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2644. Usos amorosos de la posguerra española.- VII. Nubes de color rosa




Antes de que una jovencita de buena familia fuera presentada en sociedad vistiendo su primer traje largo, ceremonia que la elevaba al rango de las aspirantes a ser elegidas, podía haber aprendido a bailar al aire libre durante el veraneo o colándose, con la bula de sus hermanos mayores, en algún guateque. Pero no había quien le quitara el sambenito de «una cría que todavía no se ha puesto de largo». Si se metía con tonteos y flirts antes de los diecisiete años —edad que se consideraba unánimemente como la más idónea para aquella especie de toma de alternativa que era la presentación en sociedad—, se decía de ella que había salido «muy lanzada». No saber esperar la sazón oportuna, Siguiendo el ejemplo de los ciclos botánicos y meteorológicos, suponía un cierto desacato a las normas. Ya lo decía la letra de un bolero muy escuchado por entonces: 

Yo sé esperar 
como espera la noche a la luz 
como esperan las flores 
que el rocío las envuelva. 
Yo sé esperar 
que en amor esperar es vencer. 

No estaban tan seguras algunas niñas, de natural precoz y testigos desde su primera edad de los estragos de la soltería, de los resultados infalibles de aquella receta, y se lanzaban por su cuenta y riesgo a la emancipación prematura. Pero su impaciencia solía ser reprobada. 

* Me parece, naturalmente, un disparate que tengas novio a los quince años, y que éste sea el sucesor de otros dos y de unos cuantos «flirts». ¿Qué piensas dejar para cuando te pongas de largo? (1) 

La verdad es que aquella ceremonia de la puesta de largo casi siempre dejaba la primera estela de desilusión en las almas cándidas que, ateniéndose a los mandamientos del ahorro, hubieran mantenido intactos en jaula los pájaros de la ilusión para echarlos a volar aquel día. O mejor dicho, aquella noche. Porque eran fiestas de noche, y eso era precisamente lo más excitante. Significaban el primer permiso para que una jovencita tomara contacto con la noche sin tener que estar mirando a cada minuto el reloj. Hasta en las novelas más inocentes, las películas toleradas para menores y los poemas que se aprendían de memoria en las clases de literatura del bachillerato estaba implícita la noción de la noche como madrina de posibilidades innominadas y perturbadoras. Y ya no digamos nada de las coplas de corte español o de los lánguidos sones hispanoamericanos, donde casi todo lo que pudiera hacer latir aceleradamente el corazón ocurría indefectiblemente a la luz de la luna. 

Pero en la práctica, salir de noche y volver a casa a deshora, abriendo tranquilamente con la llave del portal, era una prerrogativa reservada a los hombres o a las «mujeres de la vida». La entrega de la llave del portal era demasiado simbólica. Ni siquiera las chicas más modernas, de cuyas libertades se habló en otro capítulo, habían accedido a esa conquista, aunque alguna vez trasnocharan. 

* Las muchachas topolino jamás llevan llave del portal, y en eso favorecen a los serenos, que reciben buenas propinas... Los que hemos hablado con las madres sabemos que el negar a sus hijas las llaves del portal es por no renunciar a su último vestigio autoritario. (2) 

El respeto de los horarios fue una de las constantes con mayor resistencia a la alteración en la época que estoy estudiando. A partir de las diez de la noche, último plazo para llegar a cenar, aunque fuera corriendo y dejando perdido en la fuga un zapatito de Cenicienta, a la chica decente no se le había perdido nada fuera de las cuatro paredes de su cuarto. Eso no impedía, sino todo lo contrario, que pudiera quedarse mucho rato despierta mirando a la ventana e imaginando el ritmo diferente, más relajado, conque continuarían su periplo bajo las estrellas los seres privilegiados que ya tenían llave del portal. Entre éstos, naturalmente, siempre había uno o varios rostros masculinos que se idealizaban en secreto, por más que su mueca real a aquellas horas, si no se habían metido en la cama, fuera la del hastío o la del pobre aliciente de irse de putas para remediarlo, materia primordialmente debatida en las tertulias nocturnas de café. Aunque también hablaban mucho del porvenir y de las oposiciones. La mayoría de ellos opinaba que hasta que tuvieran el porvenir resuelto no traía cuenta echarse novia formal. Los muy jóvenes, más proclives por otra parte a enamorarse, se sentían en desventaja con relación a los que ya habían acabado una carrera o la ejercían, que eran los más asediados por las chicas casaderas. Y los otros, al codearse con el «hombre hecho», arrastraban su juventud como una condena. 

* Un novio de diecinueve años es casi una birria, Montse. Me gustan los caballeros más hechos. No porque ofrezcan mayores garantías — querer quieren más los jovencitos inexpertos—, sino porque se pueden permitir el lujo de abreviar los trámites del casorio y no ha lugar a las picardías por ley de costumbre o por cansando. 

Pero una jovencita que aún no se había puesto de largo no pensaba en los trámites del casorio, sino en escuchar palabras de amor a la luz de la luna. ¿Estaría pensando en ella aquel muchacho a quien aureolaba en sus insomnios? ¿Hablando de ella con alguien? Podía ser más o menos conocido, incluso haber entrado en la casa por ser amigo de un hermano mayor y haberla mirado a ella con una simpatía especial. Pero la incógnita estremecedora era la de adivinar cómo se comportaría a partir de las diez de la noche y sobre todo en la gran noche de la puesta de largo, cuando se dirigiera a ella para sacarla a bailar como a la protagonista número uno de la fiesta, sin ver a ninguna otra. Le diría, por ejemplo, «Te rapto para mí», como Felipe Arcea a Sol Alcántara en la novela Vestida de tul, literalmente devorada por las jovencitas de posguerra. Aunque, para ser justos, hay que reconocer que las mejores páginas del texto anteriores a este éxtasis, son aquellas en que Carmen de Icaza deja constancia de la banalidad general de las conversaciones masculinas durante una puesta de largo, en un intento bastante eficaz de desmitificación de la misma. Lo que pasa es que no se atreve a llevarla adelante, porque sería demasiado duro de aceptar para sus lectoras que la vida no es como una novela, y saca a Felipe Arcea, el hombre gastado y atormentado pero muy espiritual y al mismo tiempo protector de la mujer, un verdadero personaje de novela. 

