La vida en la cárcel de mujeres. Una noche en el infierno (Reportaje de nuestra redactora M.D., reclusa en la prisión de la Calle de Quiñones)
Juicio
de faltas
El
martes día 6 de junio último, cuando a las nueve de la mañana entré en el café
de San Millán, mi denunciante, que ya me estaba esperando, me proporcionó el
serio disgusto de reconocerme en seguida, a pesar de mi velito, de mi trajecito
raído de modista barata y del horrible flequillo postizo que me cubría la
frente.
Mientras
castizamente mojábamos churros en nuestras respectivas tazas de chocolate,
ultimamos nuestro acuerdo, según las indicaciones de mi asesor, el viejo
abogado amigo, que fué quien redactó los términos de la denuncia y quien se
cuidó de que pasase precisamente a uno de los pocos Juzgados municipales de
Madrid donde no me conocían después de mi reportaje del verano último realizado
en esos antros de la Justicia menuda y cotidiana.
–
Ya lo sabes; te insulté gravemente, llamándote… y… y…
Aun
cuando le dije las palabras al oído, mi amiga se ruborizó:
–
¿Tendré que decir esas mismas palabras?
–
Parece ser que es indispensable; ahora, que si se te ocurren otras… puedes
añadirlas.
– No
me negarás que tenía motivos para denunciarte.
–
Los mismos que, dentro de un momento, tendrá el juez para imponerme una
multa…que no pagaré.
–
Por lo cual te meterán en la cárcel, a día por duro de multa. – Así sea.
–
Pues, ¡al Juzgado!
–
Por mí, andando, que para luego es tarde.
Tarde
no es, porque son las nueve y media y el juicio está señalado para las diez;
pero, en fin, ya es tiempo
Olvidando
por un momento nuestros “odios”, mi denunciante y yo nos dirigimos cogidas del
brazo hacia la Carrera de San Francisco, donde nos separamos poco antes de
llegar al Juzgado Municipal, cada cual con su citación en la mano.
Cuando
entro en la antesala del Juzgado, mi “adversaria” está ya allí, junto a una
puerta medio oculta por un grupo de personas, entre las cuales se destaca una
señorita rubia, con vestido blanco muy primaveral y sombrero de flores más
primaveral todavía, que se agita denodadamente. ¿Qué juicio traerá esta
señorita tan nerviosa? Luego me entero de que no viene a un juicio, sino a una boda,
que es la suya.
Como
todos los bancos están ocupados, me sitúo de pie, al otro extremo de la sala,
cuidándome de volver despectivamente la espalda a mi contrincante.
De
pronto, unos nombres voceados me sobresaltan: “¡Francisca Moreno! ¡María León!”
¡Nos
llaman!
Entro
en la sala de audiencias con la cabeza baja; una inquietud me oprime la
garganta; ¿tendré la suerte de que entre los señores que hay en ese estrado imponente
no me conozca ninguno? Naturalmente, esa suerte no la tengo; hay un joven a
quien he tenido repetidas veces la ocasión de saludar en los Juzgados; pero…
¡oh, triunfo de mi caracterización!, no me reconoce.
Se
leen los términos de la denuncia, que, según es tradicional, nadie entiende ni
escucha; sin embargo, a mi me parece que “es de veras” y me siento abochornada.
El juez, lleno de consideración respetuosa, interroga a mi enemiga:
–
Exponga usted lo que le ha ocurrido con la denunciada.
–
Pues que me insultó y me pegó.
–
¿Dónde?
–
En la cara.
–
Digo que dónde ha ocurrido esta escena.
– A
la puerta de mi casa, que es de usted, señor Juez.
–
Gracias; siga usted.
–
Me esperó cuando salía y me dijo cosas feas.
–
¿Qué cosas?
–
Cosas que afectan a mi honorabilidad.
–
Repita usted las palabras que la [sic] dijo.
–
Es que… son tan groseras…
–
No importa, señora; tenga usted la bondad de repetirlas.
–
Pues me llamó… y… y…
(¡No
se le olvida ni una! Me contengo para no aplaudir.)
