Orwell en el Cuartel Lenin de Barcelona |
En los Cuarteles Lenin de Barcelona, el día antes de
ingresar en la milicia, vi a un miliciano italiano de pie frente a la mesa de
los oficiales.
Era un joven de veinticinco o veintiséis años, de
aspecto rudo, cabello amarillo rojizo y hombros poderosos. Su gorra de visera
de cuero estaba fieramente inclinada sobre un ojo. Lo veía de perfil, la
barbilla contra el pecho, contemplando con expresión de desconcierto el mapa
que uno de los oficiales había desplegado sobre la mesa. Algo en su rostro me
conmovió profundamente: era el rostro de un hombre capaz de matar y de dar su
vida por un amigo, la clase de rostro que uno esperaría encontrar en un
anarquista, aunque casi con seguridad era comunista. Había a la vez candor y
ferocidad en él, y también la conmovedora reverencia que los individuos
ignorantes sienten hacia aquellos que suponen superiores. Evidentemente, no
entendía nada del mapa, y parecía que consideraba su lectura como una estupenda
hazaña intelectual. Casi no puedo explicármelo, pero rara vez he conocido a
alguien por quien experimentara una simpatía tan inmediata. Mientras charlaban
alrededor de la mesa, una observación puso de manifiesto mi origen extranjero.
El italiano levantó la cabeza y preguntó rápidamente:
—¿Italiano?
Yo respondí en mi mal español:
—No, inglés.
¿Y tú?
—Italiano.
Cuando íbamos a salir, cruzó la habitación y me apretó
con fuerza la mano. ¡Resulta extraño cuánto afecto se puede sentir por un
desconocido! Fue como si su espíritu y el mío hubieran logrado momentáneamente
salvar el abismo del lenguaje y la tradición y unirse en absoluta intimidad.
Deseé que sintiera tanta simpatía por mí como yo por él. Pero sabía que para
conservar esa primera impresión no debía volver a verlo, y así ocurrió en
efecto. Uno siempre establecía contactos de ese tipo en España.
Menciono a este miliciano porque su figura se ha
mantenido muy viva en mi memoria. Con su raído uniforme y su rostro feroz y
patético simboliza para mí la atmósfera especial de aquella época. Permanece
asociado a todos mis recuerdos de aquel período de la guerra: las banderas
rojas en Barcelona, los largos trenes que se arrastraban hacia el frente
repletos de soldados zarrapastrosos, las ciudades grises agobiadas por la
guerra a lo largo de la línea de fuego, las trincheras heladas y fangosas en
las montañas.
Esto ocurría hace menos de siete meses, a finales de
diciembre de 1936, no obstante lo cual me parece que aquel período pertenece ya
a un pasado remoto. Acontecimientos posteriores lo han esfumado hasta tal punto
que podría situarlo en 1935, y hasta en 1905. Había viajado a España con el
proyecto de escribir artículos periodísticos, pero ingresé en la milicia casi
de inmediato, porque en esa época y en esa atmósfera parecía ser la única
actitud concebible. Los anarquistas seguían manteniendo el control virtual de
Cataluña, y la revolución estaba aún en pleno apogeo. A quien se
encontrara allí desde el comienzo probablemente le parecería, incluso en
diciembre o en enero, que el período revolucionario estaba tocando a su fin;
pero viniendo directamente de Inglaterra, el aspecto de Barcelona resultaba
sorprendente e irresistible. Por primera vez en mi vida, me encontraba en una
ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas. Casi todos los
edificios, cualquiera que fuera su tamaño, estaban en manos de los trabajadores
y cubiertos con banderas rojas o con la bandera roja y negra de los
anarquistas; las paredes ostentaban la hoz y el martillo y las iniciales de los
partidos revolucionarios; casi todos los templos habían sido destruidos y sus
imágenes, quemadas. Por todas partes, cuadrillas de obreros se dedicaban
sistemáticamente a demoler iglesias. En toda tienda y en todo café se veían
letreros que proclamaban su nueva condición de servicios socializados; hasta
los limpiabotas habían sido colectivizados y sus cajas estaban pintadas de rojo
