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2069. La política republicana y el socialismo

Jean Jaurès 
(Castres, Francia, 3 de septiembre de 1895 - París, 31 de julio de 1914)


Señores:

En la política de toda República está planteada por la realidad misma una cuestión sustancial, de la mayor importancia, que no es posible orillarla sin grave riesgo. Se trata de saber có­mo podremos reanimar el gusto de las realizaciones sociales y la confianza en un plan de acción reglada, metódica, fecunda, cla­ramente orientada en dirección a ideales precisos y concretos, acomodados a las necesidades de nuestra Francia, donde desde hace muchos años tantos esfuerzos y tantas esperanzas se vie­nen malogrando. Por graves que sean las causas de nuestra inquietud, no se ha de caer en la desesperación, porque dos cosas me parecen parti­cularmente promisorias. La primera es la existencia en el mun­do, a esta hora en que discutimos, de una materia toda ella en espera de acción inmediata.

Si os detenéis a inquirir cuál es la orden del día sobre asuntos de política social en los grandes paí­ses civilizados, encontraréis, más o menos desarrollado, un inmenso programa de acción democrática popular encaminado por todas partes a liberar la clase obrera de la doble plaga de la ignorancia y del alcoholismo. ¿Cómo conducir el proletariado a escalar los niveles de su grandeza y de su misión si permiti­mos que su energía sea envilecida o malignamente sobreexcitada en las fuentes mismas de la vida? Yo decía recientemente a uno de mis contradictores: para que pueda realizarse sin violen­cias una fecunda revolución social es preciso luchar contra el al­coholismo.

Al lado de las tentativas del tipo indicado, en todos los paí­ses cultos se multiplican los esfuerzos legislativos o sindicales para reducir la jornada de trabajo actual.

Al mismo tiempo que se adoptan estas disposiciones, se di­buja cierto movimiento casi universal orientado hacia un socia­lismo de Estado y un socialismo municipal, que si bien es ima­gen incompleta de la futura organización socialista, puesto que mantiene la concurrencia y el salario, representa progresos de no poco interés. Por todas partes se organizan instituciones que tienden a sustituir las empresas capitalistas por servicios públi­cos nacionalizados o municipalizados. Puede haber sin duda en este movimiento períodos de reacción pasajera; pero a través de vicisitudes diversas el movimiento continúa y se amplifica. La mayoría de las municipalidades alemanas poseen ya un domi­nio industrial de gas, electricidad, agua y transportes urbanos. Las grandes ciudades inglesas han invertido sumas enormes en municipalizar estos servicios. Y nosotros mismos, señores, ten­dremos que imitar esta política impulsados por la corriente ge­neral.

Estas nuevas instituciones han surgido en el mundo moder­no bajo formas bien diversas, cuya diversidad misma revela la fecundidad posible de su desarrollo. Aquí, es el municipio due­ño absoluto de una parte del dominio industrial; en otras partes vemos los consorcios establecidos entre el Estado y los capi­tales privados. En Suiza existen incluso bancos cantonales.

A medida que se consolidan estos ensayos, los ejércitos de algunos países son materia de transformaciones profundas. Entre nosotros se reduce la duración del servicio militar, y no es aventurado afirmar que nos encontramos en el umbral del régi­men de milicias. Suiza, conservando como base de su ejército la milicia, le ha dado una organización técnica tan fuerte que hasta el Estado Mayor alemán ha reconocido las excelencias de la institución militar helvética, basada en el régimen de mili­cias populares y en un servicio militar de corta duración combi­nado con la educación de los soldados en municipios y canto­nes.

