Fotografía de Francesc Català-Roca |
La alerta contra la anarquía, que vertebró toda la política interior
y exterior en los años de consolidación del franquismo,
tuvo su correlato más fiel en el ámbito de lo doméstico. Son muy
frecuentes los textos donde se habla del desorden en términos de
enfermedad, y las consignas para combatirla tienen un acento expeditivo y
tajante, algo desproporcionado si se compara con la casi total ausencia de
alusiones a otras plagas mucho más reales y peligrosas, como por ejemplo
la sífilis, que ésa sí que podía traer la calamidad a un matrimonio. Pero
aquellos discretos cartelitos de «enfermedades venéreas» colocados bajo
el apellido de un doctor en los balcones o portales de algunas casas no pasaron
de ser nunca para una gran mayoría de jovencitas casaderas un asunto
incógnito y totalmente ajeno a su futuro. En cambio sabían desde niñas
que no había males más temibles para la buena salud de la sociedad que los
que se incuban en un hogar desorganizado. Y organizarlo era competencia
indiscutible de la mujer. Mediante esta prerrogativa, recibía ella las
llaves de su reino. Pero lo más curioso —y aquí se apunta un tema sobre el
que volveremos más adelante— es que aquella competencia o incompetencia
femenina había que demostrarla no sólo a través de las capacidades para
gobernar el desorden exterior sino también el interior, o sea la doma de
los propios humores y descontentos. Ambas capacidades te equiparaban y te
pesaban en la misma balanza, de igual manera que la asignatura de
Geografía e Historia no te podía aprobar si te hacía un examen deficiente
en una de las materias y brillante en otra.
* Sobre todos los individuos que forman la familia se
refleja el malestar que produce un hogar mal organizado. La falta de
higiene, el malhumor, la incomprensión, la incompetencia, en fin, de la
mujer son causas que producen gravísimos efectos. Los hombres se dispersan
y alejan del medio doméstico repelidos por el mal ambiente. Las mujeres
se forman defectuosamente, equivocadamente..., el mal se extiende,
se generaliza y repercute en la sociedad, que adquiere hábitos de
rebeldía, de desorden, pues los individuos llevan en sí el estigma de su
mala educación adquirida en el hogar. (1)
No estoy segura de que los hombres se alejaran siempre
del «mal ambiente» doméstico repelidos por la enfermedad del desorden,
sino muchas veces por el exagerado olor a desinfectante con que se trataba
de prevenir. Responsabilizada sin paliativos del buen funcionamiento de
la célula familiar, la mujer orgullosa de saber llevar bien una casa y
de mantener la disciplina en ella adquiría modos militares y podía llegar
a esclavizar a todos cuantos vivían bajo el mismo techo. La lucha contra
el enemigo te agudizaba con los cambios de estación y
particularmente cuando hacía tu aparición el verano, época más idónea que
ninguna para el florecimiento de insectos y microbios.
* La señora es tan buen ama de casa que durante un par
de semanas no te puede vivir en ella. Y hasta que empiece la
temporada otoñal, te vivirá entre fundas, bayetas, envoltorios de
lámparas..., sin temor a los microbios ni al polvo, pero sin escenografía grata
y con un confort disminuido, que no todos en la familia admitirán como
beneficio de la sabiduría maternal.(2)
Las hijas estaban mucho más predestinadas que los
hijos a convertirte en discípulas de esta «sabiduría maternal» hecha de
Sidol, plumero, naftalina y zapateados sobre el parquet con los pies
envueltos en bayetas amarillas. Más adelante, iban aprendiendo también
ciertas triquiñuelas y salvedades de aquel código del orden doméstico, que
para alcanzar un determinado nivel de perfección requería ser un tanto
invisible y secreto. La mujer había de representar a la vez los papeles de
Marta y de María, y la primera tenía que estar preparada a esfumarse, es
decir, a quitarte la bata y los rizadores en cuanto sonasen los pasos del
hombre por el pasillo. Era un equilibrio difícil.
* El mal humor, los quehaceres desagradables, el
desaliño y la casa revuelta te dejan para cuando el esposo está ausente
del hogar. Hay que evitar que él os vea enfundadas en esa vieja bata que
usáis para la limpieza, calzadas con unas zapatillas deterioradas,
greñudas y mal aseadas. Nada hay que desilusione tanto a un hombre como
ver a su compañera poco cuidadosa de su persona, demasiado ocupada en
las cosas del hogar e indiferente a la proximidad del esposo...
* Es preciso hacerle olvidar su fatiga, su disgusto y
su enfado, mostrándose cariñosa, interesándose por sus asuntos y
rodeándole de atenciones que... le hacen deseable el hogar y la compañera
que así sabe ensuavecer su vida.
En las ordenanzas sobre el orden femenino sobresalía
la palabra «recoger», bate de cualquier posterior enseñanza. Y en esta
recogida furtiva y eficaz de las huellas del caos doméstico, muchas
veces provocadas por el descuido inherente al varón, él gozaba de
una indulgencia casi plenaria. A las niñas te las reñía incalculablemente
más que a tus hermanos si no dejaban su ropa bien doblada o tenían el
cuarto revuelto. Y eran cosas —según se apostillaba siempre— que se les
decían por tu bien, para que el día de mañana supieran mandar en su
propio territorio, no presentar al marido hecho un adán, retenerlo, y
sobre todo transmitir a sus hijos la antorcha del orden. Porque de mayores ellas tendrían
hijos, como sus mamás, hijitos sonrosados que les traería la cigüeña
envueltos en un hatillo y a los que habría que tener limpios, echar en el
culito polvos de talco y coserles la ropa bordada en rosa si era una niña
o en azul si era un niño. Se las engolosinaba con esta idea, que formaba
parte de las «enseñanzas de invernadero», y que desde la primera infancia
estaba presente en la mayoría de sus entretenimientos y ensoñaciones de
futuro.
