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3495. Romance de la Guardia Móvil francesa




Federico García Lorca
que estás ya bajo la tierra,
ministro de Faraón,
Gran Mago de las Estrellas,
Rey David de los Gitanos
por lo salmista y profeta:
tu voz me llega a través
de mi almohada de arena
y me grita hasta ponerme
enfermo de la cabeza.
Tú la viste, tú la viste,
la Guardia Móvil francesa.
No fue la Guardia Civil
española lo que vieras.
Tú en oráculos egipcios
dijiste cosas herméticas;
antes, muchas lunas antes
de tu muerte las dijeras.
Y yo voy desentrañando
la voz de tu adormidera
que me canta, arena arriba,
hasta llegar a mi oreja.
Tu Ciudad de los Gitanos
ya siento bien hoy lo que era
(Que te busquen en mi frente,
juego de luna y de arena):
¡ay, playa la de Argelès
dentro de tu calavera!


Celso Amieva
La almohada de arena, 1960







2943. Goya. Picasso. Claroscuro candente. Aguafuerte de España

© Roberto Otero. Museo Picasso de Málaga


Picasso y Goya. Goya y Picasso. 1810: «Los desastres de la guerra». 1937: «Guernica». Dos toros españoles, centrando el ruedo ibérico en un terrible claroscuro, repartiendo cornadas contra los enemigos, levantando un clamor universal, la más grande condena que haya podido pesar sobre ningún tirano. (1968)


I

La obra de Goya es como ese ruedo inmenso de nuestras plazas de toros cuando a las tres de la tarde, en plena canícula, se le ve dividido, de manera violenta, en dos mitades: de una, cegadora, irresistible, la luz; de otra, morada y profunda, casi tirando a negro, la sombra. Claroscuro candente. Aguafuerte de España. Y si este pozo redondo, si esta casi circunferencia de rojiza arena, partida, la llenamos de sangre y de bramidos desgarrados, si la cruzamos de imprevistos relámpagos de plata y oro, de zigzagueantes y perfiladas descargas de colores; si la ceñimos, además, de una marea incontenible de clamores humanos, rota de cuando en cuando por silencios que alcanzan, comprimidos, ese más hondo y angustioso que llamamos de muerte —un silencio de muerte—, comprenderemos aún mejor, de modo más exacto, esta semejanza.

Yo no pretendo aquí describir nada de la técnica, de la significación pictórica de Goya, ya estudiadas por tantos. Intento únicamente referirme a lo que se desprende, para mí, de la profunda vida española de su obra, su casi vertiginosa y tan actual vida escénica. Ver y escuchar. Porque en toda la obra de Goya, más que en la de ningún otro pintor, no sólo vemos, sino que también oímos. Y más precisamente en sus grabados, sus agitados dibujos y aguafuertes. Extraña cosa este pintor, al que hace tiempo le pregunté en un poema que le dedicara:

¿De dónde vienes tú, gayumbo extraño, animal fino,
corniveleto,
rojo y zaino?

Gayumbo extraño, animal fino, es decir, toro raro, sin par, el propio Goya, pero suelto y ornado por banderillas de lujo encintadas de sangre, en mitad de esa plaza de lidia, nuestro ancho «ruedo ibérico», que diría Valle-Inclán, éste, más que toro, un barbudo cabrío, pero también de empuje desgarrado y goyesco. Pues ese toro que es nuestro pintor, reparte sus cornadas a diestro y siniestro, malherido de pena y desastre de España, llenos los ojos en su angustia, en sus bascas de muerte, de esa clara visión de lo real que de la propia vida dicen sufrir de un golpe los agonizantes. Y viene y va de la luz a la sombra, y vuelve y se revuelve, estallante de sol, ya hendido de penumbra, de oscuridad reveladora, hasta alegre y sarcástico en su espantosa acometida. Toro aguijoneado por ácidos mordientes, chorreando de sangres que coagulan en negro, pero que se estremecen con trallas de relámpagos. Claroscuro candente. Aguafuerte de España.

