Señores diputados: siento mucho
no tener más remedio que hacer un discurso doctrinal, de aquellos precisamente
que el señor Companys, en las primeras palabras que pronunció el otro día, se
apresuraba a querer extirpar de esta discusión. Según el señor Companys, a la
hora del debate constitucional se hicieron cuantos discursos doctrinales eran
menester sobre el problema catalán y sobre su Estatuto, y se hicieron –añadía-
porque los parlamentarios catalanes habían tenido buen cuidado de dibujar, de
prefijar en el texto constitucional cuantos temas afectan al presente Estatuto.
Y yo no pongo en duda que esta intervención de los parlamentarios catalanes
fuese un gambito de ajedrez bastante ingenioso, pero no tanto que quedemos para
siempre aprisionados dentro de él, hasta el punto de que no podamos hacer hoy,
con alguna razón, con buen fundamento, sobre el problema catalán, sobre este
enjundioso problema, algún discurso doctrinal.
Porque acontece que el debate constitucional en su realidad no
coincide, ni mucho menos, con el recuerdo que ha dejado en la memoria del señor
Companys. Tan no coincide, que ni yo, ni creo que ningún otro señor diputado
recordará, antes de la intervención del señor Maura, ningún discurso en el cual
se tratase a fondo y de frente el problema de las aspiraciones de Cataluña. Se
ha hablado ciertamente, en general, de unitarismo y federalismo, de centralismo
y autonomía, de las lenguas regionales; pero sobre el problema catalán, sobre
lo que se llama el problema catalán, estoy por decir que yo no he oído un solo
discurso, ni siquiera una parte orgánica de un discurso, como no
consideremos tales las constantes salidas expectorativas a que nos tiene acostumbrados
la bellida barba de don Antonio Royo Villanova. Se han hecho discursos sobre el
pacto de San Sebastián, que es un tema que no tolera ni mucha doctrina ni muy
buena, y que, por otra parte, no pretenderá resumir un problema viejo de
demasiados siglos. Por tanto, yo ruego al señor Companys que no vea en esta
justificación mía, a que él mismo me ha obligado, que no vea en ella enojo para
él ni para sus compañeros; es exactamente la respuesta adecuada a la intención
con que, como al desgaire y casi de pasada, obturaba el paso a intervenciones
que presumía irremediablemente doctrinales, como la mía. Porque piensen el
señor Companys y los demás señores diputados qué pueden ser mis discursos, si
no son doctrinales, representando yo una fuerza política cuantitativamente
imperceptible y siendo, por mi persona, hombre de escasísimo arranque. Yo no
puedo ofrecer otra cosa a la vida pública de mi país que la moneda
divisionaria, menos aún, la calderilla de unas cuantas reflexiones sobre los
problemas en ella planteados. Nadie puede pedirme que dé más de lo que tengo;
pero nadie tampoco puede estorbarme que contribuya con lo que poseo. Porque la
República necesita de todas las colaboraciones, las mayores y las ínfimas,
porque necesita – queráis o no- hacer las cosas bien, y para eso todos somos
pocos.
Sobre todo en estos dos enormes asuntos que ahora tenemos delante,
la reforma agraria y el Estatuto catalán, es preciso que el Parlamento se
resuelva a salir de sí mismo, de ese fatal ensimismamiento en que ha solido
vivir hasta ahora, y que ha sido causa de que una gran parte de la opinión le
haya retirado la fe y le escatime la esperanza. Es preciso ir a hacer las cosas
bien, a reunir todos los esfuerzos. El político necesita de una imaginación
peculiar, el don de representarse en todo instante y con gran exactitud cuál es
el estado de las fuerzas que integran la total opinión y percibir con precisión
cuál es su resultante, huyendo de confundirla con la opinión de los próximos,
de los amigos, de los afines, que, por muchos que sean, son siempre muy pocos
en la nación. Sin esa imaginación, sin ese don peculiar, el político está
perdido.
Ahí tenemos ahora España, tensa y fija su atención en nosotros. No
nos hagamos ilusiones: fija su atención, no fijo su entusiasmo. Por lo mismo,
es urgente que este Parlamento aproveche estas dos magnas cuestiones para hacer
las cosas ejemplarmente bien, para regenerarse en sí mismo y ante la opinión.
Quién no os lo diga así, no es leal. (Muy bien.)
Y en medio de esta situación de ánimo, vibrando España entera
alrededor, encontramos aquí, en el hemiciclo, el problema catalán. Entremos en
él sin más y comencemos por lo más inmediato, por lo primero de él con que nos
encontramos. Y ¿qué es lo más inmediato, concreto y primero con que topamos del
problema catalán? Se dirá que si queremos evitar vaguedades, lo más inmediato y
concreto con que nos encontramos del problema catalán es ese proyecto de
Estatuto que la Comisión nos presenta y alarga; y de él, el artículo 1.º del
primer título. Yo siento discrepar de los que piensan así, que piensan así por
no haber caído en la cuenta de que antes de ese primer artículo del primer
título hay otra cosa, para mí la más grave de todas, con la que nos
encontramos. Esa primera cosa es el propósito, la intención con que nos ha sido
presentado este Estatuto, no sólo por parte de los catalanes, sino de otros
grupos de los que integran las fuerzas republicanas. A todos os es bien
conocido cuál es ese propósito. Lo habéis oído una y otra vez, con persistente
reiteración, desde el advenimiento de la República. Se nos ha dicho: «Hay que
resolver el problema catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de
raíz. La República fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la
monarquía no acertó a solventar.»