De esta manera las niñas, en espera pasiva de que
algún día la manipulación de la especie llegara a estar en sus manos,
ensayaban sus vagos anhelos de maternidad entregándose al paraíso ficticio
de coserle vestidos a una muñeca de trapo o de cartón, que se plegaba
inerte a sus caprichos y nunca rechistaba. La acunaban, le hacían comiditas y
la reñían porque había dejado su ropa tirada por el medio, en revancha
mimética de las reprimendas que ellas mismas recibían de tus madres. Este
tipo de juegos solía provocar comentarios aprobatorios como el de «¡Qué
mona, por Dios, parece una mujercita!», que a veces musitaban las visitas,
igual que si estuvieran presenciando una representación teatral de su
agrado. En general la muñeca se consideraba un invento ejemplar y
sumamente educativo:
* Siempre que ello sea posible, cultívese en las niñas
la muñeca y el cuarto propio, que se acostumbrarán desde la primera edad a
cuidar y adornar. Son las mujeres que nos están acechando ya.
El cultivo de la muñeca, realmente obsesivo en la
época que estoy estudiando, alcanzó su punto álgido con el lanzamiento al
mercado de la famosa Mariquita Pérez, cuyo imperio, prolongado durante
unos quince años, llegó a tener sede propia: una tienda encabezada con el
nombre de aquel mito de cartón y situada en la madrileña calle de Serrano,
muy cerca de la Plaza de la Independencia. Aunque, a decir verdad,
poca independencia insufló en las niñas sometidas a su boba
fascinación. Centenares de ojos ansiosos, pertenecientes a los alevines de
aquellas «mujeres que nos están acechando ya», merodeaban los escaparates
del establecimiento, donde se exhibían cuatro o cinco
mariquitas-pérez idénticas pero con atavíos diferentes, más que en busca
de la mirada azul e inexpresiva de la pepona de tus sueños, en éxtasis
ante los primorosos modelos de vestidos, abrigos, camisones, braguitas,
diademas, turbantes, artículos de tocador, zapatitos y trajes de primera
comunión o de fallera valenciana que renovaban su aspecto en progresión
creciente de lujo y calidad. Ya lo decía una canción que anunciaba el
producto por la radio:
—Mariquita Pérez, ¡qué elegante eres!
—Pues el mes que viene he de serlo más.
La clave de aquel éxito, uno de los mayores montajes
publicitarios de la industria nacional de los años cuarenta, radicaba
precisamente en la explotación del prurito competitivo de elegancia y
estilo agazapado, como estímulo de superación, bajo el estático ideal de
la mujer hacendosa, a quien continuamente se espoleaba para que fuera
capaz de sorprender a sus amigas con modelos cosidos por sus manos.
Pero en este sentido, Mariquita Pérez, como toda
innovación de tipo comercial, entrañaba una falacia. Cuando poco más
tarde, y en vista de los pingües resultados del invento, el auge de la
muñeca se vio reforzado por la aparición de su hermano Juanín, igualmente
vestido de baturro, tenista o marinero, ya estaba bastante claro en todas
las mentes medianamente despiertas que aquellos dos tiranuelos de juguete
estaban lanzando un desafío contra la mentalidad de autoabastecimiento
propia de una economía precaria. Eran un símbolo de «status», eran muñecos
para niños ricos. Por eso despertaban la codicia, como la despertaban las
chicas que se ponían de largo vistiendo un traje firmado por Balenciaga. Y
las madres de situación económica más modesta, que habían sido las
primeras en sentirte orgullosas al poderle comprar a sus hijas
una Mariquita Pérez o un Juanín, te daban cuenta de lo caro que les
salía mantener aquel negocio. Porque aquellos muñecos en cueros o con
un solo traje eran un puro hazmerreír. Y a las niñas que los tenían y
que estaban al tanto de la moda creada para ellos era difícil aplacarlas con
un sucedáneo de cretona o percalina.
Mariquita Pérez fue un fenómeno bajo el cual se
atisban ahora, al cabo de los años, los incipientes fulgores de la
sociedad de consumo; y cabría equipararlo a la revolución que, frente
a las costureras y modistas tradicionales, significó la apertura de
las primeras «boutiques». Estas tiendas pequeñitas y selectas, regentadas
a veces por chicas de buena familia, empezaron a florecer como plantas
raras en las grandes capitales hacia 1948, y aunque muy poco a poco,
fueron cambiando la actitud de la mujer en sus relaciones con la ropa, que
se volvieron menos ceremoniosas y meritorias, menos originales también.
Las «boutiques», símbolo de la modernidad, fomentaban el gusto por la elección
fulminante de un modelo cuya mayor ventaja era la de que podía sacarse
puesto de la tienda, a cambio, eso sí, de toparse en la calle a
una chica que luciera otro exactamente igual.
Pero en los años del autoabastecimiento, el negocio de
vestirte una mujer era algo que hacía perder mucho tiempo y se tenía a
gala que así fuera, porque ponía en juego ciertos equilibrios de
imaginación relacionados por una parte con el sentido del ahorro y por
otra con el deseo de no llevar «ropa de serie». Prestigiaba ante las
amigas conseguir un atuendo a cuya confección se le hubieran dado muchas
vueltas y hubiera costado múltiples titubeos, pruebas y rectificaciones de
opinión. Este proceso hasta la terminación del vestido era la base
fundamental de muchas conversaciones femeninas, a las que daba pasto la
consulta asidua de figurines y de revistas especializadas. Eran costumbres
que con distinto matiz estaban arraigadas en todas las clases sociales.
