta ahora hemos encontrado el orden y la paz en todas partes. Nunca hemos visto escenas parecidas a las que llenaban aún, en otros países, innumerables rotograbados sensacionalistas. Ni ruinas de iglesias quemadas, ni obras de arte destruidas, ni huellas de disturbios. (Las únicas ruinas que hemos visto se deben a la obra de los cañones y aviones.) En todas las ciudades y pueblos las tiendas están abiertas. Los servicios públicos funcionan con una regularidad perfecta. Las catedrales, los monumentos, los edificios del pasado que habíamos admirado en otros viajes o que conocíamos por fotografías, están en el lugar en que siempre se hallaron... Y me parece importante insistir sobre este particular, porque es increíble hasta qué punto ciertos relatos pueden llegar a extraviar el inicio de hombres que no son perfectamente tontos. En un artículo reciente, Paul Claudel, nada menos, afirmaba intrépidamente —sin haber estado en España— que todas las iglesias, sin excepción, habían sido incendiadas en el territorio republicano... Si yo fuese miembro del Gobierno de Valencia, invitaría al señor Claudel a darse un paseo por estas regiones. Se convencería de que el único crimen cometido con ciertas iglesias —¡bien pocas!— ha consistido en transformarlas en hospitales de sangre o en museos públicos... Se convencería de que el más ardiente defensor y conservador del tesoro religioso español es el padre Lobo, sacerdote republicano.

A derecha e izquierda de esta magnífica carretera de Valencia, que realiza ascensiones vertiginosas en los flancos de las sierras, los campos labrados se extienden hasta el infinito. Las exigencias de la guerra han intensificado más aún, si cabe, el trabajo de las tierras. Como nos dirá más tarde André Chamson:

Si el hombre pudiera tener el don a la vez despreciable y magnífico de no percibir sino un aspecto de la realidad, sólo vería en España un inmenso jardín, lleno de las promesas de una cosecha fecunda. Desde las viñas de Cataluña, desde los naranjos de Valencia, hasta los trigales de la Mancha y de Castilla, sólo se ven hojas, frutas y flores. Nunca, desde hace siglos, ha sido cultivado con tanto amor el suelo de España...

¿Y por quiénes está cultivado el suelo de España? ¿Únicamente por campesinos oriundos de las regiones que atravesamos? ¡No! ¡Hay aquí, compartiendo el trabajo de campesinos castellanos, manchegos, conquenses, valencianos, innumerables labradores venidos de otras partes. Evacuados de Badajoz, prófugos de Andalucía, hombres de Extremadura o de la provincia de Toledo... Hombres sencillos, para quienes este viaje significa un acontecimiento considerable, un verdadero cambio de latitudes, y que vuelven a hallar, en su comunión con la tierra, una nueva razón esencial y profunda de vivir, de oponerse, con su labor humilde y heroica, a las fuerzas de la guerra... En Alcalá de Henares, a pocas leguas de Madrid, estos campesinos se han visto obligados a tallar cavernas artificiales en los montes —verdaderas guaridas de topos— para resguardarse de continuos bombardeos. Terminada su labor, llevan una vida troglodítica, mil veces preferible a la del pueblo, ya que sus casas han dejado de ser techo y amparo cuando aparecen, en el cielo constelado de estrellas, negros aviones portadores de muerte...

En todas partes nos espera el gesto augusto del segador, el perfil fecundante y viril del arado, la silueta de la aguadora llevando su cántaro en la cabeza con el mismo garbo que conocieron las aldeanas de Sagunto y de Numancia. Pero ya la guerra se precisa. Los hospitales de sangre se multiplican. Las consignas se hacen más severas. Nuestros salvoconductos son examinados por milicianos apostados en las bifurcaciones de la carretera. Hacia Madrid suben interminables caravanas de camiones cargados de cajas y barriles. Algunos llevan hombres que cantan alegremente. Soldados que van. Heridos que vienen.

A tres kilómetros de Minglanilla encontramos un primer tanque.


Minglanilla. pueblo inolvidable

Si preguntáis a los ciento cincuenta escritores que asistieron a este congreso dónde sintieron, en España, su más intensa emoción, todos os responderán sin vacilar: «¡En Minglanilla!»