y negro. Camareros y dependientes miraban al cliente cara a cara y lo trataban
como a un igual. Las formas serviles e incluso ceremoniosas del lenguaje habían
desaparecido. Nadie decía señor, o don y tampoco usted; todos se trataban de
«camarada» y «tú», y decían ¡salud! en lugar de buenos días. La ley prohibía
dar propinas desde la época de Primo de Rivera; tuve mi primera experiencia al
recibir un sermón del gerente de un hotel por tratar de dársela a un
ascensorista. No quedaban automóviles privados, pues habían sido requisados, y
los tranvías y taxis, además de buena parte del transporte restante, ostentaban
los colores rojo y negro. En todas partes había murales revolucionarios que
lanzaban sus llamaradas en límpidos rojos y azules, frente a los cuales los
pocos carteles de propaganda restantes semejaban manchas de barro. A lo largo
de las Ramblas, la amplia arteria central de la ciudad constantemente
transitada por una muchedumbre, los altavoces hacían sonar canciones revolucionarias
durante todo el día y hasta muy avanzada la noche. El aspecto de la muchedumbre
era lo que más extrañeza me causaba. Parecía una ciudad en la que las clases
adineradas habían dejado de existir. Con la excepción de un escaso número de
mujeres y de extranjeros, no había gente «bien vestida»; casi todo el mundo
llevaba tosca ropa de trabajo, o bien monos azules o alguna variante del
uniforme miliciano. Ello resultaba extraño y conmovedor. En todo esto había
mucho que yo no comprendía y que, en cierto sentido, incluso no me gustaba,
pero reconocí de inmediato la existencia de un estado de cosas por el que valía
la pena luchar. Asimismo, creía que los hechos eran tales como parecían, que me
hallaba en realidad en un Estado de trabajadores, y que la burguesía entera
había huido, perecido o se había pasado por propia voluntad al bando de los
obreros; no me di cuenta de que gran número de burgueses adinerados simplemente
esperaban en las sombras y se hacían pasar por proletarios hasta que llegara el
momento de quitarse el disfraz.
Además de todo esto, se vivía la atmósfera enrarecida
de la guerra. La ciudad tenía un aspecto desordenado y triste, las aceras y los
edificios necesitaban reparaciones, de noche las calles se mantenían poco
alumbradas por temor a los ataques aéreos, la mayoría de las tiendas estaban
casi vacías y poco cuidadas. La carne escaseaba y la leche prácticamente había
desaparecido; faltaba carbón, azúcar y gasolina, y el pan era casi inexistente.
En esos días las colas para conseguir pan alcanzaban a menudo cientos de
metros. Sin embargo, por lo que se podía juzgar, hasta ese momento la gente se
mantenía contenta y esperanzada. No había desocupación y el costo de la vida
seguía siendo extremadamente bajo; casi no se veían personas manifiestamente
pobres y ningún mendigo, exceptuando a los gitanos. Por encima de todo, existía
fe en la revolución y en el futuro, un sentimiento de haber entrado de pronto
en una era de igualdad y libertad. Los seres humanos trataban de comportarse
como seres humanos y no como engranajes de la máquina capitalista. En las
barberías (los barberos eran en su mayoría anarquistas) había letreros donde se
explicaba solemnemente que los barberos ya no eran esclavos. En las calles,
carteles llamativos aconsejaban a las prostitutas cambiar de profesión. Para
cualquier miembro de la civilización endurecida y burlona de los pueblos de
habla inglesa había algo realmente patético en la literalidad con que estos
españoles idealistas tomaban las gastadas frases de la revolución. En esa época
las canciones revolucionarias del tipo más ingenuo, todas ellas relativas a la
hermandad proletaria y a la perversidad de Mussolini, se vendían por pocos
céntimos. A menudo vi a milicianos casi analfabetos que compraban una, la
deletreaban trabajosamente y comenzaban a cantarla con alguna melodía adecuada.