Tanto la chica modesta que se hacia tu propia ropa porque había aprendido
Corte y Confección como las señoras y señoritas que la encargaban a
modistas de mayor o menor prestigio, vivían en perpetuo contacto con el
mundo de la costura. Las revistas para chicas dedicaban varias de tus
páginas a complementar las lagunas de información que pudieran quedarles a
sus lectoras en materia tan importante, y las familiarizaban con el
intríngulis de los frunces, dobladillos, pinzas, nesgas y bieses que daban
al modelo dibujado un aire tentador y vaporoso.
Luego solía venir la desilusión, como también en el amor, de comprobar
la diferencia que hay de lo vivo a lo pintado; y el aborrecimiento
posterior por una prenda «que no había quedado como en el figurín»
acentuaba las indecisiones y rodeos antes de elegirla, más o menos
consciente quien había de llevarla de que lo importante era el período de
«ilusión» que antecedía al estreno de la misma, situación a la que te
conferían mágicos poderes de renuevo y aventura, generalmente desmentidos
a la hora de la verdad.
No se elegía un modelo de buenas a primeras, ni se
cosía en dos días, de la misma manera que de la inclinación hacia un
hombre determinado hasta la boda con él había un proceso cuajado
de cavilaciones y de ensueños, a través del cual la decisión te
iba configurando poco a poco como algo definitivo. No todos los trajes
servían para cualquier ocasión, había unos mandamientos rígidos que
impedían confundir uno de calle o «de vestir», como también te decía, con
uno de casa. A éstos se les llamaba «trajes de batalla», tal vez aludiendo
a la mantenida contra el desorden doméstico de que más arriba se habló. También
estaba muy delimitado el paso de las estaciones a través de su huella en
la ropa. «Me tendría que hacer un abriguito de entretiempo —se decía— o si
no, arreglarme el de hace tres temporadas», y otra frase muy frecuente:
«Yo no puedo ir. No tengo nada que ponerme; ya no te llevan los cuellos
así.» Se hacían muchas reformas, casi siempre encomendadas a costureras
modestas, porque las modistas buenas no cogían ese tipo de encargos: se
sacaban los jaretones, se les daba la vuelta a los abrigos viejos, y las
prendas ya usadísimas se le daban a la criada, a la portera, o a Acción
Católica, pero casi nunca se tiraba nada, porque había mucho pobre y era
un cargo de conciencia.
Dentro de las transformaciones totalmente
superficiales que podía acarrear el estreno de un vestido nuevo o la
conversión de uno viejo en uno nuevo, existían tres jalones
particularmente solemnes y significativos, por tratarse de ropas que no
iban a servir más que para la ocasión que simbolizaban: el vestido de
primera comunión, el primer traje largo con que a la jovencita se la
presentaba en sociedad y el vestido de novia. Entre el traje de primera
comunión y el de novia existía en general una semejanza que no dejaba de
ser curiosa. Su blancura aludía en ambos casos a la pureza de quien lo
vestía, y el velo de tul que ocultaba el rostro de la usuaria era un
símbolo bien claro de aquella especie de nube de irrealidad en que hasta
entonces había vivido, envuelta como en una gasa que se interponía entre
su posible percepción del mundo y el mundo
mismo.
Es muy significativo que al tul con que se
confeccionaban los trajes de novia se le llamara «tul ilusión», porque
había nacido para arrugarse, era flor de un día, y marcaba la frontera
solemne entre el ensayo y el estreno, entre la ficción y la realidad.
* El tul transparente parece no tener orillas; sí,
como la ilusión, como tu ilusión vasta, grande, infinita y bella. Y tenue
también, y también frágil, como el tul ilusión... Sueña, sueña, cabecita
de oro; que tu sueño sea como la ilusión: sé como tu ilusión. (5)
A lo largo de la década de los cuarenta hubo varias
polémicas sobre algunos incipientes cambios en la moda de los vestidos de
novia, correspondientes a una actitud más «moderna», que tendía a
trivializar el carácter ceremonial y simbólico de la boda.
* Son muchas las novias que hoy han colgado... la
ilusión del traje blanco... Son muchas las que se casan en traje de
calle... Las deportivas y alegres novias de hoy han escogido la
camaradería, el compañerismo y otras conquistas semejantes, con las que el
hombre gana siempre... pues puede llevar al enemigo a su terreno. Novias
de hoy sin nubes de tul, sin oleadas de raso, sencillas, casi triviales a
veces, vosotras que parecéis un bello diablillo ¡sois unos ángeles de
ingenuidad!, y habéis escogido la peor parte. (6)
También, sin llegar al «traje de calle», se insinuó la
novedad de suprimir la cola y cortar la falda del vestido de novia, con lo
que podía más adelante ser aprovechado para un coctail u otra fiesta, sin
necesidad de grandes arreglos.
* Están perfectamente admitidos por la moda y son muy
graciosos los trajes de novia cortos. Se hacen con el cuerpo ceñido, manga
larga y escote discreto, cuadrado o redondo y una falda fruncida desde la
cadera, mucho vuelo, muy airosa, muy aprovechable después, porque la tela
va al hilo y no se estropea nada. (7)
Pero, como ya queda dicho más arriba, estos criterios
utilitarios entraban en contradicción con el sentido intrínseco de hito
memorable que entrañaban los atuendos confeccionados para acontecimientos
tan únicos e importantes en la vida de una mujer como eran los de la
primera comunión y de la boda. En el camino recorrido desde aquél a éste,
el jalón intermedio de la puesta de largo podía considerarse algo más
profano, porque al fin y al cabo no se trataba de un sacramento. Así que
reformar un traje de noche, alusivo a una fiesta donde podían haberse
ocasionado salpicaduras contra el pudor, disimuladas entre las manchas
del estampado de flores, no era un atentado contra el compromiso mismo
de pudor que proclamaban los trajes de comunión y de novia.