Os dije ya, en artículo anterior, que «en España hacía falta mucho más valor para soportar momentos de enternecimiento que para vivir momentos de peligro». Al decirlo pensaba en ese pueblo blanco y ardiente, lleno de cal y de sol, donde nuestros nervios fueron vencidos, rotos, en guerra de emoción, por mujeres y niños... Ahí, los hombres más endurecidos, los filósofos más habituados a considerar elementos humanos como factores de especulación, los escritores más decididos a no dejarse conmover, sintieron correr por sus mejillas las lágrimas reprimidas durante años.

Estábamos reunidos en un vasto comedor aldeano, con muros y pilares de madera enjalbegados con cal. Tres ventanas daban a una perfecta plazuela de pueblo castellano: plazuela polvorienta y resplandeciente de luz, guarnecida de unos pocos árboles sedientos, envidiosos del relativo frescor de los soportales... Sobre los techos, llanuras hasta el infinito. Trigales maduros y perfumados bajo un cielo sin nubes. Calma. Bochorno. Silencio roto tan sólo por el rasgueo metálico de esa mandolina que cada cigarra lleva prendida en la cintura. De pronto, sentimos que aquella paz de siesta se iba poblando de voces. Voces frescas, de niños, cuyo timbre cristalino se armonizaba con el manso correr de una fuente. Veinte niños. Cincuenta niños que, esperando la hora de regresar a la escuela, venían a jugar sobre la plaza. Inmediatamente, su atención fue atraída por los automóviles que nos aguardaban a la sombra de los árboles. Preguntaron. Inquirieron. Y vinieron a cantar debajo de nuestras ventanas. Por un milagro de espontaneidad, un coro infantil quedó constituido en unos pocos minutos...

Nunca [escribe André Chamson] el júbilo de España había venido a nuestro encuentro con tanta fuerza y cándida lozanía. Bajamos a la plaza para acariciar esos rostros jóvenes. En la quietud de España, en su austera soledad, los niños cantaban como si estuvieran participando en la más bella fiesta del mundo. Nunca la alegría de vivir se hizo tan evidente para nuestros sentidos.

¿Y sabéis quiénes eran esos niños?

Huérfanos, evacuados de Badajoz. Unos habían perdido padre y madre. Otros, la madre. El padre estaba peleando en las trincheras.

En aquel instante parecían llenos de gozo. Pero en sus rostros sonrientes se percibían los signos de una madurez prematura, de una precocidad del dolor, cuya evidencia nos acongojaba. Adivinábamos que después de la puesta del sol, cuando la noche inmensa de Castilla se hubiese tendido como un palio de constelaciones, muchos de estos niños llorarían, con la cara hundida en la almohada... Y pensamos que también ellos, ellos que encarnaban ante nuestros ojos la infancia, toda la infancia de España y del mundo, estaban amenazados por las bombas enemigas, por el fuego de los aviones, como sus hermanitos caídos en las calles de Madrid...

Yo también he llorado [confiesa André Chamson] sin pensar siquiera en taparme los ojos con las manos...


Un gesto simbólico

Toda la plaza estaba llena de gente. Campesinas renegridas, llevando negros pañuelos en la cabeza, aldeanas con los rorros en brazos, que habían venido a sumarse a nuestro grupo. Y seguíamos oyendo, con el corazón desgarrado, los cantos de los niños... Uno de ellos, inolvidable, se había escrito sobre la piel del brazo, con tinta azul, las palabras: «¡No pasarán!» ¡Toda su familia había muerto en Badajoz!

Una anciana, arrugada en grado increíble, con un pañuelo oscuro plegado sobre canas bien peinadas, se me acercó, y me dijo estas palabras que no olvidaré jamás:

—¡Defiéndannos, ustedes que saben escribir!...

¡Nunca me sentí tan humillado como en aquel instante, dándome cuenta de lo poco que significa el «saber escribir» ante ciertos desamparos profundos, ante ciertas miradas de fe, ante el oscuro anhelo de mundos mejores que palpita en el alma de estos campesinos castellanos, para quienes —debo afirmarlo categóricamente— su adversario cobra figura de Anticristo...!