Ahora
el juez se dirige a mí; su voz se hace dura y su gesto severo, lo cual no me
choca, porque, ¿cómo va a tratar a una persona como yo, que gasta semejante
lenguaje… y semejante flequillo? No, no me choca; pero me inquieta un poco. Me
da malísima espina, no para este juicio, claro, pero sí por lo que pueda
suceder en el porvenir, un porvenir bastante cercano, cuando se entere…
–
¿Es cierto que usted ofendió a esta señora de palabra y de obra?
(No
pienso negar, pero creo en mi deber disculparme en lo que cabe.)
–
Mire usted, señor juez: esta señora, que no es señora…
–
Esto es una falta de respeto.
–
No, si digo que no es señora porque es señorita.
–
¡Ah!, bueno; siga usted.
–
Esta señorita, señor juez, se negaba a pagarme un vestido que yo le había
hecho.
–
¡Muy mal! – interrumpe mi adversaria –. Tan mal, que no me lo he podido poner.
Me
vuelvo indignada hacia ella:
–
¡Para no pagar, todos los pretextos son buenos!
–
Diríjase al Tribunal – ordena severamente el juez.
Bueno;
pues, además, me enteré de que otra señora le había pedido mis señas y ella no
se las dió y le dijo que no sabía cortar. ¡Y eso de quitarle a una la parroquia
con la falta que le hace a una!...
–
En vista de lo cual, usted se dedicó a esperar a esta señora a la puerta de su
casa y a armarle tales escándalos, que, avergonzada ante la vecindad, ha tenido
que mudarse por culpa de usted, ¿verdad?
–
¡Y yo qué sé por qué se ha mudado!
–
Además, la agredió usted…
–
No, señor; no la agredí. Lo único que hice fué darla [sic] una bofetada.
Me
he defendido pésimamente; ni siquiera he sabido aprovechar la falta de
testigos; pierdo el juicio, no hay duda.
En
efecto; los señores del estrado cambian unas palabras y, por último, me oigo
condenar a diez duros de multa; y ahora ¡a firmar a Secretaría!
¡Uf!
He pasado mal rato; todo esto resulta en la realidad mucho menos divertido de
lo que pudiera parecer; ¡y pensar que la gente cree que lo difícil es salir de
la cárcel!
Pues,
¿y entrar?
Una
noche en el infierno
Para
ingresar en la cárcel he acentuado mi caracterización y la “modista modesta”
del juicio de faltas se ha convertido en una pobre mujer que lleva todo su
equipo debajo del brazo, formando un hatillo envuelto en un trozo de vieja
colcha rameada.
Sería
difícil que los porteros de la avenida de Menéndez Pelayo, 43 (la casa a cuyas
señas ha sido dirigida la citación para el juicio; la casa donde he declarado
tener alquilada una habitación; la casa, en fin, donde han de ir a “prenderme”),
reconocieran en esta infeliz, acompañada por un señor que parecería un hortera
si no fuera gordo, a la “visita” habitual de los inquilinos del entresuelo.
A
pesar de ello, por una especie de irrefrenable pudor, me las he arreglado para
que “aquello” fuera por la noche.
Mi
seudopatrona se ha apiadado de mí y delante del policía me ha entregado un duro
para que tomemos un “taxi”.
La
vuelta de este duro y unas perras que llevo anudadas en una esquina de un
pañuelo, metido en el bolsillo de mi batita de percal, constituirá toda mi
fortuna durante mi estancia en la cárcel.
Son
más de las ocho de la noche cuando franqueamos la enorme puerta del antiguo
convento que desde hace tantos años sirve de cárcel de mujeres, y entramos en
un sórdido despachito que hay a mano derecha, y donde un señor de gorra
galoneada apunta en un enorme registro mis nombres: María León García.