Estaba tan vivo en todas las conciencias el carácter
de inicio y final de una etapa que respectivamente simbolizaban estos dos
trajes en la biografía de una muchacha decente, que era casi automático el
siguiente comentario dirigido a la madre de una niña vestida de primera
comunión: «Ahora lo que hace falta es que la vea usted casada.» En este
«verla casada» iba implícita más una alusión a la imagen de «volverla a
ver vestida de blanco» que a los problemas reales que pudieran iniciarse
para la futura esposa una vez concluida aquella ceremonia de los azahares,
el himno nupcial, las alianzas intercambiadas y las enhorabuenas.
El cultivo de la apariencia decente tenía su clímax en
el traje de novia. Llama la atención, repasando las revistas femeninas de
posguerra, la preponderancia otorgada a la sección de bodas. En esta serie
de fotografías, donde ella sonríe pudorosamente tras el velo de tul, y
su acompañante, generalmente más viejo, la mira de través como el
que está destinado a comerse una tarta empalagosa, destaca la discreción
de que hacían gala en este ramo los modistos de firma. Lo más elegante,
y también lo más español, era según decían todos, poner el énfasis en la
ausencia de exotismo. Y en eso las grandes casas de modas tenían
que dar ejemplo.
Cuando se casó la hija única del general Franco, una
reseña decía:
* Carmen Franco, alta, esbelta, arrogante,
españolísima de color y de rasgos, vestía un traje de impecable sencillez,
cerrado escote, la cintura de avispa. Sobre el cuello un bies de donde se
forma el gran manto espléndido, primor de alta costura, que se desprende
por detrás de un discreto escote en pico y se extiende en un acierto total
de majestuosa elegancia. Velo de tul cubriendo por entero la amplitud del
manto. Sobre el pelo, recogido, una diadema de brillantes y perlas... El
almuerzo, señorial y sin alarde. Franco come siempre el pan de ración que
comen los españoles. (8)
Cinco años atrás, en una fiesta amenizada por Gracia
de Triana, Raquel Rodrigo, Roberto Rey y Miguel Ligero, esta misma
señorita se había puesto de largo con un traje blanco de tul y encajes,
delicada creación de Balenciaga, sobre cuya sencillez también insistieron
mucho las crónicas. Al día siguiente,
*... os bellos ojos de Carmencita Franco quieren
llevar un destello de su propia alegría a trescientos viejecitos de un
asilo de ancianos, a quienes sirvió la comida cuando aún en sus oídos
resonaban... las frases de felicitación y la música. (9)
En una palabra, el lujo había que disimularlo,
hacérselo perdonar. Y estos equilibrios dejaban su rastro en la moda,
refrenaban el vuelo exótico de su fantasía.
La alta costura española, aunque minoritaria, alcanzó
bastante auge a partir de 1941. Coincidiendo con la ocupación de París por
los alemanes, empezaron a sonar en nuestra patria nombres de
modistos improvisadores, como Asunción Bastida, Pedro Rodríguez,
Balenciaga, Pertegaz, El Dique Flotante y Santa Eulalia. Más tarde, el
cierre de nuestra frontera con Francia vino a dar un nuevo impulso a la
moda española, que se afianzó durante los tres años en que permanecieron
incomunicadas las dos naciones. (10) Tal vez hubiera en esto un
prurito de emulación o de revancha, porque la pauta de la moda en esos
años seguía dándola más París que Hollywood. Y en las altas esferas de la
burguesía franquista, se fomentaba el orgullo nacional por estos
modistos-divos, como por los futbolistas, las folklóricas y los toreros.
Sabían montarse su propia propaganda, tenían empuje, ganas de dejar a
España en buen lugar. Pero esto, en una época en que se proscribía el lujo, podía despertar
también ciertas reticencias, y de hecho las despertaba.
* No quiero decir que sea mejor o peor modisto el que
organiza una propaganda más ruidosa —dice el texto—, pero sí que el arte
de saber manejarla es tan importante como el arte y el gusto en las
creaciones... Los trajes enormemente caros... solamente al alcance de
millonarias brasileñas, artistas americanas o princesas egipcias, los
diseñan los modistos no solamente para estas damas, sino porque atraen a
futuras clientes, que elegirán un traje cualquiera solo porque han admirado
una fantástica creación de ensueño del mismo autor. (11)
De todas maneras, los modelos de alta costura
detonaban todavía en la vía pública, y hacían volver la cabeza con cierto
escándalo. En 1945, una publicación barcelonesa se queja de ello como de
un atraso lamentable:
* La costra de provincianismo recubre todavía esta
ciudad nuestra, a despecho de ciertas ínfulas de cosmopolitismo. Cuando,
con vistas a la propaganda, ciertas grandes firmas de costura barcelonesa
quieren fotografiar algún modelo de calle, no les queda otro remedio que
cargar en un taxi a la maniquí, al fotógrafo y a la directora e ir en
busca de un telón de fondo natural, que para el caso acostumbran a ser los
jardines de Pedralbes, alguna esquina de la Diagonal o un balandro del
Náutico. Exhibiciones clandestinas, pues el paso de las maniquíes por la
calle levantaría a buen seguro una revolución. (12)
La moda, como los peinados y los consejos de higiene y
de belleza, tenían y siguieron teniendo durante bastante tiempo un cariz
secreto y confidencial, de receta casera, que unía a las mujeres en un
cotarro cerrado de preparación para la apariencia.
* Cada noche, antes de acostarse, aplíquese la Crema
Tokalón Rosa, alimento para el cutis. Esta deliciosa crema contiene
Biocel, el sorprendente y precioso elemento de juventud descubierto por
un Dermatólogo alemán universalmente conocido. (7)
No se daban más explicaciones sobre aquel dermatólogo
fantasma. Bastaba escribir su profesión con letra mayúscula para que
adquiriera ante las lectoras del consejo el prestigio de todo lo
impreciso, de los sabios de cuento de hadas o de los prestidigitadores.
