Mi amigo Federico tenía
un teatrillo de juguete. Era
presti… a ver si lo digo de un
tirón…
prestidigi… ¡Caramba!
pres-ti-di-gi-tador.
Llevaba
dentro de la manga, del
sombrero
de copa,
en sus mil pañuelos de gasa de
colorines,
bandadas de palomas de papel de
fumar del abuelo,
caretas rojas, caretas de ojos
blancos,
caretas para la primavera
amarillas, y negras
para su paseo matinal por
Brooklyn.
Era mi amigo. Me quería. Y los
dos
-compartidos- tuvimos 1000
amantes de bronce.
Tenía,
teníamos, un apartamento en el
7º
piso de un bloque frente al
mar. Y por las noches,
un rumor de idas y venidas
aderezaba
nuestro lecho.
Cantaban
coros de golondrinas,
ronquidos, un pleamar
que se desboca en los labios,
la brisa
de kilómetros de abrazos
ascendiendo
hasta una placidez recubierta
de musgo o jaramagos
silenciosa, donde
muchachas, si crecieran,
recogerían lirios a espuertas y
donde el vino
correría como el azul de la
otra acera:
rumor gemelo de idas y venidas.
Pero
teniendo en cuenta
que de todo esto hace ya, por
lo menos,
500 ó 70
veces 7 años, y que aquella
aventura fue secreta como un
nicho …
… si yo ahora, aquí,
no os lo cuento, nadie hubiera
podido
escribirlo en vuestras vidas.
Juan de Loxa (Juan García Pérez)
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