Con
voz perfectamente indiferente hace unas preguntas sobre mi caso, y mi
acompañante le contesta con indiferencia igual; luego, los dos hombres lían un
pitillo y cambian una breve conversación que yo – apartada y en la actitud
huraña que he adoptado – agradezco en el alma, porque retarda, siquiera sean
unos minutos, el momento que ahora se me antoja casi trágico…, pero que no tarda
en llegar; cruzamos los tres el zaguán y nos detenemos ante una nueva puerta;
timbrazo, una mirilla que se abre en el centro, unas frases cambiadas y la
puerta se abre. En el umbral aparecen tres siluetas femeninas
Instintivamente,
al entrar me vuelvo un segundo hacia los dos hombres que me han acompañado;
siento la tentación de suplicarles: “Entren conmigo; no me abandonen”, como si
los sintiera un poco “amigos” por el hecho de que pertenecen al mundo
exterior, a ese mundo en el cual todavía tengo un pie, ese mundo del cual
con medio paso me voy a alejar una distancia inconmensurable.
La
puerta de la mirilla se ha cerrado detrás de mí; estoy en poder de tres mujeres
que ni aun en este momento fatal me parecen tener un aspecto terrorífico.
Dos
de ellas visten bata grisácea, uniformada; una es gruesa y vulgar; la otra es
muy joven y muy bonita; la tercera mujer, pobremente trajeada, lleva pendiente
del talle un manojo de gruesas llaves. ¿Celadora? Pero, ¡con ese tipo!...
¿Reclusa? Pero, ¡con esas llaves!... Más tarde sabré que es lo que aquí
llamamos una “mandanta”, o sea una reclusa investida, por la confianza de “las
señoritas”, de cierta autoridad.
Una
de las “señoritas” (nunca ya las podría llamar de otra manera; aunque me las
encontrara en la calle no me atrevería a llamarlas por su nombre, ni dejarían
de inspirarme un respeto vagamente temeroso) me conduce a través de unos
pasillos estrechos y, al fin, desembocamos…
¿Cómo
defino yo ahora la estancia donde desembocamos? Si la hubiera “visto” siquiera
una vez, “visto” en “espectadora” siquiera unos minutos, me sería, sin duda,
fácil describirla con cierta exactitud .
Pero
no la he “visto”; he estado en ella, que no es lo mismo; he vivido en ella unas
horas de verdadero horror; no encuentro más punto de referencia en mi recuerdo
que la huella dolorosa que dejaron en mí las cosas y los seres que me rodearon
aquella noche; mis sensaciones están como veladas, nubladas por una cortina
grisácea; por eso, mis explicaciones han de ser necesariamente imprecisas.
Por
eso, y también, ¡claro!, porque hay muchas cosas que no debo precisar aquí…
Tengo
la sensación física de que para entrar en aquella estancia bajé dos o tres
escalones; pero mi sensación moral es la de haber bajado mucho más: una
escalera interminable, tal como pudiera ser la que condujera a abismos
profundísimos y tenebrosos.
La
habitación es enorme, muy larga; hay en ella una doble fila de catres; y hay
formas humanas que se agitan, unas echadas o sentadas, otras de pie que van y
vienen.
Del
centro del techo pende una bombilla encendida, debilísima; la atmósfera es
irrespirable; avanza hacia mí una horrible vieja, muy gorda y con la cabeza
vendada. En sus manos me entrega la “señorita” antes de marcharse. La primera
frase que oigo al entrar parte de una de las camas:
–
¡Abuela! ¡Aquí huele muy mal!
A
lo cual la vieja, que es la “mandanta” de esta sala, apodada la “Abuela”,
contesta con voz ronca:
–
Pues, ¿a qué quieres que huela, hija?, ¡a “humanidaz”!
Esta
palabra me choca en el acto como un rasgo de humor optimista:
¿Cómo
puede oler aquí a humanidad? ¿Es que aquí hay seres humanos?
De
otra cama se yergue una forma y me pregunta: “¿Pero tú vienes ahora de la
Dirección? Pues yo allí no te he visto.” “No – contesto –, no vengo de la
Dirección; vengo de mi casa.”
Tercera
voz de una tercera forma irguiéndose en una tercera cama: “¿Tienes pitillos?
Echame uno, anda.”
No,
no tengo pitillos; a mí, que acostumbro a fumar constantemente cuando trabajo,
la pregunta me parece extravagante. “Si tuviera, le daría con mucho gusto”,
murmuro.
Extremo
la cortesía y la dulzura al contestar; no tardo en darme cuenta de mi torpeza,
que es algo así como querer amansar un tigre con un ramillete de flores.
