Jean Jaurès
(Castres, Francia, 3 de septiembre de 1895 - París, 31 de julio de 1914)
|
Señores:
En la política de toda República está planteada por
la realidad misma una cuestión sustancial, de la mayor importancia, que no es
posible orillarla sin grave riesgo. Se trata de saber cómo podremos reanimar
el gusto de las realizaciones sociales y la confianza en un plan de acción
reglada, metódica, fecunda, claramente orientada en dirección a ideales
precisos y concretos, acomodados a las necesidades de nuestra Francia, donde
desde hace muchos años tantos esfuerzos y tantas esperanzas se vienen malogrando.
Por graves que sean las causas de nuestra inquietud, no se ha de caer en la
desesperación, porque dos cosas me parecen particularmente promisorias. La
primera es la existencia en el mundo, a esta hora en que discutimos, de una
materia toda ella en espera de acción inmediata.
Si os detenéis a inquirir cuál es la orden
del día sobre asuntos de política social en los grandes países civilizados,
encontraréis, más o menos desarrollado, un inmenso programa de acción
democrática popular encaminado por todas partes a liberar la clase obrera de la
doble plaga de la ignorancia y del alcoholismo. ¿Cómo conducir el
proletariado a escalar los niveles de su grandeza y de su misión si permitimos
que su energía sea envilecida o malignamente sobreexcitada en las fuentes
mismas de la vida? Yo decía recientemente a uno de mis contradictores: para que
pueda realizarse sin violencias una fecunda revolución social es preciso
luchar contra el alcoholismo.
Al lado de las tentativas del tipo
indicado, en todos los países cultos se multiplican los esfuerzos legislativos
o sindicales para reducir la jornada de trabajo actual.
Al mismo tiempo que se adoptan estas
disposiciones, se dibuja cierto movimiento casi universal orientado hacia un
socialismo de Estado y un socialismo municipal, que si bien es imagen
incompleta de la futura organización socialista, puesto que mantiene la
concurrencia y el salario, representa progresos de no poco interés. Por todas
partes se organizan instituciones que tienden a sustituir las empresas
capitalistas por servicios públicos nacionalizados o municipalizados. Puede
haber sin duda en este movimiento períodos de reacción pasajera; pero a través
de vicisitudes diversas el movimiento continúa y se amplifica. La mayoría de
las municipalidades alemanas poseen ya un dominio industrial de gas,
electricidad, agua y transportes urbanos. Las grandes ciudades inglesas han
invertido sumas enormes en municipalizar estos servicios. Y nosotros mismos,
señores, tendremos que imitar esta política impulsados por la corriente general.
Estas nuevas instituciones han surgido en
el mundo moderno bajo formas bien diversas, cuya diversidad misma revela la
fecundidad posible de su desarrollo. Aquí, es el municipio dueño absoluto de
una parte del dominio industrial; en otras partes vemos los consorcios
establecidos entre el Estado y los capitales privados. En Suiza existen
incluso bancos cantonales.
A medida que se consolidan estos ensayos,
los ejércitos de algunos países son materia de transformaciones profundas.
Entre nosotros se reduce la duración del servicio militar, y no es aventurado
afirmar que nos encontramos en el umbral del régimen de milicias. Suiza,
conservando como base de su ejército la milicia, le ha dado una organización
técnica tan fuerte que hasta el Estado Mayor alemán ha reconocido las
excelencias de la institución militar helvética, basada en el régimen de
milicias populares y en un servicio militar de corta duración combinado con
la educación de los soldados en municipios y cantones.