A las presentaciones en sociedad, ya se celebraran en casas particulares, si se trataba de una familia muy pudiente, o en algún casino o círculo recreativo, acudían tantas chicas vistiendo sus primeras galas de mujer en aquella misma fecha y todas tan peripuestas, tímidas y anhelantes que la reacción varonil más frecuente era la de la cautela, la de no significarse demasiado con ninguna. Bailaban con ellas como con miedo a arrugarlas, por un lado, y a decepcionarlas, por otro. Y no sabían muy bien de qué hablar. 

Hay que tener en cuenta, además, que no se trataba de fiestas de jóvenes solos, sino que se desarrollaban bajo la vigilancia de personas mayores, pendientes de reojo de las posibles libertades de los danzarines. Y eso contribuía al encogimiento. La noche, adjetivada de sensual, tibia y tropical en la letra de los boleros y foxes lentos a cuyo son se bailaba, no concedía su borrachera de aventura más que a los que transgredían sus umbrales sin miedo. Y perder el miedo a dejarse llevar por el ritmo que la música imprimía en el cuerpo y por los efluvios mismos de la noche era lo que más miedo daba. Y al mismo tiempo, lo que más se estaba deseando. «Déjate llevar —solían decir los más atrevidos, con un tinte de impaciencia en la voz, sobre todo si habían bebido algo—. ¡Si es que no te dejas llevar!» Y, a partir de comentarios como éste, el silencio se hacía más embarazoso, porque mientras trataban de disimularse los esfuerzos por seguir manteniendo una distancia prudente entre los cuerpos, aquellas lánguidas historias susurradas por el vocalista o la animadora de turno junto al micrófono se clavaban en el alma como un sarcasmo.

De la marimba al son te conocí
y al contemplarte fui de la ilusión
el prisionero que viene a cantarte
las penas de su corazón.

No. La chica recién puesta de largo, aunque hubiera bailado mucho y dijera que se había divertido, al llegar a casa y colgar el traje de noche en el armario casi siempre tenía que reconocer que la habían defraudado en sus expectativas. Ningún hombre había venido a hablarle de las penas de su corazón. 

Y era un requisito casi indispensable dentro de la noción confusa y exaltada del amor que la mujer elaboraba, apoyándose en modelos literarios y del cine. La represión de la sexualidad femenina desaguaba en el ansia de confidencia, de lágrimas compartidas. Por eso se idealizaba al hombre «atormentado». Enamorarse era, en cierto modo, tener acceso a la naturaleza de esos presuntos tormentos varoniles, rodeados siempre de cierto misterio. 

* A los 17 años, Juanita no vive más que de novelas; sueña con un hombre de 30, de espíritu atormentado, que se enamore locamente de ella. A los 18 se enamora de un joven al que no conoce más que de vista, pero que tiene el rostro y la figura de «su héroe». Al fin consigue atraparlo. El un día está amable y otro ni la saluda. Ni se ha fijado en ella. Pero Juanita no puede abstenerse de «novelar»... A los 20 le conoce más a fondo y es vulgar, no un Gregory Peck con complejo de Recuerda. Se enamora de otro al que rodea de misterio e ilusión. A los 30 está empleada y sigue atiborrándose de novelas. Tiene un novio corriente y buen chico, al que desprecia porque no se parece a sus héroes predilectos. A los 35 sale con otro, pero es un don Juan vulgar. A los 50, para consolarse de su soltería, sigue leyendo novelas. (4) 

Pero lo curioso es que esta misma publicación, donde se caricaturiza a la chica «novelera», suministraba, a través de los relatos cortos que puntualmente aparecían en sus páginas, pasto suficiente para la consolidación del arquetipo Juanita, que podía florecer en todas las clases sociales. 

Porque también las chicas modestas, que tenían un trabajo rutinario y nunca se iban a poner de largo, eran fervientes consumidoras de aquella droga que semanal o mensualmente les iba a deparar su encuentro en el papel con un hombre «distinto», o que las hiciera creer que ellas podían ser distintas. Cuanto más desgraciadas se sintieran en la realidad, más necesitaban de aquella identificación con las heroínas inventadas por Mª Mercedes Oriol, Mª Luisa Valdefrancos o Concha Linares Becerra, a las que cuando menos lo esperaban les llovía del cielo una ilusión que las hacía sentirse transfiguradas, distintas. El mago de esta alquimia, por supuesto, era siempre un hombre. 

Uribe, el protagonista de una novela de los años cincuenta, confiesa que su éxito con las putas consiste en que las encandila mediante la palabra, sacándolas por unos momentos de su horrible realidad. 

* Y me quieren porque les hago creer que son distintas. Las engaño. Les doy magia. 

Las mujeres, efectivamente, ya de antiguo, hacían coincidir el amor con la magia de las palabras dulces, bien dichas. Y esta magia, aunque alimentada en el plano argumental por medio de trucos bastante monótonos y burdos, era la que explotaban algunas de aquellas novelitas aparecidas en publicaciones femeninas, cuando elegían a sus protagonistas entre chicas de clase social inferior, dependientas, costureras o secretarias, ansiosas de vivir el mito de la Cenicienta. A veces no eran siquiera novelas, sino cómics. 

En un cinegrama en setenta y dos cuadros aparecido en la revista Chicas y que se titula «Daisy la tímida», se nos presenta a ésta como a una muchacha venida a menos y que vive en los suburbios. Naturalmente son unos suburbios abstractos a los que se alude de pasada y situados en un país ilocalizable, porque además Daisy se llama Templeton de apellido, para que nada tenga que ver con la miseria del extrarradio español, a que se hizo referencia en otro capítulo. Las normas sobre la prensa infantil y juvenil, aparecidas en enero de 1952, prohibieron, entre otras las historietas o cuentos que fomenten el derrotismo, el odio de clases, los apuros monetarios y los noviazgos de las tatas. O sea que la historia de Daisy, si caía en manos de una niña rica no tenía por qué despertarle más que una vaga compasión por los desheredados de la fortuna, de cuyos problemas concretos no hay que saber detalles. Daisy trabaja todo el día en la casa o cosiendo para unos almacenes, y por las noches estudia. Marga y Sara, antiguas compañeras de escuela, la invitan a una fiesta. Ella al principio no quiere ir porque no tiene qué ponerse, pero acaba aceptando y arreglándose lo mejor que puede. En la fiesta la saca a bailar un aviador y le dice palabras encendidas. En un momento en que la deja para ir a buscar un refresco, sus amigas comentan que la ha sacado a bailar por caridad. Ella huye y llega a su casa hecha un mar de lágrimas.  