Y ya definida plaza de toros, para él, toda nuestra Península, no hay espacio, así sea el que puede llenar un solo hombre, en donde él no clave sus mortales agujas. Así, arremete de pronto contra el viento y lo sacude en la acerada noche madrileña, alzándoles las faldas a las jóvenes para mirarles, centrándolas en una rara luz, las torneadas pantorrillas. Tuerce por callejones y placetas, por arrabales de su invención, donde se da de boca con mujerzuelas de la vida, improvisadas elegantes, a quienes las madres pordioseras piden por caridad una limosna, viéndose rechazadas por las hijas, que ya no las conocen o lo fingen, avergonzadas de los sucios harapos. Después, nuevo diablo cojuelo, abre ventanas con los cuernos o descorre tabiques, dejando al descubierto las más inusitadas escenas. He aquí la casa de los burros, los literatos pedantones, los sabihondos de todos los tiempos, escribiendo —o leyendo— tras las enormes antiparras, o bien, dobladas de atención las asnales orejas, escuchando, como tantos y tantas que no entienden de nada, la música, ejecutada o dirigida por el primer mono que llega. Más allá, en otro cuarto, está el mono verdadero que pinta, el que retrata al burro, haciéndole el retrato que cierta no lejana jerga llamaba «psicológico», permitiendo al modelo la semejanza pura de la más pura desemejanza. El mono, por más detalle, es zurdo, y el asno se siente satisfecho del cuadro, donde ha salido con peluca y una expresión de berza o repollo.

Levanta Goya otra pared y... «¡Qué pico de oro!», exclama una asamblea —¿de políticos, de académicos?—en un estado papanatesco de éxtasis ante la perorata de un solemne y ploripondesco papagayo, que se refiere, con seguridad, a la pureza del idioma, al veto o cabida de tal o cual vocablo en la nueva edición del diccionario de la lengua. ¿Habrá querido Goya, siempre tan adivinador, aludir en este grabado a ciertos académicos de la actual Real Academia de Madrid?

Vuela el toro baturro por sobre nubes y tejados, yendo a caer, cosa que le gustaba sobremanera, en un convento, dejando al aire el claro refectorio y la repleta oscuridad de la jerónima bodega. «Están calientes», farfullan unos frailes engullidores de sopa, reventantes de grasa y de ardorosos apetitos, nada disimulados bajo la parda estameña de los hábitos, mientras fray Juan, fray Pedro y fray Antonio, en el sanctasanctórum de los vinos, llenos los vasos hasta el borde, mojan bizcochos y mendrugos en la púrpura ardiente del tintorro. «Nadie nos ha visto», murmuran, relamiéndose, sin contar, claro es, con el feroz ojo de Goya que los miraba en la penumbra.

¿Y los espejos? Recula el toro fascinado ante esas aguas fieles, reproductoras inclementes de todo cuanto a ellas se asome. ¿Qué le gustó meter en sus estáticas profundidades? De preferencia, a viejas destrozonas, no escarmentadas presumidas, pergaminos parasitarios, desafiando hasta la muerte, con su espantosa fealdad, el impasible azogue luminoso. Goya no perdonó ni a su amiga la reina María Luisa de Parma la devolución exacta, por el espejo, de toda su real y estaférmica persona. ¿Qué pasaría —pienso yo ahora— si a cierto empapuzado espadonísimo que los españoles padecemos se le ocurriese asomarse a uno de estos endiablados charcos de aguas tirantes que tanto incitan al pintor? Puede ser que el azogue no aguantase visión tan marcialísima y saltase, asustado, en mil pedazos.

De los espejos, salta y penetra, como pudiera hacerlo también hoy, por las rejas más gruesas y tupidas, a los oscuros calabozos de las cárceles, en donde hacinadas y exhaustas de fatiga se ven unas pobres mujeres, rendidas por el sueño. Y es la piedad del propio Goya quien aconseja ante cuadro español de actualidad tan permanente: «No hay que despertarlas, tal vez el sueño es la única felicidad de los desdichados.»