Durante todo ese tiempo yo me encontraba en los
Cuarteles Lenin con el objetivo, según manifestaban, de recibir una preparación
militar. Al unirme a la milicia, me informaron de que sería enviado al frente
al día siguiente, pero, en realidad, tuve que esperar hasta que una nueva
centuria estuviera lista. Las milicias de trabajadores, apresuradamente
reclutadas entre los sindicatos al comienzo de la guerra, aún no habían sido
organizadas sobre una base militar común. Las unidades de comando eran la
«sección», compuesta por unos treinta hombres, la centuria, por alrededor de
cien, y la «columna» que, en la práctica, significaba cualquier número grande
de milicianos. Los cuarteles eran un conjunto de espléndidos edificios de
piedra, con una escuela de equitación y enormes patios adoquinados; habían sido
cuarteles de caballería y fueron tomados durante las luchas de julio. Mi
centuria dormía en uno de los establos, junto a los pesebres, donde aún estaban
inscritos los nombres de los corceles militares. Todos los caballos habían sido
enviados al frente, pero el lugar todavía olía a orín y avena podrida. Estuve
en los cuarteles alrededor de una semana. Lo que más recuerdo es el olor a
caballo, los temblorosos toques de corneta (nuestros cornetistas eran
aficionados y no aprendí los toques españoles hasta que los escuché desde fuera
de las líneas fascistas), el sonido de las botas claveteadas en el patio, los
largos desfiles matutinos bajo el sol invernal y los locos partidos de fútbol,
con cincuenta jugadores por cada equipo, sobre la grava de la escuela de
equitación. Éramos unos mil hombres y una veintena de mujeres, aparte de las
esposas de milicianos que se encargaban de cocinar. Todavía quedaban algunas
milicianas, pero no muchas. En las primeras batallas pareció natural que
lucharan junto a los hombres; siempre sucede eso en tiempos de revolución. Pero
las ideas ya habían empezado a cambiar. A los milicianos les estaba prohibido
acercarse a la escuela de equitación mientras las mujeres se ejercitaban,
porque se reían y burlaban de ellas. Pocos meses antes nadie hubiera encontrado
nada cómico en una mujer con un fusil en la mano.
Los cuarteles se hallaban en un estado general
de suciedad y desorden. Lo mismo ocurría en cuanto edificio ocupaba la milicia,
y parecía constituir uno de los subproductos de la revolución. En todos los
rincones había pilas de muebles destrozados, monturas rotas, cascos de bronce,
vainas de sables y alimentos en putrefacción. Era enorme el desperdicio de
comida, en especial de pan. En nuestro barracón se tiraba después de cada
comida una canasta llena de pan, hecho lamentable si se piensa que la población
civil carecía de él. Comíamos en largas mesas montadas sobre caballetes en
escudillas de hojalata siempre grasientas, y bebíamos de una cosa espantosa
llamada porrón. El porrón es una especie de botella de vidrio con un pico fino
del cual sale un delgado chorro de vino al inclinarla. De este modo resulta
posible beber desde lejos, sin tocarlo con los labios, y pasarlo de mano en
mano. Me declaré en huelga y exigí un vaso en cuanto vi cómo se usaba el
porrón. Para mi gusto, se parecían demasiado a los orinales de cama de vidrio,
sobre todo cuando estaban llenos de vino blanco.
Poco a poco se iban proporcionando uniformes a los
reclutas, pero, como estábamos en España, todo se hacía de manera fragmentaria,
de modo que nunca se sabía bien qué había recibido cada uno, y varias de las
cosas más necesarias, como cartucheras y cargas de municiones, no se
distribuyeron hasta el último momento, cuando el tren aguardaba para llevarnos
al frente. He hablado del «uniforme» de la milicia, lo cual probablemente
produzca una impresión errónea. No se trataba en verdad de un uniforme: quizá
«multiforme» sería un término más adecuado. La ropa de cada miliciano respondía
a un plan general, pero nunca era por completo igual a la de nadie.
Prácticamente todos los miembros del ejército usaban pantalones de pana, y allí
concluía la uniformidad. Algunos usaban polainas de cuero o pana, y otros,
botines de cuero o botas altas. Todos llevábamos chaquetas de cremallera, de
las cuales unas eran de cuero, otras de lana y ninguna de un mismo color. Las
clases de gorras eran casi tan numerosas como quienes las llevaban. Se
acostumbraba adornar la parte delantera de la gorra con una insignia partidista
y, además, casi todos llevaban un pañuelo rojo o rojinegro alrededor del
cuello. Una columna de milicia en esa época ofrecía un aspecto realmente extraordinario.
Las ropas se distribuían a medida que salían de una u otra fábrica y, a decir
verdad, no eran malas teniendo en cuenta las circunstancias. Con todo, las
camisetas y los calcetines eran prendas de un algodón malísimo, totalmente
inútiles contra el frío. Me espanta pensar en lo que los milicianos deben de
haber soportado durante los primeros meses, antes de que las cosas comenzaran a
organizarse. Recuerdo haber leído un periódico de sólo un par de meses antes,
en el cual uno de los dirigentes del POUM, después de una visita al frente,
manifestó que trataría de que «todo miliciano tuviera una manta». Una frase
capaz de producir escalofríos a quien ha dormido alguna vez en una trinchera.
