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2923. La literatura de Guerra

Librería franco-española en 1935 - Gran Vía, 54, - Madrid


Hay una cuestión de guerra interesante, aunque no sea de las más urgentes, que no ha encontrado solución, ni siquiera aproximada, entre nosotros en los dos años largos que llevamos de campaña: nos referimos a la literatura de guerra.

No se quiere decir con esto que no se haga, sino que no se ha encontrado el modo justo y conveniente, y que hay necesidades en este aspecto que están completamente por satisfacer. Lo que se escribe sobre la guerra suele ser muy vago; casi siempre se trata de generalidades, de tono excesivamente encomiástico, y, además, antes político que militar. Nada, pues, que tenga que ver con la realidad efectiva del Ejército o con el desarrollo de las operaciones. Y cuando se quiere evitar esto se tropieza en uno de estos dos escollos: o la literatura de guerra se reduce a la pura anécdota de campamento, casi siempre deleznable, o entra de lleno en la indiscreción. Por eso, repetidas veces, las autoridades militares han prohibido toda información que no sea la del parte oficial acerca de operaciones de gran importancia. Así, cuando la ofensiva de Brunete, en el frente del Centro, o la que se terminó con la toma de Teruel, y en otros muchos casos. Con esto, claro es, se evita el peligro de decir lo que no convenga, pero es a costa de suprimir la función de la crónica de guerra, que tiene un papel importante en la moral del Ejército y en la de la población civil, y en otra cosa que se suele olvidar, a pesar de su interés, y es la relación entre esos dos grupos nacionales.

Para darse cuenta de estas deficiencias basta recordar la Gran Guerra, Durante ella se escribió mucho más –y con mucho más espíritu– que sobre esta que estamos viviendo. Y no nos referimos a la literatura de las naciones beligerantes, sino a lo que entonces se producía en España. Es sorprendente que no haya acompañado a una conmoción tan intensa y tan próxima como es la de nuestra guerra un desarrollo adecuado de la literatura militar. Es ésta una anormalidad que merecería alguna reflexión.

Vamos a intentar bosquejar brevemente lo que echamos de menos en ese aspecto y los medios posibles de satisfacer a esas necesidades. En primer lugar, falta una crónica diaria, o poco menos, de las operaciones. Los partes no pueden ser descriptivos ni narrativos: tienen que limitarse a dar cuenta de los resultados militares de la jornada. Pero en una guerra en que toma parte un pueblo entero, no se puede pedir a éste un interés vivo e inmediato por lo que sólo conoce de un modo abstracto. Tal como se hacen hoy las cosas, se tiene poco contacto con la realidad viva de la guerra y del Ejército; a éste se le aplican siempre los adjetivos más elogiosos, sin medida, haciendo que se gasten y pierdan valor. Por otra parte, la nación tiene escasa familiaridad con las fuerzas que la defienden, y sólo oye hablar de pocas unidades. Es menester que se pueda seguir de un modo discreto, vivo y veraz, la marcha de la campaña; que no se quede atenido al puro balance de ganancias y pérdidas –el parte–, al elogio hiperbólico y gratuito o a la anécdota, con frecuencia chabacana, que suele dar la Prensa. Es necesario que la guerra tenga un sentido en todo momento para los que la hacen, que son todos los españoles, de un modo o de otro.

Por otra parte, convendría mucho que se diese temporalmente, cada semana o al terminar cada grupo de operaciones, un comentario autorizado y suficiente sobre esa etapa. De otro modo la guerra carece de figura, y no se mide la importancia de las cosas; se da casi el mismo valor al corte de comunicaciones que a la pérdida de un pueblo, o a un golpe de mano afortunado que a la penetración por el Ebro. A la claridad política de que tanto se habla debe acompañar en el pueblo una claridad militar; es menester que se sepa, en términos generales y sin grave error, qué ocurre en la campaña, qué etapas de ella vamos recorriendo y en qué sentido.

Por último, interesa enormemente la literatura militar como literatura para militares, de formación congruente para la guerra. Pero esto es una cuestión completamente distinta, y su lugar es otro.

La única dificultad que puede haber para que se escriba sobre la guerra como conviene es la falta de personas aptas o el riesgo de indiscreción. Ambas razones han impedido que se deje esta misión en manos de los corresponsales de Prensa, pero no ha sido para ponerlo en otras. Es el Ejército mismo el que debería ocuparse de ello. En sus filas está hoy toda la juventud española, y aun la primera madurez; lo mismo entre los soldados que entre los oficiales se pueden encontrar personas –hacen falta poquísimas, además– capaces de hacer bien estas tareas. Respecto a los riesgos de inoportunidad o imprudencia, dentro del Ejército no son problema, puesto que estos trabajos se harían bajo la inspección directa del Estado Mayor y aun por indicación suya. Creemos que este es el camino para dar a nuestra lucha el espíritu que –unas veces por su falta, otras por su calidad– echamos de menos.