He
transcrito literalmente las primeras frases oídas “allí”, porque son las únicas
que puedo transcribir; de las otras, por fortuna, sólo recuerdo algunas
palabras sueltas que se cruzan de cama a cama entremezcladas de risotadas,
ronquidos y otros ruidos diversos.
–
Oye, a ti ¿cómo te han trincado?...
–
Yo me marché de “ca” la Asturiana…
–
Como no tenía el carnet…
–
¿Sabes quién está en “ca” la Rosa?...
–
¡A ver si calláis, que no se puede dormir!...
Ya
la “Abuela” me ha dado a elegir entre varias camas vacías. De varios puntos de
la sala me llegan proposiciones que me ofrecen el medio de “estar más
acompañada”; creo recordar que para rechazarlas con mi inalterable amabilidad
alego algo referente a que “las camas son demasiado estrechas”; también
recuerdo un agudo “sape” que provoca un recrudecimiento formidable de
risotadas, pero que de momento no comprendo. Más tarde, recapacitando, atando
cabos, me iré enterando de que mi actitud encogida, mi silencio, todo cuanto yo
creía propio para desviar la atención de mi humildísima persona, han sido otros
tantos motivos de asombro y de escándalo, hasta el extremo de que de cama a
cama ha cundido el rumor de que soy… un hombre disfrazado
He
elegido, prudentemente, una cama que deja otra vacía entre la mía y la de mi
vecina más próxima; quiero decir “mis vecinas”, pues advierto que son dos: una
mujer y su hija, una nena de unos seis o siete años, que es, según comprobaré a
la luz del día, rubia y con ojos azules; pero de la cual sólo distingo
ahora en la semioscuridad el cuerpecito blanco y frágil, desnudo, junto al de
su madre.
–
Lo que es sábanas – me dice la “Abuela” –, no las hay, ni limpias, ni sucias,
ni nada.
Casi
lo prefiero.
No
me decido a desnudarme: me quito sencillamente la bata de percal, la dejo en el
suelo sobre mi hatillo y me echo sobre el jergón, me coloco la colcha sobre los
pies y… veo sobre la almohada un punto oscuro que se mueve. ¿Uno? Y otro, y
otro, y otro…
Tiro
la almohada al suelo, pero sobre el jergón aparecen otros puntos…; con leves
capirotazos los voy arrojando al suelo. ¡Ay!, el ejército está tan bien
organizado que sus filas no disminuyen nunca.
Ya
esta preocupación domina todas las demás; las palabrotas, las risas, las
imágenes obscenas apenas me llegan confusamente:
–
Oye, pequeña –le grita a la nena la huéspeda de “la Rosa” –; vente a hacerme
una visita, rica.
La
madre se resiste un poco a prestar su hija: “Oye, tú, a ver si…”, como
suelen hacer todas las mamás cuando alguien invita a sus hijos a merendar “No
me los atraque usted de golosinas…”.
Pero
la otra protesta: “¡Amos, anda! Mira tú que yo…”
Dócil,
la nena se baja de la cama y se va corriendo a la de enfrente. Pero al cabo de
breves instantes, como tiene mucho sueño, se vuelve a dormir con su madre.
Yo,
en cambio, sólo tengo una idea fija. No dormirme, no entregarme, en la
indefensión del sueño, a todos los peligros que me rodean, que me acechan: las
risas, las palabras, los ruidos diversos, los olores, las chinches, las burlas,
la cabeza vendada de la “Abuela”…
Poco
a poco se va haciendo algo de silencio; de vez en cuando una sombra cruza la
vasta sala, va a abrir una puertecita, desaparece un momento, vuelve a su cama…
Y a
pesar de mi lucha constante con los puntos oscuros y movedizos, me va venciendo
el sueño; deben de ser las dos o las tres de la madrugada cuando cierro los
ojos, en los que me llevo la visión de un cuerpecito blanco y frágil, de una
criaturita rubia que todo lo ve, todo lo oye, todo lo sabe, todo lo comprende.
Pero
¿es “esto” la cárcel? ¿Es “así” como voy a tener que vivir durante varios días?
¿Como “ésta” habré de pasar otras noches?
Magda
Donato
Ahora, 2 de julio de 1933
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