¡Qué no habrá recorrido este toro de fuego, iluminando todo en su carrera de dramáticas sombras, sacándole relieve a una terrible realidad, aún no difunta en nuestra patria! El casi nada imaginó. Como un potente ojo de cíclope, fue descubriendo lo que nadie veía, pero que sin embargo estaba allí en espera tan sólo de que su rauda mano lo dejase rayado para siempre en los cobres del tiempo.

¡Oh luz de enfermería!
Ruedo tuerto de la alegría.
Aspavientos de la agonía.

¡Ji, ji, ji! Es el reverso de las sombras: una sonrisa, y hasta una larga risa que se abre, como los labios rajados de sandía, por ferias populares, tendidos tauromáquicos, cortesanos salones, alamedas nocturnas, tabladillos escénicos...

Tirana, más que tirana;
tirana y andar, andar,
que tengo mi corazón
que no puedo suspirar.
Tiranilla mía, tirana y andar,
que no puedo suspirar: ¡ay, ayl

Sí, sí. Es el anverso de la duquesa con reverso, como dije también en mi poema dedicado al pintor. Aquí el toro goyesco se ríe, sin vergüenza y erótico, abrazado con cómicas, tonadilleras, manólas, aristócratas; mezclado con toreros, majos, rufianes, gente de patillas y navaja, que más que en los grabados ha de exaltar en su pintura, en sus cartones para la Real Fábrica de Tapices, bañándolos a todos de tan feliz y acuarelada transparencia, que ha de lograr —pongo por ejemplo— que la Maja vestida nos dé la sensación de estarlo menos que la otra maja que nos dejó desprovista de ropa.


II

...Pero cuando más el pintor se hallaba requebrando en la Pradera, en San Antonio, a la moza de cántaro, o embozado y secreto por las umbrías galantes; cuando del barandal de los balcones presenciaba, entre blondas de encajes y abanicos, el desfile real, la procesión o la estridente murga carnavalesca, un clarín de batalia raya los aires españoles, y el pueblo madrileño, enardecido, se lanza en mitad de la Puerta del Sol, ya a cuerpo limpio o con el primer filo que encuentra, contra los mamelucos a caballo, la guardia egipcia de Nápoles, mandada por el mariscal Murat. Un heroico clamor va a escribir en el cielo de aquella primavera una fecha simbólica: 2 de mayo de 1808. Goya estaba en Madrid, centrando el ruedo de ese día. Su negro toro, bajas las astas afiladas, escarba la enrojecida arena, y se dispone, torvo, para la gran arremetida, esa honda cornada que se entierra en la carne y que ciega de sangre los ojos y la cara de la res, enfureciéndola, fortificándola aún más para el combate. Ahora sí que está España en claroscuro, sí que el pintor va a verla como nunca, va a sentirla como jamás en aguafuerte.

Pero hay alguien que parece estar solo en medio de las calles, haciendo frente, de manera espontánea, a aquella oleada inmensa de soldados franceses, surgida, así, de pronto, como del fondo de las piedras. Ese alguien es el pueblo. ¿Pero está solo realmente? El no lo sabe aún. Lo que sí sabe de verdad en aquellos momentos es que su rey lo ha abandonado, que las autoridades han huido, que el ejército no combate y que en aquella lucha gigantesca él es tan sólo el verdadero dueño de la patria. Pero su ejemplo cunde, su cólera arrebata, vuela como pólvora, haciendo que a la lucha se sumen los mejores, todas aquellas gentes no dispuestas a dejar nuestro suelo en manos extrañas. Y al lado de la manóla y el chispero, de la lavandera del Manzanares, del vendedor de agua por el Salón del Prado, de la moza de cántaro, del mozo de muías, del botero, del arriero, del herrador, del mendigo, de esa llamada tantas veces por labios despectivos la canalla, la chusma, el populacho, descienden —sin temor a rozarse con sus modestos trajes y su augusta pobreza—, junto al hombre de alcurnia, la dama de abolengo, el sacerdote humilde, el militar anónimo, descienden, digo, las más esclarecidas inteligencias, no sólo de las letras y las artes, sino de todos los campos que formaban entonces la cultura española. Goya, naturalmente, es el primero que ha bajado a la calle, el primero que ha corrido en su ayuda; Goya, el afrancesado, como entonces se motejaba a los amigos del pensamiento progresista de Francia, llevando entre sus manos no un arcabuz ni un sable, sino un arma peor, de golpe más mortífero: una punta de acero —¡qué inofensiva cosa tan pequeña!—, con la que ha de grabar eso que él bautizó Los desastres de la guerra, hoy la más dura acusación de los tiempos modernos contra las guerras de conquista.

