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1513. Homenaje a Cataluña I

Orwell en el Cuartel Lenin de Barcelona



En los Cuarteles Lenin de Barcelona, el día antes de ingresar en la milicia, vi a un miliciano italiano de pie frente a la mesa de los oficiales.  

Era un joven de veinticinco o veintiséis años, de aspecto rudo, cabello amarillo rojizo y hombros poderosos. Su gorra de visera de cuero estaba fieramente inclinada sobre un ojo. Lo veía de perfil, la barbilla contra el pecho, contemplando con expresión de desconcierto el mapa que uno de los oficiales había desplegado sobre la mesa. Algo en su rostro me conmovió profundamente: era el rostro de un hombre capaz de matar y de dar su vida por un amigo, la clase de rostro que uno esperaría encontrar en un anarquista, aunque casi con seguridad era comunista. Había a la vez candor y ferocidad en él, y también la conmovedora reverencia que los individuos ignorantes sienten hacia aquellos que suponen superiores. Evidentemente, no entendía nada del mapa, y parecía que consideraba su lectura como una estupenda hazaña intelectual. Casi no puedo explicármelo, pero rara vez he conocido a alguien por quien experimentara una simpatía tan inmediata. Mientras charlaban alrededor de la mesa, una observación puso de manifiesto mi origen extranjero. El italiano levantó la cabeza y preguntó rápidamente:  

—¿Italiano?  

Yo respondí en mi mal español:  

—No, inglés. 

¿Y tú?  

—Italiano. 

Cuando íbamos a salir, cruzó la habitación y me apretó con fuerza la mano. ¡Resulta extraño cuánto afecto se puede sentir por un desconocido! Fue como si su espíritu y el mío hubieran logrado momentáneamente salvar el abismo del lenguaje y la tradición y unirse en absoluta intimidad. Deseé que sintiera tanta simpatía por mí como yo por él. Pero sabía que para conservar esa primera impresión no debía volver a verlo, y así ocurrió en efecto. Uno siempre establecía contactos de ese tipo en España. 

Menciono a este miliciano porque su figura se ha mantenido muy viva en mi memoria. Con su raído uniforme y su rostro feroz y patético simboliza para mí la atmósfera especial de aquella época. Permanece asociado a todos mis recuerdos de aquel período de la guerra: las banderas rojas en Barcelona, los largos trenes que se arrastraban hacia el frente repletos de soldados zarrapastrosos, las ciudades grises agobiadas por la guerra a lo largo de la línea de fuego, las trincheras heladas y fangosas en las montañas. 