A la hora en que vivimos, lo que
necesitan los hombres, lo que falta en los partidos y asambleas, aquello de que
más carecen los demócratas deseosos de realizar el progreso no es un programa
de acción. Este programa existe y está elaborado no tanto por las iniciativas
individuales como por el esfuerzo colectivo que realiza el proletariado de los
países libres. No se trata, pues, de ficciones o jactancias de los partidos
obreros. Desde hace más de veinticinco años, siempre que se ha realizado o ensayado
en cualquier país del mundo alguna reforma social, todos los partidos acabaron
por reconocer, los unos con agrado, los otros contra sus íntimos deseos, que
tales avances se deben a la inspiración, a la presión, a la influencia cada vez
mayor de la clase obrera y del socialismo. Un día es Bismarck quien dice desde
la tribuna del Reichstag que "sin la presión del partido socialista no
hubiera podido sacar adelante las leyes de seguros sociales". Otro día es
Inglaterra quien nos da el ejemplo con su impuesto sobre la renta. Y en Francia
hemos oído tachar de socialistas los proyectos de Caillaux estableciendo la
imposición sobre las rentas.
Para salir del estado de atonía y
escepticismo en que languidece la vida francesa, es urgente proclamar y
organizar una política muy audaz y progresiva, pero guardándose de incurrir
en la ilusión de un reformismo puramente empírico, pues la plena emancipación
de la clase obrera no será posible sin transformar el actual régimen de la
propiedad.
Aun así, estas reformas de gran aliento
son de un interés básico, tanto para el proletariado como para la civilización
en general.
Suponed que por un esfuerzo de la clase
obrera y de las democracias, esas reformas llegaran a realizarse. Suponed que
la educación popular fuese mejor y más fructuosa mediante una especie de
dilatación social de la escuela. Suponed que el pueblo sea por fin
verdaderamente protegido en sus energías vitales, en el equilibrio de su fuerza
nerviosa, contra los estragos de la enfermedad y del alcoholismo, no por vanas
frases pronunciadas en los congresos, sino por una vigorosa organización. Suponed además que mediante una serie orgánica de conquistas sociales,
concertando las actividades políticas y sindicales, el pueblo trabajador
obtiene la jornada de ocho horas, la semana inglesa, la participación en los
beneficios de su taller, el seguro contra los accidentes, contra las
enfermedades, contra la vejez y contra el paro forzoso; que se le consienta
intervenir, no como sujeto pasivo, sino con funciones de control activo en el
funcionamiento de las sociedades de seguro. Suponed que las grandes empresas
capitalistas son transformadas en servicios públicos, nacionales o municipales,
y que la clase obrera es asociada por mediación de sus organizaciones a la
gestión de estos servicios democratizados. Si, en efecto, se hiciera todo
esto, yo afirmo que al término de un tan grande esfuerzo, cuando en la
institución militar penetre también el espíritu democrático, cuando la práctica
del arbitraje internacional se haya extendido incluso a los más graves
conflictos, entonces, la clase obrera tendrá mayor bienestar, más seguridad,
más libertad y cultura; y no solamente mejorarán las condiciones materiales de
su vida, sino que tendrá una fuerza superior para enfrentar serenamente la
cuestión esencial, el problema decisivo, es decir, esa transformación de la
propiedad a cuyo conjuro la multitud de los hombres pasará del estado de
sujeción a un estado de cooperación. (Aplausos en la extrema izquierda.)
Y así, al mismo tiempo que progrese la
clase obrera, se obtendrán nuevos progresos y garantías para toda la
civilización humana, porque a medida que los trabajadores sean más libres y más
fuertes, y estén mejor amparados, y se acostumbren a participar en las grandes
iniciativas colectivas, serán mayores las probabilidades de que los cambios
sociales se realicen conforme a las leyes de la evolución. En tal caso, los
trabajadores durante tanto tiempo amenazados de miseria, y amenazadores a su
vez, abordarán el problema final no sólo con más entusiasmo y confianza, sino
con mayor cordura, teniendo por anticipado la tranquila certidumbre de un nuevo
y más justo orden social.
Pero, señores, ¿es un sueño todo esto?