A la hora en que vivimos, lo que necesitan los hombres, lo que falta en los partidos y asambleas, aquello de que más care­cen los demócratas deseosos de realizar el progreso no es un programa de acción. Este programa existe y está elaborado no tanto por las iniciativas individuales como por el esfuerzo colec­tivo que realiza el proletariado de los países libres. No se trata, pues, de ficciones o jactancias de los partidos obreros. Desde hace más de veinticinco años, siempre que se ha realizado o ensa­yado en cualquier país del mundo alguna reforma social, todos los partidos acabaron por reconocer, los unos con agrado, los otros contra sus íntimos deseos, que tales avances se deben a la inspiración, a la presión, a la influencia cada vez mayor de la clase obrera y del socialismo. Un día es Bismarck quien dice desde la tribuna del Reichstag que "sin la presión del partido socialista no hubiera podido sacar adelante las leyes de seguros sociales". Otro día es Inglaterra quien nos da el ejemplo con su impuesto sobre la renta. Y en Francia hemos oído tachar de so­cialistas los proyectos de Caillaux estableciendo la imposición sobre las rentas.

Para salir del estado de atonía y escepticismo en que lan­guidece la vida francesa, es urgente proclamar y organizar una política muy audaz y progresiva, pero guardándose de incurrir en la ilusión de un reformismo puramente empírico, pues la plena emancipación de la clase obrera no será posible sin transformar el actual régimen de la propiedad.

Aun así, estas reformas de gran aliento son de un interés bá­sico, tanto para el proletariado como para la civilización en ge­neral.

Suponed que por un esfuerzo de la clase obrera y de las democracias, esas reformas llegaran a realizarse. Suponed que la educación popular fuese mejor y más fructuosa mediante una especie de dilatación social de la escuela. Suponed que el pueblo sea por fin verdaderamente protegido en sus energías vitales, en el equilibrio de su fuerza nerviosa, contra los estragos de la en­fermedad y del alcoholismo, no por vanas frases pronunciadas en los congresos, sino por una vigorosa organización. Suponed además que mediante una serie orgánica de conquistas sociales, concertando las actividades políticas y sindicales, el pueblo tra­bajador obtiene la jornada de ocho horas, la semana inglesa, la participación en los beneficios de su taller, el seguro contra los accidentes, contra las enfermedades, contra la vejez y contra el paro forzoso; que se le consienta intervenir, no como sujeto pa­sivo, sino con funciones de control activo en el funcionamiento de las sociedades de seguro. Suponed que las grandes empresas capitalistas son transformadas en servicios públicos, nacionales o municipales, y que la clase obrera es asociada por mediación de sus organizaciones a la gestión de estos servicios democrati­zados. Si, en efecto, se hiciera todo esto, yo afirmo que al tér­mino de un tan grande esfuerzo, cuando en la institución militar penetre también el espíritu democrático, cuando la práctica del arbitraje internacional se haya extendido incluso a los más graves conflictos, entonces, la clase obrera tendrá mayor bienestar, más seguridad, más libertad y cultura; y no solamente mejo­rarán las condiciones materiales de su vida, sino que tendrá una fuerza superior para enfrentar serenamente la cuestión esencial, el problema decisivo, es decir, esa transformación de la propie­dad a cuyo conjuro la multitud de los hombres pasará del estado de sujeción a un estado de cooperación. (Aplausos en la extre­ma izquierda.)

Y así, al mismo tiempo que progrese la clase obrera, se obtendrán nuevos progresos y garantías para toda la civilización humana, porque a medida que los trabajadores sean más libres y más fuertes, y estén mejor amparados, y se acostumbren a participar en las grandes iniciativas colectivas, serán mayores las probabilidades de que los cambios sociales se realicen conforme a las leyes de la evolución. En tal caso, los trabajadores durante tanto tiempo amenazados de miseria, y amenazadores a su vez, abordarán el problema final no sólo con más entu­siasmo y confianza, sino con mayor cordura, teniendo por anticipado la tranquila certidumbre de un nuevo y más justo orden social.

