Antes
de que una jovencita de buena familia fuera presentada en sociedad vistiendo su
primer traje largo, ceremonia que la elevaba al rango de las aspirantes a ser
elegidas, podía haber aprendido a bailar al aire libre durante el veraneo o
colándose, con la bula de sus hermanos mayores, en algún guateque. Pero no
había quien le quitara el sambenito de «una cría que todavía no se ha puesto de
largo». Si se metía con tonteos y flirts antes de los diecisiete años —edad que
se consideraba unánimemente como la más idónea para aquella especie de toma de
alternativa que era la presentación en sociedad—, se decía de ella que había
salido «muy lanzada». No saber esperar la sazón oportuna, Siguiendo el ejemplo
de los ciclos botánicos y meteorológicos, suponía un cierto desacato a las
normas. Ya lo decía la letra de un bolero muy escuchado por entonces:
Yo
sé esperar
como
espera la noche a la luz
como
esperan las flores
que
el rocío las envuelva.
Yo
sé esperar
que
en amor esperar es vencer.
No
estaban tan seguras algunas niñas, de natural precoz y testigos desde su
primera edad de los estragos de la soltería, de los resultados infalibles de
aquella receta, y se lanzaban por su cuenta y riesgo a la emancipación
prematura. Pero su impaciencia solía ser reprobada.
* Me parece, naturalmente, un disparate que tengas novio a los
quince años, y que éste sea el sucesor de otros dos y de unos cuantos «flirts».
¿Qué piensas dejar para cuando te pongas de largo? (1)
La
verdad es que aquella ceremonia de la puesta de largo casi siempre dejaba la
primera estela de desilusión en las almas cándidas que, ateniéndose a los
mandamientos del ahorro, hubieran mantenido intactos en jaula los pájaros de la
ilusión para echarlos a volar aquel día. O mejor dicho, aquella noche. Porque
eran fiestas de noche, y eso era precisamente lo más excitante. Significaban el
primer permiso para que una jovencita tomara contacto con la noche sin tener
que estar mirando a cada minuto el reloj. Hasta en las novelas más inocentes,
las películas toleradas para menores y los poemas que se aprendían de memoria
en las clases de literatura del bachillerato estaba implícita la noción de la
noche como madrina de posibilidades innominadas y perturbadoras. Y ya no
digamos nada de las coplas de corte español o de los lánguidos sones
hispanoamericanos, donde casi todo lo que pudiera hacer latir aceleradamente el
corazón ocurría indefectiblemente a la luz de la luna.
Pero
en la práctica, salir de noche y volver a casa a deshora, abriendo tranquilamente
con la llave del portal, era una prerrogativa reservada a los hombres o a
las «mujeres de la vida». La entrega de la llave del portal era demasiado
simbólica. Ni siquiera las chicas más modernas, de cuyas libertades se habló en
otro capítulo, habían accedido a esa conquista, aunque alguna vez
trasnocharan.
* Las muchachas topolino jamás llevan llave del portal, y en eso
favorecen a los serenos, que reciben buenas propinas... Los que hemos hablado
con las madres sabemos que el negar a sus hijas las llaves del portal es por no
renunciar a su último vestigio autoritario. (2)
El
respeto de los horarios fue una de las constantes con mayor resistencia a la
alteración en la época que estoy estudiando. A partir de las diez de la noche,
último plazo para llegar a cenar, aunque fuera corriendo y dejando perdido en
la fuga un zapatito de Cenicienta, a la chica decente no se le había perdido
nada fuera de las cuatro paredes de su cuarto. Eso no impedía, sino todo lo
contrario, que pudiera quedarse mucho rato despierta mirando a la ventana e
imaginando el ritmo diferente, más relajado, conque continuarían su periplo
bajo las estrellas los seres privilegiados que ya tenían llave del portal.
Entre éstos, naturalmente, siempre había uno o varios rostros masculinos que se
idealizaban en secreto, por más que su mueca real a aquellas horas, si no se
habían metido en la cama, fuera la del hastío o la del pobre aliciente de irse
de putas para remediarlo, materia primordialmente debatida en las tertulias
nocturnas de café. Aunque también hablaban mucho del porvenir y de las
oposiciones. La mayoría de ellos opinaba que hasta que tuvieran el porvenir
resuelto no traía cuenta echarse novia formal. Los muy jóvenes, más proclives
por otra parte a enamorarse, se sentían en desventaja con relación a los que ya
habían acabado una carrera o la ejercían, que eran los más asediados por las
chicas casaderas. Y los otros, al codearse con el «hombre hecho», arrastraban
su juventud como una condena.
* Un novio de diecinueve años es casi una birria, Montse. Me
gustan los caballeros más hechos. No porque ofrezcan mayores garantías — querer
quieren más los jovencitos inexpertos—, sino porque se pueden permitir el lujo
de abreviar los trámites del casorio y no ha lugar a las picardías por ley de
costumbre o por cansando.
Pero
una jovencita que aún no se había puesto de largo no pensaba en los trámites
del casorio, sino en escuchar palabras de amor a la luz de la luna. ¿Estaría
pensando en ella aquel muchacho a quien aureolaba en sus insomnios? ¿Hablando
de ella con alguien? Podía ser más o menos conocido, incluso haber entrado en
la casa por ser amigo de un hermano mayor y haberla mirado a ella con una
simpatía especial. Pero la incógnita estremecedora era la de adivinar cómo se comportaría
a partir de las diez de la noche y sobre todo en la gran noche de la puesta de
largo, cuando se dirigiera a ella para sacarla a bailar como a la protagonista
número uno de la fiesta, sin ver a ninguna otra. Le diría, por ejemplo, «Te
rapto para mí», como Felipe Arcea a Sol Alcántara en la novela Vestida de tul,
literalmente devorada por las jovencitas de posguerra. Aunque, para
ser justos, hay que reconocer que las mejores páginas del texto anteriores
a este éxtasis, son aquellas en que Carmen de Icaza deja constancia de la
banalidad general de las conversaciones masculinas durante una puesta de largo,
en un intento bastante eficaz de desmitificación de la misma. Lo que pasa es
que no se atreve a llevarla adelante, porque sería demasiado duro de aceptar
para sus lectoras que la vida no es como una novela, y saca a Felipe Arcea, el
hombre gastado y atormentado pero muy espiritual y al mismo tiempo protector de
la mujer, un verdadero personaje de novela.
