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3390. Clara Campoamor, de modistilla a directora general de Beneficiencia




Clara Campoamor, que se halla hoy al frente de la Dirección General de Beneficencia, nos cuenta sus recuerdos de cuando fué, sucesivamente, modistilla, dependienta y telefonista...


De modistilla madrileña a directora general

Un día tuve que ir yo a casa de Clara Campoamor, a hacerla una de esas preguntitas que solemos hacer los periodistas a la gente célebre tres o cuatro veces por semana, y recuerdo que vi en el domicilio de la ilustre abogada una cosa que me dejó estupefacta Clara Campoamor no estaba, como era su costumbre, detrás de su mesa del despacho evacuando consultas o dictando cartas a la mecanógrafa. Clara Campoamor estaba aquel día sentada en una sillita baja y en una mano tenia las tijeras y en otra mi un traje a cuadros. 

—Pero, ¿cómo? ¿Usted cose? —pregunté asombrada. 

—¿Y por qué no? 

—Qué sé yo... Porque... en fin, no sé —agregué víctima del azoramiento que se apodera de toda persona cuando se da cuenta de que ha dicho una tontería. 

—La verdad es que ahora coso poco, porque no tengo tiempo. Pero antes... antes he hecho muchos vestidos, y no para mí precisamente. 

—¿Si? 

—Sí. Antes de ser abogada, yo he sido muchas cosas: entre otras, modista. Bueno, tanto como modista..., pongamos modistilla. 

Quizá los lectores se queden tan sorprendidoe como me quedé yo aquel día; pero esto es exacto. Clara Campoamor ha sido modistilla madrileña, y precisamente en los tiempos en que las modistillas eran en Madrid una institución de las que daban más carácter a la capital de España. 

Verán ustedes cómo fué... 

Clarita nació en un hogar de clase media. Su padre era un periodista republicano que ganaba, aunque poco, lo suficiente para que sus hijos pudieran recibir buena educación. 

Pero cuando Clarita cumplió los diez años, su padre murió y... se llevó a la tumba la cesta del pan. 

—No perecimos de hambre gracias a que mi madre, mujer valerosa y fuerte como pocas, se puso a trabajar. Cosía pera fuera; pero esto no era bastante, y yo, entonces, tuve que dejar de ir al colegio para ayudarla a sostener la casa. 

—¿Trabajaba usted con ella? 

—No. En casa no sobraba la labor. Con mis once años tuve que echarme a la calle a buscar trabajo. Entré en un taller de mi mismo barrio, que era el de Maravillas, como aprendiza. 

—Entonces, ¿usted ha andado por ahí con la cajita al brazo, «probando» y «entregando»? 

—Naturalmente. Pero tuve la suerte de que me «sentaran» pronto. La verdad es que a mi el oficio no me gustaba mucho: pero en casa hacían falta los tres reales diarios que yo ganaba en el taller. 

Cuando ascendí a oficial y me subieron el sueldo a una peseta, a la maestra se la ocurrió mudarse a vivir a la calle de los Estudios. Yo tenía que ir todas las mañanas y todas las tardes desde mi casa, situada en la calle del Marqués de Santa Ana, hasta el nuevo domicilio del taller. 

—Sí que era un paseíto. 

—¡Y a pie! Porque el jornal no era como para echar coche, ni siquiera tranvía. 

Aunque Clarita no era muy aficionada a la costura, llegó a ser una buena oficiala, basta el punto de que un día la maestra se sintió magnánima y la subió el jornal a siete realazos. 

Las cosas iban así de bien, cuando de pronto la maestra abandonó el taller, arrebatada por el «palmito» de un guardia civil, que la hizo su esposa. Clara y sus compañeras se quedaron en mitad de la calle, lamentando, como era natural, que el Gobierno de entonces no hubiera tomado el acuerdo de disolver el benemérito Instituto. 


