El Winnipeg zarpó del puerto fluvial de Pauillac el 4 de agosto de 1939 |
Las
noticias aterradoras de la emigración española llegaban a Chile. Más de
quinientos mil hombres y mujeres,
combatientes y civiles, habían cruzado la frontera francesa.
En Francia, el
gobierno de Léon Blum, presionado
por las fuerzas reaccionarias, los acumuló en campos de concentración, los
repartió en fortalezas
y prisiones, los mantuvo amontonados en las regiones africanas, junto al
Sahara.
El
gobierno de Chile había cambiado. Los mismos avatares del pueblo español habían
robustecido las
fuerzas populares chilenas y ahora teníamos un gobierno progresista.
Ese
gobierno del Frente Popular de Chile decidió enviarme a Francia, a cumplir la
más noble misión que
he ejercido en mi vida: la de sacar españoles de sus prisiones y enviarlos a mi
patria. Así podría mi poesía
desparramarse como una luz radiante, venida desde América, entre esos montones
de hombres cargados
como nadie de sufrimiento y heroísmo. Así mi poesía llegaría a confundirse con
la ayuda material de
América que, al recibir a los españoles, pagaba una deuda inmemorial.
Casi
inválido, recién operado, enyesado en una pierna —tal eran mis condiciones
físicas en aquel momento—,
salí de mi retiro y me presenté al presidente de la República. Don Pedro
Aguirre Cerda me recibió
con afecto.
—Sí,
tráigame millares de españoles. Tenemos trabajo para todos. Tráigame
pescadores; tráigame vascos,
castellanos, extremeños.
Y a
los pocos días, aún enyesado, salí para Francia a buscar españoles para Chile.
Tenía
un cargo concreto. Era cónsul encargado de la inmigraciónn española; así decía
el nombramiento.
Me presenté luciendo mis títulos a la embajada de Chile en París.
Gobierno
y situación política no eran los mismos en mí patria, pero la embajada en París
no había cambiado.
La posibilidad de enviar españoles a Chile enfurecía a los engomados
diplomáticos. Me instalaron
en un despacho cerca de la cocina, me hostilizaron en todas las formas hasta
negarme el papel de
escribir. Ya comenzaba a llegar a las puertas del edificio de la embajada la
ola de los indeseables combatientes
heridos, juristas y escritores, profesionales que habían perdido sus clínicas,
obreros de todas las
especialidades.
Como
se abrían paso contra viento y marea hasta mi despacho, y como mi oficina
estaba en el cuarto piso,
idearon algo diabólico: suspendieron el funcionamiento del ascensor. Muchos de
los españoles eran heridos
de guerra y sobrevivientes del campo africano de concentración, y me desgarraba
el corazón verlos subir
penosamente hasta mi cuarto piso, mientras los feroces funcionarios se
solazaban con mis dificultades.
Pablo
Neruda
Confieso
que he vivido. Memorias - Capítulo
6 - Salí a buscar caídos
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