* En el mundo no se aprecia a las personas, mamá —le dice a la señora Templeton— sólo los trajes y los adornos. 

Pero el aviador, al notar su ausencia, interroga a Marga y Sara y se indigna al saber que han humillado a Daisy. Sin pensarlo más, corre a buscarla a su casa. Y en uno de los recuadros finales, se le ve hablando con la madre, con las mejores maneras de un hombre de mundo. 

* Perdone, señora Templeton —le dice— Cenicienta tiene que volver al baile. 

Por supuesto que no siempre las transposiciones del mito de la Cenicienta eran tan elementales y pueriles como la citada. Algunas autoras como Carmen de Icaza y las hermanas Linares Becerra, Concha y María Luisa, le dieron otros visos de cosmopolitismo y modernidad. Pero aquellas protagonistas de las novelas, que se veían obligadas a trabajar, habían recibido casi indefectiblemente una educación esmerada, eran inteligentes, eficaces, guapas y sensibles, y por eso podían llegar a llamar la atención de un hombre de clase social superior. 

Se exaltaba mucho la figura de la secretaria, que era de hecho una de las profesiones más extendidas en la posguerra, y que la Sección Femenina recomendaba como particularmente idónea para la mujer. En un poema de Francisco Javier Martín Abril, donde se describe a la secretaria como humilde sombra en el despacho grande, se insiste en el aspecto, siempre novelesco y emocionante, de la chica venida a menos que se ve obligada a trabajar y que alimenta sueños de amor. Al final, como compensación a sus fantasías, se la consuela hablándole del premio que en el más allá recibirá, convirtiéndose en secretaria del Supremo Hacedor. 

* ¿Cómo es tu casa, chica de oficina? / ¿Murió tu padre, magistrado o médico? / ¿Tienes hermanos que te piden libros / de cuentos o propina los domingos? /... Tú ves, cuando te miras al espejo / de la maquina negra donde escribes, / que no eres fea, que eres como muchas / que se han casado con muchachos altos. / A veces lloras en silencio opaco, / mientras despachas un montón de cartas. / Peto nadie lo nota, ni tú misma, / acostumbrada a ser sombra sumisa. / Y Dios, que sabe todas tus virtudes, / te hará su secretaria, María Luisa. 

Pero había una peculiaridad en esta profesión, relacionada con el deseo femenino de recibir no sólo órdenes, sino también confidencias. La secretaria, como receptora de los «secretos» de un hombre, estaba bastante predispuesta a enamorarse de su jefe, precisamente porque éste podía llegar a encontrarla distinta, insustituible, al sentirse «comprendido» por ella en el terreno profesional. Ahora bien, ¿dónde estaban las fronteras entre este terreno y el de la vida privada? 

Ya hemos visto en el capítulo anterior cómo el actor José Nieto —y, por supuesto, no era el único hombre que opinaba eso— hacía coincidir a la mujer ideal con la secretaria particular ideal, conocedora de sus gustos y de sus ocupaciones. Por eso existen en la prensa de la época algunas advertencias, más o menos alarmistas, sobre el peligro que en este aspecto podía suponer una secretaria como rival de la mujer casada. 

* Tú, mujer, cuyo marido es doctor en Medicina, ¿por qué —aunque te cueste un poquito al principio— no procuras permanecer cerca de él en la clínica sirviéndole de ayudante en todas aquellas cosas que esté a tu alcance desempeñar?... Tú la que el compañero de tu vida descuella en el foro, en la cátedra, en la política, ¿por qué no intentas, si tu instrucción te lo permite, ser la secretaria de tu esposo? (Si no lo haces)... entrará en tu hogar una mercenaria que tal vez, al vivir esas horas de trabajo y afán, de lucha y satisfacción ante el triunfo, de desaliento ante el fracaso... insensiblemente irá ocupando un puesto en el corazón de él... y quién sabe si entonces empezará a labrarse para vosotros... una infelicidad irremediable. (9) 

Pero, según otros textos, de este cliché de la secretaria sentimental, no tenía la culpa el jefe ni aquellas señoritas… 

* …laboriosas, pulcras de espíritu y presencia, que acuden con puntualidad y se someten sin comentario a las órdenes y a las horas, que llevan ficheros, anotaciones y cuadernos con un orden perfecto y minucioso, supliendo así la menor capacidad inteligente que le supone la opinión varonil. 

No. Nada de eso. La culpa la tenían las novelas y el cine. 

* El cine, las novelitas rosa sin imaginación y otros peligros del mundo han dotado de una falsa personalidad a la secretaria. Parece que les gusta mucho que todas sean coquetas y adopten actitudes sentimentales frente al jefe... Un poco de formalidad. La vida no es ni debe ser nunca una añagaza de novela. (10) 

Este debate sobre si la vida era o no una añagaza de novela no impidió que las mujeres siguieran leyéndolas, sobre todo porque la mayoría de las que se publicaban iban destinadas a ellas. Y esto ya lo sabían todos los autores del mundo desde hacía más de un siglo, incluidos los que pretendieron, como Flaubert o Clarín (por citar solamente dos casos) transmitir mediante sus ficciones el mensaje de lo perjudicial que podía ser para una mujer vivir alimentándose de novelas. (11) 

* Si las mujeres dejaran de leer de pronto —había escrito un humorista español—, todos los que nos ganamos la vida escribiendo tendríamos que emigrar al Níger. (12) 

Visto el mal remedio que eso tenía, todos los que se quisieron aplicar en la posguerra contra la imaginación femenina propicia a inflamarse no pasaron de ser paños calientes. 