Yo he oído esto muchas veces y otras tantas me he callado, porque
a las palabras habían precedido los actos y por muchas otras razones. Aunque me
gusta grandemente la conversación, no creo ser hombre pronto ni largo en
palabras. A defecto de mejores virtudes, sé callar largamente y resistir a las
incitaciones que obligan a los hombres, que les fuerzan para que hablen a
destiempo. Pero ha llegado el minuto preciso en que hay que quebrar ese
silencio y responder a lo tantas veces escuchado, que si se trata no más que de
una manera de decir, de un mero juego enunciativo, esas expresiones me parecen
pura exageración y, por tanto, peligrosas; pero si, como todos presumimos, no
se trata de una figura de dicción, de una eutrapelia, que sería francamente
intolerable en asunto y sazón tan grave, si se trata en serio de presentar con
este Estatuto el problema catalán para que sea resuelto de una vez para
siempre, de presentarlo al Parlamento y a través de él al país, adscribiendo a
ello los destinos del régimen, ¡ah!, entonces yo no puedo seguir adelante, sino
que, frente a este punto previo, frente a este modo de planteamiento radical
del problema, yo hinco bien los talones en tierra, y digo: ¡alto!, de la manera
más enérgica y más taxativa. Tengo que negarme rotundamente a seguir sin hacer
antes una protesta de que se presente en esta forma radical el problema
catalán a nuestra Cataluña y a nuestra España, porque estoy convencido de que
es ello, por unos y por otros, una ejemplar inconsciencia. ¿Qué es eso de
proponernos conminativamente que resolvamos de una vez para siempre y de raíz
un problema, sin para en las mientes de si ese problema, él por sí mismo, es
soluble, soluble en esa forma radical y fulminante? ¿Qué diríamos de quien nos
obligase sin remisión a resolver de golpe el problema de la cuadratura del
círculo? Sencillamente diríamos que, con otras palabras, nos había invitado al
suicidio.
Pues bien, señores; yo sostengo que el problema catalán, como
todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un
problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir
esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos
que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que
conllevarse con los demás españoles.
Yo quisiera, señores catalanes, que me escuchaseis con plena
holgura de ánimo, con toda comodidad interior, sin ese soliviantamiento de la
atención que os impediría fijarla en lo que vayáis oyendo, porque temierais
que, al revolver la esquina de cualquiera de mis párrafos, tropezaseis con
algún concepto, palabra o alusión enojoso para vosotros y para vuestra causa.
No; yo os garantizo que no habrá nada de eso, lo garantizo en la medida que es
posible, cuando se tienen todavía por delante algunos cuartos de hora de
navegación oratoria. Nadie presuma, pues, que yo voy a envenenar la cuestión.
No; todo lo contrario; pero pienso que, sólo partiendo de reconocerla en su
pura autenticidad, se le puede propinar y a ello aspiro, un eficaz
contraveneno. Vamos a ello, señores
Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede
resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido
siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras
España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo
se puede conllevar.
¿Por qué? En rigor, no debía hacer falta que yo apuntase la
respuesta, porque debía ésta hallarse en todas las mentes medianamente
cultivadas. Cualquiera diría que se trata de un problema único en el mundo, que
anda buscando, sin hallarla, su pareja en la Historia, cuando es más bien un
fenómeno cuya estructura fundamental es archiconocida, porque se ha dado y se
da con abundantísima frecuencia sobre el área histórica. Es tan conocido y
tan frecuente, que desde hace muchos años tiene inclusive un nombre técnico: el
problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo
particularista. No temáis, señores de Cataluña, que en esta palabra haya nada
enojoso para vosotros, aunque hay, y no poco, doloroso para todos.
¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de
dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que
se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir
aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo
contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad
histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos
otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de
quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos
dentro de sí mismos.
Y no se diga que es, en pequeño, un sentimiento igual al que
inspira los grandes nacionalismos, los de las grandes naciones; no; es un
sentimiento de signo contrario. Sería completamente falso afirmar que los
españoles hemos vivido animados por el afán positivo de no querer ser
franceses, de no querer ser ingleses. No; no existía en nosotros ese
sentimiento negativo, precisamente porque estábamos poseídos por el formidable
afán de ser españoles, de formar una gran nación y disolvernos en ella. Por
eso, de la pluralidad de pueblos dispersos que había en la Península, se ha
formado esta España compacta.
En cambio, el pueblo particularista parte, desde luego, de un
sentimiento defensivo, de una extraña y terrible hiperestesia frente a todo
contacto y toda fusión; es un anhelo de vivir aparte. Por eso el nacionalismo
particularista podría llamarse, más expresivamente, apartismo o, en buen
castellano, señerismo.
Pero claro está que esto no puede ser. A un lado y otro de ese
pueblo infusible se van formando las grandes concentraciones; quiera o no,
comprende que no tiene más remedio que sumirse en alguna de ellas: Francia,
España, Italia. Y así ese pueblo queda en su ruta apresado por la atracción
histórica de alguna de estas concentraciones, como, según la actual astronomía,
la Luna no es un pedazo de Tierra que se escapó al cielo, sino al revés, un
cuerpo solitario que transcurría arisco por los espacios y al acercarse a la
esfera de atracción de nuestro planeta fue capturado por éste y gira desde
entonces en su torno acercándose cada vez más a él, hasta que un buen día
acabe por caer en el regazo cálido de la Tierra y abrazarse con ella.
Pues bien; en el pueblo particularista, como veis, se dan,
perpetuamente en disociación, estas dos tendencias: una, sentimental, que le
impulsa a vivir aparte; otra, en parte también sentimental, pero, sobre todo,
de razón, de hábito, que le fuerza a convivir con los otros en unidad nacional.
De aquí que, según los tiempos, predomine la una o la otra tendencia y que
vengan etapas en las cuales, a veces durante generaciones, parece que ese
impulso de secesión se ha evaporado y el pueblo éste se muestra unido, como el
que más, dentro de la gran Nación. Pero no; aquel instinto de apartarse
continúa somormujo, soterráneo, y más tarde, cuando menos se espera, como el
Guadiana, vuelve a presentarse su afán de exclusión y de huida
Este, señores, es el caso doloroso de Cataluña; es algo de que
nadie es responsable; es el carácter mismo de ese pueblo; es su terrible
destino, que arrastra angustioso a lo largo de toda su historia. Por eso la
historia de pueblos como Cataluña e Irlanda es un quejido casi incesante;
porque la evolución universal, salvo breves períodos de dispersión, consiste en
un gigantesco movimiento e impulso hacia unificaciones cada vez mayores. De
aquí que ese pueblo que quiere ser precisamente lo que no puede ser, pequeña
isla de humanidad arisca, reclusa en sí misma; ese pueblo que está aquejado por
tan terrible destino, claro es que vive, casi siempre, preocupado y como obseso
por el problema de su soberanía, es decir, de quien le manda o con quien manda
él conjuntamente. Y así, por cualquier fecha que cortemos la historia de los
catalanes encontraremos a éstos, con gran probabilidad, enzarzados con alguien,
y si no consigo mismos, enzarzados sobre cuestiones de soberanía, sea cual sea
la forma que de la idea de soberanía se tenga en aquella época: sea el poder
que se atribuye a una persona a la cual se llama soberano, como en la Edad
Media y en el siglo XVII, o sea, como en nuestro tiempo, la soberanía popular.