A
las presentaciones en sociedad, ya se celebraran en casas particulares, si se
trataba de una familia muy pudiente, o en algún casino o círculo recreativo,
acudían tantas chicas vistiendo sus primeras galas de mujer en aquella misma
fecha y todas tan peripuestas, tímidas y anhelantes que la reacción varonil más
frecuente era la de la cautela, la de no significarse demasiado con ninguna.
Bailaban con ellas como con miedo a arrugarlas, por un lado, y a
decepcionarlas, por otro. Y no sabían muy bien de qué hablar.
Hay
que tener en cuenta, además, que no se trataba de fiestas de jóvenes solos,
sino que se desarrollaban bajo la vigilancia de personas mayores, pendientes de
reojo de las posibles libertades de los danzarines. Y eso contribuía al
encogimiento. La noche, adjetivada de sensual, tibia y tropical en la letra de
los boleros y foxes lentos a cuyo son se bailaba, no concedía su borrachera de
aventura más que a los que transgredían sus umbrales sin miedo. Y perder el
miedo a dejarse llevar por el ritmo que la música imprimía en el cuerpo y por los
efluvios mismos de la noche era lo que más miedo daba. Y al mismo tiempo, lo
que más se estaba deseando. «Déjate llevar —solían decir los más atrevidos, con
un tinte de impaciencia en la voz, sobre todo si habían bebido algo—. ¡Si es
que no te dejas llevar!» Y, a partir de comentarios como éste, el silencio se
hacía más embarazoso, porque mientras trataban de disimularse los esfuerzos por
seguir manteniendo una distancia prudente entre los cuerpos, aquellas lánguidas
historias susurradas por el vocalista o la animadora de turno junto al
micrófono se clavaban en el alma como un sarcasmo.
De la marimba al son te conocí
y al contemplarte fui de la ilusión
el prisionero que viene a cantarte
las penas de su corazón.
No.
La chica recién puesta de largo, aunque hubiera bailado mucho y dijera que se
había divertido, al llegar a casa y colgar el traje de noche en el armario casi
siempre tenía que reconocer que la habían defraudado en sus expectativas.
Ningún hombre había venido a hablarle de las penas de su corazón.
Y
era un requisito casi indispensable dentro de la noción confusa y exaltada del
amor que la mujer elaboraba, apoyándose en modelos literarios y del cine. La
represión de la sexualidad femenina desaguaba en el ansia de confidencia,
de lágrimas compartidas. Por eso se idealizaba al hombre «atormentado».
Enamorarse era, en cierto modo, tener acceso a la naturaleza de esos presuntos
tormentos varoniles, rodeados siempre de cierto misterio.
* A los 17 años, Juanita no vive más que de novelas; sueña con un
hombre de 30, de espíritu atormentado, que se enamore locamente de ella. A los
18 se enamora de un joven al que no conoce más que de vista, pero que tiene el
rostro y la figura de «su héroe». Al fin consigue atraparlo. El un día está
amable y otro ni la saluda. Ni se ha fijado en ella. Pero Juanita no puede
abstenerse de «novelar»... A los 20 le conoce más a fondo y es vulgar, no un
Gregory Peck con complejo de Recuerda. Se enamora de otro al que rodea de
misterio e ilusión. A los 30 está empleada y sigue atiborrándose de novelas.
Tiene un novio corriente y buen chico, al que desprecia porque no se parece a
sus héroes predilectos. A los 35 sale con otro, pero es un don Juan vulgar. A
los 50, para consolarse de su soltería, sigue leyendo novelas. (4)
Pero
lo curioso es que esta misma publicación, donde se caricaturiza a la chica
«novelera», suministraba, a través de los relatos cortos que puntualmente
aparecían en sus páginas, pasto suficiente para la consolidación del arquetipo
Juanita, que podía florecer en todas las clases sociales.
Porque
también las chicas modestas, que tenían un trabajo rutinario y nunca se iban a
poner de largo, eran fervientes consumidoras de aquella droga que semanal o
mensualmente les iba a deparar su encuentro en el papel con un hombre
«distinto», o que las hiciera creer que ellas podían ser distintas. Cuanto más
desgraciadas se sintieran en la realidad, más necesitaban de aquella
identificación con las heroínas inventadas por Mª Mercedes Oriol, Mª Luisa
Valdefrancos o Concha Linares Becerra, a las que cuando menos lo esperaban les
llovía del cielo una ilusión que las hacía sentirse transfiguradas, distintas.
El mago de esta alquimia, por supuesto, era siempre un hombre.
Uribe,
el protagonista de una novela de los años cincuenta, confiesa que su éxito con
las putas consiste en que las encandila mediante la palabra, sacándolas por
unos momentos de su horrible realidad.
* Y me quieren porque les hago creer que son distintas. Las
engaño. Les doy magia.
Las
mujeres, efectivamente, ya de antiguo, hacían coincidir el amor con la magia de
las palabras dulces, bien dichas. Y esta magia, aunque alimentada en el plano
argumental por medio de trucos bastante monótonos y burdos, era la que
explotaban algunas de aquellas novelitas aparecidas en publicaciones femeninas,
cuando elegían a sus protagonistas entre chicas de clase social inferior,
dependientas, costureras o secretarias, ansiosas de vivir el mito de la
Cenicienta. A veces no eran siquiera novelas, sino cómics.
En
un cinegrama en setenta y dos cuadros aparecido en la revista Chicas y que se
titula «Daisy la tímida», se nos presenta a ésta como a una muchacha venida a
menos y que vive en los suburbios. Naturalmente son unos suburbios abstractos a
los que se alude de pasada y situados en un país ilocalizable, porque además
Daisy se llama Templeton de apellido, para que nada tenga que ver con la
miseria del extrarradio español, a que se hizo referencia en otro capítulo. Las
normas sobre la prensa infantil y juvenil, aparecidas en enero de 1952,
prohibieron, entre otras las historietas o cuentos que fomenten el derrotismo,
el odio de clases, los apuros monetarios y los noviazgos de las tatas. O sea
que la historia de Daisy, si caía en manos de una niña rica no tenía por qué
despertarle más que una vaga compasión por los desheredados de la fortuna, de
cuyos problemas concretos no hay que saber detalles. Daisy trabaja todo el día
en la casa o cosiendo para unos almacenes, y por las noches estudia. Marga y
Sara, antiguas compañeras de escuela, la invitan a una fiesta. Ella al
principio no quiere ir porque no tiene qué ponerse, pero acaba aceptando y
arreglándose lo mejor que puede. En la fiesta la saca a bailar un aviador y le
dice palabras encendidas. En un momento en que la deja para ir a buscar un
refresco, sus amigas comentan que la ha sacado a bailar por caridad. Ella huye
y llega a su casa hecha un mar de lágrimas.
