Al esbozarse la lucha entre hijos de España, un soldado, de guarnición en Salamanca, se encontraba en Madrid disfrutando de un mes de permiso, y al estallar la sublevación se presentó en la capital de la República a las autoridades legitimas, esto es, a las autoridades militares españolas.
—Ya sé que el Ejército está licenciado; pero mi deber es ponerme a la disposición de la Patria para defenderla contra la rebeldía.
Y se le dio destino en las filas que habían de aplastar el insensato levantamiento. Días trágicos. Días de aciago furor. Días de indignación epiléptica. Los rebeldes se habían quedado con todo el escaso aparato militar de que España disponía, y los milicianos de la República, a falta de armas contundentes, ponían en la lucha el corazón, dejándose matar, exhaustos de pertrechos y de técnica, pero henchidos de amor por la causa de la Libertad y del Derecho.
Este mozo, soldado en su permiso y miliciano en su nuevo destino y en la lucha heroica del Pueblo, fué, en su vida normal, ordenanza de un Banco, en el que otro hermano suyo, más pequeño, era «botones». Los hermanos Martín Alvarez, cuyos son sus apellidos, estaban afiliados al Sindicato de Dependientes de Bolsa y Banca, filial de la Unión General de Trabajadores. El Sindicato les encauzaba en la idea redentora de vivir prevenidos contra la humillación a que les sometían los patronos millonarios y otros ricachones que ellos veían desfilar en irónico zig-zag de montones de billetes de todos los tamaños y todos los valores por la cadena de ventanillas del establecimiento bancario, en el que obtenían un mísero jornal que no redimía a su madre, enferma de pasar fatigas por esas calles vendiendo verduras.
—iQué listos y qué buenos son esos chicos de la verdulera! —se decía por todo el barrio de su vecindad—. ¡Y los pagan con una miseria! ¡Esto tiene que arreglarse! ¡No hay justicia en España!
El mozo ordenanza del Banco, y ya miliciano de la República, desapareció en el fragor de acciones de guerra por los frentes. Su padre, jornalero del Ayuntamiento, declarado cesante en la revolución proletaria del 34, y repuesto al triunfar el Frente Popular en el 36, se esfuerza inútilmente en consolar a la atribulada madre, ignorante de si su hijo vivía o lo habrían matado las balas rebeldes. Lejos del ansiado consuelo de tener noticias del ser querido, un día, un día aun más cruel, conoció una nueva noticia; el otro hijo, el «botones», también se había enrolado en unas Milicias. La epopeya gloriosa del cuartel de la Montaña le encendió la sangre, y el ignoto paradero de su hermano le acabó de empujar a la lucha. La Patria y su ideal justificaban su inevocable decisión. Lo hizo todo sin decir nada, ni en su casa ni a nadie de la vecindad.
«Ya sé que a mi madre se la aumenta la tragedia; pero yo debo hacerlo porque cumplo con un sagrado deber. ¿No me inscribí en el Sindicato por un anhelo de reivindicación y de justicia? ¿Y no ha llegado la hora de decir al Sindicato: «Aquí estoy yo»? Pues adelante y a defender la República, cueste lo que cueste. Si me toca la china negra, muero a gusto, y si no me toca, ¿quién sabe lo que el Destino me tiene reservado?»
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Han pasado ocho meses, y los hermanos Martín Alvarez no se han encontrado en las líneas de fuego ni en la retaguardia. ¿Qué será de ellos?» «¿Qué será de Florencio?» «¿Cuándo lo veré?» «iQué pena no poderle besar!» «La guerra va bien para la República. Ni los italianos, ni los alemanes, ni los moros, ni los portugueses, ni todo ese ragout de hombres engañados de todos los rincones del mundo que tenemos enfrente, pueden con nosotros. Si yo viera a mi hermano Félix, mi alegría sería completa.» «Mi alegría sería completa si yo viese a mi hermano Florencio».
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En una base de Aviación, donde Félix presta sus servicios de sargento, se presentan dos oficiales.
—Oye, Martín, ¿quieres ver a tu hermano?
—¿Qué dice usted, mi teniente? El «mono» se me estalla de alegría. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo?
—Anda, ven con nosotros a la capital, que allí le tienes. Aligérate, que nos espera un automóvil aquí, en la carretera.
—Pero, ¿así? ¿Sin cambiarme la ropa? ¿Sin lavarme un poco la cara siquiera?
—Así mismo, porque si te entretienes en el acicalamiento, a lo mejor se ha ido tu hermano ya, porque ha venido por muy pocas horas, en comisión de un servicio. Con que, ¡andando! ¡Hala! ¡Arrea!
Cuando el sargento de Aviación Martín Alvarez se dispone a penetrar en el coche, un capitán, irreprochablemente uniformado, que estaba dentro, se adelanta, y de un salto de gato montes se planta en la carretera. El sargento se cuadra, se lleva el puño al gorro, y antes de terminar la disciplinada y correcta frase de «¡A la orden de usted, mi capitán!», reconoce a su hermano, (¡¡¡ !!!)
*
Una madre ha recibido carta firmada por sus dos hijos, en la que la refieren el encuentro. Y se lo refieren de una manera que hasta el autor de esta crónica no ha podido decir a una lágrima: «¡Quieta!»
Porque la carta la he leído yo también.
Maximiliano Calvo
Mundo Gráfico, 14 de julio de 1937
lINDA ENTRADA CON UN POCO DE TODO PERFECTA PARA TIEMPOS DE PANDEMIA CUANDO NO SE NOS OCURRE ESCRIBIR NADA
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