Durante mi segundo día en los cuarteles se dio
comienzo a lo que paradójicamente se llamaba «instrucción». Al principio hubo
escenas de gran confusión. Los reclutas eran en su mayor parte muchachos de
dieciséis o diecisiete años, procedentes de los barrios pobres de Barcelona,
llenos de ardor revolucionario pero completamente ignorantes respecto a lo que
significaba una guerra. Resultaba imposible conseguir que formaran en fila. La
disciplina no existía; si a un hombre no le gustaba una orden, se adelantaba y
discutía violentamente con el oficial. El teniente que nos instruía era un
hombre joven, robusto y de rostro fresco y agradable. Había pertenecido al
ejército y los modales y un elegante uniforme le hacían conservar el aspecto de
un oficial de carrera. Resulta curioso que fuera un socialista sincero y
ardiente. Insistía, aún más que los mismos soldados, en una completa igualdad
social entre todos los grados. Recuerdo su dolorida sorpresa cuando un
recluta ignorante se dirigió a él llamándolo señor. «¡Qué! ¡Señor! ¿ Quién me
llama señor? ¿Acaso no somos todos camaradas?» No creo que esto facilitara su
tarea.
En realidad, los reclutas novatos no recibían
adiestramiento militar alguno que pudiera servirles para algo. Se me había
dicho que los extranjeros no estaban obligados a tomar parte en la
«instrucción» (observé que los españoles tenían la conmovedora creencia de que
todos los extranjeros sabían más que ellos sobre asuntos militares), pero,
naturalmente, me presenté junto con los demás. Sentía gran ansiedad por
aprender a utilizar una ametralladora; era un arma que nunca había tenido
oportunidad de manejar. Con desesperación descubrí que no se nos enseñaba nada
sobre el uso de armas. La llamada instrucción consistía simplemente en
ejercicios de marcha del tipo más anticuado y estúpido: giro a la derecha, giro
a la izquierda, media vuelta, marcha en columnas de a tres, y todas esas
inútiles tonterías que aprendí cuando tenía quince años. Era una forma
realmente extraordinaria de adiestrar a un ejército de guerrillas.
Evidentemente, si se cuenta con sólo pocos días para adiestrar a un soldado,
deben enseñársele las cosas que le serán más necesarias: cómo ocultarse, cómo
avanzar por campo abierto, cómo montar guardia y construir un parapeto y, por
encima de todo, cómo utilizar las armas. No obstante, esa multitud de criaturas
ansiosas que serían arrojadas a la línea del frente casi de inmediato no
aprendían ni siquiera a disparar un fusil o a quitar el seguro de una granada.
En esa época ignoraba que el motivo de este absurdo era la total carencia de
armas. En la milicia del POUM la escasez de fusiles era tan desesperante que
las tropas recién llegadas al frente no disponían sino de los fusiles
utilizados hasta ese momento por las tropas a las que relevaban. En todos los
Cuarteles Lenin creo que no había más fusiles que los utilizados por los
centinelas.
Al cabo de unos pocos días, aunque seguíamos siendo un
grupo caótico de acuerdo con cualquier criterio sensato, se nos consideró aptos
para aparecer en público. Por las mañanas nos dirigíamos hasta los jardines de
la colina situada más allá de la Plaza de España, que todas las milicias de
partido, además de los carabineros y los primeros contingentes del
recientemente formado Ejército Popular compartían para su adiestramiento. Allí,
el espectáculo resultaba extraño y alentador. En cada sendero y en cada
callejuela, entre los ordenados arriates de flores, se veían escuadras y
compañías de hombres que marchaban erguidos de un lado para otro, sacando pecho
y tratando desesperadamente de parecerse a soldados. Todos ellos carecían de
armas y ninguno tenía el uniforme completo, aunque en la mayoría podía
reconocerse fragmentariamente el atuendo del miliciano. Durante tres horas
trotábamos de un lado a otro (el paso de marcha español es muy corto y rápido),
luego nos deteníamos, rompíamos filas y nos lanzábamos sedientos sobre una
pequeña tienda de ultramarinos, a media cuesta, que estaba haciendo una
—fortuna vendiéndonos vino barato. Los españoles se mostraban cordiales
conmigo. Dada mi condición de inglés, yo constituía una especie de curiosidad,
y los oficiales de carabineros estaban por mí y me pagaban la bebida. Mientras
tanto, siempre que se me presentaba la oportunidad acorralaba a nuestro
teniente y le pedía a gritos que me instruyera en el uso de una ametralladora. Solía
sacar del bolsillo mi diccionario luego y lo asediaba en mi execrable español:
—Yo sé manejar fusil. No sé manejar ametralladora.