Esto ocurría hace menos de siete meses, a finales de diciembre de 1936, no obstante lo cual me parece que aquel período pertenece ya a un pasado remoto. Acontecimientos posteriores lo han esfumado hasta tal punto que podría situarlo en 1935, y hasta en 1905. Había viajado a España con el proyecto de escribir artículos periodísticos, pero ingresé en la milicia casi de inmediato, porque en esa época y en esa atmósfera parecía ser la única actitud concebible. Los anarquistas seguían manteniendo el control virtual de Cataluña, y la revolución estaba aún en pleno apogeo. A quien se encontrara allí desde el comienzo probablemente le parecería, incluso en diciembre o en enero, que el período revolucionario estaba tocando a su fin; pero viniendo directamente de Inglaterra, el aspecto de Barcelona resultaba sorprendente e irresistible. Por primera vez en mi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas. Casi todos los edificios, cualquiera que fuera su tamaño, estaban en manos de los trabajadores y cubiertos con banderas rojas o con la bandera roja y negra de los anarquistas; las paredes ostentaban la hoz y el martillo y las iniciales de los partidos revolucionarios; casi todos los templos habían sido destruidos y sus imágenes, quemadas. Por todas partes, cuadrillas de obreros se dedicaban sistemáticamente a demoler iglesias. En toda tienda y en todo café se veían letreros que proclamaban su nueva condición de servicios socializados; hasta los limpiabotas habían sido colectivizados y sus cajas estaban pintadas de rojo y negro. Camareros y dependientes miraban al cliente cara a cara y lo trataban como a un igual. Las formas serviles e incluso ceremoniosas del lenguaje habían desaparecido. Nadie decía señor, o don y tampoco usted; todos se trataban de «camarada» y «tú», y decían ¡salud! en lugar de buenos días. La ley prohibía dar propinas desde la época de Primo de Rivera; tuve mi primera experiencia al recibir un sermón del gerente de un hotel por tratar de dársela a un ascensorista. No quedaban automóviles privados, pues habían sido requisados, y los tranvías y taxis, además de buena parte del transporte restante, ostentaban los colores rojo y negro. En todas partes había murales revolucionarios que lanzaban sus llamaradas en límpidos rojos y azules, frente a los cuales los pocos carteles de propaganda restantes semejaban manchas de barro. A lo largo de las Ramblas, la amplia arteria central de la ciudad constantemente transitada por una muchedumbre, los altavoces hacían sonar canciones revolucionarias durante todo el día y hasta muy avanzada la noche. El aspecto de la muchedumbre era lo que más extrañeza me causaba. Parecía una ciudad en la que las clases adineradas habían dejado de existir. Con la excepción de un escaso número de mujeres y de extranjeros, no había gente «bien vestida»; casi todo el mundo llevaba tosca ropa de trabajo, o bien monos azules o alguna variante del uniforme miliciano. Ello resultaba extraño y conmovedor. En todo esto había mucho que yo no comprendía y que, en cierto sentido, incluso no me gustaba, pero reconocí de inmediato la existencia de un estado de cosas por el que valía la pena luchar. Asimismo, creía que los hechos eran tales como parecían, que me hallaba en realidad en un Estado de trabajadores, y que la burguesía entera había huido, perecido o se había pasado por propia voluntad al bando de los obreros; no me di cuenta de que gran número de burgueses adinerados simplemente esperaban en las sombras y se hacían pasar por proletarios hasta que llegara el momento de quitarse el disfraz. 

Además de todo esto, se vivía la atmósfera enrarecida de la guerra. La ciudad tenía un aspecto desordenado y triste, las aceras y los edificios necesitaban reparaciones, de noche las calles se mantenían poco alumbradas por temor a los ataques aéreos, la mayoría de las tiendas estaban casi vacías y poco cuidadas. La carne escaseaba y la leche prácticamente había desaparecido; faltaba carbón, azúcar y gasolina, y el pan era casi inexistente. En esos días las colas para conseguir pan alcanzaban a menudo cientos de metros. Sin embargo, por lo que se podía juzgar, hasta ese momento la gente se mantenía contenta y esperanzada. No había desocupación y el costo de la vida seguía siendo extremadamente bajo; casi no se veían personas manifiestamente pobres y ningún mendigo, exceptuando a los gitanos. Por encima de todo, existía fe en la revolución y en el futuro, un sentimiento de haber entrado de pronto en una era de igualdad y libertad. Los seres humanos trataban de comportarse como seres humanos y no como engranajes de la máquina capitalista. En las barberías (los barberos eran en su mayoría anarquistas) había letreros donde se explicaba solemnemente que los barberos ya no eran esclavos. En las calles, carteles llamativos aconsejaban a las prostitutas cambiar de profesión. Para cualquier miembro de la civilización endurecida y burlona de los pueblos de habla inglesa había algo realmente patético en la literalidad con que estos españoles idealistas tomaban las gastadas frases de la revolución. En esa época las canciones revolucionarias del tipo más ingenuo, todas ellas relativas a la hermandad proletaria y a la perversidad de Mussolini, se vendían por pocos céntimos. A menudo vi a milicianos casi analfabetos que compraban una, la deletreaban trabajosamente y comenzaban a cantarla con alguna melodía adecuada.