El trabajo en la tienda 

La madre de Clarita quiso que ésta buscara otro taller; pero a la muchacha la gustaban demasiado los libros, y soñaba con una profesión un poco más intelectual que la de modista. Sin embargo, no era posible, al menos de momento, prepararse para nada, y volvió a emprender su peregrinación en busca de trabajo. Al poco tiempo pudo colocarse de dependienta en una lujosa tienda de la calle de Alcalá. 

—Yo creía que el nuevo oficio me dejaría más tiempo para leer y estudiar; pero, sí, sí. Trabajábamos cerca de doce horas, siempre de pie, y como yo lo que hacia era ayudar a las que despachaban, me pasaba el día llevando cajas, piezas de tela y vestidos de la tienda a la trastienda, y del almacén a los talleres. Llegaba a casa por las noches verdaderamente hecha polvo. 

—¿Y cuánto ganaba usted en la tienda?

—Menos que en el taller. Entré con seis reales. Claro que al poco tiempo logré alcanzar mis buenas dos pesetas, cifra que durante mucho tiempo me había parecido desmesurada e inasequible. 

La actual directora general de Beneficencia recuerda algunas curiosas anécdotas de sus tiempos de «hortera» femenina. Una de ollas es la siguiente:

Había en la tienda una dependienta muy guapa, muy fina y que se arreglaba muy bien. Sus compañeras la llamaban la Postal por su gran parecido con los cromos que entonces se usaban para las felicitaciones de Pascuas y cumpleaños. La Postal era, naturalmente, presumida, y se la iban los ojos tras de los vestidos y los abrigos de piel que había en la tienda. Un día desapareció del almacén un modelo de París. Los dueños sospecharon de la dependencia y, más concretamente, de la Postal; y como medida de prevención, ya que no se podía probar plenamente el robo, la pusieron en la calle. 

Al cabo de poco tiempo, uno de los dueños se encontró a la Postal luciendo el modelo de París. Ignoro lo que pasaría entre los dos; pero el caso es que, momentos después, la Postal fué conducida a la tienda. El revuelo que se armó cuando la vimos entrar con el modelo de París puesto y un guardia a cada lado no es para descrito. Allí la quitaron el elegante vestido. La pusieron en su lugar una bata prestada por otra dependienta, que se compadeció, y la volvieron a echar a la calle. Por lo demás, la Empresa no sufrió ningún perjuicio a causa del incidente, puesto que el traje que la Postal había lucido por todo Madrid fué vuelto a colocar en el escaparate, y a los pocos días una señora lo compró. Recuerdo que el traje era de hechura sastre. ¡Parece que lo estoy viendo! 

—Claro que estos casos de dependientas... vamos a llamarlas cleptómanas —continúa diciéndome la señorita Campoamor— eran rarísimos. En general, eran todas muy buenas chicas y muy trabajadoras. Entre todas mis compañeras de mostrador, recuerdo a una que se llamaba Pepita. Era maravilloso cómo aquella mujer manejaba a la clientela. No era posible escapar del espacio de mostrador sobre el que tenía jurisdicción Pepita sin comprar algo. Muchas señoras, que entraban solamente a curiosear, salían cargadas de paquetes, gracias a las dotes de persuasión de aquella muier, verdadero qenio del mostrador. Declaro que la Pepita aquella es una de las personas a quienes yo he admirado mis sinceramente. No me acuerdo ya de cuál era su apellido; pero me agradaría volverla a ver.