Las lecturas que se consideraban más peligrosas eran, con todo, las pesimistas. 

* Convienen los libros alentadores que levanten el ser a definitivos propósitos, que nos lleven a ser cada día mejores y que indiquen a hacer algo útil en el mundo; por el contrario, debemos huir de las lecturas pesimistas; es uno de los factores que más poderosamente influyen en el endurecimiento del espíritu. (13) 

En la práctica no se sabía muy bien dónde estaban aquellos libros que levantaban el ser a definitivos propósitos, porque si el propósito más definitivo de la mujer era casarse, como ya ha quedado bien claro, también estaba bastante claro que a la consecución de aquel propósito no la ayudaba mucho la lectura asidua de las novelas rosas, totalmente tergiversadoras de la realidad. 

* La novela rosa —escribió una autora que, por otra parte, no se alejó demasiado en sus argumentos de «lo rosáceo»—, es algo llamado a desaparecer por absurdo. Es un pomo de veneno en manos femeninas. La novela rosa acaba siempre donde comienza la vida: en el matrimonio. (14) 

Empezaba a ser descalificado el género incluso por parte de quienes lo cultivaban. Azorín se atrevió en 1944 a publicar María Fontán con el subtítulo de «novela rosa». Pero en cambio Carmen de Icaza y Concha Linares Becerra protestaron por las mismas fechas, declarando sus preferencias por un color más aséptico y que comprometiera menos la definición de sus historias. Ambas dijeron que su novela no era «rosa» sino «blanca» y moderna. (15) 

En que las novelas rosa no eran modernas ni reflejaban la realidad estaba de acuerdo casi todo el mundo. Pero tampoco se podía poner demasiado de manifiesto lo crudo de la vida, hubiera resultado escandaloso. 

Rosa María Aranda, zaragozana casada con un militar y colaboradora asidua de Medina, La moda en España y Fotos, declaró en una ocasión: 

* Yo no escribo novelas rosa (a riesgo de que me llamen petulante y vanidosa)... Mis novelas no son crudas y violentas porque me retirarían el saludo mis amistades, porque no me comprenderían, pero nada más lejos de mí que la novela cursi sentimentalmente solterona... Parece que una mujer no puede escribir más que cosas de las llamadas «rosa»: un niño calavera millonario, una aristócrata arruinada metida a señorita de compañía, la boda... Y esto no es la realidad. Yo quisiera escribir una novela cruda, real, psicológica. (16) 

Angeles Villarta reconocía que el género «rosa» daba mucho dinero a sus cultivadores, pero decía también: 

* Las niñas se ruborizan e indignan si se las califica de «chiquillas de novela rosa», y no conozco a ningún escritor de primera ni última fila que admita por las buenas que pueda ser productor de engendros de semejante tipo... En España —reflexionaba luego con bastante acierto— no existe apenas una novela intermedia, ligera e interesante. De la copia rosa pasamos a copias con caracteres rudos y difíciles, ambientes que repugnan a los paladares acostumbrados a la fácil trampa y a la dulzura de un final que premia a la niña rosa, huérfana y que enamora y se enamora cantando y contando cursiladas. (17) 

Precisamente por las fechas en que se escribían estas declaraciones, se iniciaba el éxito de una novela, Nada, que, a pesar de estar escrita por una mujer, significaba la antítesis de lo «rosa». Pero el análisis de la repercusión del texto de Carmen Laforet nos alejaría mucho del propósito de este trabajo, ya demasiado ramificado de por sí. 

Lo que intento dejar insinuado de momento, es la ambivalencia que presidía los criterios de selección seguidos para encauzar en la posguerra la tendencia femenina a alimentarse de literatura. 

Se desaconsejaban los autores crudos o inmorales como Pedro Mata, pero también La Regenta, calificada como admirable novela, pero no apta para señoritas. En el mismo artículo donde se despacha la ficción de Leopoldo Alas con tan insatisfactorio resumen, se aconsejan autores como Concha Espina, Fernán Caballero, Concordia Merell, Eugenia Marlitt, Berta Ruck, Alarcón y Pérez Lugin. De este último particularmente se encomia La casa de la Troya, paradigma de novela rosa que pocas jovencitas no analfabetas habían dejado de leer. El comentario final a estos consejos dirigidos a la lectora española tiene un tono totalmente retrógrado; donde se ponen de manifiesto las suspicacias contra la «modernidad», de que ya hemos hablado cumplidamente.  

* Créame, amiga mía, aprovéchese de todos los adelantos de la civilización en cuanto a lo físico: el teléfono, la radio, el automóvil, pero en cuanto al espíritu, déjele con miriñaque y polisón, cuídele como a un niño, trátele como a un novio. (18) 

Especial mención merecen las biografías sobre mujeres que por una causa o por otra habían destacado como excepciones en la política o en la historia de la cultura a lo largo de los siglos. A cualquier investigador de la prensa y del escaso movimiento editorial a lo largo de los años cuarenta le salta inmediatamente a la vista la abundancia de títulos dedicados a ejemplarizar la vida de las mujeres ilustres, con el consiguiente aderezo de material gráfico. Pero aquellas historias, si bien podían «levantar el ser a definitivos propósitos», no dejaban de proponerse nunca como una excepción en la que tampoco convenía que la mujer corriente se viera reflejada. El pueblo español estaba, naturalmente, muy orgulloso de contar con figuras como Santa Teresa de Jesús, Mariana Pineda, Isabel la Católica o Agustina de Aragón, por citar cuatro de las que más salían a relucir a todas horas. Pero su ejemplo había sido más bien un ejemplo para los hombres. Así lo declaraba textualmente un comentario cauteloso sobre aquella aragonesa brava y desmelenada que aparecía en todos los grabados de los libros de texto arengando a los soldados y empuñando el cañón, con las ropas hechas trizas: 