Antes de abandonar este prodigioso pueblo de Minglanilla asistiríamos todavía a una escena destinada a grabarse en nuestra memoria. Corpus Barga la ha narrado con frases admirables:

Una mujer castellana, toda de negro, desde el pañuelo de la cabeza hasta los zapatos (porque se había puesto zapatos como los días de fiesta), estaba abrazada a una escritora inglesa y le contaba al oído, dulcemente, su pena. El marido fusilado, los hermanos muertos en la guerra. Detrás de la mujer enlutada, un niño se escondía en sus faldas. La escritora inglesa, sin conocer el castellano, la comprendía y la consolaba, la estrechaba cada vez más en su abrazo. Acabaron las dos mujeres paseándose abrazadas, en silencio, llorando sin lágrimas bajo el sol implacable como el destino.

El niño seguía detrás, no soltaba las faldas de su madre mientras otras vecinas que contemplaban la escena hacían comentarios.

—No es propiamente de aquí, es una refugiada —decían de la mujer vestida de luto, y añadían por la escritora inglesa:

—Sin duda ha encontrado a una de su pueblo, que la está consolando.

Decían verdad las vecinas de Minglanilla y mienten los gobiernos de Europa. La castellana analfabeta había encontrado a una de su pueblo en la escritora inglesa, la cual había tenido que subir ya al automóvil y sacando su busto seguía abrazada, no queriendo separarse de su «paisana». Pero el automóvil arrancó; entonces, la mujer analfabeta de Castilla tuvo uno de esos gestos naturales que son la inspiración de un pueblo secularmente culto, con la cultura transmitida de viva voz en gesto vivo. Cogió al niño que se escondía en sus faldas y lo alzó en ademán de saludo. El sol, blanco de fuego, esculpía aquella estatua dinámica.

El niño tendía las manos como un Jesús de Montañés. Hijo de cien generaciones de uno de los pueblos más fértiles en humanidad: la castellana alzaba cara al sol una encarnación del futuro que —al igual de este niño poco después en el regazo de su madre— duerme en el seno de la victoria.


Primer encuentro con Ludwig Renn

Después de escuchar un admirable discurso de Nicolás Guillén —el único que tuvo el valor suficiente para dirigir la palabra al público augusto y conmovedor de Minglanilla— volvimos a rodar hacia Madrid. Poco antes de llegar al Jarama, la aparición de un aeroplano sospechoso nos hizo formular la pregunta, veinte veces repetida en días sucesivos:

—¿De quién será?

Dos horas antes de llegar a Madrid, hicimos alto ante un diminuto cuartel de milicianos, guarnecido de botijos llenos de agua ligera y fresca. Lugar que se acompaña para mí de un gratísimo recuerdo, ya que en él hablé por primera vez con Ludwig Renn, el gran novelista alemán, jefe de un regimiento de las Brigadas Internacionales.

Dotado de una extraordinaria distinción física, Renn es uno de los hombres más afables y sencillos que pueda imaginarse. Habla el castellano con toda perfección y siempre tiene una palabra cordial a flor de labios. Aquella tarde andaba con el torso desnudo, musculoso y quemado por el sol. Una extraordinaria juventud brillaba en sus ojos azules, a pesar de que sus cabellos grises, cortados casi a rape, revelaban una plena madurez.

—Ludwig Renn —le dije—, no sabe usted cuánto lo admiro. Lo admiro porque es usted uno de los pocos escritores de nuestros tiempos que hayan sabido realizar paralelamente su vida y su obra, haciendo de la vida obra, y de la obra vida.

Una sonrisa de niño iluminó el rostro curtido del novelista:

—Vida y obra tienen que estar íntimamente unidas. Realizar la una sin realizar la otra es cosa estéril... Es aquí, en el suelo de España, donde mejor he sentido que mi vida y mi obra podían constituir un todo indivisible...

—¿El novelista lucha y el combatiente escribe?...

—¡La vida no tiene sentido si no se hace una con la obra!...

En aquel momento veinticuatro aviones republicanos, en forma perfecta, hicieron su aparición en el cielo de Castilla. Ocho grupos de tres, en triángulo, abriendo sus alas ebrias de sol, como grandes aves migratorias. La exquisita cortesía de Ludwig Renn se manifestó una vez más, aprovechando el azar de este encuentro:

—¡Vienen a darles la bienvenida!...