Pasan los climas históricos, se suceden las civilizaciones y ese sentimiento
dilacerante, doloroso, permanece idéntico en lo esencial. Comprenderéis que un
pueblo que es problema para sí mismo tiene que ser, a veces, fatigoso para los
demás y, así, no es extraño que si nos asomamos por cualquier trozo a la
historia de Cataluña asistiremos, tal vez, a escenas sorprendentes, como
aquella acontecida a mediados del siglo XV: representantes de Cataluña vagan
como espectros por las Cortes de España y de Europa buscando algún rey que
quiera ser su soberano; pero ninguno de estos reyes acepta alegremente la
oferta, porque saben muy bien lo difícil que es la soberanía en Cataluña.
Comprenderéis, pues, que si esto ha sido un siglo y otro y siempre, se trata de
una realidad profunda, dolorosa y respetable; y cuando oigáis que el problema
catalán es un su raíz, en su raíz –conste esta repetición mía-, cuando oigáis
que el problema catalán es un su raíz ficticio, pensad que eso sí que es una
ficción.
¡Señores catalanes: no me imputaréis que he empequeñecido vuestro
problema y que lo ha planteado con insuficiente lealtad!
Pero ahora, señores, es ineludible que precisemos un poco. Afirmar
que hay en Cataluña una tendencia sentimental a vivir aparte, ¿qué quiere
decir, traducido prácticamente al orden concretísimo de la política? ¿Quiere
decir, por lo pronto, que todos los catalanes sientan esa tendencia? De ninguna
manera. Muchos catalanes sienten y han sentido siempre la tendencia opuesta; de
aquí esa disociación perdurable de la vida catalana a que yo antes me refería.
Muchos, muchos catalanes quieren vivir con España. Pero no creáis por esto,
señores de Cataluña, que voy a extraer de ello consecuencia ninguna; lo he
dicho porque es la pura verdad, porque, en consecuencia, conviene hacerlo
constar y porque, claro está, habrá que atenderlo. Pero los que ahora me
interesan más son los otros, todos esos otros catalanes que son sinceramente
catalanistas, que, en efecto, sienten ese vago anhelo de que Cataluña sea
Cataluña. Mas no confundamos las cosas; no confundamos ese sentimiento, que
como tal es vago y de una intensidad variadísima, con una precisa voluntad política.
¡Ah, no! Yo estoy ahora haciendo un gran esfuerzo por ajustarme con denodada
veracidad a la realidad misma, y conviene que los señores de Cataluña que me
escuchan, me acompañen en este esfuerzo. No, muchos catalanistas no quieren
vivir aparte de España, es decir, que, aun sitiéndose muy catalanes, no aceptan
la política nacionalista, ni siquiera el Estatuto, que acaso han votado. Porque
esto es lo lamentable de los nacionalismos; ellos son un sentimiento, pero
siempre hay alguien que se encarga de traducir ese sentimiento en concretísimas
fórmulas políticas: las que a ellos, a un grupo exaltado, les parecen mejores.
Los demás coinciden con ellos, por lo menos parcialmente, en el sentimiento,
pero no coinciden en las fórmulas políticas; lo que pasa es que no se atreven a
decirlo, que no osan manifestar su discrepancia, porque no hay nada más fácil,
faltando, claro está a la veracidad, que esos exacerbados les tachen entonces
de anticatalanes. Es el eterno y conocido mecanismo en el que con increíble ingenuidad
han caído los que aceptaron que fuese presentado este Estatuto. ¿Qué van a
hacer los que discrepan? Son arrollados; pero sabemos perfectamente de muchos,
muchos catalanes catalanistas, que en su intimidad hoy no quieren esa política
concreta que les ha sido impuesta por una minoría. Y al decir esto creo que
sigo ajustándome estrictamente a la verdad. (Muy bien, muy bien.)
Pero una vez hechas estas distinciones, que eran de importancia,
reconozcamos que hay de sobra catalanes que, en efecto, quieren vivir aparte de
España. Ellos son los que nos presentan el problema; ellos constituyen el
llamado problema catalán, del cual yo he dicho que no se puede resolver, que
sólo se puede conllevar. Y ello es bien evidente; porque frente a ese
sentimiento de una Cataluña que no se siente española, existe el otro
sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña como un
ingrediente y trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica, de esa
radical comunidad de destino, de esfuerzos, de penas, de ilusiones, de
intereses, de esplendor y de miseria, a la cual tienen puesta todos esos
españoles inexorablemente su emoción y su voluntad. Si el sentimiento de los
unos es respetable, no lo es menos el de los otros, y como son dos tendencias
perfectamente antagónicas, no comprendo que nadie, en sus cabales, logre creer
que problema de tal condición puede ser resuelto de una vez para siempre.
Pretenderlo sería la mayor insensatez, sería llevarlo al extremo del paroxismo,
sería como multiplicarlo por su propia cifra; sería, en suma, hacerlo más
insoluble que nunca.
Supongamos, si no, lo extremo -lo que por cierto estarían
dispuestos a hacer, sin más, algunos republicanos de tiro rápido (que los hay,
y de una celeridad que les promete el campeonato en cualquiera carrera a pie)-;
supongamos lo extremo: que se concediera, que se otorgase a Cataluña absoluta,
íntegramente, cuanto los más exacerbados postulan. ¿Habríamos resuelto el
problema? En manera alguna; habríamos dejado entonces plenamente satisfecha a Cataluña,
pero ipso facto habríamos dejado plenamente, mortalmente insatisfecho al resto
del país. El problema renacería de sí mismo, con signo inverso, pero con una
cuantía, con una violencia incalculablemente mayor; con una extensión y un
impulso tales, que probablemente acabaría (¡quién sabe!) llevándose por delante
el régimen. Que es muy peligroso, muy delicado hurgar en esta secreta, profunda
raíz, más allá de los conceptos y más allá de los derechos, de la cual viven
esta plantas que son los pueblos. ¡Tengamos cuidado al tocar en ella!