* La verdadera misión de la mujer es crear hombres valerosos. Saber infundir en los hombres este valor que ellas ni poseen ni deben poseer... Los cañonazos de Agustina de Aragón es casi seguro que se perdieron inútilmente... Ella sin embargo —añadía un poco más abajo— fue el ejemplo vivo del deber de todos los hombres de nuestro pueblo. (19) 

O sea que también las biografías de mujeres, con las que bombardeaban a sus lectoras todas las publicaciones femeninas y que descollaban sin ningún tipo de «nihil obstat» entre los títulos de los «Libros recibidos», había que tomárselas no sólo a pequeñas dosis sino también un poco a beneficio de inventario: 

* A mí personalmente me encantan las biografías —declaraba una consejera sentimental—. Pero si te dejas llevar y quieres revivir en todas las figuras pueden ser peligrosas. Una mezcla de María Antonieta, la Duse, Cristina de Suecia, la señorita Lavalieve y Santa Teresa de Jesús sería muy interesante desde el punto de vista psicológico... Pero para andar por la vida normalmente, un lío horroroso. (20) 

El lío verdaderamente horroroso era poner de acuerdo aquellas prédicas encontradas que obligaban a caminar entre la ilusión y el desencanto, el ardor y la sensatez, el optimismo y el pesimismo, la valentía y la pasividad como por el filo de una navaja. 

Las dificultades para la resolución de aquel jeroglífico se veían incrementadas porque continuaba vigente en todos los textos de corte falangista la retórica del heroísmo. Había muchos que se resistían a que las cosas volvieran a la normalidad. 

* Normalidad se denomina en ortodoxa acepción librecambista el aburguesado «seguir viviendo», o el castizo y proletarizante «ir tirando». Vivir y tirar penosamente, cobardemente, rechazando el sacrificio de una generación... La normalidad —acepten mis respetos los viejos— es una herejía... La normalidad es opresora para la juventud, que exige andaduras de dificultad... A la Historia se pasa clamando alturas y abarcando horizontes. (21) 

La expedición española que con el nombre de División Azul partió hacia Rusia en 1941 con el quijotesco propósito de aplastar el comunismo mundial volvió a conceder protagonismo a la novia del héroe. 

* Piensa que tu novio es uno más en la enorme lista de valientes dispuestos a aplastar el comunismo, que, como tú, hay muchas mujeres que despiden a seres queridos, pero saben sobreponer a la pena de su marcha el inmenso orgullo de su hombría. (22) 

La mujer fuerte tenía que saber sorberse las lágrimas y olvidar los ridículos síncopes de las novelas sentimentales, con lo cual volvió a revivir el protagonismo sublime de la enfermera. 

* Cientos de tocas blancas se inclinaban ante la cama del herido. Sangre y muerte en los hospitales de guerra. Y el ridículo pomo de sales de la abuela arrinconado en algún cajón del viejo tocador. La nieta enfermera sabe que no hay nada más femenino que su fortaleza. (23) 

Mario Coloma, un periodista entusiasta, que entrevistó en julio de 1941 en la Escuela del Hogar de la Sección Femenina, sita en el Paseo del Cisne de Madrid, a un grupo de muchachas dispuestas a partir hacia Rusia con la expedición española, encomiaba su mezcla de feminidad y fortaleza en un tono no demasiado diferente del empleado en algunas novelas rosa escritas por mujeres que, como Carmen de Icaza, decían abominar del género. 

* Todas han luchado —dice— en la guerra y en la paz. Algunas dieron su sangre. Muchas saben del horror de las «checas», de familiares desaparecidos, de hogares saqueados. Pero hay risas, alegría, juventud. Y una alegría que palpita hasta en el dormitorio que pueblan numerosas camas coquetamente decoradas en azul y maletas que esperan la orden de partir. (24) 

Pero, aparte de este breve rebrote de heroísmo que significó la aventura fallida de la División Azul, la misma guerra española, aún reciente y que para muchos de sus encendidos panegiristas no podía aceptarse que hubiera pasado en vano, había dejado una huella indeleble en las relaciones amorosas interrumpidas, afirmando a la mujer —enfermera o no— en su papel de restañadora de heridas del superviviente. Es decir, que no existían solamente las enfermeras de heridas de guerra, sino las de heridas de posguerra, cuyo cometido era a veces mucho más ingrato y sórdido. Estas eran las madres abnegadas y valientes cuyo espíritu de sacrificio se siguió poniendo de ejemplo a las muchachas casaderas durante dos generaciones, aunque ya a la segunda con mucho menos fruto. 

* De la madre aprenderá (la joven) a ser sufrida y paciente, a perdonar y seguir amando... sin que la fatiga agote su fortaleza de espíritu ni la impaciencia malogre su esfuerzo, ni la incomprensión la aparte de su deber. (25)

En una novelita del año 50 se nos presenta a un estudiante, Miguel, perdidamente enamorado de Julieta, y a quien la impaciencia por estar a su lado y decirle frases encendidas desvía de sus estudios. El padre de Julieta le cuenta a ésta que a él también de joven le gustaba perder el tiempo diciéndole esa clase de tonterías a las chicas, pero cuando volvió del frente con la depresión de la posguerra: tu madre me recibió como a un niño enfermo y desalentado a quien hay que levantar. Me hizo preocuparme seriamente por mi porvenir. El ejemplo de su madre cala muy hondo en Julieta, que acaba siguiéndolo y metiendo en vereda a su novio. (26) 

En cuanto a una versión más romántica del amor, aunque basada igualmente sobre el espíritu femenino de sacrificio, la guerra había fomentado las confidencias epistolares entre desconocidos de sexo contrario mediante la institución de las madrinas de guerra, encargadas de consolar (con mayor o menor eficacia, de acuerdo con su imaginación y dotes literarias) a un soldado del que podían acabar enamorándose sin haberlo visto nunca. Todavía en la década de los cuarenta coleaban algunas de estas relaciones epistolares que, si no habían desembocado en noviazgo, generalmente eran ya un engorro para el ahijado, mientras que para la madrina podían seguir siendo una dulcísima obligación.  

