©El capitán Dronne y el teniente Granell. Colección Musée de l'Ordre de la Libération
Al 3º Batallón del Regimiento de
marcha del Techad siempre se le llamó el "Batallón español". Éramos
españoles la mayoría de sus componentes. Pero tengo que decir que jamás existió
en la gloriosa División Leclerc diferencia alguna entre franceses y no franceses.
Los españoles fuimos siempre considerados como excelentes camaradas por
nuestros grandes amigos los franceses y ellos y nosotros, en el combate nos
condujimos en todo instante como hermanos.
Yo pertenecía a la 9a compañía
del batallón. Quiero rendir desde aquí un tributo de respeto y de admiración a
los 27 camaradas de ella que murieron en la campaña de Francia. Son
innumerables los testimonios y hechos de armas en los que la compañía tomó
parte. Numerosas cruces de guerra, 6 medallas militares y las más altas
citaciones engalanan nuestras hojas de servicio. Nuestro querido general
Leclerc ha dicho varias veces al referirse a los españoles: "A esos no les
para nadie".
La entrada en París
La División desembarcó en
Normandía en Junio de 1944. A medida que nos adentrábamos en esta hospitalaria
y querida tierra francesa, nuestro impulso y nuestra emoción se renovaban cada
vez que un poste indicador nos anunciaba: "París… (a tantos
kilómetros)". El nombre de la capital de Francia era para nosotros un imán
cuya fuerza irresistible de atracción empujábamos hacia lo que consideramos
símbolo y meta de la libertad: "la cité Lumière". Las flechas que
marcaban la dirección de París y las cifras que concretaban la distancia que de
París nos separaba nos obsesionaban de forma tal, que cuando las incidencias
nos obligaban a trazar un zig zag en nuestra marcha, pensábamos que el destino
nos había vuelto la espalda.
¡París... París... París...!
Para los españoles el nombre de un gran pueblo heroico resonaba paralelamente
en nuestros corazones y en nuestros pensamientos ¡Madrid... ! ¡Madrid... !
¡Madrid... !
El avance fue rápido. Apenas sin
descanso, guiadas por el afán de ver libre, completamente libre, la Francia
oprimida, nuestras columnas blindadas iban arrollando al ejército alemán. A
nuestra retaguardia los pueblos liberados quedaban entregados al frenesí de la
libertad. Por todas partes los besos y las flores nos compensaban de la fatiga
y de la zozobra. El lirismo es compañero inseparable de la exaltación bélica. Y,
a veces al contemplar a las mujeres de Francia frente al espectáculo del
ejército liberador, pensaba en aquel verso de Rubén Darío: "... y la más
hermosa sonríe al más fiero de los vencedores..."
Los franceses nos brindaban la
"bonne bouteille", cuidadosamente librada a la rapiña alemana y
guardada con todo celo para el día esperado de la Liberación. La estela de
triunfo y de gloria quedaba también cuajada de dolor y de luto. Nuestro paso se
jalonaba con las tumbas de los compañeros caídos en la lucha por la libertad.
El 24 de agosto, tras la
conquista de Antony, llegamos a Fresnes. La población cayó sin dificultad en
nuestro poder, pero los alemanes habían convertido la cárcel en fortaleza
difícil de tomar. Hubimos de vencer una férrea resistencia. Fue entonces cuando
nuestro destacamento recibió la orden tanto tiempo tan esperada: "Hay que
ir a París a ver qué pasa". Alegría nerviosa. Preparativos rápidos.
Partida llena de emoción. No sé qué pasó que no encontramos en nuestra
documentación ningún plano de la capital. A veces en la guerra lo imprevisto
imprime a los acontecimientos rumbos que no hay más remedio que aceptar. Nos
decidimos a emprender el viaje sin el plano. Un patriota francés se ofreció
espontáneamente a servirnos de guía. A bordo de uno de nuestros blindados
inició su "role" de cicerone.
Bajo las órdenes del capitán
Dronne, del que yo era “adjoint” la columna blindada emprendió al fin la marcha
hacia la Meca de nuestro ensueño: PARIS.
En el curso de nuestra ruta
hallamos varias veces obstruido el camino por los gruesos troncos de árboles
que la Resistencia había derribado para obstaculizar la retirada del enemigo.