Yo creo, pues, que debemos renunciar a la pretensión de curar
radicalmente lo incurable. Recuerdo que un poeta romántico decía con sustancial
paradoja: «Cuando alguien es una pura herida, curarle es matarle.» Pues esto
acontece con el problema catalán.
En cambio, es bien posible conllevarlo. Llevamos muchos siglos
juntos los unos con los otros, dolidamente, no lo discuto; pero eso, el
conllevarnos dolidamente, es común destino, y quien no es pueril ni frívolo,
lejos de fingir una inútil indocilidad ante el destino, lo que prefiere es
aceptarlo.
Después de todo, no es cosa tan triste eso de conllevar. ¿Es que
en la vida individual hay algún problema verdaderamente importante que se
resuelva? La vida es esencialmente eso: lo que hay que conllevar, y, sin
embargo, sobre la gleba dolorosa que suele ser la vida, brotan y florecen no
pocas alegrías.
Este problema catalán y este dolor común a los unos y a los otros
es un factor continuo de la Historia de España, que aparece en todas sus
etapas, tomando en cada una el cariz correspondiente. Lo único serio que unos y
otros podemos intentar es arrastrarlo noblemente por nuestra Historia; es
conllevarlo, dándole en cada instante la mejor solución relativa posible;
conllevarlo, en suma, como lo han conllevado y lo conllevan las naciones en que
han existido nacionalismos particularistas, las cuales (y me importa mucho
hacer constar esto para que quede nuestro asunto estimado en su justa medida),
las cuales naciones aquejadas por este mal son en Europa hoy aproximadamente
todas, todas menos Francia. Lo cual indica que lo que en nosotros juzgamos
terrible, extrema anomalía, es en todas partes lo normal. Pues en este punto
quien representa la efectiva, aunque afortunada anormalidad, es Francia
con su extraño centralismo; todos los demás están acongojados del mismo
problema, y todos los demás hacen lo que yo os propongo: conllevarlo.
Con esto, señores, he intentado demostrar que urge corregir por
completo el modo como se ha planteado el problema, y, sin ambages ni
eufemismos, invertir los términos: en vez de pretender resolverlo de una vez
para siempre, vamos a reducirlo, unos y otros, a términos de posibilidad,
buscando lealmente una solución relativa, un modo más cómodo de conllevarlo:
demos, señores, comienzo serio a esta solución.
¿Cuál puede se ella? Evidentemente tendrá que consistir en restar
del problema total aquella porción de él que es insoluble, y venir a
concordia en lo demás. Lo insoluble es cuanto significa amenaza, intención
de amenaza, para disociar por la raíz la convivencia entra Cataluña y el resto
de España, Y la raíz de convivencia en pueblos como los nuestros es la unidad
de soberanía.
Recuerdo que hubo un momento de extremo peligro en la discusión
constitucional, en que se estuvo a punto, por superficiales consideraciones de
la más abstrusa y trivial ideología, con un perfecto desconocimiento de lo que
siente y quiere, salvo breves grupos, nuestro pueblo, sobre todo, de lo que
siente y quiere la nueva generación, se estuvo a punto, digo, nada menos que de
decretar, sin más, la Constitución federal de España. Entonces, aterrado, en
una madrugada lívida, hablé ante la Cámara de soberanía, porque me acongojaba
desde el advenimiento de la República la imprecisión, tal vez el
desconocimiento, con que se empleaban todos estos vocablos: soberanía,
federalismo, autonomía, y se confundían unas cosas con otras, siendo todas
ellas muy graves. Naturalmente, no he de repetir ahora lo que entonces dije; me
limitaré a precisar lo que es urgente para la cuestión.
Decía yo que soberanía es la facultad de las últimas decisiones,
el poder que crea y anula todos los otros poderes, cualesquiera sean ellos,
soberanía, pues significa la voluntad última de una colectividad. Convivir en
soberanía implica la voluntad radical y sin reservas de formar una comunidad de
destino histórico, la inquebrantable resolución de decidir juntos en última
instancia todo lo que se decida. Y si hay algunos en Cataluña, o hay muchos,
que quiere desjuntarse de España, que quieren escindir la soberanía, que
pretenden desgarrar esa raíz de nuestro añejo convivir, es mucho más numeroso el
bloque de los españoles resueltos a continuar reunidos con los catalanes en
todas las horas sagradas de esencial decisión. Por eso es absolutamente
necesario que quede deslindado de este proyecto de Estatuto todo cuanto
signifique, cuanto pueda parecer amenaza de la soberanía unida, o que deje
infectada su raíz. Por este camino iríamos derechos y rápidos a una catástrofe
nacional.
Yo recuerdo que una de las pocas veces que en mis discursos
anteriores aludí al tema catalán fue para decir a los representantes de esta
región: «No nos presentéis vuestro afán en términos de soberanía, porque
entonces no nos entenderemos. Presentadlo, planteadlo en términos de
autonomía.» Y conste que autonomía significa, en la terminología
juridicopolítica, la cesión de poderes; en principio no importa cuáles ni
cuántos, con tal que quede sentado de la manera más clara e inequívoca que
ninguno de esos poderes es espontáneo, nacido de sí mismo, que es, en suma,
soberano, sino que el Estado lo otorga y el Estado lo retrae y a él reviene.
Esto es autonomía. Y en ese plano, reducido así el problema, podemos
entendernos muy bien, y entendernos –me importa subrayar esto- progresivamente,
porque esto es lo que más conviene hallar: una solución relativa y además
progresiva
Desde hace muchos años, con la escasez de mis fuerzas solitarias,
venía yo preparando este tipo de solución, tomando el enorme problema como hay
que tomar todos en política, sistemáticamente, articulándolos unos con otros, a
fin de que coadyuven a su conjunta superación.
Prescindiendo provisionalmente del problema catalán, yo analizaba
la situación en que estaba mi país y encontraba en él un morbo básico, sin
curar el cual no soñéis que España pueda llegar a ser nunca una nación
vigorosa. Este morbo consistía, consiste, en la inercia de vida pública y, por
tanto, política, económica, intelectual, en que viven los hombres provinciales.
España es, en su casi totalidad, provincia, aldea, terruño. Mientras no
movilicemos esa enorme masa de españoles en vitalidad pública, no conseguiremos
jamás hacer una nación actual. ¿Y qué medios hay para eso? No se me puede
ocurrir sino uno: obligar a esos provinciales a que afronten por sí mismos sus
inmediatos y propios problemas; es decir, imponerles la autonomía comarcana o
regional.