Había, naturalmente, industriales que pretendían
romper este cerco e imponer sus productos en el mercado bajo un aspecto
menos casero y más exhibitorio. En mayo de 1940, por ejemplo, para
convencer a las mujeres de las ventajas de no rizarse el pelo en casa y
como a hurtadillas, la marca Solriza, creadora del sistema de permanentado
del cabello sin aparato ni electricidad, sin molestias ni peligros,
organizó un festival por todo lo alto en el Teatro de la Zarzuela de
Madrid, con la colaboración de Radio Sevilla, Radio Alicante y Radio
España 2. Actuaron también los clowns «Los cinco Menéndez», y se cantaron
números de Los Bohemios y La Revoltosa:
* En los entreactos musicales..., el speaker
desarrollaba una verdadera conferencia, dirigida especialmente a los
profesionales, explicativa de las distintas clases de líquidos Solriza,
base fundamental del procedimiento.
A pesar de que la reseña acaba puntualizando que al
acto, que se cerró con una exhibición de peinados, acudieron algunas
autoridades y miembros de la buena sociedad, el tono en que está narrado
todo tiene algo de prédica de pueblo o de perorata de charlatán. Se
trataba de reunir fieles para una nueva religión: la de la sociedad de
consumo.
La verdad es que las mujeres tardaron aún muchos años
en crearse la necesidad perentoria de ir a la peluquería, y en los años
cuarenta se mantenía el oficio de la peinadora que venía a las casas, y a
quien no habían hecho falta cursillos profesionales para aprender el
oficio. Consuelo González, una bella muchacha madrileña del distrito de La
Latina, manifestaba en 1947 que aprendió sola la profesión, porque de niña
tenía el pelo largo y le gustaba hacerse peinados, pero que no había
pensado ganarse la vida con eso hasta que murió su padre y se le ocurrió
poner un anuncio. Iba a peinar por las casas, sobre todo a personas
mayores, y les cobraba de ocho a diez duros al mes. También hacía tintes,
que eso es un trabajo de paciencia —según puntualizaba—, preparaba
postizos y hacía…
*...lavados de cabeza y otros trabajos relacionados
con la higiene del pelo. Lo corriente —concluía— es peinar, y para eso es
para lo que la llaman a una. (15)
Este tipo de oficios a domicilio fueron desapareciendo
poco a poco. Ya un año antes de estas declaraciones, Josep Plá los añoraba
como formando parte de un pasado feliz, durante el cual…
*... se había apenas popularizado el arte del peinado,
que hoy tiene en todas partes suma trascendencia y ha dado origen a una
industria muy importante. Las señoras se hacían peinados en casa y la cosa
no trascendía de la familia. (16)
En eso precisamente consistía el paso de una
mentalidad a otra. En que los asuntos del arreglo de las mujeres dejaran
de ser privados para ser públicos, es decir, en que empezaran a trascender
del ámbito de la familia o de un círculo estrecho de amistades del mismo
sexo. Había que arreglarse, pero sin dar tres cuartos al pregonero de los
quebraderos de cabeza que pudiera costar ese arreglo. A una amiga íntima,
si llamaba por teléfono con la proposición de salir a dar una vuelta, se
le podía decir: «Ahora no puedo, oye, que estoy sin arreglar», pero con un
chico no era normal hablar de eso, a no ser que ya se hubiera convertido
en novio formal, y aun así con reservas. Lo que más rabia daba era que él
luego no supiera apreciar aquel esfuerzo, que no se fijara en que el
peinado o el traje eran distintos, o que dijera: «¡Pero qué más da, mujer,
si tú estás bien de cualquier manera!»
La explicación de que una muchacha se resistiera a
recibir frases como ésta en su significado de piropo directo y espontáneo,
en vez de interpretarlas como una ofensa, hay que buscarla en el mismo
cariz de defensa o parapeto que tenía el arreglo de una mujer decente.
Solamente otra de la misma condición podía calibrar el mérito de aquellos
clandestinos preparativos. Aquel cepillar, planchar y quitar manchas
a puerta cerrada, aquel extender cuidadosamente las ropas sobre la
cama, aquella delicada tarea de sentarse en combinación a ponerse las
medias, ajustarlas al pie e írselas subiendo despacito para no
deteriorarlas con las uñas, hasta prenderlas en los broches de la faja; y
luego procurar que el vestido, al entrar por la cabeza, no
deshiciera la armonía de los bucles, eran gestos puntuales, casi rituales. Y
condicionaban, naturalmente, la actitud posterior, siempre algo envarada
por la necesidad que se sentía de amortizar aquellos esfuerzos y no echar a
perder el conjunto.
La relación de la mujer con sus ropas, mucho más
respetuosa y menos desdolida de lo que había de serlo en el futuro, es de
fundamental importancia para entender también su relación con los hombres,
a los que tanto arreglo intimidaba, aunque en principio fuera dedicado a
ellos. Arreglarse (que no en vano lleva engastada la palabra «regla» en
su etimología) era una ceremonia principalmente encaminada a atraer a
un hombre, pero, eso sí, sin que se notara que se le quería atraer. En todos los
detalles de aquella ceremonia se traslucía la estrategia de la
chica decente para hacerse respetar y no dar demasiadas facilidades frente
a los posibles acosos de un amor impetuoso o repentino. El «desarreglo»
los podía propiciar.