Quiero aprender ametralladora. ¿Cuándo vamos aprender ametralladora?
La respuesta era invariablemente una sonrisa cansada y
una promesa de que habría instrucción de ametralladoras mañana. Por supuesto,
mañana nunca llegaba. Transcurridos varios días, los reclutas aprendieron a
marcar el paso, a ponerse firmes casi de inmediato, pero apenas si sabían de
qué extremo del fusil sale la bala. Cierta vez, un carabinero se acercó a
nosotros mientras hacíamos un alto y nos permitió examinar el suyo. Resultó
que, en toda mi sección, nadie, salvo yo, sabía siquiera cargar el arma y mucho
menos apuntar con ella.
Durante ese tiempo yo tenía muchas dificultades con el
idioma español. Además de mí, sólo había un inglés en los cuarteles, y nadie,
ni siquiera entre los oficiales, sabía una palabra de francés. No sirvió para
facilitarme las cosas el hecho de que, cuando mis compañeros hablaban entre sí,
lo hicieran por lo general en catalán. Sólo podía desenvolverme llevando a
todas partes un pequeño diccionario que sacaba del bolsillo en los momentos de
crisis. Pero prefiero ser extranjero en España y no en cualquier otro país.
¡Qué fácil resulta hacer amigos en España! Al cabo de uno o dos días, había una
veintena de milicianos que me llamaban por mi nombre de pila, me enseñaban
secretos y triquiñuelas y me abrumaban con su amistad.
No escribo un libro de propaganda y no deseo idealizar
la milicia del POUM. El sistema de la milicia presentaba serios fallos, y los
hombres mismos dejaban mucho que desear, pues en esa época el reclutamiento
voluntario comenzaba a disminuir y muchos de los mejores hombres ya se
encontraban en el frente o habían muerto. Siempre había entre nosotros un
cierto porcentaje de individuos completamente inútiles. Muchachos de quince
años eran traídos por sus padres para que fueran alistados, evidentemente por
las diez pesetas diarias que constituían la paga del miliciano y, también, a
causa del pan que, como tales, recibían en abundancia y podían llevar a sus
hogares. Desafío a cualquiera a verse sumergido, como me ocurrió a mí, entre la
clase obrera española —quizá debería decir la clase obrera catalana, pues
aparte de unos pocos aragoneses y andaluces sólo tuve contacto con catalanes— y
a no sentirse conmovido por su decencia esencial y, sobre todo, por su
franqueza y generosidad. La generosidad de un español, en el sentido corriente
de la palabra, a veces resulta casi embarazosa. Si uno le pide un cigarrillo,
te obliga a aceptar todo el paquete. Y más allá de eso, existe generosidad en
un sentido más profundo, una verdadera amplitud de espíritu que he encontrado
una y otra vez en las circunstancias menos promisorias. Algunos periodistas y
otros extranjeros que viajaron por España han declarado que, en el fondo, los
españoles se sentían amargamente heridos por la ayuda extranjera. Sólo puedo
decir que nunca observé nada por el estilo. Recuerdo que unos pocos días antes
de dejar los cuarteles, un grupo de hombres regresó del frente de permiso.
Hablaban con excitación acerca de sus experiencias y manifestaban una fervorosa
admiración por las tropas francesas que habían luchado junto a ellos en Huesca.
Los franceses eran muy valientes, afirmaban, y agregaban entusiasmados: Más
valientes que nosotros. Desde luego, manifesté mi desacuerdo, pero me
explicaron que los franceses sabían más sobre el arte de la guerra, eran más expertos
en las granadas, las ametralladoras y demás. El comentario resulta
significativo. Un inglés se cortaría una mano antes de decir algo
semejante.
