María Jesús Cuevas, maestra de Las presas, 1934 - Foto Samot |
Tres mil maestras están ahora
con el pie en el estribo. Después de una difícil carrera de cuatro años y un
cursillo eliminatorio, lleno de dificultades, están dispuestas a hundirse para
unos cuantos años en los pueblos y villorrios de la Península.
La última lista publicada en la Gaceta con la definitiva
adjudicación de plazas, ha indicado a cada una de estas muchachas la senda que
debe seguir para dar comienzo a su apostolado. Pocas han sido las que han
tenido la suerte de ir a una capital de provincia a cualquiera de esas escuelas
modelos que son los grupos escolares. Las más caerán dentro de un par de meses
en Dios sabe qué aldea de qué provincia, dispuestas a luchar diariamente para
llevar la luz del saber a los tiernos cerebros infantiles.
*
Estas tres lindas maestras, Carmela Aja, Marina García y María
Jesús Cuevas, que ya están dispuestas a cerrar sus maletas para marchar a donde
se las ha destinado, nos hablan del salto en el vació que darán centenares de
compañeras suvas.
—Mire usted, se trata de chicas educadas en un ambiente de
ciudad, que han estudiado en la ciudad y han viajado algo. Pertenecen a
familias de la clase media, donde el padre se ha sacrificado para sacar
adelante la prole. Y en sus casas, si no lujos, han visto algunas comodidades,
que ascienden desde la luz eléctrica hasta el cuarto de baño.
—Además —añade María Jesús—, es rara la maestra de ahora que no
guste de vestir y calzar bien, leer un par de periódicos al día y pasar un
rato, en el teatro o en el cine. Aquellas maestras de las siete faldas, que
enseñaban a las niñas con un palo en la mano, han pasado a la historia con los
sainetes que las representaban con sus gafas de concha sobre la nariz, un moño
absurdo en la nuca y un traje cursi y emperifollado, haciendo cantar a las
niñas de la escuela líricas estrofas, dedicadas al diputado cunero que visitaba
por primera vez el feudo que le habían asignado. Ahora, ya lo ve usted, somos
muchachas modernas, que enseñamos a las niñas por procedimientos nuevos, llevando
a su ánimo el deseo de acudir a la escuela, donde aprenden insensiblemente, sin
miedo a la disciplina o a la cara de vinagre de la profesora.
—Lo malo es el salto —agrega Marina—. Ese salto en el vacío que
van a dar muchísimas compañeras nuestras, cayendo en pueblos remotos. Esos
pueblos, sin luz para enchufar una bombilla, donde hay que acostarse al caer de
la tarde. Todas las provincias españolas tienen pueblos así, sin carreteras,
con caminos de herradura, hundidos en los montes, rodeados de nieve en el
invierno y achicharrados de sol en el verano, sin más defensa que la manta de
lana y la sombra de los árboles, sin una comodidad ni una alegría...
Vuelve a hablar María Jesús. Como es muy nerviosa se atropellan
sus palabras y lo dice todo a una velocidad de vértigo.
Nos habla de la carrera.
—Nosotras hemos tenido que estudiar de firme para obtener el
título, y después para sacar esta plaza a que vamos destinadas. Como las ovejas
del Señor, inclinamos la cabeza y aceptamos el sacrificio. Hemos de enseñar a
las niñas en locales terribles, donde no hay comodidad alguna, con un material
deplorable y con unas madres que no nos dejan desarrollar la labor a nuestro
gusto. En cuanto lleguemos a la escuela se nos presentará una comisión a
decirnos que no quieren que enseñemos a sus hijas más que a leer y escribir,
las cuatro reglas elementales de la Aritmética y la labor de costura. Además,
las compañeras que han tenido la mala suerte de ir a pueblos remotos, se
encontrarán con que no tienen casa donde quedarse ni viandas siquiera que comer
a gusto. Vamos a ganar, durante muchos años, unos cuarenta y siete duros todos
los meses, con los viajes de casa a la escuela y de la escuela a nuestra casa
por nuestra cuenta. Imagínese, usted una muchacha de Jaén que le toca ir a
Lugo. Y otra de Bilbao que tiene que ir a Canarias. Pues no puede volver a casa
ni en la primavera ni en Navidad. Han de resignarse a ver a su gente solamente
en las vacaciones del verano, y para ello privándose de todo durante los meses
de clase, a fin de reunir lo necesario para la gran excursión de unos
centenares de kilómetros. Cualquiera gana más que nosotras entre las empleadas
del Estado.
—No son los tiempos del maestro Ciruela —arguye Marina—; pero se
parecen mucho. Hace unos días hemos leído en un diario madrileño que
el Parlamento se dispone a votar un crédito de cuarenta y ocho millones con
destino al Ministerio de la Gobernación. En cambio, para la creación de las
veintisiete mil escuelas que faltan en España, sólo se destinan siete.
—Usted —insiste María Jesús— no sabe las escuelas que hay por
ahí; algunas dan verdadero espanto. Son como cuevas abiertas en los montes,
donde el maestro y los niños se mueren de frío, y otras, donde no se puede dar
clase nada más que en los días buenos; entonces el maestro y los alumnos salen
al campo, y allí se explica la lección.
No; no es agradable hundirse en pueblos remotos, acostarnos a la
hora de las gallinas, pasear por el camino real, sentarnos a la sombra de los
árboles y dar clases en escuelas de mala muerte, que más invitan a salir que a
entrar en ellas.
La muchacha suspira. Luego añade:
—Sin embargo, nos resignamos. Tenemos vocación...
Bergerac
Estampa, 30 de junio de 1934
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