Entrada en Madrid

Madrid, corazón de España,
late con pulsos de fiebre,
si ayer la sangre le hervía,
hoy con más calor le hierve.
Ya nunca podrá dormirse,
porque si Madrid se duerme,
querrá despertarse un día
y el alba no vendrá a verle.

Rafael Alberti
(Romancero de la guerra de España)

¡Por fin en Madrid!... ¡Ciudad querida, ciudad acogedora como brazos de mujer amada! ¡Ciudad que aún brindabas al viajero una incomparable dulzura de vivir, al amparo de tus cimborrios de Herrera, cerca de la silueta —tan goyesca— de san Francisco el Grande! ¡Ciudad de contrastes; ciudad de Plaza Mayor y género chico, de rascacielos y tabernas arrabaleras, en que aún vaga —¡tan evidentemente!— la vasta sombra de Federico García Lorca!... ¿Cómo penetrar en tus entrañas martirizadas sin sentir el gran nudo de la congoja atravesándose en nuestra garganta?...

Son las nueve. La ciudad entera está sumida en la oscuridad, a pesar de que las aceras están llenas de gente. Los tranvías circulan lentamente, para evitar accidentes. Los automóviles y motocicletas militares, conducidos por milicianos, corren a una velocidad determinada por la mayor o menor urgencia de la misión por cumplir; los quepis de los oficiales, los uniformes azules del Servicio del Aire, los kakis de las milicias, han hecho su aparición definitiva. A lo lejos retumba el cañón. De cuando en cuando, un seco tableteo de ametralladoras desgarra la noche. Los reflectores exploran las tinieblas... ¡Ya estamos en plena guerra!

Y sin embargo, algo que ya no me sorprenderá mañana me llena de estupor por el momento: la animación de las conversaciones, el sonido cabal de las risas, el rumor viviente y alegre que se desprende de esta multitud que regresa a sus casas amenazadas.

Comparadas con las de Madrid, las noches de Valencia resultan mucho más dramáticas. En Valencia se esperan sorpresas apenas se pone el sol. En Madrid no hay sorpresas que esperar. El cañoneo es constante. Se vive perennemente en el filo de la muerte. En cualquier instante los obuses enemigos pueden penetrar en vuestra casa, llevarse vuestro balcón, abrirle un nuevo hueco a la torre de la Telefónica —llamada por los madrileños «el colador»—, matar al pobre empleado que sale de una estación del metro, echar abajo una iglesia, llenar vuestra sopera de cristales rotos... En tales circunstancias, los madrileños han optado por la más heroica solución: viven como si nada ocurriera. Han abolido el luto.

Concurren a sus oficinas. Conservan su elegancia tradicional de otros tiempos. Van al cine para aplaudir a Marlene Dietrich y Greta Garbo. A la «hora de la cerveza» —pues la cerveza es la única bebida que escasea algunas veces y su expendio se verifica a horas fijas— se reúnen en sus cafés habituales...

¿Inconciencia?

¡No! Tal actitud se explica por la preexistencia en el carácter español de esa forma superior de la conciencia y de la serenidad que es el valor. Sin tener vocación de héroes, todos los habitantes de Madrid han sido capaces de heroísmo cuando las circunstancias lo han exigido.

Y para darse cuenta de ello, basta echar una mirada sobre el espectáculo que nos rodea. La Cibeles con sus leones rotos. La Gran Vía y la Calle de Alcalá roídas por las explosiones. La Puerta del Sol, con sus edificios de cuatro pisos vaciados por las bombas aéreas. La habitación que yo solía ocupar en el hotel Gredos —Plaza del Callao— abierta sobre la calle por un obús que le llevó dos metros de pared...

Frente a nuestro hotel, situado en un costado de la Plaza de Santa Ana, una iglesia deshecha por los bombardeos exhibe sus heridas.

El botones que me ayuda a subir mis maletas al quinto piso va cantando distraídamente, a media voz:

Madrid, qué bien te guardan,
Madrid, qué bien te guardan,
Madrid, qué bien te guardan,
mamita mía,
tus milicianos,
tus milicianos…


Alejo Carpentier
Carteles, 10 de octubre de 1937








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