La prenda clave, por afectar a la zona más sagrada e
inquietante del cuerpo femenino, era la faja. Ninguna chica decente de los
años cuarenta pudo librarse de aquella sujeción ni de sus molestas
transpiraciones. Algunas se atrevían a suprimirla en verano, época
particularmente temida por los predicadores y moralistas. El verano,
propiciador por excelencia del «desgobierno», autorizaba a ciertas
libertades como la de suprimir la faja, acentuar los escotes y quitarse
las medias, bajo el falaz pretexto del calor. A la iglesia, por supuesto, estaba
totalmente prohibido entrar sin medias o con manga corta. Algunas
feligresas remediaban este segundo extremo aplicando a su antebrazo, antes
de entrar en la casa de Dios, unos curiosos manguitos del tipo de los que
usaban los carniceros, con gomas en el codo y en la muñeca.
Pero el tema más candente de todos, en cuanto
empezaban a apretar los calores de fines de junio, era el de la moralidad
en las playas. No era entonces el veraneo costumbre tan extendida como en
la actualidad, pero tal vez por eso mismo se intuían los desmanes de
libertad que podrían llegar a colarse por aquella brecha peligrosa. Junto
al mar, sobre todo, símbolo sempiterno de perturbación, misterio y
sensualidad, el cuerpo se ensanchaba y clamaba por sus fueros. Aquellos
bañadores «lástex» con faldita incorporada, que tendían a sustituir los
rigores de la faja, no eran, con todo, lo bastante tranquilizadores para
censores tan estrictos como el padre Laburu, el padre Sariegos, el padre
Venancio Marcos o el famoso cardenal Gomá, que en su libro Las modas y el
lujo llegaba a evocar la muerte de aquellas «diosas carnales» en
tonos apocalípticos.
* Y ellas, que andan por la tierra como diosas
carnales, buscando los ojos de sus adoradores, no piensan que, dentro de
poco, aquella figura tan alabada, tan adorada por los hombres sensuales,
será un montón de corrompida materia que habrá de apartarse de la vista de
los hombres por hedionda, que apestará con su hedor, que no tendrá más
caricias que las de los gusanos que la festejarán para devorarla. (17)
Los célebres bandos de moralidad pública en playas y
piscinas prohibían terminantemente a aquellas diosas carnales tomar el sol
sin albornoz o llevar demasiado descubierta la espalda. Y ya no digamos
nada del uso del pantalón, que merece reflexión aparte.
La polémica sobre el pantalón femenino, como la del
uso del tabaco, tuvo un peculiar matiz que rebasaba los límites de la
moralidad para incidir en otro campo tanto o más digno de defensa: el de
las esencias mismas de una feminidad que había de ser cuidadosamente
delimitada. Todavía en los años sesenta, cuando ya se había impuesto este
atuendo por su comodidad, coleaban las diatribas que se negaban a
admitirlo. Y es muy interesante reproducir algunas de las razones
invocadas.
* Ante la extensión cada vez mayor de los pantalones
femeninos y ante la importancia que reviste este fenómeno actual, no puede
el escritor (quedarse) sin señalar esta anomalía, este absurdo y esta
aberración de que una mujer se vista a contrapelo de su naturaleza. Según
este proceder, podría aparecer de la noche a la mañana la moda de que
los hombres salieran a la calle vestidos de mujer, con falda larga,
peineta, rizos, abanicos, pinturas, pendientes, collares, anillos, dijes,
ojeras rasgadas..., falda ceñida..., escotes por todos los ángulos...
Vistiéndose de hombre, adquirirá la mujer los modos hombrunos..., gestos,
palabras, y hasta el tono de voz sonará en bronco, desechando exprofeso la
cuerda de tiple que es su fonética propia. (18)
Tampoco las chicas de los años cuarenta dormíamos con
pijama. Se usaban unos camisones muy amplios de manga larga y abotonados
hasta el cuello. Solamente en los ajuares de novia se veían modelos un
poco más atrevidos y escotados, que las amigas de la prometida
contemplaban con una mezcla de envidia y malicia. El mismo hecho de
desnudarse para meterse en la cama estaba contagiado del ritual pudoroso a
que constreñían las prédicas incesantes sobre los peligros de complacerse
en el propio cuerpo. El camisón, si se dormía en el mismo cuarto con
una hermana o con otra amiga, se metía por la cabeza antes de quitarse
las bragas y el sostén y luego se manipulaba por dentro de aquella especie
de tienda de campaña improvisada para despegar del cuerpo esas dos últimas
prendas íntimas que constituían el último valladar contra el pecado.
Pero esto ya eran palabras mayores, las de la ropa
interior. No iban generalmente por ahí los sueños de amor de la chica
pudorosa, que se arreglaba para gustar. Sus aspiraciones eran más
limitadas, superficiales y modestas, y afectaban a otras zonas del cuerpo menos
erógenas. Una de ellas, la más importante, era la cabeza y su ornato.
Con relación al pelo, primer reclamo erótico y
tentación de caricia, aún no pecaminosa aunque sí fuente de desorden, las
normas aconsejaban recogerlo o disponerlo en bucles bien colocaditos. Se
solían recomendar…
*...peinados recogidos sobre la nuca en un bucle o
moño, peinado hacia un lado donde acaba prendido en rizos, cabezas
ligeramente onduladas o rizadas. (19)
Pero había que tener cuidado con los rizos, que no se
desgobernaran tampoco demasiado. Un texto dice:
* La moda se inclina hoy a los bucles y a los
ensortijados. Los bucles o rizos han de caer en ligera cascada sobre las
sienes, procurando siempre que no se convierta en catarata del
Niágara. (20)
Se llevaban también los turbantes y, sobre todo, los
pañuelos a la cabeza, anudados en la nuca o bajo la barbilla, lo cual daba
a la usuaria un aire de aldeana regional, muy grato a las consignas de la
Sección Femenina. A principios de la década de los cincuenta, esta forma
de esconder el pelo y privarlo de sus encantos naturales empezó a no
gustar tanto. En una encuesta hecha a hombres por cierta revista femenina,
la mitad de los encuestados dijeron que encontraban deportivo y práctico
el pañuelo a la cabeza en las mujeres; la otra mitad confesó que les
parecía feo y vulgar. (21)
Pero lo que se veía generalmente muy mal era «soltarse
el pelo», expresión que metafóricamente se empleaba también para aludir
a cualquier actitud de desmesura, de romper diques. En la cabeza de
una chica honesta, cuantas más horquillas, mejor. La mujer desgreñada
o desmelenada traía, además, recuerdos de una época de desgobierno.