Y como lo hizo Goya, es decir, la Pintura, también la Poesía combatió junto al pueblo, alimentando con sus altas candelas —como volviera a hacerlo más de un siglo después, en 1936— aquel mar de heroísmo. Al «¡No pasarán!» lanzado aquel día de mayo de 1808 por el pueblo español a la cabeza de los invasores, al rostro de los ejércitos, en todas partes victoriosos, de Napoleón, la voz de los poetas liberales, mayores y menores, de los líricos patriotas, prestó su acento heroico, reforzándolo, afirmando con esto su dura resistencia, su firme voluntad inexpugnable. Y a la de don Manuel José Quintana, que militó en la Junta de Resistencia, que azotó en versos desbocados al tirano Godoy, que había exaltado en versos sonantes a los héroes marinos de Trafalgar, se unió la voz del sacerdote salmantino Juan Nicasio Gallego, primer cantor del 2 de mayo, y luego, a lo largo ya de toda la guerra de Independencia, la de poetas como Alvarez de Cienfuegos —condenado a muerte por Murat y después en rehén llevado a Francia—, Francisco Sánchez Barbero, Cristóbal de Beña, José Somoza, el duque de Rivas, once veces herido en diferentes campos de batalla. Este clima de lucha, esta cargada atmósfera de poesía civil y épica, este constante ejemplo de hombres de letras, de artistas como Goya, fieles a España y a su pueblo en uno de los momentos más graves de su historia, fueron madurando el camino, haciendo los peldaños que habría de escalar algo más tarde otro poeta liberal, el romántico revolucionario de las barricadas de París en 1830, el de más fiera musa cívica y aleteante patriotismo, José de Espronceda, nacido en aquel mismo año del 2 de mayo madrileño, y luego cantor, el más consistente y fervoroso, de aquella gran fecha.

Los que el rápido Volga ensangrentaron;
los que humillaron a sus pies naciones,
y sobre las pirámides pasaron
al galope veloz de sus bridones,
a eterna lucha, a sin igual batalla,
Madrid provoca en su encendida ira;
su pueblo inerme allí, entre la metralla
y entre los sables, combatiendo gira.

Cosa no sólo de mirar, sino de oír, la obra toda de Goya, dije ya antes. ¿Qué vimos, qué escuchamos todavía en ella los españoles de 1936, ese pueblo magnífico que respondió a la insurrección militar del 18 de julio —van a cumplirse ahora los veinticuatro años— con la toma del Cuartel de la Montaña y la rápida conquista de numerosas provincias sublevadas? El ejemplo inmortal de su «2 de mayo», la fiereza y la gracia de todo un pueblo, registradas en sus tremendos grabados y dibujos. Y como en 1808, también la lealtad de todos los auténticos poetas de España —sin ahora nombrar a otros insignes hombres de nuestra cultura— fue página radiante de aquellos años duros, pero maravillosos. Y para que a nuestro pueblo no faltase en su lucha un poderoso aliento, semejante al de Goya, otro pintor, Pablo Picasso, el más grande de nuestro tiempo, de lejos, pero metido dentro de su sangre, lo ayuda, y acompaña y deja, como el genial acusador de Los fusilamientos, su clamante Guernica, delator así mismo de la barbarie nazi en nuestro suelo, y su Sueño y mentira de Franco, una sarcástica y sonámbula mofa del generalísimo ferrolano del mismo nombre.