* En el mundo no se aprecia a las personas, mamá —le dice a la
señora Templeton— sólo los trajes y los adornos.
Pero
el aviador, al notar su ausencia, interroga a Marga y Sara y se indigna al
saber que han humillado a Daisy. Sin pensarlo más, corre a buscarla a su casa.
Y en uno de los recuadros finales, se le ve hablando con la madre, con las
mejores maneras de un hombre de mundo.
* Perdone, señora Templeton —le dice— Cenicienta tiene que volver
al baile.
Por
supuesto que no siempre las transposiciones del mito de la Cenicienta eran tan
elementales y pueriles como la citada. Algunas autoras como Carmen de Icaza y
las hermanas Linares Becerra, Concha y María Luisa, le dieron otros visos de
cosmopolitismo y modernidad. Pero aquellas protagonistas de las novelas, que se
veían obligadas a trabajar, habían recibido casi indefectiblemente una
educación esmerada, eran inteligentes, eficaces, guapas y sensibles, y por eso
podían llegar a llamar la atención de un hombre de clase social superior.
Se
exaltaba mucho la figura de la secretaria, que era de hecho una de las
profesiones más extendidas en la posguerra, y que la Sección Femenina
recomendaba como particularmente idónea para la mujer. En un poema de Francisco
Javier Martín Abril, donde se describe a la secretaria como humilde sombra en
el despacho grande, se insiste en el aspecto, siempre novelesco y emocionante, de
la chica venida a menos que se ve obligada a trabajar y que alimenta sueños de
amor. Al final, como compensación a sus fantasías, se la consuela hablándole
del premio que en el más allá recibirá, convirtiéndose en secretaria del
Supremo Hacedor.
* ¿Cómo es tu casa, chica de oficina? / ¿Murió tu padre,
magistrado o médico? / ¿Tienes hermanos que te piden libros / de cuentos o
propina los domingos? /... Tú ves, cuando te miras al espejo / de la maquina
negra donde escribes, / que no eres fea, que eres como muchas / que se han
casado con muchachos altos. / A veces lloras en silencio opaco, / mientras
despachas un montón de cartas. / Peto nadie lo nota, ni tú misma, /
acostumbrada a ser sombra sumisa. / Y Dios, que sabe todas tus virtudes, / te
hará su secretaria, María Luisa.
Pero
había una peculiaridad en esta profesión, relacionada con el deseo femenino de
recibir no sólo órdenes, sino también confidencias. La secretaria, como
receptora de los «secretos» de un hombre, estaba bastante predispuesta a
enamorarse de su jefe, precisamente porque éste podía llegar a encontrarla
distinta, insustituible, al sentirse «comprendido» por ella en el terreno
profesional. Ahora bien, ¿dónde estaban las fronteras entre este terreno y el
de la vida privada?
Ya hemos
visto en el capítulo anterior cómo el actor José Nieto —y, por supuesto, no era
el único hombre que opinaba eso— hacía coincidir a la mujer ideal con la
secretaria particular ideal, conocedora de sus gustos y de sus ocupaciones. Por
eso existen en la prensa de la época algunas advertencias, más o menos
alarmistas, sobre el peligro que en este aspecto podía suponer una secretaria
como rival de la mujer casada.
* Tú, mujer, cuyo marido es doctor en Medicina, ¿por qué —aunque
te cueste un poquito al principio— no procuras permanecer cerca de él en la
clínica sirviéndole de ayudante en todas aquellas cosas que esté a tu alcance
desempeñar?... Tú la que el compañero de tu vida descuella en el foro, en la
cátedra, en la política, ¿por qué no intentas, si tu instrucción te lo permite,
ser la secretaria de tu esposo? (Si no lo haces)... entrará en tu hogar una
mercenaria que tal vez, al vivir esas horas de trabajo y afán, de lucha y
satisfacción ante el triunfo, de desaliento ante el fracaso... insensiblemente
irá ocupando un puesto en el corazón de él... y quién sabe si entonces empezará
a labrarse para vosotros... una infelicidad irremediable. (9)
Pero,
según otros textos, de este cliché de la secretaria sentimental, no tenía la
culpa el jefe ni aquellas señoritas…
* …laboriosas, pulcras de espíritu y presencia, que acuden con
puntualidad y se someten sin comentario a las órdenes y a las horas, que llevan
ficheros, anotaciones y cuadernos con un orden perfecto y minucioso, supliendo
así la menor capacidad inteligente que le supone la opinión varonil.
No.
Nada de eso. La culpa la tenían las novelas y el cine.
* El cine, las novelitas rosa sin imaginación y otros peligros del
mundo han dotado de una falsa personalidad a la secretaria. Parece que les gusta
mucho que todas sean coquetas y adopten actitudes sentimentales frente al
jefe... Un poco de formalidad. La vida no es ni debe ser nunca una añagaza de
novela. (10)
Este
debate sobre si la vida era o no una añagaza de novela no impidió que las
mujeres siguieran leyéndolas, sobre todo porque la mayoría de las que se
publicaban iban destinadas a ellas. Y esto ya lo sabían todos los autores del
mundo desde hacía más de un siglo, incluidos los que pretendieron, como
Flaubert o Clarín (por citar solamente dos casos) transmitir mediante sus
ficciones el mensaje de lo perjudicial que podía ser para una mujer vivir
alimentándose de novelas. (11)
* Si las mujeres dejaran de leer de pronto —había escrito un
humorista español—, todos los que nos ganamos la vida escribiendo tendríamos
que emigrar al Níger. (12)
Visto
el mal remedio que eso tenía, todos los que se quisieron aplicar en la
posguerra contra la imaginación femenina propicia a inflamarse no pasaron de
ser paños calientes.