Durante todo ese tiempo yo me encontraba en los Cuarteles Lenin con el objetivo, según manifestaban, de recibir una preparación militar. Al unirme a la milicia, me informaron de que sería enviado al frente al día siguiente, pero, en realidad, tuve que esperar hasta que una nueva centuria estuviera lista. Las milicias de trabajadores, apresuradamente reclutadas entre los sindicatos al comienzo de la guerra, aún no habían sido organizadas sobre una base militar común. Las unidades de comando eran la «sección», compuesta por unos treinta hombres, la centuria, por alrededor de cien, y la «columna» que, en la práctica, significaba cualquier número grande de milicianos. Los cuarteles eran un conjunto de espléndidos edificios de piedra, con una escuela de equitación y enormes patios adoquinados; habían sido cuarteles de caballería y fueron tomados durante las luchas de julio. Mi centuria dormía en uno de los establos, junto a los pesebres, donde aún estaban inscritos los nombres de los corceles militares. Todos los caballos habían sido enviados al frente, pero el lugar todavía olía a orín y avena podrida. Estuve en los cuarteles alrededor de una semana. Lo que más recuerdo es el olor a caballo, los temblorosos toques de corneta (nuestros cornetistas eran aficionados y no aprendí los toques españoles hasta que los escuché desde fuera de las líneas fascistas), el sonido de las botas claveteadas en el patio, los largos desfiles matutinos bajo el sol invernal y los locos partidos de fútbol, con cincuenta jugadores por cada equipo, sobre la grava de la escuela de equitación. Éramos unos mil hombres y una veintena de mujeres, aparte de las esposas de milicianos que se encargaban de cocinar. Todavía quedaban algunas milicianas, pero no muchas. En las primeras batallas pareció natural que lucharan junto a los hombres; siempre sucede eso en tiempos de revolución. Pero las ideas ya habían empezado a cambiar. A los milicianos les estaba prohibido acercarse a la escuela de equitación mientras las mujeres se ejercitaban, porque se reían y burlaban de ellas. Pocos meses antes nadie hubiera encontrado nada cómico en una mujer con un fusil en la mano. 

 Los cuarteles se hallaban en un estado general de suciedad y desorden. Lo mismo ocurría en cuanto edificio ocupaba la milicia, y parecía constituir uno de los subproductos de la revolución. En todos los rincones había pilas de muebles destrozados, monturas rotas, cascos de bronce, vainas de sables y alimentos en putrefacción. Era enorme el desperdicio de comida, en especial de pan. En nuestro barracón se tiraba después de cada comida una canasta llena de pan, hecho lamentable si se piensa que la población civil carecía de él. Comíamos en largas mesas montadas sobre caballetes en escudillas de hojalata siempre grasientas, y bebíamos de una cosa espantosa llamada porrón. El porrón es una especie de botella de vidrio con un pico fino del cual sale un delgado chorro de vino al inclinarla. De este modo resulta posible beber desde lejos, sin tocarlo con los labios, y pasarlo de mano en mano. Me declaré en huelga y exigí un vaso en cuanto vi cómo se usaba el porrón. Para mi gusto, se parecían demasiado a los orinales de cama de vidrio, sobre todo cuando estaban llenos de vino blanco. 

Poco a poco se iban proporcionando uniformes a los reclutas, pero, como estábamos en España, todo se hacía de manera fragmentaria, de modo que nunca se sabía bien qué había recibido cada uno, y varias de las cosas más necesarias, como cartucheras y cargas de municiones, no se distribuyeron hasta el último momento, cuando el tren aguardaba para llevarnos al frente. He hablado del «uniforme» de la milicia, lo cual probablemente produzca una impresión errónea. No se trataba en verdad de un uniforme: quizá «multiforme» sería un término más adecuado. La ropa de cada miliciano respondía a un plan general, pero nunca era por completo igual a la de nadie. Prácticamente todos los miembros del ejército usaban pantalones de pana, y allí concluía la uniformidad. Algunos usaban polainas de cuero o pana, y otros, botines de cuero o botas altas. Todos llevábamos chaquetas de cremallera, de las cuales unas eran de cuero, otras de lana y ninguna de un mismo color. Las clases de gorras eran casi tan numerosas como quienes las llevaban. Se acostumbraba adornar la parte delantera de la gorra con una insignia partidista y, además, casi todos llevaban un pañuelo rojo o rojinegro alrededor del cuello. Una columna de milicia en esa época ofrecía un aspecto realmente extraordinario. Las ropas se distribuían a medida que salían de una u otra fábrica y, a decir verdad, no eran malas teniendo en cuenta las circunstancias. Con todo, las camisetas y los calcetines eran prendas de un algodón malísimo, totalmente inútiles contra el frío. Me espanta pensar en lo que los milicianos deben de haber soportado durante los primeros meses, antes de que las cosas comenzaran a organizarse. Recuerdo haber leído un periódico de sólo un par de meses antes, en el cual uno de los dirigentes del POUM, después de una visita al frente, manifestó que trataría de que «todo miliciano tuviera una manta». Una frase capaz de producir escalofríos a quien ha dormido alguna vez en una trinchera.  