Y sería desconocer por completo la realidad de este morbo que se
trata de curar (una realidad que es la específica de España, la única que no se
puede copiar de ningún programa político extranjero, sino que hay que
descubrirla con la propia intuición y con el propio pensamiento); sería
ignorar, digo, la realidad que se trata de corregir, esperar que la provincia
anhele y pida autonomía. Desde el punto de vista de los altos intereses
históricos españoles, que eran los que a mí me inspiraban, si una región de las
normales pide autonomía, ya no me interesaría otorgársela, porque pedirla es ya
demostrar que espontáneamente se ha sacudido la inercia, y, en mi idea, la
autonomía, el régimen, la pedagogía política autonómica no es un premio, sino,
al revés, uno de esos acicates, de esos aguijones, que la alta política obliga
por veces a hincar bien en el ijar de los pueblos cansinos. Así concebía yo la
autonomía.
Y una vez que imaginaba a España organizada en nerviosas
autonomías regionales, entonces me volvía al problema catalán y me
preguntaba: «¿De qué me sirve esta solución que creo haber hallado a la
enfermedad más grave nacional (que es, por tanto, una solución nacional), para
resolver el problema de Cataluña?» Y hallaba que, sin premeditarlo, habíamos creado
el alvéolo para alojar el problema catalán. Porque, no lo dudéis, si a estas
horas todas las regiones estuvieran implantando su autonomía, habrían aprendido
lo que ésta es y no sentirían esa inquietud, ese recelo, al ver que le era
concedida en términos estrictos a Cataluña. Habríamos, pues, reducido el enojo
apasionado que hoy hay contra ella en el resto del país y lo habríamos puesto
en su justa medida. Por otra parte, Cataluña habría recibido parcial
satisfacción, porque quedaría solo, claro está, el resto irreductible de su
nacionalismo. Pero ¿cómo quedaría? Aislado; por decirlo así, químicamente puro,
sin, sin poder alimentarse de motivos en los cuales la queja tiene razón.
Esto venía yo predicando desde hace veinte años, pero no sé lo que
pasa con mi voz, que, aunque no pocas veces se me ha oído, casi nunca se me ha
escuchado; se me ha hecho homenaje, que agradezco, aunque no necesito, dado el
humilde cariz de mi vida, pero no se me ha hecho caso. Y así ha acontecido que
lo que yo pretendía evitar es hoy un hecho, y como os decía en discurso
anterior, se hallan frente a frente la España arisca y la España dócil.
(Rumores.)
Aunque en peores condiciones, es de todos modos necesario e
ineludible intentar esta solución autonómica. La autonomía es el puente tendido
entre los dos acantilados, y ahora lo que importa es determinar cuál debe ser
concretamente la figura de autonomía que hoy podemos otorgar a Cataluña. Con
ello desemboco en la tercera y última parte de mi discurso (el auditorio
respira animoso cuando oye que el orador anuncia que en su discurso comienza la
vertiente de descenso); pero esta vez esa tercera parte ha de ser, creo que
breve, aunque en definitiva, la decisiva, porque será aquella en la cual un
grupo de hombres, el que forma nuestra minoría, exprese lo que ahora es urgente
que todos expongan: cuál es su opinión concreta, taxativa, sobre lo que va a
constituir el Estatuto de Cataluña. Pues es problema tan hondo, de tan largas
consecuencias, que es preciso que todos los grupos de la Cámara, como les pedía
el señor Maura en su discurso del viernes pasado, digan lo que opinan
concretamente sobre ello antes de comenzar la discusión del articulado. Parece
que hay algún vago derecho a solicitarlo así. Todos los grupos de la Cámara,
sobre todo los grandes partidos, y más aún el mayor de los grandes partidos,
que es el partido socialista, deben exponer su opinión. El partido
socialista tiene el gran deber en esta hora de hablar a tiempo, con toda
altitud y precisión, por dos razones; la primera, ésta: el partido socialista
fue en tiempos de la monarquía un magnífico movimiento de opinión que vivía
extramuros del Gobierno; doctrinalmente no revolucionario, era de hecho
semirrevolucionario por su escasa compatibilidad con aquel régimen; pero desde
el advenimiento de la República, el partido socialista es un partido
gubernamental, y esté o no esté en el banco azul, un partido gubernamental es
cogobernante, porque se halla siempre en potencia próxima de ponerse a
gobernar. Es, pues, preciso que este partido, que es un partido de clase, al
hacerse partido de gobierno, nos vaya enterando de cómo logra articular su
interés de partido de clase con el complejo y orgánico interés nacional, porque
gobernar, sólo puede un partido por su dimensión de nacional; lo otro, es una
dictadura. Pero la otra razón, que obliga al partido socialista a declararse
bien ante la opinión, es que estamos ahora discutiendo, junto a esta reforma de
la organización catalana que nos trae el Estatuto, otra reforma, germinada con
ella o como melliza, que es la reforma agraria, de interés muy especialmente
socialista, aunque yo creo que, además, es de interés nacional. Es menester que
en esta combinación de los dos temas llegue el partido socialista a igual
claridad con respecto al uno y con respecto al otro; es ésta una diafanidad a
que el partido socialista español, por su propia historia, nos suele tener
acostumbrados, pero que mucho más tiene que hacer ahora plenamente
transparente, plenamente clara y plenamente prometedora.
Pues bien; voy ahora a decir rápidamente, no lo que, en cada una
de las líneas del proyecto de esa Comisión, ha puesto, contrapuesto o subrayado
nuestro grupo, en largas reuniones de meditación sobre el tema; pero sí voy a
designar cuáles son las normas concretísimas que nos ha inspirado ésta que
consideramos corrección del proyecto y que da a nuestro voto particular casi un
carácter –si no fuera pretensión- de contraproyecto. Ante todo, como he dicho,
es preciso raer de ese proyecto todos los residuos que en él quedan de
equívocos con respecto a la soberanía; no podemos, por eso, nosotros aceptar
que en él se diga: «El Poder de Cataluña emana del pueblo.» La frase nos parece
perfecta, ejemplar; define exactamente nuestra teoría general política; pero no
se trata sin distingos, que fueran menester, del pueblo de Cataluña aparte,
sino del pueblo español, dentro del cual y con el cual convive, en la raíz, el
pueblo catalán.