Julián Marías
Blanco y Negro núm. 14  
1 de noviembre de 1938








1610. La formación del Ejército

Fotografía CDMH, Salamanca


El ejército de la República encuentra detrás de sí una cierta tradición militar, la española, pero ésta más bien se encuentra continuada por el Ejército faccioso, y la mira, por tanto, con desconfianza justa. Para darse bien cuenta de esa necesidad que toda milicia tiene de contar con un estilo, basta con ver la apelación constante que las fuerzas de la República han hecho y hacen a otros modos militares, con los que querrían entroncar. Así, se ha buscado la conexión con la tradición más antigua española; pero esto resulta un poco lejano, y no ha pasado de ser una apelación verbal; también se ha buscado un parentesco –éste revolucionario– con el Ejército soviético; pero es sobrado evidente que hay demasiada distancia entre él y el nuestro, y que a lo sumo queda entre ambos un lejano gesto de simpatía, sin semejanza real. El carácter especial del Ejército de la República le plantea algunos problemas peculiares, que no se dan en igual forma en otros casos, y que interesa precisar. Es, ante todo un Ejército improvisado; no sólo en el sentido de que sus fuerzas se hayan reclutado durante la guerra, del modo que las circunstancias han impuesto, y su material se ha ido allegando de momento en momento, ni siquiera en el de que su organización se haya logrado ahora, día tras día, y sus cuadros de mando sean en su mayor parte de reciente incorporación a las armas, sino todavía en otro sentido menos visible, pero más profundo. Es un Ejército improvisado como tal Ejército; es decir, se encuentra sin pasado, sin tradición militar, como resultado de una brusca ruptura. Y un Ejército –a nadie que piense un poco en ello se le escapará– es, ante todo, un estilo, una aptitud militar peculiar. Ser militar no es lo mismo para un inglés que para un alemán, por ejemplo, en 1938.

Pero no basta con decir que es un Ejército improvisado: hay que subrayar que se trata de un Ejército. Está –como siempre– definido por el enemigo; si sólo hubiésemos tenido enfrente a las antiguas tropas sublevadas, que eran Ejército en un modo totalmente deficiente, podríamos haber conservado, aproximadamente, el carácter de milicias irregulares, mejores o peores. Hoy, combatido por un Ejército de formación italiana y alemana, aunque gran parte de sus contingentes sean españoles, esto no importa, no sería posible: el enemigo nos impone con su ataque una organización que responda a él; es decir, la estructura de un Ejército europeo. Por tanto, no basta con la tradición efectiva de la «guerrilla» o de la «partida» de la guerra carlista. Es menester encontrar el estilo de un Ejército español; y no es tarea fácil, porque ni siquiera en la guerra de la Independencia llegamos a tenerlos: ni Ejército, ni estilo, y nos quedamos en la guerrilla o en la defensa de ciudades. En suma, y esto es lo decisivo, tuvimos un espíritu «civil»: así en todo, hasta las Cortes de Cádiz, ejemplo absoluto y magnífico de civilidad en medio de una guerra.

Hoy la técnica de la guerra moderna no permite esto; el Ejército tiene que militarizarse en absoluto; ante todo, en el sentido de los conocimientos profesionales. Pero hemos visto que esto no basta, y que ese saber bélico se superpone siempre a una cierta aptitud general, de la que quisiéramos hablar aquí. En primer lugar la aptitud no debe ser profesional: los miembros del Ejército español no deben sentirse principalmente militares, aunque deben serlo lo suficiente para saber hacer la guerra. Y aquí está la dificultad.

No se puede perder de vista el hecho de que una generación entera española, la que va a ser decisiva en los años próximos, está en el Ejército. Para ella –por tanto, para el inmediato porvenir de España– va a ser esencial este paso por el Ejército. De lo que los españoles jóvenes saquen de esa experiencia va a depender en buena parte el carácter que tenga luego España, en la paz. Se ve, pues, que la importancia del estilo militar trasciende con mucho de las necesidades inmediatas de la guerra. De la campaña puede salir un tono de vida de dureza, de tosquedad, de cerrazón: una actitud militarista en el peor sentido de la palabra, como la que ha afectado muchas veces a Alemania; podría salir también un estilo magnífico de disciplina, de nobleza, de necesidad profunda de paz, independiente de todos los temores; podría ganarse en la guerra precisamente una conciencia de civilidad plena, afirmada al cesar en la vida militar, que mejorara esencialmente la realidad de España. Todo esto –y no sabemos qué– puede esperarnos al acabar la guerra. Quisiéramos que se aprendiese a hacer la guerra para eliminarla, para imponer la paz; que los militares españoles, por decirlo en una palabra, supiesen disparar muy bien los cañones, pero les doliese en el alma cada cañonazo.