* Las correspondencias entre desconocidos con pretexto de madrinazgo se han generalizado tanto que ya no se discuten. A mi... me parecen bastantes peligrosas para el femenino corazón, siempre bien dispuesto a enamorarse. De cien casos, en 1943, las madrinas están enamoradísimas del ahijado, y de cien casos, en 1942, los ahijados tienen varias madrinas al tiempo. (27) 

Y así se consolaba todavía en 1944 a una muchacha, posiblemente ya no tan joven, a quien su ahijado había dejado de escribir cartas: 

* Esperemos que tu antiguo corresponsal venza sus complejos y escriba. Vosotros, tanto tiempo separados y con tantos factores de inquietud y guerra como temas de charla, bien podéis encontrar distracción para los diálogos. (28) 

Estos factores de inquietud y guerra, como hilo conductor de conversación y posible acicate amoroso, se fueron volviendo inoperantes a medida que se iba haciendo un hueco en la sociedad, aunque a duras penas, aquella «normalidad burguesa» de que se quejaban los falangistas apeados de sus ideas. Pero siguieron funcionando como recurso literario infalible. La guerra, no sólo aquella nuestra que unos pretendían olvidar y otros no querían, sino las que por aquellas mismas fechas sembraban de cadáveres el mundo, servían de argumento más o menos indirecto a muchas novelas o películas de las que hacían llorar. 

Las chicas siempre llevaban al cine un pañuelo y cuanto más humedecido y hecho un gurruño lo sacaran de la sala, mejor les había parecido la película. Era índice de sensibilidad recorrer el camino de vuelta a casa con una actitud desmayada y la mirada perdida en el vacío, sin prestar demasiada atención a las conversaciones de las amigas. Si alguna iniciaba los comentarios diciendo: «Hija, no sé qué os habrá parecido, yo la he encontrado demasiado triste», siempre había otra que replicaba casi ofendida: «¿Qué dices? Era buenísima, por Dios, yo me he hinchado de llorar.» Y era un argumento que no tenía vuelta de hoja. Las películas que más hacían llorar eran las que acababan mal igual que las novelas, las que contaban una historia condenada a convertirse en recuerdo, las que exaltaban la fugacidad del amor romántico, hecho de renuncia, de lágrimas a la luz de la luna, de separaciones desgarradoras. Había instantes inolvidables que valían por toda una vida. Y era un mensaje que venía implícito también en la letra de un sinfín de canciones de las que emitía la radio y que casi todo el mundo se sabía tan de memoria como el padrenuestro. Porque las canciones de entonces eran mucho más su letra, es decir, la historia que contaban, que su música. Recordar su letra era como hacer propio, al recordarlo, el gran amor que se evocaba en ellas. 

Fue solamente un instante 
lo que duró nuestro amor 
pero un momento es bastante 
para gozar de una flor. 
Aquella noche ha pasado 
no volverá nunca más 
tú ya no estás a mi lado 
pero en mi pecho aún estás. 
Recuérdame en tu soñar 
y luego al despertar 
sin tu saber por qué. 
Recuérdame. 

Se trataba, en definitiva, del afán por dejar huella en alguien para siempre. Y sobre todo en el hombre difícil, impenetrable, despedazado por algún tormento o conflicto. En una palabra, en el hombre interesante. Ya dijimos al hablar de la soltería femenina que la muchacha «rara» o con complejos no solía ser cebo erótico; aunque la acompañara un físico agraciado era un tipo que no interesaba a los hombres, vivía incomunicada. El hombre difícil y desconcertante también podía vivir aislado, pero en seguida se daba cuenta de que aquella actitud interesaba a las mujeres, deseosas de interpretarla. El prototipo, para muchas jovencitas de posguerra, era el de Lawrence Olivier en Rebeca, una de las primeras y más exitosas películas «de complejos» que se vieron en nuestras pantallas. A lo largo de toda la cinta, la tarea angustiosa de Joan Fontaine, una tímida señorita de compañía convertida de la noche a la mañana en esposa de aquel hombre tan esquinado y aparentemente rudo, era la de descifrar su complejidad a base de aguante y dulzura. Bien es verdad que en la versión española, la índole de aquellos complejos de Lawrence Olivier no quedaba al final demasiado clara, porque se escamoteaba el foco fundamental del conflicto: las posibles relaciones lesbianas que su primera mujer, Rebeca, hubiera mantenido con la señora Danvers, la terrible ama de llaves que impedía con su hechizo negativo el fluido de compenetración entre los nuevos amantes en aquel maléfico castillo de Manderly, al que gracias a Dios prendía fuego quemándose ella misma entre las llamas, lo cual contribuía al final feliz. 

Pero, ya digo, el incentivo principal de aquella historia eran las huellas de sufrimiento que se adivinaban bajo la máscara del hombre impenetrable, constante acicate para la curiosidad femenina. Como los hombres no lloraban más que en algún corrido mexicano, se idealizaban sus tormentos callados y se ansiaban con ardor sus confidencias. A ellos parecía que las penas de una mujer les intrigaban menos, más bien les podían aburrir; en líneas generales aceptaban con mayor o menor resignación el tópico de que «a la mujer no hay quien la entienda» y se dedicaban a estudiar otras asignaturas, menos superfluas. 

* El hombre —dice un texto— da por descontado a la mujer entre las cosas serias y gobernables de la vida, pero la deja a un lado catalogada entre las superfluas, inesperadas y gratas a su placer. La mujer, por el contrario, a excepción de las feministas mayores de cincuenta años, «cuenta» con el hombre para su corazón, su felicidad y su vida; y por eso a ella sí que le causa un verdadero problema el encontrarse con un ser tan desconocido... de reacciones tan opuestas a las suyas... que, si muestra a veces un temperamento intelectualmente poético, cuando nosotras comenzamos, en cambio, a hablarle de ilusiones, opondrá esta vez a nuestras palabras la más fría lógica realista. Nos desazonará con su impenetrabilidad, su naturaleza impermeable a nuestros más delicados efluvios, inconmovible para nuestras descargas apasionadas y nuestra habilidosa paciencia maquiavélica. (29) 

Claro que —todo hay que decirlo— aquella paciente labor de investigadora de las reacciones masculinas en que cifraba su triunfo la mujer muy mujer podía ser en la práctica un verdadero agobio para quien se sentía permanente conejillo de indias de tan monográfica investigación, que no todas las mujeres, además, estaban igualmente dotadas para llevar a cabo. En aquella «fría lógica realista» en que se amurallaba el muchacho de carne y hueso contra los delicados efluvios de todas las chicas con ganas de casarse que hormigueaban en torno suyo, podía existir también —y de hecho existía— un ingrediente de temor a defraudarlas si mostraba ante ellas la verdadera naturaleza de sus ansias, más motivadas por pasiones carnales reprimidas que por aquellos quintaesenciados jeroglíficos que proponían a las espectadoras contumaces del cine los rostros de Gary Cooper, Alfredo Mayo, James Mason o Gregory Peck. 