Las
lecturas que se consideraban más peligrosas eran, con todo, las
pesimistas.
* Convienen los libros alentadores que levanten el ser a
definitivos propósitos, que nos lleven a ser cada día mejores y que indiquen a
hacer algo útil en el mundo; por el contrario, debemos huir de las lecturas
pesimistas; es uno de los factores que más poderosamente influyen en el
endurecimiento del espíritu. (13)
En
la práctica no se sabía muy bien dónde estaban aquellos libros que levantaban
el ser a definitivos propósitos, porque si el propósito más definitivo de la
mujer era casarse, como ya ha quedado bien claro, también estaba bastante claro
que a la consecución de aquel propósito no la ayudaba mucho la lectura asidua
de las novelas rosas, totalmente tergiversadoras de la realidad.
* La novela rosa —escribió una autora que, por otra parte, no se
alejó demasiado en sus argumentos de «lo rosáceo»—, es algo llamado a
desaparecer por absurdo. Es un pomo de veneno en manos femeninas. La novela
rosa acaba siempre donde comienza la vida: en el matrimonio. (14)
Empezaba
a ser descalificado el género incluso por parte de quienes lo cultivaban.
Azorín se atrevió en 1944 a publicar María Fontán con el subtítulo de «novela
rosa». Pero en cambio Carmen de Icaza y Concha Linares Becerra protestaron por
las mismas fechas, declarando sus preferencias por un color más aséptico y que
comprometiera menos la definición de sus historias. Ambas dijeron que su novela
no era «rosa» sino «blanca» y moderna. (15)
En
que las novelas rosa no eran modernas ni reflejaban la realidad estaba de
acuerdo casi todo el mundo. Pero tampoco se podía poner demasiado de manifiesto
lo crudo de la vida, hubiera resultado escandaloso.
Rosa
María Aranda, zaragozana casada con un militar y colaboradora asidua de Medina,
La moda en España y Fotos, declaró en una ocasión:
* Yo no escribo novelas rosa (a riesgo de que me llamen petulante
y vanidosa)... Mis novelas no son crudas y violentas porque me retirarían el
saludo mis amistades, porque no me comprenderían, pero nada más lejos de mí que
la novela cursi sentimentalmente solterona... Parece que una mujer no puede
escribir más que cosas de las llamadas «rosa»: un niño calavera millonario, una
aristócrata arruinada metida a señorita de compañía, la boda... Y esto no es la
realidad. Yo quisiera escribir una novela cruda, real, psicológica. (16)
Angeles
Villarta reconocía que el género «rosa» daba mucho dinero a sus cultivadores,
pero decía también:
* Las niñas se ruborizan e indignan si se las califica de
«chiquillas de novela rosa», y no conozco a ningún escritor de primera ni
última fila que admita por las buenas que pueda ser productor de engendros de
semejante tipo... En España —reflexionaba luego con bastante acierto— no existe
apenas una novela intermedia, ligera e interesante. De la copia rosa pasamos a
copias con caracteres rudos y difíciles, ambientes que repugnan a los paladares
acostumbrados a la fácil trampa y a la dulzura de un final que premia a la niña
rosa, huérfana y que enamora y se enamora cantando y contando cursiladas.
(17)
Precisamente
por las fechas en que se escribían estas declaraciones, se iniciaba el éxito de
una novela, Nada, que, a pesar de estar escrita por una mujer, significaba la
antítesis de lo «rosa». Pero el análisis de la repercusión del texto de Carmen
Laforet nos alejaría mucho del propósito de este trabajo, ya demasiado
ramificado de por sí.
Lo
que intento dejar insinuado de momento, es la ambivalencia que presidía los
criterios de selección seguidos para encauzar en la posguerra la tendencia
femenina a alimentarse de literatura.
Se
desaconsejaban los autores crudos o inmorales como Pedro Mata, pero también La
Regenta, calificada como admirable novela, pero no apta para señoritas. En el
mismo artículo donde se despacha la ficción de Leopoldo Alas con tan
insatisfactorio resumen, se aconsejan autores como Concha Espina, Fernán
Caballero, Concordia Merell, Eugenia Marlitt, Berta Ruck, Alarcón y Pérez
Lugin. De este último particularmente se encomia La casa de la Troya, paradigma
de novela rosa que pocas jovencitas no analfabetas habían dejado de leer. El
comentario final a estos consejos dirigidos a la lectora española tiene un tono
totalmente retrógrado; donde se ponen de manifiesto las suspicacias contra
la «modernidad», de que ya hemos hablado cumplidamente.
* Créame, amiga mía, aprovéchese de todos los adelantos de la
civilización en cuanto a lo físico: el teléfono, la radio, el automóvil, pero
en cuanto al espíritu, déjele con miriñaque y polisón, cuídele como a un niño, trátele
como a un novio. (18)
Especial
mención merecen las biografías sobre mujeres que por una causa o por otra
habían destacado como excepciones en la política o en la historia de la cultura
a lo largo de los siglos. A cualquier investigador de la prensa y del escaso
movimiento editorial a lo largo de los años cuarenta le salta inmediatamente a
la vista la abundancia de títulos dedicados a ejemplarizar la vida de las
mujeres ilustres, con el consiguiente aderezo de material gráfico. Pero
aquellas historias, si bien podían «levantar el ser a definitivos propósitos»,
no dejaban de proponerse nunca como una excepción en la que tampoco convenía
que la mujer corriente se viera reflejada. El pueblo español estaba,
naturalmente, muy orgulloso de contar con figuras como Santa Teresa de Jesús,
Mariana Pineda, Isabel la Católica o Agustina de Aragón, por citar cuatro de
las que más salían a relucir a todas horas. Pero su ejemplo había sido más bien
un ejemplo para los hombres. Así lo declaraba textualmente un comentario
cauteloso sobre aquella aragonesa brava y desmelenada que aparecía en todos los
grabados de los libros de texto arengando a los soldados y empuñando el cañón,
con las ropas hechas trizas:
* La verdadera misión de la mujer es crear hombres valerosos.
Saber infundir en los hombres este valor que ellas ni poseen ni deben poseer...