* Esas terribles melenas —dice un texto—, que cayendo
por la espalda y los hombros, te dan cierto parecido con un horrible
tipo femenino lleno de recuerdos de una época trágica que, si debemos
tenerla siempre presente, no debe ser precisamente tu peinado el llamado
a recordárnosla. (22)
En este sentido, el estreno a mediados de los cuarenta
de la famosa película Me casé con una bruja, donde la nueva estrella
Verónica Lake llevaba una melena totalmente lisa y sin prendedor ninguno,
que le tapaba parte de la cara, propuso una moda alarmante, contra la
que durante bastante tiempo se estuvo poniendo en guardia a las mujeres
que hubieran podido sentirse fascinadas por ella.
* El estrafalario peinado que la simpática Verónica
Lake lucía en Me casé con una bruja —Se recordaba aún unos años más tarde—
ha hecho mucho daño a la humanidad. Por eso lo calificamos nada menos que
de «estrafalario». Y es que, en vez de compaginar lo bello con lo útil,
la graciosa estrella y sus imitadoras aunaron lo antiestético y lo
pernicioso. (23)
Sin llegar a este juicio moralista que entraña la
palabra «pernicioso», otras publicaciones ponían el acento en la
incomodidad que suponía para cualquier faena llevar el pelo sin
horquillas. Lo cierto es que, después de la citada película, habían nacido
muchas señoritas de largas melenas y alardes de veronicalismo.
* En América —informa el mismo texto— llegó a tal
extremo el plagio a la Lake que tuvo que prohibirse su peinado, debido al
perjuicio que esto suponía para las señoritas que trabajaban en oficinas,
servicios de guerra y otros menesteres, ya que a causa de las fugaces
cegueras que sus volantes melenas les proporcionaban, éstas no rendían al
máximo en su trabajo. (24)
Por debajo de estas razones de tipo utilitario, latía
el miedo a que los modelos femeninos del cine volvieran a poner en
circulación el odiado tipo de mujer fatal o vampiresa, tan floreciente en
las películas de los años treinta, y que se pretendía dar por desterrado.
* Hubo un tiempo en que no se concebía una buena
película sin una vampiresa. Ello hizo que constantemente aparecieran en
las pantallas unas mujeres de cara muy larga, boca con aire de acento
circunflejo y cigarrillo en la boca. Y además un traje negro muy
ceñidito... Todo esto pasó... Ahora resulta mucho mas difícil encontrar
una vampiresa que hacer gimnasia después de haber tenido la gripe... Nos
congratulamos de esta escasez de tan pintoresco tipo decadente y
convencional, reflejo de una época anodina y falsa. (25)
Los distintivos de la vampiresa por excelencia, cuyo
símbolo cinematográfico era Marlene Dietrich, se hacían coincidir con las
cejas finas y el cigarrillo en ristre. Entre las incontables
amonestaciones que se encuentran en la época sobre la mujer fumadora, he
elegido la siguiente:
* A los hombres les desagrada enormemente que la mujer
fume... Hemos visto que a las mujeres verdaderamente estimadas por
sus amigos, jamas éstos les ofrecen tabaco. En cambio insisten con
aquellas que les parecen propicias a la tentación, a la vez que no
consienten a su hermana o a su novia que lo hagan. En lugares públicos, la
mujer que fuma se hace acreedora a las impertinentes galanterías de los
hombres indiscretos. Parece ser que el cigarrillo es el distintivo
utilizado por las mujeres a quienes gusta llamar la atención, y
aparentemente ofrecen mayores facilidades para una conquista masculina.
Todos los hombres, sin excepción, dejan traslucir en sus miradas una
curiosidad maliciosa cuando han tropezado sus ojos con una mujer fumadora.
E inevitablemente la juzgan mal. (26)
Con relación al otro distintivo de la «vamp», el de
las cejas finas, he encontrado un testimonio muy curioso, donde se
presenta a Carmencita Franco (que, por cierto, tampoco fumaba) como redentora
de aquella exótica servidumbre.
* Hasta hace pocos años las mujeres se sometían a
tremendos martirios depilatorios con tal de presentar sobre los ojos un
conato de cejas perfiladas. Pero la marquesa de Villaverde, que tiene unos
ojos preciosos, decidió exhibir sus auténticas cejas al natural. Y
negras, abundantes, sedeñas, han esparcido el contagio. Y he aquí que, por
arte de magia, las españolas vuelven a obtener unas «zonas» que
parecían perdidas. (27)
Bien entrada la década de los cuarenta, llegó a nuestras pantallas una
película americana que trataba de arrinconar el mito de la
vampiresa sustituyéndolo por el de la mujer burguesa y casera. Se trataba
de La señora Minniver. Esta película provocó en España una polémica
bastante curiosa. Aprovechando la casual coyuntura de que la actriz que
se revelaba en ella, Geer Garson tenía las mismas iniciales que Greta
Garbo apareció en una revista catalana un artículo titulado «¿G. G. o G.