El hombre asocial y algo neurasténico siempre estaba rodeado de prestigio. Algunos lo eran de verdad, pero otros fingían serlo sin demasiada convicción, y procuraban levantar una ceja, un gesto varonil típico de los héroes del papel y del celuloide, que a las chicas las arrebataba. Yo tengo para mí que algunos lo ensayaban delante del espejo. 

Acerca de este tema del hombre que se finge interesante, pero que tiene miedo a que un trato más cercano pinche el globo de las ilusiones de su enamorada, hay un cuento muy significativo de Rafael Martínez Gandía, y bastante bien escrito, por cierto. Se titula Carta olvidada y consiste casi enteramente en el texto de esta carta, escrita a una tal Cristina por un muchacho que le confiesa con toda sinceridad por qué no se atreve a hacerle una declaración de amor. 

* Me gustas. Cristina, y eso es todo... Pero ¿de dónde has sacado esa promesa de matrimonio? Me ves todos los días a las dos en punto, tomando tranquilamente mi aperitivo y levantando levemente una ceja porque creo que ese gesto me hace interesante... También te han dicho que soy algo loco, o por lo menos algo neurasténico. Son especies que dejo circular porque convienen a mis planes... Te he acompañado a tu casa y me he despedido de ti en el portal mientras esperabas la frase extraordinaria... Has leído demasiadas novelas rosa y no concibes un idilio que no termine en matrimonio. Te quiero tanto que no tengo valor para eso... Te concibo con dos niños..., te veo haciendo cuentas con tu doncella de Cambados y no puedo. (30) 

Al final del cuento, el lector se entera de que se trata de una carta atrasada y que nunca se mandó a su destinatario. El presunto hombre interesante, ya casado con Cristina y padre de dos niños, la está releyendo de noche en un cuarto de estar modesto. Ella entra con paso silencioso a decirle que no trabaje hasta tan tarde. Ha engordado. Se meten en la cama amplia comprada a plazos y él pone el despertador a las ocho. 

Si tenemos en cuenta que este breve relato desmitificador está publicado en plena aventura de la División Azul, bien podríamos considerarlo como precursor de las corrientes subversivas donde el héroe sería sustituido por el antihéroe, y que poco después el existencialismo francés y el neorrealismo italiano irían introduciendo en nuestro país, como veremos. 

De momento, a pesar de las salvedades apuntadas más arriba, a la jovencita no convenía apearla de su pedestal de sueños. Y en este sentido, la novela rosa siguió considerándose durante mucho tiempo como un mal menor, comparada con otros modelos mucho más peligrosos de la literatura.  

* A los diecisiete años, Ana presume de intelectual y desprecia a sus vulgares amigas. A los dieciocho, desdeña la novela rosa y lee de todo, aun lo que es inmoral... Así posee una cultura literaria y espinosa que le permite hablar libremente, resultando muy poco femenina y un mucho superior. No hay nada extravagante que no acapare su atención. Practica el surrealismo, el existencialismo y el último «ismo» de moda. Espera enamorarse de un hombre superior, pensador o literato..., pero luego a los treinta y cinco, aburrida, se casa con un bobalicón, que son los únicos que se extasían con ella. 

La moraleja de esta historieta, donde se pone de relieve la trayectoria equivocada de Ana, no se hace esperar: 

* Si Ana hubiese procurado... no ser tan original, no hubiera caído, huyendo de la novela rosa, en el otro extremo... Porque si la mujer desciende de su pedestal de sueños, delicadezas y espiritualidades al terreno crudo, brutal, de la vida... ¿en qué se convierte lo bueno del mundo? (31) 

Las «enseñanzas de invernadero», de que se habló en otro capítulo, pugnaban por desdibujar los contornos del mundo real. Y bajo los efectos de su anestesia, se pretendía apagar la curiosidad de la mujer por hurgar en cualquier cuestión espinosa o «escabrosa», adjetivo que se empleaba muchísimo. Mantenerse joven era distraer la atención que pudiera tender a fijarse en los detalles significativos del entorno o a recabar puntos cardinales para orientarse en aquella especie de isla de ñoña bonanza a espaldas de la geografía, la historia y la política, donde se quería recluir a las futuras mujeres del Estado español. 

Una publicación femenina de la época lo expresaba literalmente así cuando, en una página titulada «Puedes llamarte aún joven si...», prescribía, entre otras, las siguientes actitudes para salir vencedora en aquella encuesta: 

* Si, cuando haces un viaje, eres incapaz de acordarte del nombre de ninguna ciudad ni de describir un paisaje, pero te acuerdas perfectamente del color de los ojos y de la sonrisa de todo ser del sexo contrario menor de treinta años... Si encuentras que todo el mundo es bueno, que los malos terminan perdiendo, que todo tiene remedio, que no hay más que desear de veras las cosas para conseguirlas, que no hay en toda la tierra vida tan interesante como la tuya. 

Se trataba de exaltar el amor, la belleza y la bondad —con una elementalidad muy de cuento de hadas—, oponiéndolos al odio, la maldad y la fealdad. Pero nunca de preguntarse por las causas del odio y la maldad. En primer lugar porque en las mujeres el conocimiento analítico puede perturbar las finas arterias de su feminidad, (33) y además porque una pregunta como ésa hubiera lindado escabrosamente con un terreno que en la posguerra convenía esquivar: el de la lucha de clases. Con tan pobre referencia, pues, como la del color de los ojos de un hombre que se cruzara por su camino, se daba por supuesto que la jovencita que salía del invernadero tenía la suficiente orientación para lanzarse a un mundo donde no había vida más interesante que la suya, donde todo tenía remedio y donde los malos salían perdiendo siempre. 