Los cañonazos de Agustina de Aragón es casi seguro que se perdieron
inútilmente... Ella sin embargo —añadía un poco más abajo— fue el ejemplo vivo
del deber de todos los hombres de nuestro pueblo. (19)
O
sea que también las biografías de mujeres, con las que bombardeaban a sus
lectoras todas las publicaciones femeninas y que descollaban sin ningún tipo de
«nihil obstat» entre los títulos de los «Libros recibidos», había que
tomárselas no sólo a pequeñas dosis sino también un poco a beneficio de
inventario:
* A mí personalmente me encantan las biografías —declaraba una
consejera sentimental—. Pero si te dejas llevar y quieres revivir en todas las
figuras pueden ser peligrosas. Una mezcla de María Antonieta, la Duse, Cristina
de Suecia, la señorita Lavalieve y Santa Teresa de Jesús sería muy interesante
desde el punto de vista psicológico... Pero para andar por la vida normalmente,
un lío horroroso. (20)
El
lío verdaderamente horroroso era poner de acuerdo aquellas prédicas encontradas
que obligaban a caminar entre la ilusión y el desencanto, el ardor y la
sensatez, el optimismo y el pesimismo, la valentía y la pasividad como por el
filo de una navaja.
Las
dificultades para la resolución de aquel jeroglífico se veían incrementadas
porque continuaba vigente en todos los textos de corte falangista la retórica
del heroísmo. Había muchos que se resistían a que las cosas volvieran a la
normalidad.
* Normalidad se denomina en ortodoxa acepción librecambista el
aburguesado «seguir viviendo», o el castizo y proletarizante «ir tirando».
Vivir y tirar penosamente, cobardemente, rechazando el sacrificio de una
generación... La normalidad —acepten mis respetos los viejos— es una herejía...
La normalidad es opresora para la juventud, que exige andaduras de
dificultad... A la Historia se pasa clamando alturas y abarcando horizontes.
(21)
La
expedición española que con el nombre de División Azul partió hacia Rusia en
1941 con el quijotesco propósito de aplastar el comunismo mundial volvió a
conceder protagonismo a la novia del héroe.
* Piensa que tu novio es uno más en la enorme lista de valientes
dispuestos a aplastar el comunismo, que, como tú, hay muchas mujeres que
despiden a seres queridos, pero saben sobreponer a la pena de su marcha el
inmenso orgullo de su hombría. (22)
La
mujer fuerte tenía que saber sorberse las lágrimas y olvidar los ridículos
síncopes de las novelas sentimentales, con lo cual volvió a revivir el
protagonismo sublime de la enfermera.
* Cientos de tocas blancas se inclinaban ante la cama del herido.
Sangre y muerte en los hospitales de guerra. Y el ridículo pomo de sales de la
abuela arrinconado en algún cajón del viejo tocador. La nieta enfermera sabe
que no hay nada más femenino que su fortaleza. (23)
Mario
Coloma, un periodista entusiasta, que entrevistó en julio de 1941 en la Escuela
del Hogar de la Sección Femenina, sita en el Paseo del Cisne de Madrid, a un
grupo de muchachas dispuestas a partir hacia Rusia con la expedición española,
encomiaba su mezcla de feminidad y fortaleza en un tono no demasiado diferente
del empleado en algunas novelas rosa escritas por mujeres que, como Carmen de
Icaza, decían abominar del género.
* Todas han luchado —dice— en la guerra y en la paz. Algunas
dieron su sangre. Muchas saben del horror de las «checas», de familiares
desaparecidos, de hogares saqueados. Pero hay risas, alegría, juventud. Y una
alegría que palpita hasta en el dormitorio que pueblan numerosas camas
coquetamente decoradas en azul y maletas que esperan la orden de partir.
(24)
Pero,
aparte de este breve rebrote de heroísmo que significó la aventura fallida de
la División Azul, la misma guerra española, aún reciente y que para muchos de
sus encendidos panegiristas no podía aceptarse que hubiera pasado en vano,
había dejado una huella indeleble en las relaciones amorosas interrumpidas,
afirmando a la mujer —enfermera o no— en su papel de restañadora de heridas del
superviviente. Es decir, que no existían solamente las enfermeras de heridas de
guerra, sino las de heridas de posguerra, cuyo cometido era a veces mucho más
ingrato y sórdido. Estas eran las madres abnegadas y valientes cuyo espíritu de
sacrificio se siguió poniendo de ejemplo a las muchachas casaderas durante dos
generaciones, aunque ya a la segunda con mucho menos fruto.
* De la madre aprenderá (la joven) a ser sufrida y paciente, a
perdonar y seguir amando... sin que la fatiga agote su fortaleza de espíritu ni
la impaciencia malogre su esfuerzo, ni la incomprensión la aparte de su deber.
(25)
En
una novelita del año 50 se nos presenta a un estudiante, Miguel, perdidamente
enamorado de Julieta, y a quien la impaciencia por estar a su lado y decirle
frases encendidas desvía de sus estudios. El padre de Julieta le cuenta a ésta
que a él también de joven le gustaba perder el tiempo diciéndole esa clase de
tonterías a las chicas, pero cuando volvió del frente con la depresión de la
posguerra: tu madre me recibió como a un niño enfermo y desalentado a quien hay
que levantar. Me hizo preocuparme seriamente por mi porvenir. El ejemplo de su
madre cala muy hondo en Julieta, que acaba siguiéndolo y metiendo en vereda a
su novio. (26)
En
cuanto a una versión más romántica del amor, aunque basada igualmente sobre el
espíritu femenino de sacrificio, la guerra había fomentado las confidencias
epistolares entre desconocidos de sexo contrario mediante la institución de las
madrinas de guerra, encargadas de consolar (con mayor o menor eficacia, de
acuerdo con su imaginación y dotes literarias) a un soldado del que podían
acabar enamorándose sin haberlo visto nunca. Todavía en la década de los
cuarenta coleaban algunas de estas relaciones epistolares que, si no habían
desembocado en noviazgo, generalmente eran ya un engorro para el ahijado,
mientras que para la madrina podían seguir siendo una dulcísima
obligación.
