Foto: Palomo |
—Pues, verá usted —me dice
la señora de Giral—; no sé cómo pudimos correr tanto, pero, en poco más de
media hora confeccionamos las primeras banderas republicanas que quedaron
colocadas, en el acto, en los lugares más importantes, como el Ayuntamiento, el
Ateneo y los Ministerios. La señora de Giral, esta respetable señora, que tanto
ha padecido por la República, aún está emocionada. No puede creer en esta
tranquilidad que ahora disfruta. Está acostumbrada, desde hace muchos años, a
vivir pendiente de la policía y de la cárcel. El doctor Giral ha pasado
repetidas temporadas encerrado, acompañándole muchas veces alguno de sus hijos,
y cuando gozaba de libertad, era constantemente vigilado y perseguido. Todo
esto acabó, y por eso, es fácil hacerse cargo de la emoción y el entusiasmo con
que se confeccionaron en su propia casa, las primeras banderas de la
República.
—¿Ustedes ya estaban
seguras del triunfo cuando empezaron a confeccionar las banderas?
—Nosotras —nos dice
la gentil señora de Honorato de Castro— estábamos aquí reunidas esperando
acontecimientos y con la inquietud propia del caso. Teníamos, es verdad, muchas
esperanzas; pero las hemos tenido tantas veces, que ya no nos atrevíamos a
afirmar nada. Nuestros maridos estaban en la calle, y lo mismo podíamos
imaginarlos en los Ministerios que en la cárcel, o metidos en algún tumulto, y,
aunque estamos muy acostumbradas a esto, sentíamos más emoción que nunca. De
pronto, nos llamaron por teléfono, y, sin decir más, nos encargaron que
cosiésemos, sin pérdida de tiempo, grandes banderas republicanas.
—Y ustedes, a pesar del
nerviosismo, se pusieron a coser.
—Naturalmente; pero, no
sabe usted cómo nos pinchamos. A pesar de todo, la alegría y la confianza nos allanó
los obstáculos y nos debió poner alas en los dedos, el caso es que, nuestras
banderas, salieron las primeras a la calle. Yo misma, coloqué una en el balcón
del Ateneo. A pesar de la incertidumbre, nunca he cosido con tanta ilusión como
cosía entonces ...
—Sí, tú,
si —interrumpe la señora de Giral—; pero, yo estuve escéptica, a pesar de
que me lo aseguró mi marido, hasta que vi al pueblo en la calle. Me figuraba
que nuestras banderas se quedarían en casa, y nuestros maridos, otra vez en la
cárcel. Afortunadamente, no fué así. No obstante este pesimismo, puse todos los
medios para que se realizara la pequeña obra que nos habían encomendado, pero
no acababa de creerlo hasta el punto de que aposté algo con mi marido a que no
era verdad lo que nos decían, y estoy muy satisfecha de haber perdido la
apuesta. ¡He ganado tantas de esta clase!...
—Y si surge la reacción,
¿qué hubieran hecho ustedes con sus banderas?
María Teresa de Castro se
queda un momento pensativa, pero, en seguida, vuelve a su habitual alegría, y
me dice:
—Pues, no sé; yo no
pensaba entonces en eso. Seguramente, las habríamos escondido.
—¿Y no las asustaba que
después del fracaso, las encontrase la policía, y más siendo en esta casa
?
—Asustarnos; ¿porqué?
—¿Cómo que por qué,
señora —me apresuro a contestarla— ; mucho menos hizo Mariana Pineda y fíjese
lo que la pasó.
—Bueno; pero eran otros
tiempos; y aunque fuesen los mismos, nosotras no pensábamos en aquellos
momentos más que en la República; ¿verdad, María Luisa?
—En la República, y en que
por fin, habría tranquilidad en mi casa; porque usted no sabe, lo que es
pasarse la vida con el marido y los hijos en la oposición. Pero todo lo doy por
bien empleado.
—¿Les causaría mucha
emoción ver sus banderas ondeando?
—Enorme —dice la señora de
Castro—, y más que esto, ver cómo las aplaudían desde la calle. Yo fui a
colocar la del Ateneo, como la dije antes, y fué para mí uno de los
momentos más intensos de mi vida.
Seguimos hablando de las
emociones de aquel día histórico. Es admirable la actitud de estas señoras que
se preocuparon de confeccionar la bandera tricolor que había de emborrachar de
alegría al pueblo de Madrid. Sin estas banderas, tan rápidamente colocadas, el
pueblo no habría tenido tan pronto la sensación de la República como la tuvo.
El paño tricolor, en aquellos momentos, en que aún no había Poder constituido,
era la República. ¿No les parece a mis amables y valientes amigas, que la
reacción hubiera tenido motivos sobrados para ensañarse con ellas?
Pepita Carabias
Estampa, 2 de mayo de 1931
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