Era una retórica opuesta a la del sacrificio y el mérito, pero tan alevosa como ella. Y entre las dos contribuían a acentuar el desconocimiento de las cosas tal como eran. La primera por la vía de la ilusión y del refugio en los sueños; la segunda por el abandono de aquellos sueños en nombre del acatamiento a unas normas que tampoco se adaptaban de un modo flexible a la realidad. 

Las jovencitas vivíamos de ilusiones. Si se hiciera algún día el cómputo de las veces que las palabras sueño e ilusión aparecían en las canciones que se cantaban sin cesar por entonces y en los títulos de películas y novelas de mayor consumo, resultaría sorprendente. Se habían incorporado asimismo de forma notable al lenguaje coloquial. «Tiene unos ojos que son un sueño», «¡qué sueño de película!», o «me ha quedado el traje hecho un sueño» eran frases que se estaban oyendo todos los días. Pero probablemente una de las expresiones más repetidas en una conversación entre amigas era la de «me hace ilusión», que no significaba propiamente «me gusta» o «me apetece» (frases estas últimas donde el sujeto revela hacia el objeto una tendencia fundada en algo, una actitud menos pasiva). Era frecuente, por ejemplo, que si una amiga le preguntaba a otra si le gustaba cierto muchacho que la miraba o se acercaba a ella en el paseo, la contestación fuera: «No, gustarme no, mujer pero me hace ilusión.» El objeto de la ilusión era cambiante, cualquiera podía servir para prender en aquella especie de sustancia gaseosa siempre dispuesta a inflamarse. 

Con relación a este peligro incontestable, los encauzadores de la conducta femenina se esforzaban en sus consejos por establecer un terreno de medias tintas, a caballo entre el encanto y el desencanto. 

* Es muy bonito pasarse la vida trazando quimeras; pero tiene sus inconvenientes, entre otros el de que un día te encontrarás con la realidad y no estarás preparada para recibirla. No puedes forjarte un mundo tuyo, tan tuyo que todo pierde su verdadera forma y color y toma los que tú quieres darle. No seré yo quien te coloque las gafas del desencanto y la desilusión, pero sí me gustaría graduarte la vista para que puedas apreciar todo en sus verdaderas proporciones. 

Pero ¿cómo graduarle la vista a una jovencita ilusionada, sin hacerla caer en las fauces, mucho más temibles, del derrotismo y la pérdida de entusiasmo? Ahí estaba la cosa. Por eso el mismo texto concluye luego: 

* El mundo es maravilloso y todo aquello en que palpita la vida debe despertar en nosotros un eco de entusiasmo. (34) 

No era un axioma demasiado coherente con la pretensión de graduar la vista femenina para que percibiera la realidad en sus verdaderas proporciones. 

El sueño y la ilusión mantenían a la mujer en las nubes durante un período más o menos largo. Y de las nubes de aquel paraíso ficticio se caía sin transición —cuando se caía— en los raíles del noviazgo con un muchacho concreto, al que no convenía dar confianzas pero al que había que querer mucho. Aunque a la jovencita bienpensante nadie le hubiera explicado en qué consistía querer mucho a un novio. Ni le estuviera permitido adivinarlo por su cuenta. 


Carmen Martín Gaite
Usos amorosos de la posguerra española
Capítulo VII. Nubes de color rosa

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NOTAS

1. Letras «Consultorio sentimental», junio de 1950. 
2. Una niña topolino, Op. cit., cap. 5. 
3. Medina, «Consúltame», 27 de febrero de 1947. 
4. Chicas, 27 de enero de 1952. 
5. Juan Goytisolo, Juegos de manos, Destino 1954, p. 57. 
6. José Antonio Ramírez, El Comic..., op cit., p. 58. 
7. Chicas, 9 y 16 de julio de 1950. 
8. Letras, febrero de 1951. 
9. Senda, diciembre de 1941. 
10. Medina, 13 de septiembre de 1942. 
11. Ver Carmen Martín Gaite: «Las mujeres noveleras», en El cuento de nunca acabar, Trieste, 1983, p. 79. 
12. E. Jardiel Poncela: Amor se escribe sin hache, Biblioteca Nueva, 1929, p. 17. 13. Medina, 31 de mayo de 1942. 
14. Julia Maura, La Estafeta literaria, 5 de marzo de 1944. 
15. La Estafeta literaria, 5 de marzo de 1944. Para ampliar este tema de la novela rosa, V Carmen Martín Gaite: «La chica rara», en «Desde la ventana» (en prensa) Espasa mañana, 1987. 
16. La Estafeta literaria, 15 de marzo de 1945. 17. El Español, 
17 de junio de 1944. 
18. «El bibliófilo y la lectora», en El Español, 14 de abril de 1943. 
19. Medina, 1 de mayo de 1941. 
20. Medina, 15 de noviembre de 1942. 
21. Emilio Romero: «Los jóvenes y los viejos», en El Español, 25 de septiembre de 1943. 
22. Medina, 10 de julio de 1941. 
23. Elena Catena, en Haz, 25 de marzo de 1941. 
24. Medina, 10 de julio de 1941. 
25. María Pilar Morales, op. cit., p. 63. 
26. María Luisa Valdefrancos, «La realidad del amor», en Chicas, 30 de julio de 1950. 
27. Medina, «Consúltame», 6 de diciembre de 1942. 
28. Medina, «Consúltame», 16 de abril de 1944. 
29. María Molero, «El defecto de ser hombre», en Letras, enero de 1949. 
30. Semana, 23 de septiembre de 1941. 
31. Chicas, 23 de marzo de 1952. 
32. Y, enero de 1943. 
33. Medina, 15 de noviembre de 1942. 
34. Letras, «Consultorio sentimental», septiembre de 1950. 






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