El suplicio dantesco de las telefonistas

A pesar de haber llegado a conquistar las dos pesetas diarias, Clarita seguía teniendo aspiraciones. Por las noches, cuando llegaba rendida a su casa, tomaba una taza de café para ahuyentar el sueño, que la cerraba los ojos, y se ponía a estudiar Gramática, Aritmética, Geografía, Historia de España... Los domingos se los pasaba leyendo novelas. También devoraba sin descanso los folletines de El Imparcial

Así las cosas, salieron a oposición unas plazas de telefonistas, remuneradas con doce duros mensuales,

—Me preparé muy de prisa, y las gané. La cosa, en realidad, no era ninguna ganga. Primero entrábamos de supernumerarias; es decir, que sólo nos llamaban a trabajar cuando alguna de las telefonistas se ponía mala o cuando era preciso más servicio. Naturalmente, no cobrábamos sueldo sino solamente las horas de trabajo que nos tocaba hacer. Por fin me dieron la plaza a que tenía derecho. Pero enseguida me di cuenta de que aquel oficio era el más duro de cuantos había yo tenido. Los teléfonos de entonces funcionaban de un modo absurdo. El mecanismo con el que nosotras operábamos era mural. Teníamos que trabajar de pie, y además, realizar unos ejercicios acrobáticos verdaderamente espantosos. 

—¿Acrobáticos? 

—Verá usted. Al sentir la llamada, habla que descolgar el auricular, ponérsele al oído con una mano, y mientras, con la otra, apuntar dos números: el del abonado que llamaba y el del otro con quien quería comunicar. Inmediatamente había que volverse para atrás y meter dos clavijas en sus agujeros. Estos agujeros estaban colocados con tanto talento, que uno quedaba sobre nuestras cabezas y el otro muy cerca de los pies. Ahora, eso sí, con eso de estar todo el día de pie y haciendo flexiones, llegamos a adquirir una esbeltez y una agilidad de titiriteras. Después de haber sido telefonista con aquel sistema se llega a la conclusión de que el Preste era un infeliz sin pizca de imaginación. 

Más tarde se nos dulcificó un poco el trabajo, cuando sustituyeron aquello por los cuadros que se usaban antes del automático. Entonces podíamos trabajar sentadas y con los auriculares fijos en los oídos. 

—¿Y cómo se emancipó usted de aquello? 

—Pues haciendo oposiciones a Telégrafos. Gané plaza, y me destinaron a provincias, donde fui haciendo el Bachillerato. Más tarde conseguí venir a Madrid, y ayudándome con otros trabajos particulares, estudié mi carrera. 

Durante esta conversación que he tenido con la señorita Campoamor en su despacho de directora general, el teléfono ha sonado cincuenta veces. El ministro, el presidente del Consejo, los «altos cargos» de la República y un gran número de personas desconocidas tienen que resolver asuntos importantes con esta mujer, la misma que no hace muchos años andaba por las calles de Madrid con su caja al brazo, probando y entregando vestidos de señora. 


Josefina Carabias
Crónica, 25 de febrero de 1934








3365. Cómo se hicieron las primeras banderas republicanas

Foto: Palomo


—Pues, verá usted —me dice la señora de Giral—; no sé cómo pudimos correr tanto, pero, en poco más de media hora confeccionamos las primeras banderas republicanas que quedaron colocadas, en el acto, en los lugares más importantes, como el Ayuntamiento, el Ateneo y los Ministerios. La señora de Giral, esta respetable señora, que tanto ha padecido por la República, aún está emocionada. No puede creer en esta tranquilidad que ahora disfruta. Está acostumbrada, desde hace muchos años, a vivir pendiente de la policía y de la cárcel. El doctor Giral ha pasado repetidas temporadas encerrado, acompañándole muchas veces alguno de sus hijos, y cuando gozaba de libertad, era constantemente vigilado y perseguido. Todo esto acabó, y por eso, es fácil hacerse cargo de la emoción y el entusiasmo con que se confeccionaron en su propia casa, las primeras banderas de la República. 

—¿Ustedes ya estaban seguras del triunfo cuando empezaron a confeccionar las banderas?