Parejamente, nos parece un error que, en uno de los artículos del
título primero, se deslice el término de «ciudadanía catalana». La ciudadanía
es el concepto jurídico que liga más inmediata y estrechamente al individuo con
el Estado, como tal; es su pertenencia directa al Estado, su participación
inmediata en él. Hasta ahora se conocen varios términos, cada uno de los cuales
adscribe al individuo a la esfera de un Poder determinado; la ciudadanía que le
hace perteneciente al Estado, la provincialidad que le inscribe en la
provincia, la vecindad que le incluye en el Municipio. Es necesario, a mi modo
de ver, que inventen los juristas otro término, que podamos intercalar entre el
Poder supremo del Estado y el Poder que le sigue –en la vieja jerarquía- de la
provincialidad; pero es menester también que amputemos en esa línea del
proyecto de Estatuto esa extraña ciudadanía catalana, que daría a algunos
individuos de España dos ciudadanías, que les haría, en materia delicadísima,
coleccionistas.
Por fortuna, ahorra mi esfuerzo, en el punto más grave que sobre
esta materia trae el dictamen, el espléndido discurso de maestro de Derecho que
ayer hizo el señor Sánchez Román. Me refiero al punto en el cual el Estatuto de
Cataluña tiene que ser reformado, de suerte tal que no se sabe bien si esta ley
y poder que las Cortes ahora otorguen podrá nunca volver a su mano, pues
parece, por el equívoco de la expresión de este artículo, que su reforma sólo
puede proceder del deseo por parte del pueblo catalán. A nuestro juicio, es
menester que se exprese de manera muy clara no sólo que esto no es así, sino
que es preciso completarlo añadiendo a esa incoación, por parte de Cataluña,
del proceso de revisión y reforma del Estatuto, otro procedimiento que nazca
del Gobierno y de las Cortes. Parece justo que sea así. Es un problema entre
dos elementos, entre dos cabos, y nada más justo y racional que el que la
reforma y la revisión puedan comenzarse o por un cabo o por el otro; que
intervenga, pues, o el Gobierno de la nación o el plebiscito de Cataluña.
Vamos ahora al tema de la enseñanza. Es éste un punto en que me
complace declarar que la fórmula encontrada por el dictamen de la Comisión se
nos antoja excelente. Pretende Cataluña crear ella su cultura; a crear una cultura
siempre hay derecho, por más que sea la faena no sólo difícil, sino hasta
improbable; pero ciertamente que no es lícito coartar los entusiasmos hacia
ello de un grupo nacional. Lo que no sería posible es que para crear esa
cultura catalana se usase de los medios que el Estado español ha puesto al
servicio de la cultura española, la cual es el origen dinámico, histórico,
justamente del Estado español. Sería, pues, como entregar su propia raíz. Bien
está, y parece lo justo, que convivan paralelamente las instituciones de
enseñanza que el Estado allí tiene y las que cree, con su entusiasmo, la
Generalidad. Ya hablaremos cuando se trate del articulado, del problema del
bilingüismo. Dejemos, pues, intacta esta cuestión. Lo que importa es decir que
en aquel punto general de la enseñanza nos parece excelente el dictamen de la
Comisión. Sólo podría oponerse una advertencia. ¿No sería ello complicar
demasiado las cosas? ¿No sería acumular en Cataluña un exceso de instituciones
docentes?
Decía un viejo libro indio que cuando el hombre pone en el suelo
la planta, pisa siempre cien senderos. ¡Hay que ver los senderos que acabamos
de pisar con esta observación! ¿No serían excesivos los establecimientos de
enseñanza que así resultarían en Cataluña? ¿Sabéis en qué tipo de cuestiones
ponemos ahora el pie, qué cantidad de inepcias y de irreflexión han gravitado
sobre el destino español y que afloran y transparecen ahora de pronto al tocar
este tema? ¿Sabéis que hasta hace tres años en Barcelona, en una población de un
millón de habitantes, había un solo Instituto, cuando en Alemania, para un
millón de habitantes, hay cuarenta Institutos, y en el país que menos, en
Francia, hay catorce Institutos? Uno de los senderos que parten ahora de
nuestra planta es el haceros caer en la cuenta de que cuando discutáis los
problemas de las órdenes religiosas y de la enseñanza tengáis la generosidad y
la profundidad de plantearlos en toda su complejidad, porque cuando un Estado
se ha comportado de esta suerte ante una urbe de un millón de habitantes, en
una de las instituciones más características de las clases que, al fin y al
cabo, tenían el poder en aquel régimen; cuando un Estado se ha comportado así,
cuando el resto del país lo ha tolerado y tal vez ni lo ha sabido, lo cual quiere
decir que no lo ha atendido, no hay derecho a quejarse de que los pobres chicos
tengan que ir a recibir enseñanza donde se la den; y las órdenes religiosas se
la daban, no porque tuvieran una excepcional, fantástica y espectral fuerza
insólita sobre la vida española, sino simplemente porque el Estado español y la
democracia constitucional española hacían dejación de sus deberes de atender a
la enseñanza nacional. (Muy bien.)
Pero cuando tocamos este punto, otro sendero, que lleva a
problemas todavía más graves, nos araña las plantas, porque al haber caído en
la cuenta de que esto se hacía, de que esta enormidad se hacía, es decir, no se
hacía, en una población como Barcelona en materia de enseñanza,
nos preguntamos: ¿Y qué es lo que se hacía con respecto a las otras
instituciones de Gobierno, de Poder público? ¿Cómo estaba allí representado
institucionalmente, en ese enorme cuerpo social que es Barcelona, el Estado, el
Poder? ¿Qué figuras de autoridad veía a toda hora el buen barcelonés pasar por
delante de él para aprender de esa suerte lo que es el mando, la autoridad del
Estado? Pues, señores, hasta hace muy pocos años, bien pocos años, la población
de Barcelona y su provincia, con el millón de habitantes de su capital, estaba
gobernada exactamente por las mismas instituciones que Soria y que Zamora,
pequeñas villas rurales: por un gobernador civil. ¡Y luego extrañará que en
Barcelona hubiese una rara inspiración subversiva! Esa población está
compuesta, principalmente, de un enorme contingente de obreros; la
concentración industrial de Barcelona arranca de los últimos terruños y glebas
de España, donde vivían al fin y al cabo moralizados por la influencia
tradicional y como vegetal de su patria, infinidad de obreros españoles y los
lleva a Barcelona y los amontona allí; y estos obreros, como las demás clases
sociales, no veían aparecer el Poder público con volumen y figura
correspondiente y, naturalmente, sentían constantemente como una invitación a
olvidarse del poder y de la autoridad, a ser constitutivamente subversivos; y
de aquí, no por ninguna extraña magia ni poder especial de la inspiración
catalana, de aquí que todas las cosas subversivas que han acontecido en España,
desde hace muchísimos años, vinieran de Barcelona. ¡Es natural! ¡Si el aire era
subversivo, porque no se le había enseñado a ser otra cosa! Se juntan allí los
militares y brotan las Juntas de Defensa y, creedme, si un día se juntan allí
los obispos, ya veréis cómo los báculos se vuelven lanzas. (Risas.)