Goya. Picasso. Claroscuro candente. Aguafuerte de España.


Rafael Alberti
Goya, aguafuerte de España, 1960





2838. El problema de la censura. Carta dirigida a los Ministros de Educación Nacional y de Información y Turismo en 1960



 

La presente carta, escrita desde distintas dedicaciones intelectuales –novela, poesía, teatro, ciencias, filosofía, ensayo, cinematografía, publicismo, etc.– y también desde distintas convicciones ideológicas, está motivada, sobre todo, por la zozobra, próxima a la exasperación, a que se ve sometida nuestra labor por un sistema de intolerancia, confusión e indeterminación. Nos referimos, de modo especial, al problema que nos plantea la existencia de la censura, problema muy agudo puesto que entorpece el desarrollo de nuestro trabajo. Esto nos decide a romper el paciente y prolongado silencio que, a dicho respecto, hemos venido observando en espera de que semejante situación fuera al fin remediada por quienes se hallan en condiciones de hacerlo.


Independientemente del problema, que cabría plantear, de ser lícita o no la existencia de una censura previa, planteamos ahora la grave inquietud que nos produce, concretamente, el hecho de que nunca sepamos a qué atenernos en cuanto a lo que es posible expresar o no; por lo que parece cuando menos evidente la necesidad de una regulación explícita, única para las distintas formas de publicación de una obra; pues, en la situación actual, se da frecuentemente el caso de que un texto sea autorizado para un género de publicación –en revistas, por ejemplo– y prohibido para otros –publicación en libro, representación teatral, proyección cinematográfica, etc.– hecho que consideramos injustificable, como lo es el otro, tan frecuente, de que lo autorizado hoy sea mañana prohibido, o viceversa. Y todos estos hechos se agrandan cuando se trata del caso particular de la cultura en lengua catalana.


Esta situación trae como consecuencia, entre otros efectos, que la cultura española ofrezca en el plano internacional un espectáculo de precariedad, propio de culturas poco evolucionadas (cosa en contradicción con nuestra rica tradición cultural), lo que pone al escritor y al hombre de ciencia español en el trance, parecido al exilio, de trabajar con destino a editoriales, compañías y centros de estudios extranjeros –fuga cultural que el país, en nuestra opinión, no está en condiciones de padecer o asumir. De modo que todo ello configura un estado ingrato y esto en un momento en que parece deseable la superación de todo estancamiento o incomunicación. Por si fuera poco, podría también agregarse el deplorable efecto que origina en la formación e información del lector y el estudioso español la mutilación que padecen frecuentemente los textos, piezas dramáticas y películas extranjeros que se imprimen representan o proyectan en España.


Examinado el problema en su forma actual, tal como se nos presenta en unas circunstancias en las que, con seguridad, sería ilusoria la petición que expresase nuestro mayor anhelo: que la censura previa fuese desterrada, los abajo firmantes consideran:


1º. La urgente necesidad de una regulación de la materia con las debidas garantías jurídicas, estableciendo claramente el derecho de recurso.


2º. La necesidad, en cualquier caso, de que los funcionarios encargados de aplicar dicha regulación posean una personalidad pública, ya que el anonimato desde el que vienen ejerciendo sus funciones los censores es motivo de las mayores arbitrariedades.


Esperamos que el presente escrito sea atendido por V. E. con el mayor espíritu, dado nuestro deseo de que la cultura española reivindique el puesto que naturalmente le corresponde.


El doble destino de nuestra carta, dirigida simultáneamente a V. E. y al Excmo. Sr. Ministro de Educación Nacional, se justifica por el hecho de la ambigüedad en que se desenvuelve nuestra actividad social, regulada por los Ministerios de Educación Nacional e Información y Turismo.