—Nosotras —nos dice la gentil señora de Honorato de Castro— estábamos aquí reunidas esperando acontecimientos y con la inquietud propia del caso. Teníamos, es verdad, muchas esperanzas; pero las hemos tenido tantas veces, que ya no nos atrevíamos a afirmar nada. Nuestros maridos estaban en la calle, y lo mismo podíamos imaginarlos en los Ministerios que en la cárcel, o metidos en algún tumulto, y, aunque estamos muy acostumbradas a esto, sentíamos más emoción que nunca. De pronto, nos llamaron por teléfono, y, sin decir más, nos encargaron que cosiésemos, sin pérdida de tiempo, grandes banderas republicanas. 

—Y ustedes, a pesar del nerviosismo, se pusieron a coser. 

—Naturalmente; pero, no sabe usted cómo nos pinchamos. A pesar de todo, la alegría y la confianza nos allanó los obstáculos y nos debió poner alas en los dedos, el caso es que, nuestras banderas, salieron las primeras a la calle. Yo misma, coloqué una en el balcón del Ateneo. A pesar de la incertidumbre, nunca he cosido con tanta ilusión como cosía entonces ...

—Sí, tú, si —interrumpe la señora de Giral—; pero, yo estuve escéptica, a pesar de que me lo aseguró mi marido, hasta que vi al pueblo en la calle. Me figuraba que nuestras banderas se quedarían en casa, y nuestros maridos, otra vez en la cárcel. Afortunadamente, no fué así. No obstante este pesimismo, puse todos los medios para que se realizara la pequeña obra que nos habían encomendado, pero no acababa de creerlo hasta el punto de que aposté algo con mi marido a que no era verdad lo que nos decían, y estoy muy satisfecha de haber perdido la apuesta. ¡He ganado tantas de esta clase!...

—Y si surge la reacción, ¿qué hubieran hecho ustedes con sus banderas? 

María Teresa de Castro se queda un momento pensativa, pero, en seguida, vuelve a su habitual alegría, y me dice:

—Pues, no sé; yo no pensaba entonces en eso. Seguramente, las habríamos escondido. 

—¿Y no las asustaba que después del fracaso, las encontrase la policía, y más siendo en esta casa ? 

—Asustarnos; ¿porqué?

 —¿Cómo que por qué, señora —me apresuro a contestarla— ; mucho menos hizo Mariana Pineda y fíjese lo que la pasó. 

—Bueno; pero eran otros tiempos; y aunque fuesen los mismos, nosotras no pensábamos en aquellos momentos más que en la República; ¿verdad, María Luisa? 

—En la República, y en que por fin, habría tranquilidad en mi casa; porque usted no sabe, lo que es pasarse la vida con el marido y los hijos en la oposición. Pero todo lo doy por bien empleado. 

—¿Les causaría mucha emoción ver sus banderas ondeando? 

—Enorme —dice la señora de Castro—, y más que esto, ver cómo las aplaudían desde la calle. Yo fui a colocar la del Ateneo, como la dije antes, y fué para mí uno de los momentos más intensos de mi vida.

Seguimos hablando de las emociones de aquel día histórico. Es admirable la actitud de estas señoras que se preocuparon de confeccionar la bandera tricolor que había de emborrachar de alegría al pueblo de Madrid. Sin estas banderas, tan rápidamente colocadas, el pueblo no habría tenido tan pronto la sensación de la República como la tuvo. El paño tricolor, en aquellos momentos, en que aún no había Poder constituido, era la República. ¿No les parece a mis amables y valientes amigas, que la reacción hubiera tenido motivos sobrados para ensañarse con ellas? 


Pepita Carabias
Estampa, 2 de mayo de 1931







3242. Habla el capitán Salinas. Recuerdos de la sublevación de Jaca

Por la carretera adelante marchan dos capitanes con bandera blanca. Van en busca de unos soldados que tienen enfrente, ignorando si, al llegar, estos les harán fuego o les recibirán con un abrazo. Sin embargo, van tranquilos, y confían en el compañero leal y valiente que les ha enviado a parlamentar.

—Son las siete —ha dicho Galán al despedirlos—; si a las ocho no estáis de vuelta, subiré a buscaros. Yo estoy seguro de que aquellos no dispararán sobre nosotros si conseguís llegar a tiempo.