Durante mi segundo día en los cuarteles se dio comienzo a lo que paradójicamente se llamaba «instrucción». Al principio hubo escenas de gran confusión. Los reclutas eran en su mayor parte muchachos de dieciséis o diecisiete años, procedentes de los barrios pobres de Barcelona, llenos de ardor revolucionario pero completamente ignorantes respecto a lo que significaba una guerra. Resultaba imposible conseguir que formaran en fila. La disciplina no existía; si a un hombre no le gustaba una orden, se adelantaba y discutía violentamente con el oficial. El teniente que nos instruía era un hombre joven, robusto y de rostro fresco y agradable. Había pertenecido al ejército y los modales y un elegante uniforme le hacían conservar el aspecto de un oficial de carrera. Resulta curioso que fuera un socialista sincero y ardiente. Insistía, aún más que los mismos soldados, en una completa igualdad social entre todos los grados. Recuerdo su dolorida sorpresa cuando un recluta ignorante se dirigió a él llamándolo señor. «¡Qué! ¡Señor! ¿ Quién me llama señor? ¿Acaso no somos todos camaradas?» No creo que esto facilitara su tarea.

En realidad, los reclutas novatos no recibían adiestramiento militar alguno que pudiera servirles para algo. Se me había dicho que los extranjeros no estaban obligados a tomar parte en la «instrucción» (observé que los españoles tenían la conmovedora creencia de que todos los extranjeros sabían más que ellos sobre asuntos militares), pero, naturalmente, me presenté junto con los demás. Sentía gran ansiedad por aprender a utilizar una ametralladora; era un arma que nunca había tenido oportunidad de manejar. Con desesperación descubrí que no se nos enseñaba nada sobre el uso de armas. La llamada instrucción consistía simplemente en ejercicios de marcha del tipo más anticuado y estúpido: giro a la derecha, giro a la izquierda, media vuelta, marcha en columnas de a tres, y todas esas inútiles tonterías que aprendí cuando tenía quince años. Era una forma realmente extraordinaria de adiestrar a un ejército de guerrillas. Evidentemente, si se cuenta con sólo pocos días para adiestrar a un soldado, deben enseñársele las cosas que le serán más necesarias: cómo ocultarse, cómo avanzar por campo abierto, cómo montar guardia y construir un parapeto y, por encima de todo, cómo utilizar las armas. No obstante, esa multitud de criaturas ansiosas que serían arrojadas a la línea del frente casi de inmediato no aprendían ni siquiera a disparar un fusil o a quitar el seguro de una granada. En esa época ignoraba que el motivo de este absurdo era la total carencia de armas. En la milicia del POUM la escasez de fusiles era tan desesperante que las tropas recién llegadas al frente no disponían sino de los fusiles utilizados hasta ese momento por las tropas a las que relevaban. En todos los Cuarteles Lenin creo que no había más fusiles que los utilizados por los centinelas.  

Al cabo de unos pocos días, aunque seguíamos siendo un grupo caótico de acuerdo con cualquier criterio sensato, se nos consideró aptos para aparecer en público. Por las mañanas nos dirigíamos hasta los jardines de la colina situada más allá de la Plaza de España, que todas las milicias de partido, además de los carabineros y los primeros contingentes del recientemente formado Ejército Popular compartían para su adiestramiento. Allí, el espectáculo resultaba extraño y alentador. En cada sendero y en cada callejuela, entre los ordenados arriates de flores, se veían escuadras y compañías de hombres que marchaban erguidos de un lado para otro, sacando pecho y tratando desesperadamente de parecerse a soldados. Todos ellos carecían de armas y ninguno tenía el uniforme completo, aunque en la mayoría podía reconocerse fragmentariamente el atuendo del miliciano. Durante tres horas trotábamos de un lado a otro (el paso de marcha español es muy corto y rápido), luego nos deteníamos, rompíamos filas y nos lanzábamos sedientos sobre una pequeña tienda de ultramarinos, a media cuesta, que estaba haciendo una —fortuna vendiéndonos vino barato. Los españoles se mostraban cordiales conmigo. Dada mi condición de inglés, yo constituía una especie de curiosidad, y los oficiales de carabineros estaban por mí y me pagaban la bebida. Mientras tanto, siempre que se me presentaba la oportunidad acorralaba a nuestro teniente y le pedía a gritos que me instruyera en el uso de una ametralladora. Solía sacar del bolsillo mi diccionario luego y lo asediaba en mi execrable español:  