Con este motivo saludan a V. E. muy atentamente y en espera de sus, sin duda, favorables determinaciones.


Firman:


José María PEMÁN, Leopoldo Eulogio Palacios, Vicente Aleixandre, Pedro Laín EntralgoA, Ramón Pérez de Ayala, Camilo José Ceela, Juan Antonio de Zunzunegui, Enrique Lafuente Ferrari, Claudio de la Torre, José Luis Aranguren, Julián Marías.


Lilí Álvarez, Manuel Alonso, Ignacio Aldecoa, María Alfaro, Manuel Alcántara, Emiliano Aguado, José Luis Alonso, Jesús M. Arozamena, Rafael Azcona, Tomás Alfaro, Marqués de Cañada Honda, Mario Antolín, Alexandre Argullós, Joaquín Albalate, José Ares, Luis F. Ardavín, Ángel Alcázar, J. Aragonés.


Juan Antonio Bardem, Fernando Baeza, Mercedes Ballesteros, Luis G. Berlanga, José Bergamín, Consuelo Bergés, Carlos Barral, Rafael Borrás, Conrado Blanco, Carmen Bravo Villasante, Antonio Buero Vallejo, J. Borau, J. Brossa.


José Luis Cano, Julio Caro Baroja, Joaquín Calvo Sotelo, Jorge Campos, José de Castro Arines, Condesa de Campo Alange, Mario Camus, José M. Castellet, J. M. Calsamiglia, G. Cantieri, María A. Capmany, G. Céspedes, Gabriel Celaya, Ángel Crespo, Gabino A. Carriedo, Carmen Conde, Pablo Corbalá, Concha Castroviejo, Manuel G. Cerezales, Felipe A. Cid, Alexandre Cirici Pellicer, Alfonso C. Comín, J. A. Cabezas.


Luis Delgado Benavente, Ricardo Domenech, Julio Diamante.


Luciano Egido, Antonio Espina, Fabián Estapé, Salvador Espríu.


M. Farreras, Alvaro Fernández Suarez, Ángel Fernández Santos, Jesús Fernández Santos, Carlos Fernández Cuenca, J. Fernández Figueroa, Enrique Ferrán, José M. Font y Rius, Antonio Ferrés, Medardo Fraile, J. V. Foix, Ángela Figuera, José M. Forqué, Concha F. Luna, Mercedes Fórmica, Ramón de Garciasol, Francisco García Pabón, Juan García Hortelano, Begoña García de Diego, Vicente Gaos, Angelina Gatell, V. Gállego, R. A. de Goicochea, Jaime Gil de Biedma, Agustín García Calvo, Alfonso Grosso, Juan Gomis, Nicolás González Ruiz, Antonio Gobernado, Alberto G. Vergel, Ángel González, Juan Antonio Gaya Nuño, Agustín Gómez Arces, José Agustín Goytisolo, Juan Goytisolo, Luis Goytisolo, F. Gutiérrez.


Enrique Llovet, Antonio de Lara (Tono), Ángel M. de Lera, José López Rubio, Armando López Salinas, Jesús López Pacheco, Leonor Lorenzo, Manrique de Lara, Leopoldo de Luis, Néstor Lujan, Mario Lacruz, Concha Lagos, Cayetano Luca de Tena.


José M. Jové, A. Jiménez Landi.


José Luis Herrera, Joaquín Horta, Esteban P. de las Heras.


José M. Moreno Galván, Juan Molla, Rafael Montesinos, Antonio Mingote, Carlos Martínez Barbeito, Rafael Morales, Joaquín Marrodán, Carmen Martín Gaite, José Montelón, Dolores Medio, Santiago Marín, F. Martín Iniesta, Isaac Montero, Juan A. Muñoz Rojas, Ana María Matute, C. Muñiz, Susana March, Xavier Montsalvatge, O. Martorell, Juan Massana, Salvador Millet, Juan Ramón Masoliver, Alberto Manent, Jordi Maragall, Pablo Martín Zaro, J. R. Marra López.