García Hernández y Salinas llegan junto a los llamados leales. Bajan del coche y se dirigen al primer comandante que encuentran.

—Somos dos capitanes de la columna rebelde y venimos a parlamentar. El jefe nos envía.

El comandante se queda atónito; no sabe qué decir…; al fin titubea…, y después dice:

—No sé… Ahora viene el general…

Ha llegado efectivamente el general, y una mirada expresiva se cruza entre él y los capitanes.

Están tranquilos y desafían la mirada del jefe, el cual ve en ellos un no sé qué molesto y desagradable para él. Irritado por la serenidad de los hombres de la bandera blanca, se vuelve hacia los oficiales de su columna y ordena con voz terrible al citado general:

—A esos, que los fusilen inmediatamente.

No han temblado ninguno de los dos capitanes ante la idea de la muerte próxima. Abajo ha quedado Galán, el compañero en quien todos creen, y a ese no le han cogido; lo demás, no importa.

Pero al ser conducidos a Huesca, ya prisioneros, se dan cuenta de que los leales están ametrallando a la columna sublevada.

A pesar del terminante mandato del general, no fueron fusilados inmediatamente los capitanes parlamentarios. Hubo de celebrarse antes el juicio sumarísimo, y el capitán Salinas, por no tener mando en la plaza de Jaca, se libró de ser ejecutado como sus compañeros.

Él mismo me ha contado todo esto y me sigue contando muchas cosas más. Está satisfecho por el triunfo de sus ideales de siempre, pero… su voz, al nombrar a Galán y a García Hernández, tiene un dejo triste.

—Cuando nos llevaban prisioneros —dice Salinas—, estábamos seguros de nuestro fusilamiento; pero nos quedaba la esperanza de que Galán y sus hombres habían de hacerse dueños de la situación, y de que al día siguiente toda España secundaría ya el movimiento. Al llegar a Huesca notábamos que los leales disparaban menos, y los nuestros apenas nada. Esto nos desanimó un poco.

—En Huesca, ¿qué hicieron con ustedes?

—Primero, tomarnos declaración, e inmediatamente encerrarnos.

—¿Juntos?

—Sí. Lo mismo García Hernández que yo comprendimos que de un momento a otro nos buscarían para fusilarnos, y decidimos charlar un rato y fumar unos pitillos hasta que tal ocurriese. Lo que más nos preocupaba era la suerte que habría corrido Galán, pues, a nuestro juicio, de esto dependía todo lo demás. Pero no había manera de enterarse de nada. Estábamos rigurosamente incomunicados. Por la tarde empezamos a ver desde la ventana caras conocidas. Eran compañeros nuestros que venían presos también. Al anochecer, me dijo García Hernández:

«—Ya no es fácil que nos fusilen hoy; es muy tarde.»

«—Lo dejarán para mañana o quién sabe si no nos fusilarán —contesté yo—. Es posible que esperen a recibir órdenes del Gobierno.»

A pesar de que nuestra incomunicación era rigurosa, en aquel momento llegaron a decirme que un comandante quería hablar conmigo de parte de mi padre. Entonces me sacaron de la celda, porque la entrevista había de celebrarse en presencia del Juez instructor. Encontré al comandante visiblemente emocionado. Apenas podía hablar, y por fin me dijo en un tono estremecedor y solemne:

«—Capitán Salinas. Su padre me ha encargado dos cosas: decirle, primero, que le perdona de todo corazón, y después, que muera como un buen cristiano.»

Ya no cabía duda: nos fusilarían al día siguiente a García Hernández y a mí. Volví a la celda dispuesto a pasar durmiendo la última noche de mi vida.

—¿Durmiendo, capitán Salinas?

 —¡Ya lo creo! Llevábamos dos noches sin acostarnos, y había estado todo el día cayéndome de sueño. Precisamente lo que más me contrariaba aquella tarde era pensar que iba a morir sin liquidar mi cuentecita con Morfeo.