Otro punto en que coincidimos, y esto va a extrañar a muchos, con
el proyecto de la Comisión, es aquel que se refiere al orden público. A primera
vista y al pronto, yo, como muchos, pensé que parecía improcedente otorgar a
Cataluña en esta forma –que conste, no es total-, el cuidado del orden público.
A primer vista, en efecto, parece, y es cierto, que el orden público es el
poder más inmediato del Estado; pero, en primer lugar, en este artículo no se
quita al Estado la intervención en el orden público, sino, simplemente, se crea
una instancia primera, la cual se entrega a la Generalidad. Confieso que me
hizo gran impresión la advertencia que nos transmitía en su discurso el señor
Maura, advertencia evidentemente aprendida en su experiencia de ministro de la
Gobernación; experiencia que yo me sospecho mucho no voy a lograr directamente
nunca, pero que, por lo mismo, me complace absorber de quien me la
transmite. Pues bien; no tenía duda ninguna que era de gran fuerza el
razonamiento del señor Maura. ¿No es cuestión delicada que coexistan –pues esta
sería una de las posibles soluciones en Cataluña- dos policías? ¿No es
igualmente, o más delicado, que el Estado se quede sin contacto directo, sin
visión ni previsión de lo que germina y fermenta en los bajos fondos de la vida
catalana y, sobre todo, en los profundos bajos fondos de la ciudad de
Barcelona? Ni lo uno ni lo otro es, en efecto, deseable. Lo uno y lo otro
llevan a desagradables consecuencias. Dos policías hurgando en lo mismo, con
tropezones de manos distintas sobre un mismo tema oscuro, en manera alguna; una
policía del Estado español teniendo que afrontar acaso situaciones graves, sin
tener de ellas ningún conocimiento previo, tampoco. No escatimo, pues, la
importancia, la gravedad de esta advertencia; pero permitidme que os muestre el
otro lado de la cuestión.
Se crea por este Estatuto un Poder regional de suma importancia,
con gran burocracia, con intervención en una cantidad enorme de asuntos de la
vida local catalana; tiene, pues, ancho campo para actuar. ¿Tiene sentido que a
ese Poder, al cual damos la parte más mollar y fecunda de la gobernación, le
retengamos la parte más difícil, aquella que representa el módulo de
responsabilidad de todo Gobierno y de todo Poder y, sobre todo, aquella que es
en la que se manifiesta el último punto de delicadeza y de tacto moral de los
Poderes? ¿Tiene sentido que todas las cosas buenas se hagan por la Generalidad
y que sea el Estado central quien tenga que ir allí no más que para resolver
problemas de orden público, que son siempre agujeros que se hacen en el capital
de autoridad de todo Gobierno? No puede ser; si allí pasa lo bueno, conviene
que tengan también la experiencia de los problemas que plantea el orden
público; es menester que allí donde actúa el Poder sea donde se afronten inmediatamente,
y por lo menos en primera instancia, sus consecuencias; que no pase como ocurre
con los pájaros de las pampas que se llaman teros, de los cuales muchas veces
don Miguel de Unamuno ha dicho, repitiéndonos los versos de Martín Fierro, «que
en un lao pegan los gritos y en otro ponen los huevos»; no, que el grito se
pegue junto al huevo. (Muy bien.)
No podemos aceptar, en cambio, que pase el orden judicial íntegro
a la Generalidad; pero esto por una razón frente a la cual me extraña que pueda
darse, por parte de los señores catalanes, contrarrazón de peso. No es la
cuestión de Justicia tema que pueda servir de discusión, ni de
batalla entre los hombres. Acontece así, pero no debe acontecer; es decir,
que acontece sin razón. En todas partes es el movimiento que empuja a la
Historia, ir haciendo homogénea la Justicia , porque sólo si es homogénea puede
ser justa; no es posible que, de un lado al otro del monte, la Justicia cambie
de cara; el ideal sería que la Justicia fuese, no ya sólo nacional, sino internacional,
planetaria, a ser posible, sideral; que cuanto más homogénea la hagamos, más
amplia la hagamos, más cerca estará de poder soñar en ser algo parecido a la
Justicia misma.
Pero, en fin, déjese a los catalanes su justicia municipal;
déjeseles todo lo contencioso administrativo sobre los asuntos que queden
inscritos en la órbita de actuación que emana de la Generalidad, pero nada más.
Y vamos al último punto, al que se refiere a la Hacienda. No voy,
naturalmente, ahora a tratar en detalle, ni formalmente, del asunto. Voy sólo a
enunciar las dos normas que nos han inspirado la corrección al anteproyecto.
Son dos normas, la una complementaria de la otra y que, por lo mismo, la
corrige. La norma fundamental es ésta: deseamos que se entreguen a Cataluña
cuantías suficientes y holgadas para poder regir y poder fomentar la vida de su
pueblo dentro de los términos del Estatuto: lo hacemos no sólo con lealtad,
sino con entusiasmo; pero lo que no podemos admitir es que esto se haga con
detrimento de la economía española. No me refiero ahora a las cuantías, no
escatimo; lo que digo es que no es posible entregar a Cataluña ninguna
contribución importante, íntegra, porque eso la desconectaría de la economía
general del país, y la economía general del país, desarticulada, no por el más
o el menos de cuantía en lo que se entregara, no podría vivir con salud, y
mucho menos en aumento y plenitud.