Muchos son los obstáculos y dificultades con que tropieza la clase obrera en
el camino de sus justas reivindicaciones. A todos los anhelos del proletariado,
a todas las tentativas democráticas se opone la resistencia sórdida o violenta
de la clase privilegiada que detenta el monopolio de la propiedad. Los que hoy
viven del privilegio ejercen una tenaz acción, usando alternativamente la
fuerza o la perfidia; ellos cuentan con el poderío que les da el capital
concentrado en sus ruanos; a ellos corresponde ahora el derecho libérrimo de
dar o negar trabajo; disponen de la oculta influencia de la gran piensa; a su
ventaja juega la dispersión de los esfuerzos que le opone la democracia,
diseminada y absorbida por las preocupaciones del penoso vivir; y mientras el
capitalismo universal forma un compacto bloque, las fuerzas democráticas
aparecen divididas en el mundo y dentro de cada país por la dispersión de sus
grupos y partidos en los parlamentos.
De tal manera, señores, es como se alza un
obstáculo enorme, a la vez recio y blando, ante todo afán de la clase obrera.
Yo digo que la política permanecerá estancada, que la democracia seguirá siendo
un régimen incierto en tanto que no haya sido derribado ese obstáculo. Y digo
también que sólo existe una fuerza, una sola, que pueda demoler el obstáculo y
abrir las rutas del porvenir. Esa fuerza es el proletariado, organizándose por
sí mismo, tomando por la cohesión y conciencia de su fuerza plena conciencia de
su derecho y de su misión histórica.
"La clase obrera lucha por la
humanidad"
Señores: el proletariado no es una clase
mezquina; no es una casta encerrada en el círculo de sus intereses egoístas. La
clase obrera no lucha solamente por ella: yo no me cansaré de repetir -es un
lugar común del socialismo- que lucha por la humanidad entera. Ella no pide la
sustitución de un privilegio por otro privilegio; no dice que al régimen de la
propiedad feudal de la tierra haya de suceder el régimen de la propiedad
mobiliaria; ella no invoca en su beneficio ningún título de privilegio: invoca
un título de humanidad, limitándose a decir que la clase obrera personifica el
trabajo, campo de acción abierto a todo hombre que quiera participar en el
derecho nuevo con esta ejecutoria, la más noble de todas.
El proletariado así concebido podrá reunir
alrededor de sus organizaciones todas las fuerzas dispersas de la democracia y
concentrar en un sólido bloque orgánico, junto a los trabajadores urbanos, al
proletariado campesino, a los modestos propietarios rurales, articulados en
cooperativas, a la pequeña burguesía mercantil y artesana, hoy tan desamparada,
a los técnicos profesionales y al trabajador intelectual.
He ahí, señores, cómo está planteado el
problema para los socialistas. Nosotros miramos tranquilos el porvenir. Sabemos
que la Francia, inmovilizada y detenida hoy, recuperará y reanimará su acción
algún próximo día. Motivos hay para maldecir las cosas francesas a la hora
presente; pero en este país existe un resorte de valor incomparable, porque a
la hora decisiva el pueblo francés siempre ha sabido identificar la esencia
misma de la vida con la idea de la revolución y de la justicia social.
Precisamente porque Francia supo cimentar
su vida pública sobre la democracia ha sufrido las más trágicas alternativas de
grandeza y postración. El día que la democracia reniegue de sí misma, todo se
habrá hundido entre nosotros, porque no queda ninguna supervivencia del pasado
capaz de llenar el vacío de la libertad. Pero si por el contrario se juntan y
exaltan todas las fuerzas de la democracia, entonces, libres ya de los
obstáculos tradicionales, el movimiento hacia el progreso podrá ser entre
nosotros admirable y sin parangón ninguno.
Termino, señores, ratificando mi confianza
en que bajo la impulsión obrera y socialista ese movimiento ascensional lo
veremos triunfante para gloria de Francia y bien del mundo. (Aplausos y
felicitaciones en la extrema izquierda.)
Jean Jaurès
Discurso pronunciado en el Parlamento francés en
1909
No hay comentarios:
Publicar un comentario