Domi, la "consulesa" de Irún - Foto: Benítez Casaux |
La vasca rubia. La rubia de
la Cruz Roja. La consulesa de Irún... Todas estas cosas le llaman a Domi los
compañeros de hospital. Las primeras porque Domi es muy guapa y la hacen
destacar en todas partes estas dos cosas: su belleza y su actividad, siempre ágil
y alegre. La segunda...
Pero empecemos con la
historia. El 17 de julio, Domi era en Irún una muchacha sin grandes
preocupaciones. El 20, justamente tres días después, se presentaba al doctor
Gayano, director del hospital. Habían comenzado los tiros en el monte y ella
quería ser útil a la causa española.
—Bien —dijo el doctor, ante
su aire resuelto—. Pues si estás decidida, mañana, a las nueve, preséntate
en Charodi.
Charodi era un puesto de
vigilancia de las afueras, donde la Cruz Roja había instalado un botiquín para
curas de urgencia.
Allí apareció Domi a la
mañana. El botiquín estaba solo. Poco después llegaron dos milicianos que la
mandaba el doctor para su seguridad. Al poco, tiempo, los heridos.
Domi, a solas con vendas y
bombonas relucientes, comenzó su labor.
Un viejo Iparraguirre que la
conocía —quizá nieto del bardo de Guenica— se asomó, asombrado, por la puerta
cuando Domi estaba entregada a sus curas.
—Pero, chica... ¿Qué haces
aquí sola? ¿No tienes miedo?
Y Domi le dio una
contestación, entre ingenua y altiva:
—No he tenido tiempo...
El viejo Iparraguirre debió
contarlo en Irún, porque la mandaron un médico y un practicante. La lucha
arreciaba. Todo el Arláiz chisporroteaba como un inmenso buscapiés. Unos
combatientes heridos llegaron contando que allá arriba, en un prado, estaba un
hombre desangrándose.
Domi resolvió en seguida.
—¡Hay que ir a
recogerle!
—¿Pero quién?— dijo el
médico.
—¿Pero cómo? —se le ocurrió
al practicante.
—¡Como sea! —animó Domi, y ya
salía por la puerta.
Los dos milicianos de la
guardia la siguieron monte arriba, cuando llegaban cerca del prado, se dieron
cuenta de la situación del herido. Allí estaba, boca arriba, yéndose en sangre;
como un pellejo de vino despanzurrado. Avanzó Domi con sus dos soldados. Allí,
decidida, envuelta en su lavado paisaje, parecía una mujer mitológica, una
valquiria, rubia y todo. Pero dos ametralladoras tenían batido el prado. Ya
estaban vibrando, corcusiendo el buen aire campesino. Domi y los suyos tuvieren
que tumbarse entre las zarzas. Arrastrándose, guarecidos por ellas,
consiguieron llevarse al exangüe.
Al día siguiente le hizo
amanecer un tiroteo imponente. Hasta Irún llegaba su eco. Cuando empezaba a
colarse el día por las rendijas de las ventanas, la madre de Domi entró en la
alcoba toda alarmada.
—Domi, hoy no debes salir al
monte. Hay una batalla más grande que nunca. Desde que ha amanecido no cesan
las explosiones...
Ante la noticia, Domi
despabiló su pereza de madrugada.
—¡Ahora es cuando voy!
Y así los cincuenta y cuatro
días que duró el asedio. Con estas contestaciones que descubren su decisión.
Cincuenta y cuatro días, de cuya intensidad Domi da una noticia concreta:
—El médico que habían mandado
al botiquín se me volvió loco.
Las últimas horas fueron más
angustiosas. Bajo los disparos invasores, que perseguían a los habitantes
huidos; entre las explosiones de obuses y su griterío, Domi tuvo que trabajar
intensamente hasta no quedarle otra vez, tiempo a tener miedo. Sabía que con la
ocupación de la ciudad los heridos peligraban. Buscó una pequeña lancha, y en
ella, con un cruzar y cruzar interminable, los fué salvando. Domi se salvó en
el último momento.
Por aquellos días hay otra de
sus contestaciones que marca su ánimo. Con las solas contestaciones de Domi se
podían describir sus andanzas. Querían que se quedase en Francia. Se lo pedían
sus familiares, sus vecinos, sus compañeros...