—¿Durmió efectivamente?

—Dormí, como pocas veces en mi vida, hasta que me despertaron por la mañana para asistir a la lectura de cargos. Cuando estábamos en esta diligencia, se presentó Galán.

Salinas calla un instante, y por sus ojos pasa una sombra. Después continúa en un tono más grave:

—Venía pálido, desfiguradísimo. García Hernández y yo nos miramos, comprendiendo. Todo estaba perdido. Pero lo que no comprendí en aquel momento es que aquella mirada era la última que cruzaba con García Hernández. Minutos después se llevaron al que había sido mi compañero de celda, y ya no volví a verle más. Galán y yo pedimos que nos dejaran pasar juntos las últimas horas que nos quedaban de vida. Nos llevaron a una habitación y nos sentamos a desayunar. Entonces me lo contó todo. De nosotros no hablamos apenas; lo interesante era lo otro… ¿Estaría perdido definitivamente? Sospechábamos que sí. La mañana, charlando, se nos pasó en un vuelo. Decidimos no asistir al juicio, y a las doce almorzamos los dos con un apetito extraordinario. Poco después vinieron a buscarnos para ver si teníamos algo que alegar. Yo dije que nada. Galán salió, pero a los cinco minutos estaba de vuelta.

«—No me han dejado hablar —me dijo, sentándose en la cama—, y lo siento porque quería haber dicho algunas cosas.»

—A las dos llegaron a comunicarnos la sentencia. Pena de muerte para Galán y García Hernández, cadena perpetua para mí solamente.

—¡La emoción de aquel momento dramático sería enorme!…

—Yo sentí, de pronto, como si acabara de nacer; pero reaccioné y sentí una tristeza infinita, como no la había sentido hasta entonces. Iban a morir en seguida mis dos compañeros… Galán era además el amigo a quien yo más quería. ¡Era triste, muy triste!…

—¿Qué dijo Galán al conocer la sentencia?

—No se alteró lo más mínimo, porque lo esperaba. Al cabo de un momento, exclamó, con acento triste: «Lo mío no me importa…, es natural…, pero yo supuse que al entregarme os salvaba a vosotros. Solo debían matarme a mí… Lo de García Hernández es intolerable…»

Salinas calla de nuevo y se queda aún más triste que antes. Yo no me atrevo a preguntarle nada, pero adivino, sin que él me lo diga, lo que está pensando. Vive de nuevo las dos de la tarde del 14 de diciembre, y hasta me parece que se estremece un poco recordando el último abrazo de Fermín después de conocida la sentencia. Yo querría preguntarle qué le dijo Galán al despedirse, pero no me atrevo. El dolor desinteresado del amigo leal, me ha conmovido a mí también profundamente, y no quiero importunarle más. Pero él, como si hablase consigo mismo, continúa:

—Aquellos minutos fueron angustiosos, pero yo temía que pasasen, porque detrás estaba la hora trágica de nuestra separación definitiva. Galán me abrazó tranquilo, sereno, como nos habíamos abrazado otras muchas veces, y me dijo: «No te preocupes, que no se preocupe nadie por mí; estos me matan, pero yo voy a tener la satisfacción de enseñarles cómo muere un hombre.» Estas fueron las últimas palabras que le oí.

—Usted, Salinas, se quedaría muy apenado.

—Tanto, que he estado después mucho tiempo muy triste. Estaba seguro de que no llegaría a estar un año en la prisión. Claro que no podía pensar que saldría tan pronto.

Han llegado más capitanes sublevados: Gallo, Sediles, Marín y otros.