—Yo sé manejar fusil. No sé manejar ametralladora. Quiero aprender ametralladora. ¿Cuándo vamos aprender ametralladora?  

La respuesta era invariablemente una sonrisa cansada y una promesa de que habría instrucción de ametralladoras mañana. Por supuesto, mañana nunca llegaba. Transcurridos varios días, los reclutas aprendieron a marcar el paso, a ponerse firmes casi de inmediato, pero apenas si sabían de qué extremo del fusil sale la bala. Cierta vez, un carabinero se acercó a nosotros mientras hacíamos un alto y nos permitió examinar el suyo. Resultó que, en toda mi sección, nadie, salvo yo, sabía siquiera cargar el arma y mucho menos apuntar con ella.

Durante ese tiempo yo tenía muchas dificultades con el idioma español. Además de mí, sólo había un inglés en los cuarteles, y nadie, ni siquiera entre los oficiales, sabía una palabra de francés. No sirvió para facilitarme las cosas el hecho de que, cuando mis compañeros hablaban entre sí, lo hicieran por lo general en catalán. Sólo podía desenvolverme llevando a todas partes un pequeño diccionario que sacaba del bolsillo en los momentos de crisis. Pero prefiero ser extranjero en España y no en cualquier otro país. ¡Qué fácil resulta hacer amigos en España! Al cabo de uno o dos días, había una veintena de milicianos que me llamaban por mi nombre de pila, me enseñaban secretos y triquiñuelas y me abrumaban con su amistad. 

No escribo un libro de propaganda y no deseo idealizar la milicia del POUM. El sistema de la milicia presentaba serios fallos, y los hombres mismos dejaban mucho que desear, pues en esa época el reclutamiento voluntario comenzaba a disminuir y muchos de los mejores hombres ya se encontraban en el frente o habían muerto. Siempre había entre nosotros un cierto porcentaje de individuos completamente inútiles. Muchachos de quince años eran traídos por sus padres para que fueran alistados, evidentemente por las diez pesetas diarias que constituían la paga del miliciano y, también, a causa del pan que, como tales, recibían en abundancia y podían llevar a sus hogares. Desafío a cualquiera a verse sumergido, como me ocurrió a mí, entre la clase obrera española —quizá debería decir la clase obrera catalana, pues aparte de unos pocos aragoneses y andaluces sólo tuve contacto con catalanes— y a no sentirse conmovido por su decencia esencial y, sobre todo, por su franqueza y generosidad. La generosidad de un español, en el sentido corriente de la palabra, a veces resulta casi embarazosa. Si uno le pide un cigarrillo, te obliga a aceptar todo el paquete. Y más allá de eso, existe generosidad en un sentido más profundo, una verdadera amplitud de espíritu que he encontrado una y otra vez en las circunstancias menos promisorias. Algunos periodistas y otros extranjeros que viajaron por España han declarado que, en el fondo, los españoles se sentían amargamente heridos por la ayuda extranjera. Sólo puedo decir que nunca observé nada por el estilo. Recuerdo que unos pocos días antes de dejar los cuarteles, un grupo de hombres regresó del frente de permiso. Hablaban con excitación acerca de sus experiencias y manifestaban una fervorosa admiración por las tropas francesas que habían luchado junto a ellos en Huesca. Los franceses eran muy valientes, afirmaban, y agregaban entusiasmados: Más valientes que nosotros. Desde luego, manifesté mi desacuerdo, pero me explicaron que los franceses sabían más sobre el arte de la guerra, eran más expertos en las granadas, las ametralladoras y demás. El comentario resulta significativo. Un inglés se cortaría una mano antes de decir algo semejante. 