José A. Nieves Conde, Edgar Neville, A. Nuñez Alonso, Agustín Navarro, Jorge Nadal, Santiago Nadal, Ramón Nieto.


Lauro Olmo, Leopoldo Panero, Dolores Palá, Jesús Prados, J. Petit, José Pardo, Reverendo padre Josep Palau, José M. Pi y Sunyer, J. Perucho, J. de Parga, José Plá, M. Pilares.


José Quereda, José M. de Quinto, Fernando Quiñones.


R. Rodríguez Buded, Dionisio Ridruejo, Manuel Rabanal Taylor, Enrique Ruiz García, R. F. de la Reguera, Francisco Rodón, Manuel Riera, Julio de la Rosa, Luis Rosales, Víctor Ruiz Iriarte.


Alfonso Sastre, Marcial Suárez, Carlos de Santiago, Elena Soriano, José M. Souviron, V. Silió, Rafael Sánchez Ferlosio, D. Sueiro, Carlos Saura, José M. Sánchez Silva, Mercedes Salisachs, Joan Sales, F. Sitjá, A. C. Seguí, O. Saltor, Ricardo Salvat, Enrique Sordo de Lamadrid, J. G. Schoroeder, Jaime Salinas.


Eduardo Tijeras, Eloy Terrón, José Tamayo, Enrique Tierno Galván, Luis Tejedor, Joan Teixidor, Mariano Tudela, Gonzalo Torrente Ballester.


Julio Uceda, Luis Felipe Vivanco, Antonio Vizcaíno, Manuel Villegas López, José Vergés, J. L. de Orruela, Marqués de San Román de Ayala, J. M. Velloso, Ángel Zúñiga.




Boletín Informativo. Centro de Documentación y de Estudios, núm. 4. Pág. 15-17
París, diciembre 1960

Fuente: www.filosofía.org












2716. A Ramón Gaya

Ramón Gaya
(Murcia, 10 de octubre de 1910 - Valencia, 15 de octubre de 2005)


El que hayan querido los hados, y estos amigos nuestros, que sea yo aquí, esta tarde, quien te ofrezca una copa de parabién, de amistoso saludo de bienvenida, te diré que me enorgullece; siendo para mí, al mismo tiempo, una íntima alegría, una alegría de corazón.

Porque, al hacerlo, doy testimonio de ti... Por haber sido, en parte, y en algún tiempo, testigo de tu vida: peregrina como la mía, muchos años, en destierro involuntario de España. Y sucesivamente, durante esos años que pasamos fuera de España, por haber coincidido tantas veces contigo –no solamente en el motivo y los motivos que ocasionaron nuestro destierro español peregrinante- sino en coincidencias de pensamiento y sentimiento del arte; de la poesía, de la pintura... que hoy vienen, en este encuentro nuestro, a verificarse mejor: gracias al regalo que nos traes contigo, al llegar, con tus cuadros y con tu libro. Orgullo y alegría siento al encontrarnos aquí ahora; porque tu amistad se acompaña de una obra –en tu pintura y en tu libro- de lo que suele llamarse (y no siempre con razón como en este caso tuyo) de madurez: de plena madurez.

Alguien dijo que lo más difícil de la vida es poder llegar a madurar sin pudrirse. Hoy, como siempre, en arte: en poesía, en pintura... vemos frutos jóvenes, o juveniles por su tiempo, que por empeñarse en serlo solamente, “de su tiempo”, en hacer o llevar el arte de su tiempo, se apican, se apicaran, se pudren por dentro, cuando muestran, llevándolo por fuera, como un traje, como un disfraz, su cáscara de fruto verde. Suele anidar un corazón agusanado el arte que nos tienta con sola apariencia de novedad.