Josefina Carabias
Estampa, 23 de mayo de 1931  







3170. Las mujer en la Administración del Estado. Las funcionarias de la República

Foto: Benítez Casaux


Antes, hace algunos años, no muchos, las oficinas del Estado eran unos lugares feos, obscuros, tristes y desagradables, en los que unos hombres, en general agobiados de hijos y de preocupaciones, ganaban obscuramente su vida entre trasnochados expedientes y chupadas heroicas a unos cigarros francamente incombustibles, que el tiempo y la constancia convertían a veces en colillas eternas. 

Los escritores más o menos satíricos, los periodistas y autores de comedias ridiculizaban de continuo a estos hombres de oficina, llamados en general Pérez, Gutiérrez o Martínez, trayendo a colación el brillo de sus codos y las rodilleras de sus pantalones. 

Pero aquella leyenda de la oficina fea, destartalada y sucia, pasó como han pasado las "carabinas" y las "patronas", aunque todavía queden algunas sobre la tierra. 


Las funcionarias

Hoy, las oficinas del Estado huelen a perfumería en invierno, y a lilas y claveles en estas maravillosas mañanas de junio. 

Esos concursos anunciados en los periódicos, en los que se lee bajo la convocatoria el sugestivo letrero de "Se admiten señoritas", han obrado el milagro. Cientos de muchachas toman parte en cada una de estas oposiciones, y poco a poco han ido invadiendo los Ministerios, los Gobiernos Civiles, las Delegaciones de Hacienda, hasta convertir estos sitios en cosas totalmente distintas a lo que eran antes. 

Una funcionaría bonita y simpática, aunque demasiado modesta hasta el punto de ocultar su nombre, nos ha hablado de lo que significan las mujeres en la Administración pública. 

—Cuando yo ingresé —dice—, hace ya bastante tiempo, apenas éramos diez aquí en el Ministerio. Hoy pasamos de noventa, y en otras oficinas aún hay más. Muchos hombres miran con recelo esta invasión, pero, a la larga, van comprendiendo que nosotras rendimos el trabajo necesario, y que el sueldo inicial, que para un hombre no es nada, soluciona la vida a una mujer arregladita. 

Tiene razón mi simpática interlocutora. Con cincuenta duros, un hombre, por austero que sea, está fatalmente condenado a llevar rodilleras en los pantalones. En cambio, los mismos cincuenta duros, cobrados por estas gentiles muchachitas, son casi una fortuna.

 —Naturalmente —continúa— que ninguna tenemos automóvil; pero fíjese usted. La mayoría de las empleadas procedemos de familias de la clase media, que, si bien no tienen para pagarnos lujos y diversiones, al menos no les falta para mantenernos. Suponiendo que se ayude algo en casa, porque es justo, queda al mes libre más de la mitad de la paga, veinticinco durazos, con los cuales hay para ir vestidas a la última moda, para llevar siempre buenas medias y para ondularse con frecuencia y tomar algún "taxi" que otro los días que se está a punto de llegar tarde a la oficina. 

—¿Pero todas no estarán en esta situación de privilegio? 

—Claro que no. Hay muchísimas que no sólo tienen que vivir por su cuenta, sino mantener a sus padres, viejos o enfermos. Otras dedican las horas libres a estudiar una carrera, que, naturalmente, se costean ellas mismas; pero aun así viven mejor que los compañeros que se encuentran en las mismas circunstancias. Una mujer, con un duro, hace más que un hombre con tres, sobre todo si ese duro lo ha ganado ella. 


Lo que deben las funcionarias a la República 

Las señoritas empleadas y las que aspiran a serlo están muy contentas. 

Hasta ahora, su presencia en las oficinas del Estado significaba, ante todo, la sumisión a un jefe, sumisión que no desaparecía nunca. Las mujeres entraban a prestar sus servicios como "auxiliares", con idéntico esfuerzo que los hombres. Pasado cierto tiempo, podían, como ellos, hacer oposiciones y conseguir la categoría de "oficiales", pero de ahí no era posible pasar. 