Los extranjeros que servían en la milicia empleaban su primera semana en aprender a amar a los españoles y en exasperarse ante algunas de sus características. En el frente, mi propia exasperación alcanzó algunas veces el nivel de la furia. Los españoles son buenos para muchas cosas, pero no para hacer la guerra. Los extranjeros se sienten consternados por igual ante su ineficacia, sobre todo ante su enloquecedora impuntualidad. La única palabra española que ningún extranjero puede dejar de aprender es mañana. Toda vez que resulta humanamente posible, los asuntos de hoy se postergan para mañana; sobre esto, incluso los españoles hacen bromas. Nada en España, desde una comida hasta una batalla, tiene lugar a la hora señalada. Como regla general, las cosas ocurren demasiado tarde, pero, ocasionalmente —de modo que uno ni siquiera puede confiar en esa costumbre—, acontecen demasiado temprano. Un tren que debe partir a las ocho, normalmente lo hace en cualquier momento entre las nueve y las diez, pero quizá una vez por semana, gracias a algún capricho del maquinista sale a las siete y media. Tales cosas pueden resultar un poquito pesadas. En teoría, admiro a los españoles por no compartir la neurosis del tiempo, típica de los hombres del norte; pero, por desgracia, ocurre que yo mismo la comparto.

Después de interminables rumores, mañanas y demoras, de pronto, con dos horas de anticipación, cuando todavía nos faltaba recibir buena parte del equipo, nos dieron la orden de partir hacia el frente. Hubo terribles tumultos en el depósito de intendencia y muchísimos hombres tuvieron que irse con el equipo incompleto. Los cuarteles se poblaron súbitamente de mujeres que parecían haber surgido de la nada y que ayudaban a sus hombres a enrollar sus mantas y a preparar sus mochilas. Resultó bastante humillante que una joven española, la esposa de William, el otro miliciano inglés, tuviera que enseñarme a ponerme mi nueva cartuchera de cuero. Era una criatura amable, de ojos oscuros, intensamente femenina, que parecía destinada a pasarse la vida meciendo una cuna; sin embargo, había luchado valerosamente en las batallas callejeras de julio. En ese momento llevaba consigo un bebé, nacido justo diez meses después del estallido de la guerra y que quizá había sido concebido detrás de una barricada.  


El tren debía partir a las ocho, y eran más o menos las ocho y diez cuando los oficiales sudorosos y agotados lograron formarnos en el patio. Recuerdo con toda nitidez la escena: el vocerío y la excitación, las banderas rojas flameando a la luz de las antorchas, las filas de milicianos con las mochilas a la espalda y su manta al hombro; los ruidos de las botas y de las escudillas de hojalata; luego un retumbante y finalmente exitoso siseo pidiendo silencio; y después un comisario político, de pie bajo un enorme estandarte rojo, dirigiéndonos un discurso en catalán. Por fin, nos condujeron hasta la estación por el camino más largo —unos seis o siete kilómetros—, a fin de mostrarnos a toda la ciudad. En las Ramblas nos hicieron detener; mientras una banda prestada para la ocasión interpretaba una o dos melodías revolucionarias. Una vez más, la repetida historia del héroe vencedor: gritos y entusiasmo, banderas rojas y banderas rojinegras por doquier; multitudes cordiales cubriendo las aceras para echarnos una mirada, mujeres saludando desde las ventanas. ¡Qué natural parecía todo entonces!, ¡cuán remoto e improbable ahora! El tren estaba tan abarrotado que casi no quedaba lugar en el suelo, por no hablar ya de los asientos. En el último momento, la mujer de William vino corriendo por el andén y nos alcanzó una botella de vino y un poco de ese chorizo colorado que tiene gusto a jabón y produce diarrea. El tren se puso en movimiento lentamente y salió de Barcelona en dirección a la meseta de Aragón a la velocidad normal en tiempo de guerra, algo menor de veinte kilómetros por hora. 


George Orwell



Primera edición de "Homage to Catalonia". Secker and Warburg, Inglaterra, 1938








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