Decía Antonio Machado que una cosa es lo “novedoso” y otra lo “original”. Dos cosas opuestas y contrarias. He aquí un arte –el tuyo- que es original y no es novedoso. Como es original y no es novedoso tu pensamiento cuando hablas, cuando escribes sobre pintura. Esta pintura tuya, este libro tuyo: “El sentimiento de la pintura”, se corresponden por un mismo sentido de la vida y del arte: que es el de un mismo sentimiento de la realidad. En las páginas de tu libro encontrará quien las leyere la misma inteligencia, el mismo sentimiento del arte y de la vida que en tus pinturas y dibujos se manifiesta.

Y digo sentimiento y entendimiento, como tú lo entiendes y lo sientes. Por lo que conviene advertir ahora que para nosotros –tú dirás si es así- sentimiento es exactamente lo contrario de sentimentalismo y entendimiento, inteligencia, también es exactamente lo contrario de intelectualismo. Estos términos –nunca extremos, casi siempre identificables o intercambiables- de intelectualismo y sentimentalismo, son caricaturescos; porque expresan, falseándola, mintiéndola con una exageración postiza, la verdad de los otros dos; llenan de enmascarada voz, de ahuecada voz, su hueco, su vacío.

Entendimiento de la pintura. Sentimiento de la pintura. Aquí están los dos: en estos cuadros, ante nuestros ojos; en este libro cerrado para cuando lo queráis abrir. Pero advirtiendo –sobre todo a los jóvenes capaces de madurar todavía- que “para entender  es necesario amar”, como dice el Santo. Lo que expresó un escritor francés –robando-, según ellos, entonces (hace muchísimos años) su pensamiento a Picasso y Strawinski, diciendo: “sentir avant de comprendre”, sentir antes de comprender; que es lo mismo que para comprender. Fórmula exactísima si se le añade esta otra: que en arte, antes que todo, lo primero de todo es “no juzgar”. Los juicios estéticos –dijo, creo, Burkhard- son siempre temerarios. Digo esto, porque suele ser habitual en espectadores y lectores, no el pre-juicio sobre lo que leen o contemplan, sino una especie de pos-juicio anticipado (que es un juicio muerto y condenatorio) como previa medida de valoración, que es condenación. Es el querer saber lo que es una obra de arte antes de sentirla y comprenderla: un intelectualístico querer saber, para juzgar, para juzgarla (antes de sentirla y comprenderla)  si es buena o mala. Es la tentación moral, satánica, del juicio, que impide la madurez viva y precipita la putrefacción mortal.

Has vuelto, amigo Ramón Gaya, a esta España nuestra, poco tiempo después que yo. Y aquí estamos. No sé si se nos nota un aire ausente; si hay algo en nosotros que extraña. Hay mucho que nos extraña a nosotros en ella. En sus pareceres y apariencias. No en su profunda y alta realidad. Esa realidad que para nosotros es, ante todo, un sentimiento. “La realidad, separada del misterio del sentimiento –escribe el sabio Eddington- es una trampa”. La realidad en la que nosotros creemos traspasa, sobrepasa, el arte. Porque el arte es su aparición y no su apariencia o parecido. Nada se parece menos a lo real que la realidad misma. Esto es lo que nos dice Velázquez, lo que nos dice Cervantes. Y es lo que nos dice tu libro, lo que nos dice tu pintura. Con originalidad de creación viva, de participación creadora. De vida y de verdad admirables.

La admiración, decía Galdós, es la atmósfera natural del arte, que, fuera de ella, no puede respirar, se ahoga. Y nos ahoga. ¡Cuántos cadáveres de náufragos del arte se pudren en sus playas por no haber sabido admirar! El arte es admirable por definición: no se puede mirar sin admirar; no se puede ver sin admirarlo; no se puede creer sin admirarse. Tu pintura, tu libro, aquí presentes –querido Ramón Gaya- creo que son admirables. Yo te lo digo sin hipérbole, sin ditirambo, con sencillez de reconocimiento, de agradecimiento. Con amistad.  


José Bergamín    
Leído el 20 de abril de 1960 en la inauguración de la exposición de Ramón Gaya en la Galería Mayer de Madrid