Nos vimos, pues, forzados a continuos altos en la marcha, que siempre
aprovechábamos para adquirir información. Como casi siempre, los informadores
civiles, poseídos en todo instante del mejor deseo, nos facilitaban datos
desconcertantes por contradictorios. Algunos aseguraban que “había muchos
alemanes”. Otros que “todos habían huido ya”. Según ciertas referencias, el
enemigo tenía emplazada una artillería numerosa. No faltaba quién llamaba
especialmente nuestra atención sobre las minas.
Nosotros recogíamos y
examinábamos cuidadosamente todas las informaciones. Pero por encima de ellas
flotaba de continuo la famosa consigna de nuestro general Leclerc: “En avant,
en avant, en avant”. Desde mi coche ligero yo escrutaba el horizonte. Al doblar
una curva apareció de pronto ante mis ojos algo que me llenó al mismo tiempo de
estupor y de impresión. La costumbre me hizo pensar y hablar en francés en
aquel momento inenarrable: “Tiens, voilà la Tour Eiffel”. Yo no había estado
nunca en París. La visión de la torre de acero, llena para mí de leyenda e
historia, me hizo pensar que había alcanzado el objetivo final de mis esfuerzos
y de mi vida.
Sin incidente alguno y a gran
velocidad llegamos al Pont de Sévres. Nuestros informadores nos habían
advertido que estaba minado y defendido por varias piezas de artillería,
emplazadas en un altozano a la derecha. En nuestra conciencia, como un
contrapunto machacón, la consigna del general bordoneaba todos los sonidos y
todas las explosiones: “En avant, en avant”. Al fin nuestros tanques alcanzaron
las primeras calles de la capital. Los parisienses, sorprendidos, nos tomaron
por una columna alemana llegada en dirección contraria de la que ellos podían
imaginar. Las gentes precipitábanse en las casas, cerrando puertas y ventanas.
Un alto. En la calle desierta percibíamos sólo las miradas que nos espiaban
desde los balcones entreabiertos o por el ligero pliegue de un “rideau”. Un
viejo, lleno de desconfianza, decidióse a aproximarse a nosotros. Al reparar en
nuestros uniformes preguntó con recelo: “Americains?” “Pas americáins, mon
vieux, nous sommes la Division Leclerc”. Aquel hombre fue presa de la más indescriptible
excitación. No sé si como un demente o como un heraldo de un acontecimiento de
esos que las viejas recuerdan a los nietos al amor de la lumbre, con sencilla
oratoria, el anciano se apartó de nosotros gritando: “He, eh, Français,
Français, c’est la Division Leclerc qui arrive!” No sé siquiera lo que pasó
inmediatamente. La desolación de la calle desierta se transformó
instantáneamente en un enjambre. La población civil se abalanzaba sobre
nosotros. Vivas, aplausos, aclamaciones. Siempre besos y siempre flores. Yo
dejé de apercibir las siluetas de nuestros carros y nuestros coches. Racimos de
seres humanos los ocultaban de mi vista. Las botellas del buen vino francés se
vaciaban sobre nuestras cabezas, a manera de bautismo pagano.
Los ojos resplandecían con
fulgores extraños. Después se humedecían de llanto. Nosotros llorábamos
también. No puedo olvidar el tono viril y escueto de un anciano que se limitó a
decirme mientras oprimía mi mano: “Merci, merci”.
Tuvimos que empezar por
librarnos del peligroso afecto que el pueblo de París nos exteriorizaba. Hubo
que echar mano de toda la energía militar para dispersar a nuestros
aclamadores. Al final pudimos reemprender la marcha hacia el corazón de la
capital. Nos detuvimos por segunda vez en la plaza Sembat. Fue entonces cuando
por nuestro aparato de radio transmitimos el parte al Estado Mayor de nuestra
División: “Arrivés a París 20 H 45. – Envoyez renforts”.
Desde la plaza Sembat nos
encaminamos hacia el Hôtel de Ville. Nuestro guía era ahora una mujer. Nadie
supo nunca por qué misterioso medio transmisor la noticia de nuestra llegada se
había esparcido por todas partes. Nuestro paso por las calles de la capital era
saludado por la multitud. Las gentes gritaban enloquecidas: ¡Viva la División
Leclerc! Los bailes improvisados en la vía pública obstruían nuestro paso.