De aquí que fuera menester idear una fórmula amplia en la
concesión actual, elástica hacia el porvenir y, sobre todo, que creciese
automáticamente, conforme la vida y la riqueza de Cataluña lo exigiera. No se
puede en este punto, mirada así la cuestión, pedir más. Se os da una copa que
crecerá conforme crezca el hontanar que brote en vuestra tierra. Pero no basta
con esto, porque no es decente crear un Poder, sea el que fuere, al cual se
encargue de fomentar la vida de un territorio, sin darle, no sólo medios para
ello, sino albedrío para jugar melodías político-históricas sobre esa economía
que se le da; no es decente, repito, crear el Poder catalán y no dejarle alguna
imposición sobre el cual pueda legislar. Pero como el principio anterior nos
impide concederle ningún tributo entreñable de la economía nacional, de
ahí que se nos ocurriese buscar en los derechos reales sobre bienes raíces algo
en lo cual pueda perfectamente Cataluña legislar con entera libertad. ¿Por qué?
Porque es una clase de derechos más fácilmente desconectable del resto de la
economía, porque es un tipo de derechos, de impuestos relativamente fácil, de
los más fáciles de cobrar, porque no os plantea el problema perenne de Hacienda
de las incidencias, de decir quién es el que en definitiva paga la imposición.
Porque el legislador impone un tributo sobre un bien, una actividad o una
persona y resulta que se va transfiriendo de golpe de hombro al vecino, de éste
al otro, y se acaba por no saber quién paga, en realidad, aquel impuesto.
Ciertamente, con toda lealtad digo que esto tiene un
inconveniente, pero que al mismo tiempo es ventaja. Los derechos reales son,
por una de sus caras, un impuesto de carácter político; naturalmente que esto
trae consigo que puedan, a veces, ocasionar, motivar luchas y discordias
interiores; pero, por otra parte, han sido estos derechos a los que han
recurrido los pueblos cuando precisamente han tenido que hacer grandes
sacrificios, profundos sacrificios históricos. Después de la guerra, todos los
pueblos –Inglaterra por delante-, para salvar la situación de las deudas
creadas, cayeron sobre los impuestos de derechos reales.
Señores, así es como yo veo el perfil de autonomía que ahora,
dadas las circunstancias, las situaciones, debe otorgarse a Cataluña. Es una
autonomía de figura sumamente amplia y anuncia ella una posible corrección
progresiva.
¡Creed que es mejor un tipo de solución de esta índole que aquella
pretensión utópica de soluciones radicales! La utopía es mortal, porque la vida
es hallarse inexorablemente en una circunstancia determinada, en un sitio y en
un lugar, y la palabra utopía significa, en cambio, no hallarse en parte
alguna, lo que puede servir muy bien para definir la muerte.
Se trata de adelantar, de iniciar un nuevo camino de solución. Por
tanto, no nos pidáis que en este primer paso que damos hacia vosotros, hayamos
llegado ya; que este primer paso sea el último. No. Esperad. Intentemos este
nuevo modo de conllevarnos, que él nos vaya descubriendo posibles ampliaciones.
Claro es que con esto no se resuelve sino aquella porción soluble
del problema catalán. Queda la otra, la irreductible: el nacionalismo. ¿Cómo se
puede tratar esta otra cuestión? ¡Ah! La solución de este otro problema,
del nacionalismo, no es cuestión de una ley, ni de dos leyes ni
siquiera de un Estatuto. El nacionalismo requiere un alto tratamiento
histórico; los nacionalismos sólo pueden deprimirse cuando se envuelvan en un
gran movimiento ascensional de todo un país, cuando se crea un gran Estado, en el
que van bien las cosas, en el que ilusiona embarcarse, porque la fortuna sopla
en sus velas. Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos: un Estado en
buena ventura los desnutre y los reabsorbe. Tenía gran razón el señor Cambó en
este punto, más razón que muchos representantes actuales de Cataluña, cuando
decía que el nacionalismo catalán solo tiene su vía franca al amparo de un
enorme movimiento creador histórico. El proponía lo que llamaba iberismo, y yo
en punto al iberismo estoy en desacuerdo con él, pero en el sentido general
tenía razón. Lo importante es movilizar a todos los pueblos españoles en una
gran empresa común. Pero no hace falta nada de «iberismo»; tenemos delante la
empresa, de hacer un gran Estado español. Para esto es necesario que nazca en
todos nosotros lo que en casi todos ha faltado hasta aquí, lo que en ningún
instante ni en nadie debió faltar: el entusiasmo constructivo. Este debe ser el
supuesto común a todos los grupos republicanos, lo que latiese unánimemente,
por debajo o por encima de todas nuestras otras discrepancias; que nos
envolviese por todos los lados como el aire que respiramos, y como el elemento
de todos y propiedad de ninguno. La República tiene que ser para nosotros el
nombre de una magnífica, de una difícil tarea, de un espléndido quehacer, de
una obra que pocas veces se puede acometer en la Historia y que es a la vez la
más divertida y la más gloriosa: hacer una Nación mejor. Este entusiasmo
constructivo es un estado de ánimo en que se unen inseparablemente la alegría
del proyectar y la seriedad del hacer. Por eso yo pedía que la República fuese
alegre, lo cual ha molestado a algunos republicanos sin que yo pudiera
explicarme esta irritación por ninguna razón favorable para los que se
irritaron. Porque si hay republicanos que creen que deben defenderse de mí
porque les pido que sean alegres y no sean agrios, entonces es que estos
republicanos no están en su verdad y que han errado su posición y temple
históricos. Desde las primeras palabras que pronuncié en la Cámara pedía yo una
República emprendedora y ágil, lo cual no quiere decir apresurada. Porque ágil
es el que actúa siempre con la misma celeridad posible, pero sólo con la
posible. Agil, en efecto, es el que corre y no se atropella.
Vayamos, pues, con celeridad, pero sin acritud, con decoro, con
exactitud y viendo bien qué es lo que hoy en su profundo corazón múltiple desea
el país que hagamos, en este gran paso del Estatuto que tenemos delante. Y si
no fuera porque en uno de sus lados sería petulancia, terminaría diciéndoos,
señores diputados, que reflexionéis un poco sobre lo que os he dicho y olvidéis
que yo os lo he dicho. (Grandes aplausos.)
José Ortega y Gasset
Discurso en las Cortes Constituyentes el 13 de
mayo de 1932
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