Los extranjeros que servían en la milicia empleaban su
primera semana en aprender a amar a los españoles y en exasperarse ante algunas
de sus características. En el frente, mi propia exasperación alcanzó algunas
veces el nivel de la furia. Los españoles son buenos para muchas cosas, pero no
para hacer la guerra. Los extranjeros se sienten consternados por igual ante su
ineficacia, sobre todo ante su enloquecedora impuntualidad. La única palabra
española que ningún extranjero puede dejar de aprender es mañana. Toda vez que
resulta humanamente posible, los asuntos de hoy se postergan para mañana; sobre
esto, incluso los españoles hacen bromas. Nada en España, desde una comida
hasta una batalla, tiene lugar a la hora señalada. Como regla general, las
cosas ocurren demasiado tarde, pero, ocasionalmente —de modo que uno ni
siquiera puede confiar en esa costumbre—, acontecen demasiado temprano. Un tren
que debe partir a las ocho, normalmente lo hace en cualquier momento entre las
nueve y las diez, pero quizá una vez por semana, gracias a algún capricho del
maquinista sale a las siete y media. Tales cosas pueden resultar un poquito
pesadas. En teoría, admiro a los españoles por no compartir la neurosis del
tiempo, típica de los hombres del norte; pero, por desgracia, ocurre que yo
mismo la comparto.
Después de interminables rumores, mañanas y demoras,
de pronto, con dos horas de anticipación, cuando todavía nos faltaba recibir
buena parte del equipo, nos dieron la orden de partir hacia el frente. Hubo
terribles tumultos en el depósito de intendencia y muchísimos hombres tuvieron
que irse con el equipo incompleto. Los cuarteles se poblaron súbitamente de
mujeres que parecían haber surgido de la nada y que ayudaban a sus hombres a
enrollar sus mantas y a preparar sus mochilas. Resultó bastante humillante que
una joven española, la esposa de William, el otro miliciano inglés, tuviera que
enseñarme a ponerme mi nueva cartuchera de cuero. Era una criatura amable, de
ojos oscuros, intensamente femenina, que parecía destinada a pasarse la vida
meciendo una cuna; sin embargo, había luchado valerosamente en las batallas
callejeras de julio. En ese momento llevaba consigo un bebé, nacido justo diez
meses después del estallido de la guerra y que quizá había sido concebido
detrás de una barricada.
El tren debía partir a las ocho, y eran más o menos
las ocho y diez cuando los oficiales sudorosos y agotados lograron formarnos en
el patio. Recuerdo con toda nitidez la escena: el vocerío y la excitación, las
banderas rojas flameando a la luz de las antorchas, las filas de milicianos con
las mochilas a la espalda y su manta al hombro; los ruidos de las botas y de
las escudillas de hojalata; luego un retumbante y finalmente exitoso siseo
pidiendo silencio; y después un comisario político, de pie bajo un enorme
estandarte rojo, dirigiéndonos un discurso en catalán. Por fin, nos condujeron
hasta la estación por el camino más largo —unos seis o siete kilómetros—, a fin
de mostrarnos a toda la ciudad. En las Ramblas nos hicieron detener; mientras
una banda prestada para la ocasión interpretaba una o dos melodías
revolucionarias. Una vez más, la repetida historia del héroe vencedor: gritos y
entusiasmo, banderas rojas y banderas rojinegras por doquier; multitudes
cordiales cubriendo las aceras para echarnos una mirada, mujeres saludando
desde las ventanas. ¡Qué natural parecía todo entonces!, ¡cuán remoto e
improbable ahora! El tren estaba tan abarrotado que casi no quedaba lugar en el
suelo, por no hablar ya de los asientos. En el último momento, la mujer de
William vino corriendo por el andén y nos alcanzó una botella de vino y un poco
de ese chorizo colorado que tiene gusto a jabón y produce diarrea. El tren se
puso en movimiento lentamente y salió de Barcelona en dirección a la meseta de
Aragón a la velocidad normal en tiempo de guerra, algo menor de veinte
kilómetros por hora.
George Orwell
Homenaje a Cataluña, 1938 - Capítulo I
Homenaje a Cataluña I
Homenaje a Cataluña II
Homenaje a Cataluña III
Homenaje a Cataluña IV
Homenaje a Cataluña V
Homenaje a Cataluña VI
Homenaje a Cataluña VII
Homenaje a Cataluña I
Homenaje a Cataluña II
Homenaje a Cataluña III
Homenaje a Cataluña IV
Homenaje a Cataluña V
Homenaje a Cataluña VI
Homenaje a Cataluña VII
Primera edición de "Homage to Catalonia". Secker and Warburg, Inglaterra, 1938
No hay comentarios:
Publicar un comentario