* Las correspondencias entre desconocidos con pretexto de
madrinazgo se han generalizado tanto que ya no se discuten. A mi... me parecen
bastantes peligrosas para el femenino corazón, siempre bien dispuesto a
enamorarse. De cien casos, en 1943, las madrinas están enamoradísimas del
ahijado, y de cien casos, en 1942, los ahijados tienen varias madrinas al
tiempo. (27)
Y
así se consolaba todavía en 1944 a una muchacha, posiblemente ya no tan joven,
a quien su ahijado había dejado de escribir cartas:
* Esperemos que tu antiguo corresponsal venza sus complejos y
escriba. Vosotros, tanto tiempo separados y con tantos factores de inquietud y
guerra como temas de charla, bien podéis encontrar distracción para los
diálogos. (28)
Estos
factores de inquietud y guerra, como hilo conductor de conversación y posible
acicate amoroso, se fueron volviendo inoperantes a medida que se iba haciendo
un hueco en la sociedad, aunque a duras penas, aquella «normalidad burguesa» de
que se quejaban los falangistas apeados de sus ideas. Pero siguieron
funcionando como recurso literario infalible. La guerra, no sólo aquella
nuestra que unos pretendían olvidar y otros no querían, sino las que por
aquellas mismas fechas sembraban de cadáveres el mundo, servían de argumento
más o menos indirecto a muchas novelas o películas de las que hacían
llorar.
Las
chicas siempre llevaban al cine un pañuelo y cuanto más humedecido y hecho un
gurruño lo sacaran de la sala, mejor les había parecido la película. Era índice
de sensibilidad recorrer el camino de vuelta a casa con una actitud desmayada y
la mirada perdida en el vacío, sin prestar demasiada atención a las
conversaciones de las amigas. Si alguna iniciaba los comentarios diciendo:
«Hija, no sé qué os habrá parecido, yo la he encontrado demasiado triste»,
siempre había otra que replicaba casi ofendida: «¿Qué dices? Era buenísima, por
Dios, yo me he hinchado de llorar.» Y era un argumento que no tenía vuelta de
hoja. Las películas que más hacían llorar eran las que acababan mal igual que
las novelas, las que contaban una historia condenada a convertirse en recuerdo,
las que exaltaban la fugacidad del amor romántico, hecho de renuncia, de
lágrimas a la luz de la luna, de separaciones desgarradoras. Había instantes
inolvidables que valían por toda una vida. Y era un mensaje que venía implícito
también en la letra de un sinfín de canciones de las que emitía la radio y que
casi todo el mundo se sabía tan de memoria como el padrenuestro. Porque las
canciones de entonces eran mucho más su letra, es decir, la historia que
contaban, que su música. Recordar su letra era como hacer propio, al
recordarlo, el gran amor que se evocaba en ellas.
Fue solamente un instante
lo que duró nuestro amor
pero un momento es bastante
para gozar de una flor.
Aquella noche ha pasado
no volverá nunca más
tú ya no estás a mi lado
pero en mi pecho aún estás.
Recuérdame en tu soñar
y luego al despertar
sin tu saber por qué.
Recuérdame.
Se
trataba, en definitiva, del afán por dejar huella en alguien para siempre. Y
sobre todo en el hombre difícil, impenetrable, despedazado por algún tormento o
conflicto. En una palabra, en el hombre interesante. Ya dijimos al hablar de la
soltería femenina que la muchacha «rara» o con complejos no solía ser cebo
erótico; aunque la acompañara un físico agraciado era un tipo que no
interesaba a los hombres, vivía incomunicada. El hombre difícil y
desconcertante también podía vivir aislado, pero en seguida se daba cuenta de
que aquella actitud interesaba a las mujeres, deseosas de interpretarla. El
prototipo, para muchas jovencitas de posguerra, era el de Lawrence Olivier en
Rebeca, una de las primeras y más exitosas películas «de complejos» que se
vieron en nuestras pantallas. A lo largo de toda la cinta, la tarea angustiosa
de Joan Fontaine, una tímida señorita de compañía convertida de la noche a la
mañana en esposa de aquel hombre tan esquinado y aparentemente rudo, era la de
descifrar su complejidad a base de aguante y dulzura. Bien es verdad que en la
versión española, la índole de aquellos complejos de Lawrence Olivier no
quedaba al final demasiado clara, porque se escamoteaba el foco fundamental del
conflicto: las posibles relaciones lesbianas que su primera mujer, Rebeca,
hubiera mantenido con la señora Danvers, la terrible ama de llaves que impedía
con su hechizo negativo el fluido de compenetración entre los nuevos amantes en
aquel maléfico castillo de Manderly, al que gracias a Dios prendía fuego quemándose
ella misma entre las llamas, lo cual contribuía al final feliz.
Pero,
ya digo, el incentivo principal de aquella historia eran las huellas de
sufrimiento que se adivinaban bajo la máscara del hombre impenetrable,
constante acicate para la curiosidad femenina. Como los hombres no lloraban más
que en algún corrido mexicano, se idealizaban sus tormentos callados y se
ansiaban con ardor sus confidencias. A ellos parecía que las penas de una mujer
les intrigaban menos, más bien les podían aburrir; en líneas generales
aceptaban con mayor o menor resignación el tópico de que «a la mujer no hay
quien la entienda» y se dedicaban a estudiar otras asignaturas, menos
superfluas.
* El hombre —dice un texto— da por descontado a la mujer entre las
cosas serias y gobernables de la vida, pero la deja a un lado catalogada entre
las superfluas, inesperadas y gratas a su placer. La mujer, por el contrario, a
excepción de las feministas mayores de cincuenta años, «cuenta» con el hombre
para su corazón, su felicidad y su vida; y por eso a ella sí que le causa un
verdadero problema el encontrarse con un ser tan desconocido... de reacciones
tan opuestas a las suyas... que, si muestra a veces un temperamento
intelectualmente poético, cuando nosotras comenzamos, en cambio, a hablarle de
ilusiones, opondrá esta vez a nuestras palabras la más fría lógica realista.