—No —dijo Domi—. Yo no podría
estar aquí mientras haya un trozo de tierra nuestra donde se pueda
luchar.
Todo esto sin el menor asomo
de jactancia; con la sencillez de lo que es: una auténtica mujer
española.
De Francia a Barcelona, donde
estaban sus paisanos formados en la columna Vasco-Catalana. De Barcelona al
frente de Madrid. Aquí, sus episodios de heroína de la independencia se
repiten. En Almorox un día se encuentra a solas con cincuenta y tantos heridos.
Los tiene curándoles como puede. Ellos, que se dan cuenta de lo inútil de su
actividad, le dicen:
—¡Déjame a mil ¡Cuida a ese
compañero, que está peor!
La presura no les deja darse
cuenta de que están en campo faccioso. Un fascista, a quien se le escapa el
gatillo, allí, a unos metros, lo denuncia. Entonces, Domi corre por el camino,
baja por una ladera y se encara con los soldados que recogen cajas para
subirlas a dos camionetas:
—¡Echar esas cajas abajo y
venir a por mis heridos! ¡Tengo más de cincuenta ahí arriba, en verdadero
peligro! ¡Pronto!
Entre todos descargan los
coches. Domi va y viene, trayendo a los que pueden andar. Para los otros, los
soldados han improvisado unas camillas.
Los cincuenta heridos están
salvados, frente al enemigo. Ahora hay que llevarlos rápidamente a un
hospital.
—Lo mejor es que les
traslademos a Madrid—dice un conductor.
Bueno. Pues a Madrid. Domi no
ha estado nunca en la capital de España; los soldados de la camioneta, sí; pero
apenas conocen sus calles. No importa. Nada importa para la decisión de Domi.
Encuentran el hospital, dejan acondicionados 3 los heridos y a las doce de la
noche están de vuelta en Almorox. Una vez más, los vascos se asombran de su
paisana.
—¡Pero, chica!... ¿Cómo has
tenido tiempo? ¿Cómo has podido tú sola?
Lo mismo en Brunete. La
actividad de Domi lo abarca todo. Sus vascos parece que andan quejosos sin una
dirección firme, sin una voz conciliadora. Domi la adquiere. Les habla, les
alienta. Lo necesario es luchar. Ella se encarga de resolver rápidamente lo
demás. Todos esperan, convencidos.
Domi viene a Madrid. Habla
con Irujo, se encuentra con Ortega... ¡Feliz encuentro! Al gran militar le
invita a visitar el frente donde están sus paisanos. Ortega acepta. Salen
juntos para Sevilla la Nueva. Todavía tiene Domi en sus oídos el alegre
clamoreo con que les reciben.
—Usted tiene que quedarse con
nosotros —le pide Domi, en representación de todos.
Al día siguiente, Ortega la
llama por teléfono. Está ya nombrado jefe de las Milicias Vascas. La noticia
recorre las filas con franco alborozo. Del resultado empezarán a dar cuenta,
desde ese momennto, todas los partes oficiales.
Y así hasta hoy. Domi está en
un hospital de sangre. Un médico me cuenta que se prestó voluntaria para
la transfusión de sangre a un herido que llegó en momentos que no había quien
lo hiciera. Como ella está delante, obtengo su contestación también esta
vez:
—¡Me ofrecí esa vez y
cincuenta que hiciera falta!
—¿Y por qué es eso de
concretar en tu título de consulesa Domi? ¿Por qué solamente de Irún, si eres
la consulesa de toda Vasconia?
Domi ríe, un poco
avergonzada.
—¡No, hombre, no tanto! Me
llaman La consulesa de Irún porque todo vasco, sobre todo de allí, que se
presenta en Madrid, suele tener la atención de venir a saludarme. Y, claro, si
no tiene recursos o le hace falta dirección, yo le atiendo siempre.
¿Nada más? Sí; ahora sus
cordialidades de consulesa auténtica, sus afectos políticos y hasta sus
caprichos de muchacha guapa. El "no te olvides de mi saludo, desde Estampa,
a todos los irundeses fuera de su pueblo"; el '"yo era de Izquierda
Republicana antes del 19 de julio, pero ahora soy comunista; por menos no
lucho"; y el "te voy a presentar a mi perro, Quince, que
es mi mascota".
Nada más por ahora. Lo demás,
nos lo darán los días.
Eduardo de Ontañón
Estampa, 27 de marzo de 1937
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