Mi
tercera visita a Moscú. Mi tercera despedida. Esta vez, más que nunca, me
siento como si fuera un viajero que se marchara sin irse, que pudiera verse a
sí mismo de camino y a la vez quedándose entre vosotros. Me vuelvo a España, a
Madrid. En 1934, cuando vine como delegado al Congreso de escritores
soviéticos, embarqué en Odessa. Era el mes de octubre. Embarcaba entonces hacia
la España de la revolución de Asturias; luego, la de Gil Robles y la represión
más violenta. En 1937, ahora, salgo de Leningrado hacia la misma España que
dejé hace dos meses: la heroica de la guerra civil, de los defensores de
Madrid, de los más bravos antifascistas del mundo. Siempre que vine a la Unión
Soviética encontré algo de mi país entre vosotros. Esta última vez, desde que
atravesé la frontera, me encontré con él por entero. Desde Belosostrov, el
nombre de España empezó a llenarme los oídos, a hacerme la respiración más
profunda.
Los
camaradas Apletin, Kelyin y Mirzov, que fueron de Moscú a Leningrado para
recibirme, eran la primera muestra de esa España que luego había de hallar en
todos los corazones soviéticos. ¿Cuál es mi visión de Moscú, de este Moscú de
mi tercera visita? Como en las fotografías superpuestas, no lo puedo mirar sin
ver que España se me transparenta debajo. ¿Qué veo? Siempre el mapa de mi país
en todas partes. La casa más inesperada me recibe abriéndomelo sobre sus muros,
marcados con exactitud sobre su bella forma (de abierta piel de toro, hoy
martirizada, todos los frentes de combate, seguidos con emocionada atención).
Su presencia ya no ha de abandonarme nunca durante mi estancia. He de verlo
continuamente ante mí, de manera real, o he de seguirlo en el recuerdo a través
de las conversaciones, de los mítines, de los discursos, de las
reprepresentaciones de teatro. Antes, los otros años, cuando visitaba, por
ejemplo, una fábrica, el principal interés de los obreros era el de demostrarme
el aumento de la producción, la mejora de la calidad de los productos, etc.
Ahora, esta vez...
Nos
invitaron una tarde, a mi compañera y a mí, los trabajadores de la fábrica
Thaelmann, de encajes. En el salón de actos, la camarada Kaganovich, con motivo
del día de la mujer, leía un detallado informe a un extenso auditorio,
compuesto en su mayoría de trabajadoras. En primera fila, las más viejas
obreras de la fábrica vestían los antiguos trajes populares.
Cuando
aparecimos, estalló una inmensa ovación, coronada de vivas a España, de
calurosas manifestaciones de simpatía y amor hacia nuestra lucha y sus héroes.
Tocando una trompeta plateada, aparecieron formados los pioneros. Después de
saludarnos, se destacaron dos, subiendo a la tribuna. La ceremonia fue
sencilla, llena de ingenuidad y gracia. Empinándose y alzando los brazos,
mientras nosotros curvábamos el cuerpo, nos rodearon el cuello con la roja
corbata que les distingue, anudada por un pequeño broche plateado, haciéndonos
el honor de nombrarnos pioneros, rejuveneciéndonos con esto hasta la más
primera adolescencia. Las viejas trabajadoras, con una agilidad imprevista,
cimbreándose y cantando a la vez, bailaron al son de una antigua melodía que
recordaba los villancicos españoles. Los saludos, los discursos, las más
pequeñas intervenciones, todos los aplausos fueron para España. Aquel Moscú,
aquellos ciudadanos soviéticos que tenía ante mis ojos se exaltaban por mi
país, me llevaban a él, dejándomelo clavado ya toda la noche en la memoria. Y
así, por todos los sitios, esa misma sensación de España transparentándose a
través de Moscú, fundiéndose en un solo entusiasmo, en una sola cosa.
–
No te vayas, quédate con nosotros --me suplicaron los niños de ya no sé qué
escuela.
–
María Teresa, ven al Asia Central --le dijo en el Mostorg a mi compañera,
reconociéndola de pronto, un soldado rojo.
¿Qué
veo? ¿Cuál es mi Moscú de 1937? Ticiano Tabizde, el gran poeta georgiano, me
ofrece en una reunión de escritores un precioso album de poesías dedicadas a la
guerra de España por los poetas de su país, cuya escritura y columnas de versos
recuerdan la Alhambra de Granada. El Instituto del Petróleo nos entrega una
carta, llena de fe en la victoria, dirigida a 'Pasionaria', al camarada Largo
Caballero, al general Miaja y José Díaz. Los ferroviarios, los alumnos de una
escuela de aviación, los ingenieros del Ejército Rojo, los redactores de
Izvestia, los actores, los directores y el público de los cines y teatros, todo
el mundo se pone de pie y nos aclama como homenaje al esfuerzo heroico,
sobrehumano de los defensores de Madrid, de la valiente España popular y
republicana que se bate contra las naciones más potentes y reaccionarias de
Europa. Y, al final, como corona de toda esta devoción y cariño, el camarada
Stalin, durante dos horas de charla familiar con nosotros, resumiendo el claro
sentimiento de su pueblo hacia el nuestro; demostrándonos el conocimiento
profundo de los más difíciles problemas planteados actualmente en nuestro país;
sencillo, paternal, entusiasta de nuestra juventud, interesado por los
campesinos, intelectuales y jefes de nuestro ejército popular; el camarada
Stalin, digo, corona nuestra estancia en Moscú, dejándonos de la Unión
Soviética, como recuerdo, las dos horas más agudas de emoción por España.
¿Qué
queréis, camaradas y amigos? Mi Moscú de este año es el de la fraternidad y el
entusiasmo por mi patria. Parece como si nuestro mapa se hubiese prolongado
hasta el vuestro y mis pies siguieran pisando su propia tierra. He visto las
nuevas construcciones de vuestra capital, la aparición de nuevos cafés,
tiendas, almacenes. También he recorrido el Metro. Moscú se ensancha, crece, se
perfecciona. Estáis alegres. Vivís cada vez mejor. Llega la primavera... Pero,
cuando regrese a Madrid, permitidme que diga a sus defensores, a todos mis
compañeros, que el Moscú de 1937, el mío, el que yo he visto y sentido, es el
que, emocionado y con un solo pensamiento, abre todas las mañanas los
periódicos para leer las crónicas de Kolzov o Ehrenburg y los telegramas
venidos de allá lejos: de los frentes heroicos de la Libertad.
Rafael
Alberti
Moscú,
22 de marzo de 1937
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