Nos desazonará con su impenetrabilidad, su naturaleza impermeable a nuestros
más delicados efluvios, inconmovible para nuestras descargas apasionadas y
nuestra habilidosa paciencia maquiavélica. (29)
Claro
que —todo hay que decirlo— aquella paciente labor de investigadora de las
reacciones masculinas en que cifraba su triunfo la mujer muy mujer podía ser en
la práctica un verdadero agobio para quien se sentía permanente conejillo de
indias de tan monográfica investigación, que no todas las mujeres, además,
estaban igualmente dotadas para llevar a cabo. En aquella «fría lógica
realista» en que se amurallaba el muchacho de carne y hueso contra los
delicados efluvios de todas las chicas con ganas de casarse que
hormigueaban en torno suyo, podía existir también —y de hecho existía— un
ingrediente de temor a defraudarlas si mostraba ante ellas la verdadera
naturaleza de sus ansias, más motivadas por pasiones carnales reprimidas que
por aquellos quintaesenciados jeroglíficos que proponían a las espectadoras
contumaces del cine los rostros de Gary Cooper, Alfredo Mayo, James Mason o
Gregory Peck.
El
hombre asocial y algo neurasténico siempre estaba rodeado de prestigio. Algunos
lo eran de verdad, pero otros fingían serlo sin demasiada convicción, y
procuraban levantar una ceja, un gesto varonil típico de los héroes del papel y
del celuloide, que a las chicas las arrebataba. Yo tengo para mí que algunos lo
ensayaban delante del espejo.
Acerca
de este tema del hombre que se finge interesante, pero que tiene miedo a que un
trato más cercano pinche el globo de las ilusiones de su enamorada, hay un
cuento muy significativo de Rafael Martínez Gandía, y bastante bien escrito,
por cierto. Se titula Carta olvidada y consiste casi enteramente en el texto de
esta carta, escrita a una tal Cristina por un muchacho que le confiesa con toda
sinceridad por qué no se atreve a hacerle una declaración de amor.
* Me gustas. Cristina, y eso es todo... Pero ¿de dónde has sacado
esa promesa de matrimonio? Me ves todos los días a las dos en punto, tomando
tranquilamente mi aperitivo y levantando levemente una ceja porque creo que ese
gesto me hace interesante... También te han dicho que soy algo loco, o por lo
menos algo neurasténico. Son especies que dejo circular porque convienen a mis
planes... Te he acompañado a tu casa y me he despedido de ti en el portal mientras
esperabas la frase extraordinaria... Has leído demasiadas novelas rosa y no
concibes un idilio que no termine en matrimonio. Te quiero tanto que no tengo
valor para eso... Te concibo con dos niños..., te veo haciendo cuentas con tu
doncella de Cambados y no puedo. (30)
Al
final del cuento, el lector se entera de que se trata de una carta atrasada y
que nunca se mandó a su destinatario. El presunto hombre interesante, ya casado
con Cristina y padre de dos niños, la está releyendo de noche en un cuarto de
estar modesto. Ella entra con paso silencioso a decirle que no trabaje hasta
tan tarde. Ha engordado. Se meten en la cama amplia comprada a plazos y él pone
el despertador a las ocho.
Si
tenemos en cuenta que este breve relato desmitificador está publicado en plena
aventura de la División Azul, bien podríamos considerarlo como precursor de las
corrientes subversivas donde el héroe sería sustituido por el antihéroe, y que
poco después el existencialismo francés y el neorrealismo italiano irían introduciendo
en nuestro país, como veremos.
De
momento, a pesar de las salvedades apuntadas más arriba, a la jovencita no
convenía apearla de su pedestal de sueños. Y en este sentido, la novela rosa
siguió considerándose durante mucho tiempo como un mal menor, comparada con
otros modelos mucho más peligrosos de la literatura.
* A los diecisiete años, Ana presume de intelectual y desprecia a
sus vulgares amigas. A los dieciocho, desdeña la novela rosa y lee de todo, aun
lo que es inmoral... Así posee una cultura literaria y espinosa que le permite
hablar libremente, resultando muy poco femenina y un mucho superior. No hay
nada extravagante que no acapare su atención. Practica el surrealismo, el
existencialismo y el último «ismo» de moda. Espera enamorarse de un hombre
superior, pensador o literato..., pero luego a los treinta y cinco, aburrida,
se casa con un bobalicón, que son los únicos que se extasían con ella.
La
moraleja de esta historieta, donde se pone de relieve la trayectoria equivocada
de Ana, no se hace esperar:
* Si Ana hubiese procurado... no ser tan original, no hubiera
caído, huyendo de la novela rosa, en el otro extremo... Porque si la mujer
desciende de su pedestal de sueños, delicadezas y espiritualidades al terreno
crudo, brutal, de la vida... ¿en qué se convierte lo bueno del mundo?
(31)
Las
«enseñanzas de invernadero», de que se habló en otro capítulo, pugnaban por
desdibujar los contornos del mundo real. Y bajo los efectos de su anestesia, se
pretendía apagar la curiosidad de la mujer por hurgar en cualquier cuestión
espinosa o «escabrosa», adjetivo que se empleaba muchísimo. Mantenerse joven
era distraer la atención que pudiera tender a fijarse en los detalles
significativos del entorno o a recabar puntos cardinales para orientarse en
aquella especie de isla de ñoña bonanza a espaldas de la geografía, la historia
y la política, donde se quería recluir a las futuras mujeres del Estado
español.
Una
publicación femenina de la época lo expresaba literalmente así cuando, en una
página titulada «Puedes llamarte aún joven si...», prescribía, entre otras, las
siguientes actitudes para salir vencedora en aquella encuesta:
* Si, cuando haces un viaje, eres incapaz de acordarte del nombre
de ninguna ciudad ni de describir un paisaje, pero te acuerdas perfectamente
del color de los ojos y de la sonrisa de todo ser del sexo contrario menor de
treinta años... Si encuentras que todo el mundo es bueno, que los malos
terminan perdiendo, que todo tiene remedio, que no hay más que desear de veras
las cosas para conseguirlas, que no hay en toda la tierra vida tan interesante
como la tuya.