G.?», que decía:
* En mi modesta opinión, el tiempo de Greta Garbo ha
pasado... Ha sido la última vamp, puede que la más digna, y ha enterrado
este tipo... Bastantes Garbos ruedan por esos mundos de Dios, anulando con
sus actos lo que de mejor tiene la vida: el calor de hogar, la sencillez,
los buenos modales, un corazón sano, la franqueza la caridad... Voto a
favor de Geer Garson y de todas aquellas actrices que nos ofrezcan algo
de nuestros pequeños problemas y de nuestras «vulgares» reacciones. (28)
No todas las opiniones, sin embargo, se inclinaban en
este sentido. La señora Minniver no podía desterrar, para otros, el
recuerdo de la sublime Greta.
* Se quería inútilmente hacernos olvidar a la Garbo...
¿Qué nos importará que esta o aquella artista nos recuerde a la vecina
del primero?... Lo que se necesita en el cine, como en la vida, es
ilusión, nada más que ilusión. Que el paso de una actriz por la pantalla
nos haga soñar con mil amores imposibles, ennoblecidos por el sufrimiento.
Y ése es el fallo imperdonable de la señora Garson. El que solo sea una
burguesita que quiere vivir su vida sin echarse a volar. (29)
De todas maneras, y al margen de esta polémica, la
perfidia en estado puro que se atribuía a las vampiresas cien por cien
era desaconsejada invocando todo tipo de argumentos. El lenguaje con que
se pretende desmitificar ante las jovencitas de posguerra los estilos de
la vampiresa tiene a veces cierta resonancia de reprimenda doméstica:
* ¡Claro que cuando quieras podrás ser femenina y
seductora! Pero cuidado, por Dios, no te vistas de «vamp». Tu encanto
consiste precisamente en no ser Marlene Dietrich, no hagas exhibiciones
afectadas, no lances miradas a los demás chicos, puede molestar a tu
pareja, no hagas apartes, sentándote en las escaleras; están frías, es sucio y
resulta feo. (30)
De una manera o de otra, acababa saliendo siempre a
relucir el tema de la higiene y del gobierno de la apariencia.
En el rincón de las confidencias, que no faltaba en
ninguna publicación dedicada a público femenino, se impartían a dosis
iguales las reglas más convenientes de conducta para interesar a un hombre
y los consejos para decorar un cuarto, reformarse un vestido o conservar
un cutis juvenil. Y el tono de todos ellos es de susurro, de ánimo ante
el obstáculo, encomiando la satisfacción personal que produce entregarse
a una labor paciente, ya sea la de vencer una pasión o la de
conseguir presentarse bien arreglada en una fiesta. Más tarde o más
temprano los resultados de este esfuerzo iban a ser apreciados por los
hombres, más inclinados a la chica como Dios manda que
a la vamp. Opinión que, además, había que rendirse a la evidencia,
era la sostenida por la mayoría
de los solteros.
Algunos mitos nacientes del cine español masculino, de
los cuales muchas jovencitas podían estar enamoradas en secreto,
expresaron claramente sus preferencias en una encuesta que se les hizo
acerca de cuáles eran para ellos las condiciones de la mujer ideal.
* Que considere a su marido como la valla protectora
que defienda su ingenuidad de las asechanzas del mundo —contestó Carlos
Muñoz.
* Que la mujer sea para el hombre su secretaria
particular ideal, conocedora de sus gustos y de sus ocupaciones... Que sea
culta, pero de manera disimulada, que haga entender a su marido que él
sigue siendo superior —declaró José Nieto.
Y Julio Peña puntualizó:
* Es que la cosa varía si se trata de la mujer ideal
para casarnos o de las mujeres ideales con las que no nos hemos de casar.
Estas pueden ser altas, vistosas, incondicionales del «swing» y de 19 a 31
años. La otra tiene que ser morena, algo menuda, poco llamativa y de 25
años de edad. (31)
O sea que la muchacha que quisiera ajustarse a este
ideal no podía ser llamativa ni vistosa. Pero, por otra parte, tenía que
conseguir llamar la atención y ser vista entre la multitud de candidatas a
casarse que hormigueaban, perplejas como ella, ante la misma encrucijada.
¿Cómo se las arreglaba para esto?
Carmen Martín Gaite
Usos amorosos de la posguerra española
Capítulo VI. El arreglo a hurtadillas
______________
NOTAS
1. María del Pilar Morales, op. cit., p. 51.
2. Esperanza Ruiz Crespo, en Letras, mayo de 1951.
3. María del Pilar Morales, op. cit., PP. 116 y 117.
4. Esperanza Ruiz Crespo, «La cigüeña y su donativo», en Letras, marzo
de 1930.
5. Medina, 9 de enero de 1944.
6. Eugenia Serrano, El Español, 2 de noviembre de 1946.
7. Medina, «Consúltame», 2 de julio de 1944.
8. Letras, mayo de 1950.
9. Y, febrero de 1945.
10. Ver El Español, 22 de agosto de 1953.
11. Liceo, noviembre de 1950.
12. Liceo, septiembre de 1945.
13. Y, febrero de 1945.
14. Semana, 21 de mayo de 1940.
15. El Español, 22 de marzo (`e 1947.
16. Destino, «Calendario sin fechas», 8 de junio de 1946.
17. Cit. por «Historia del franquismo», op. cit., fase. 22, p. 137.
18. Daniel Vega: Valores espirituales en quiebra, ed. Studium, Madrid
1952, Pp. 31 y 32.
19. Medina, 15 de marzo de 1942.
20. Dígame, 16 de abril de 1940.
21. Chicas, 20 de enero de 1952.
22. Medina, 15 de marzo de 1942.
23. Chicas, 3 de septiembre de 1950.
24. Medina, 1 de abril de 1945.
25. Cucú, 30 (`e abril de 1944.
26. María del Pilar Morales, op. cit., p. 83.
27. Letras, «Pequeña historia de una boda», mayo (`e 1950.
28. Destino, 14 de febrero de 1948.
29. Destino, 13 de diciembre de 1947.
30. Chicas, 17 de julio de 1950.
31. Y, marzo de 1943.
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