—Fíjese qué cosa más absurda —me dice la simpática funcionaria—: a una mujer, por el solo hecho de serlo, le estaba prohibido obtener la categoría ni siquiera de jefe de Negociado. No hablemos ya de jefes de Administración. Eso, ni soñarlo. Así, que por mucho talento y capacidad que demostrásemos, nuestra condición de mujeres nos hacía estar fatalmente condenadas a desempeñar en la Administración pública un papel secundario. 

—Pero ahora todo ha cambiado, ¿no? 

—Naturalmente. La República, que ha concedido tantas cosas a la mujer en general, no podía olvidarse de sus funcionarías, que venían siendo víctimas de una injusticia. Ya tenemos franca la carrera administrativa y de una manera definitiva, puesto que está escrito en la Constitución. 

—¿Todas estarán muy satisfechas? 

—Supongo que si, especialmente aquellas para quienes la carrera administrativa no significa una cosa transitoria. Yo, especialmente, he tenido una satisfacción muy grande, porque esto era de justicia, y otra pequeñita en mi amor propio.

 —¿Por qué? 

—Verá usted. Preparaba yo estas oposiciones siendo casi una niña, y un día le pregunté a mi profesor a qué categoría podría yo llegar con el tiempo, caso de obtener plaza. "Señorita —me contestó, bastante satisfecho, porque era antifeminista—: usted será auxiliar y, cuando más, oficial. Jefe, ni pensarlo. Yo lo siento —concluyó, en tono irónico—, pero nunca se dará usted la satisfacción de despachar con un director general. Eso se queda para estos señores." Y señaló a mis compañeros de clase, Me molestó aquel trato de inferioridad, hasta el punto que cuando me enteré de que no sólo podía llegar a despachar con un director general, sino hasta a serlo, fui a buscar a aquel profesor. 

—¿Y lo encontró usted? 

—Claro. Estuvo muy galante, pero no muy convencido; ya le he dicho que era antifeminista. En fin, como también es funcionario, no pierdo las esperanzas de verle un día entrar a despachar conmigo, cuando yo sea directora genera —dice mi interlocutora, ahuecando la voz y profanando la severidad de la oficina con una sonora carcajada. 

—A lo mejor ... 

—Bueno. No ponga usted eso, que es una broma, ¿eh? Pero... —continúa, después de quedarse un momento pensativa— sería gracioso. ¿No le parece a usted? Estaría bien que una de nosotras llegara a ser directora general o ministra del Ramo. ¡Qué rabia les iba a dar a algunos compañeros que, no obstante tener la misma categoría administrativa que nosotras, ellos se denominan funcionarios y a nosotras nos llaman, despectivamente, mecanógrafas!

—¿Es que les molesta la competencia? 

—No creo. En realidad, no tenemos nada que decir, porque, por parte de nuestros jefes y compañeros, no recibimos más que atenciones y pruebas de afecto; pero si me guarda usted el secreto... 

—¿Cómo no, señorita? Diga cuanto quiera, en la seguridad de que no se enterará nadie. 

—Pues verá usted; yo creo que a los hombrea les satisface nuestra presencia aquí como en todas partes, siempre que estemos en situación de inferioridad. Es decir, como elemento, decorativo y auxiliar les parecemos muy bien. 

La idea de que algún día tendrán que estar subordinados a una de nosotras, ¡la verdad!, yo creo que no les hace ninguna gracia. Vuelvo a repetirle que de esto no diga usted nada. Confío en su discreción. 

Decididamente, esta muchacha, que tiene tan buen sentido para todo, es una ingenua, una verdadera ingenua. 

Cree que se puede ser al mismo tiempo periodista, mujer y, además, discreta: ¡qué equivocación ! 


*


Yo le pido perdón, simpática e inteligentísima funcionaría. Usted me ha pedido que no se entere nadie ... pero ... total, ¿qué son los trescientos mil lectores de Estampa comparados con la inmensidad de seres humanos que pueblan la Tierra? 


Josefina Carabias 
Estampa, 11 de junio de 1932