Se
trataba de exaltar el amor, la belleza y la bondad —con una elementalidad muy
de cuento de hadas—, oponiéndolos al odio, la maldad y la fealdad. Pero nunca
de preguntarse por las causas del odio y la maldad. En primer lugar porque
en las mujeres el conocimiento analítico puede perturbar las finas arterias de
su feminidad, (33) y además porque una pregunta como ésa hubiera lindado
escabrosamente con un terreno que en la posguerra convenía esquivar: el de la
lucha de clases. Con tan pobre referencia, pues, como la del color de los ojos
de un hombre que se cruzara por su camino, se daba por supuesto que la
jovencita que salía del invernadero tenía la suficiente orientación para
lanzarse a un mundo donde no había vida más interesante que la suya, donde todo
tenía remedio y donde los malos salían perdiendo siempre.
Era
una retórica opuesta a la del sacrificio y el mérito, pero tan alevosa como
ella. Y entre las dos contribuían a acentuar el desconocimiento de las cosas
tal como eran. La primera por la vía de la ilusión y del refugio en los sueños;
la segunda por el abandono de aquellos sueños en nombre del acatamiento a unas
normas que tampoco se adaptaban de un modo flexible a la realidad.
Las
jovencitas vivíamos de ilusiones. Si se hiciera algún día el cómputo de las
veces que las palabras sueño e ilusión aparecían en las canciones que se
cantaban sin cesar por entonces y en los títulos de películas y novelas de
mayor consumo, resultaría sorprendente. Se habían incorporado asimismo de forma
notable al lenguaje coloquial. «Tiene unos ojos que son un sueño», «¡qué sueño
de película!», o «me ha quedado el traje hecho un sueño» eran frases que se
estaban oyendo todos los días. Pero probablemente una de las expresiones más
repetidas en una conversación entre amigas era la de «me hace ilusión», que no
significaba propiamente «me gusta» o «me apetece» (frases estas últimas donde
el sujeto revela hacia el objeto una tendencia fundada en algo, una actitud
menos pasiva). Era frecuente, por ejemplo, que si una amiga le preguntaba a
otra si le gustaba cierto muchacho que la miraba o se acercaba a ella en el
paseo, la contestación fuera: «No, gustarme no, mujer pero me hace ilusión.» El
objeto de la ilusión era cambiante, cualquiera podía servir para prender en
aquella especie de sustancia gaseosa siempre dispuesta a inflamarse.
Con
relación a este peligro incontestable, los encauzadores de la conducta femenina
se esforzaban en sus consejos por establecer un terreno de medias tintas, a
caballo entre el encanto y el desencanto.
* Es muy bonito pasarse la vida trazando quimeras; pero tiene sus
inconvenientes, entre otros el de que un día te encontrarás con la realidad y
no estarás preparada para recibirla. No puedes forjarte un mundo tuyo, tan tuyo
que todo pierde su verdadera forma y color y toma los que tú quieres darle. No
seré yo quien te coloque las gafas del desencanto y la desilusión, pero sí me
gustaría graduarte la vista para que puedas apreciar todo en sus verdaderas
proporciones.
Pero
¿cómo graduarle la vista a una jovencita ilusionada, sin hacerla caer en las
fauces, mucho más temibles, del derrotismo y la pérdida de entusiasmo? Ahí
estaba la cosa. Por eso el mismo texto concluye luego:
* El mundo es maravilloso y todo aquello en que palpita la vida
debe despertar en nosotros un eco de entusiasmo. (34)
No
era un axioma demasiado coherente con la pretensión de graduar la vista
femenina para que percibiera la realidad en sus verdaderas proporciones.
El
sueño y la ilusión mantenían a la mujer en las nubes durante un período más o
menos largo. Y de las nubes de aquel paraíso ficticio se caía sin transición
—cuando se caía— en los raíles del noviazgo con un muchacho concreto, al que no
convenía dar confianzas pero al que había que querer mucho. Aunque a la
jovencita bienpensante nadie le hubiera explicado en qué consistía querer mucho
a un novio. Ni le estuviera permitido adivinarlo por su cuenta.
Carmen
Martín Gaite
Usos amorosos de la posguerra española
Capítulo
VII. Nubes de color rosa
________________________
NOTAS
1.
Letras «Consultorio sentimental», junio de 1950.
2.
Una niña topolino, Op. cit., cap. 5.
3.
Medina, «Consúltame», 27 de febrero de 1947.
4.
Chicas, 27 de enero de 1952.
5.
Juan Goytisolo, Juegos de manos, Destino 1954, p. 57.
6.
José Antonio Ramírez, El Comic..., op cit., p. 58.
7.
Chicas, 9 y 16 de julio de 1950.
8.
Letras, febrero de 1951.
9.
Senda, diciembre de 1941.
10.
Medina, 13 de septiembre de 1942.
11.
Ver Carmen Martín Gaite: «Las mujeres noveleras», en El cuento de nunca acabar,
Trieste, 1983, p. 79.
12.
E. Jardiel Poncela: Amor se escribe sin hache, Biblioteca Nueva, 1929, p. 17.
13. Medina, 31 de mayo de 1942.
14.
Julia Maura, La Estafeta literaria, 5 de marzo de 1944.
15.
La Estafeta literaria, 5 de marzo de 1944. Para ampliar este tema de la novela
rosa, V Carmen Martín Gaite: «La chica rara», en «Desde la ventana» (en prensa)
Espasa mañana, 1987.
16.
La Estafeta literaria, 15 de marzo de 1945. 17. El Español,
17
de junio de 1944.
18.
«El bibliófilo y la lectora», en El Español, 14 de abril de 1943.
19.
Medina, 1 de mayo de 1941.
20.
Medina, 15 de noviembre de 1942.
21.
Emilio Romero: «Los jóvenes y los viejos», en El Español, 25 de septiembre de
1943.
22.
Medina, 10 de julio de 1941.
23.
Elena Catena, en Haz, 25 de marzo de 1941.
24.
Medina, 10 de julio de 1941.
25.
María Pilar Morales, op. cit., p. 63.
26.
María Luisa Valdefrancos, «La realidad del amor», en Chicas, 30 de julio de
1950.
27.
Medina, «Consúltame», 6 de diciembre de 1942.
28.
Medina, «Consúltame», 16 de abril de 1944.
29.
María Molero, «El defecto de ser hombre», en Letras, enero de 1949.
30.
Semana, 23 de septiembre de 1941.
31.
Chicas, 23 de marzo de 1952.
32.
Y, enero de 1943.
33.
Medina, 15 de noviembre de 1942.
34.
Letras, «Consultorio sentimental», septiembre de 1950.
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