Pero, señores, ¿es un sueño todo esto? Muchos son los obstáculos y dificultades con que tropieza la clase obrera en el camino de sus justas reivindicaciones. A todos los anhelos del proletariado, a todas las tentativas democráticas se opone la re­sistencia sórdida o violenta de la clase privilegiada que detenta el monopolio de la propiedad. Los que hoy viven del privilegio ejercen una tenaz acción, usando alternativamente la fuerza o la perfidia; ellos cuentan con el poderío que les da el capital concentrado en sus ruanos; a ellos corresponde ahora el dere­cho libérrimo de dar o negar trabajo; disponen de la oculta influencia de la gran piensa; a su ventaja juega la dispersión de los esfuerzos que le opone la democracia, diseminada y absorbi­da por las preocupaciones del penoso vivir; y mientras el capita­lismo universal forma un compacto bloque, las fuerzas demo­cráticas aparecen divididas en el mundo y dentro de cada país por la dispersión de sus grupos y partidos en los parlamentos.

De tal manera, señores, es como se alza un obstáculo enorme, a la vez recio y blando, ante todo afán de la clase obrera. Yo digo que la política permanecerá estancada, que la democracia seguirá siendo un régimen incierto en tanto que no haya sido derribado ese obstáculo. Y digo también que sólo existe una fuerza, una sola, que pueda demoler el obstáculo y abrir las ru­tas del porvenir. Esa fuerza es el proletariado, organizándose por sí mismo, tomando por la cohesión y conciencia de su fuerza plena conciencia de su derecho y de su misión histórica.


"La clase obrera lucha por la humanidad"

Señores: el proletariado no es una clase mezquina; no es una casta encerrada en el círculo de sus intereses egoístas. La clase obrera no lucha solamente por ella: yo no me cansaré de repetir -es un lugar común del socialismo- que lucha por la humani­dad entera. Ella no pide la sustitución de un privilegio por otro privilegio; no dice que al régimen de la propiedad feudal de la tierra haya de suceder el régimen de la propiedad mobiliaria; ella no invoca en su beneficio ningún título de privilegio: invo­ca un título de humanidad, limitándose a decir que la clase obrera personifica el trabajo, campo de acción abierto a todo hombre que quiera participar en el derecho nuevo con esta eje­cutoria, la más noble de todas.

El proletariado así concebido podrá reunir alrededor de sus organizaciones todas las fuerzas dispersas de la democracia y concentrar en un sólido bloque orgánico, junto a los trabajadores urbanos, al proletariado campesino, a los modestos propieta­rios rurales, articulados en cooperativas, a la pequeña burguesía mercantil y artesana, hoy tan desamparada, a los técnicos profe­sionales y al trabajador intelectual.

He ahí, señores, cómo está planteado el problema para los socialistas. Nosotros miramos tranquilos el porvenir. Sabemos que la Francia, inmovilizada y detenida hoy, recuperará y reani­mará su acción algún próximo día. Motivos hay para maldecir las cosas francesas a la hora presente; pero en este país existe un resorte de valor incomparable, porque a la hora decisiva el pue­blo francés siempre ha sabido identificar la esencia misma de la vida con la idea de la revolución y de la justicia social.

Precisamente porque Francia supo cimentar su vida pública sobre la democracia ha sufrido las más trágicas alternativas de grandeza y postración. El día que la democracia reniegue de sí misma, todo se habrá hundido entre nosotros, porque no queda ninguna supervivencia del pasado capaz de llenar el vacío de la libertad. Pero si por el contrario se juntan y exaltan todas las fuerzas de la democracia, entonces, libres ya de los obstáculos tradicionales, el movimiento hacia el progreso podrá ser entre nosotros admirable y sin parangón ninguno.

Termino, señores, ratificando mi confianza en que bajo la impulsión obrera y socialista ese movimiento ascensional lo veremos triunfante para gloria de Francia y bien del mundo. (Aplausos y felicitaciones en la extrema izquierda.)


Jean Jaurès
Discurso pronunciado en el Parlamento francés en 1909










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