Place de l’ Hôtel de Ville
Otra vez el vacío y el recelo.
De nuevo se nos confunde con el odiado invasor. El error facilitó la
distribución de nuestras fuerzas en disposición de defensa. Dentro del Hôtel de
Ville, hecha la luz sobre quiénes éramos y a qué veníamos, los Resistentes que
se hallaban en el interior del edificio tuvieron que establecer un servicio de
protección para que los entusiasmos no nos asfixiasen. La Resistencia se había
apoderado días antes del Hôtel de Ville y lo había defendido heroicamente de
los ataques nazis. Introducidos en un pequeño despacho, tuvimos el honor de ser
presentados al Préfet de la Séine, monsieur Flouret, quien a su vez nos
presentó al Presidente del Comitè Nacional de la Resistencia. La figura menuda
y resuelta de monsieur Bidault, con su pequeña estatura y su gran autoridad,
simbolizaba en aquel instante, como lo simboliza hoy, la grandeza de la Francia
herida y heroica. A su lado estaba el coronel Roll.
Monsieur Bidault quiso conocer
nuestros elementos efectivos. El deber militar nos impidió complacerle de
momento. El hoy Presidente del Gobierno provisional de la República Francesa no
se determinaba a dar la orden de que fuese transmitida por radio la noticia de
nuestra entrada en París. Una falsa noticia en tal sentido habría motivado
recientemente una brutal represión de los alemanes. Más de 2.000 franceses
fueron encarcelados y, algunos, pasados por las armas. Nos fue forzoso aguardar
reserva hasta que consideramos despejada la situación. Hoy yo puedo decir desde
este micrófono que la "avant garde" de la División Leclerc que
entonces se encontraba en la Plaza del Hôtel de Ville sólo estaba integrada por
una sección de tanques, 2 de carros blindados y una de Ingenieros. En total,
120 hombres y 22 vehículos. Algunos de los carros blindados tenían nombres como
estos: MADRID, DON QUIJOTE, GUERNIKA, GUADALAJARA, TERUEL, SANTANDER,
BRUNETE...
El Presidente del Consejo
Nacional de la Resistencia ordenó finalmente que la gran nueva fuese
oficialmente confirmada por radio. No digo transmitida, porque todo el país la
conocía ya. Las campanas de Nôtre Damme conmovieron nuestros espíritus y
oprimieron nuestros corazones que el combate no había endurecido del todo.
Gritos, cantos, vítores... Y los compases de la Marsellesa, que humedecieron
nuestros ojos y atenazaban nuestras gargantas. Bengalas, disparos al aire.
Libertad y Victoria. Yo sentía flojos todos mis resortes nerviosos. La
emoción es capaz de lo que no consigue el miedo, que también habíamos sentido
muchas veces. No me era posible moverme. Intenté en vano sumar mi voz a las que
cantaban la Marsellesa. Ni siquiera podía pestañear, temeroso de que las
lágrimas comenzaran a descender por mis mejillas.
Nuestros sentidos todos parecían
igualmente privados de todo impulso. Y siempre, transformada en escena viva, la
letra del verso de Rubén Darío: "...La más hermosa sonríe al más fiero de
los vencedores". La fiereza de los vencedores se había disipado bajo la
emoción.
Después llegó la noche: guardia
defensiva en torno al Hôtel de Ville. Nos llegaban informes según los cuales
los alemanes se concentraban en la Bastilla y en la Concordia. Era de prever el
ataque.
El júbilo de la población llegó
al paroxismo. La gran plaza estaba abarrotada. Las bengalas y las explosiones
del magnesio de los fotógrafos iluminaban el objetivo que nuestros tanques y
nuestros blindados presentaban. Nos costó más trabajo vencer la admiración de
los parisienses que la resistencia alemana. Después vino todo lo demás. Es de
sobra conocido. El contacto con las fuerzas de nuestra División nos tranquilizó
al fin. París estaba definitivamente liberado.
Mi compañía figuró en la
vanguardia del desfile de la Victoria celebrado el 26 de Agosto. Dos días más
tarde contemplaba yo desde el Sacré Coeur el panorama del París libre. Lloré
una vez más. Ahora, cuando termine esta desordenada narración retrospectiva, no
sé si lloraré también.
Amado Granell
Heraldo de España, París, 7 de septiembre de 1946
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