Naturalmente, en todo esto se puede influir. En lugar de dejar que ese estilo militar se forme a capricho, sometido a influencias tal vez dañosas, se le puede orientar y cultivar en un sentido preciso. Y no se crea que esto significa un apartamiento inoportuno de la preparación de la guerra, sino todo lo contrario, porque todo Ejército tiene como su fuerza permanente, fundamento de todas las demás, un espíritu, que es el que le da su unidad y su eficacia a través de todas las suertes de la lucha. Los ejemplos, por demasiado a la vista, resultan superfluos. En la Gran Guerra, de recuerdo bien próximo, tenemos todos los que se pudieran necesitar, de presencia y de ausencia de ese espíritu.

En España existe hoy la preocupación por la formación del Ejército. Entrar en detalles alargaría excesivamente este artículo y rompería su unidad; pero queremos indicar los dos puntos de vista que creemos interesantes, y que se suelen pasar por alto.

Uno de ellos es el doble carácter de la guerra que estamos combatiendo: una guerra civil y de invasión a la vez. La interferencia constante de esas dos dimensiones perturba todo considerablemente. Y es menester decir que en todo predomina el carácter de guerra civil, y por eso se subraya tanto el aspecto político del Ejército. Como la lucha es realmente civil, esto es inevitable: lo que puede hacerse es, en lugar de cultivar ese carácter, que perjudica el desarrollo de la guerra y perjudicará más aún cuando acabe, tratar de hacer que se atenúe y se afirme en cambio más y más el sentido nacional de la contienda. Si se supiera administrar bien, el carácter político de nuestra lucha serviría, precisamente, para evitar el peligro de las guerras nacionales, que es la erupción de los nacionalismos, el cultivo de la patriotería: un riesgo que, si bien de un modo muy falso, no ha dejado de aflorar entre nosotros.

En segundo lugar, se comete otra confusión, en el fondo ligada con la primera: se olvida con demasiada frecuencia la diferencia de nivel que hay entre los distintos grupos de militares. Hay una enorme distancia entre los campesinos recién apartados de la tierra o los obreros menos especializados y los que tienen –oficiales y soldados– una formación superior, porque hoy todos están en el Ejército. Es claro que la actuación sobre unos y otros tiene que ser muy distinta, y si no será ineficaz. Si a esto se añade que forzosamente el papel de estos militares en el Ejército difiere de un modo considerable, sobre todo teniendo en cuenta que éste no dispone de una estructura previa, se verá cuánto importa ejercer sobre cada uno de estos grupos una influencia adecuada. Otra cosa es, indudablemente, perder el tiempo.

Sería menester dar al Ejército, los elementos de una formación pertinente, desde los conocimientos necesarios para ser buen soldado o buen oficial hasta la aptitud general en que eso se funda, sin perder nunca de vista que el Ejército ha de hacer la guerra, y que la hace para acabarla, para afirmar e imponer la paz que ha de seguirla.


Julián Marías
Blanco y Negro, 1 de septiembre de 1938










1505. El Padre

Julián Marías Aguilera / Foto: Dante Cosenza 1996
(Valladolid, 17 de junio de 1914 - Madrid, 15 de diciembre de 2005)


No está bien que sea yo quien escriba este artículo. Es poco elegante que el padre hable del hijo o el hijo del padre. Pero el padre cumple ochenta años el 17 de junio y el hijo ha tenido que oír en su vida demasiadas sandeces en boca de imbéciles o de malvados. En este país casi nadie recuerda nada; de los que recuerdan; muchos falsean; y los que no tienen edad simplemente no saben. Además, en la literatura y el cine hay tradición de hijos justicieros, o vengativos o rencorosos. No me importa hacer por una vez ese papel. Este es un artículo, así pues, rencoroso, como podrían serlo los que escribieran los vástagos de otros republicanos, fuera cual fuese la profesión de sus padres.

Este padre tenía seguramente dos vocaciones, por recuperar la palabra antigua pero vigente en su juventud: la de escritor y la de profesor. La segunda no pudo cumplirla, la primera sí, y mucho, pero a duras penas durante bastantes años. El padre estuvo en el bando republicano durante la Guerra Civil; escribía en el Abc de Madrid y en Hora de España: colaboró con Besteiro -tan ensalzado hoy por los socialistas y por casi todo el mundo-, hasta su rendición y aun después. Al terminar la contienda, fue denunciado por su mejor amigo y por un profesor de arqueología que luego reinó en su cátedra durante largos decenios (el supuesto amigo también obtuvo la suya más adelante, en Santiago, y aún se las dio de izquierdista). Pasó un tiempo en la cárcel y pudo ser fusilado. Fue juzgado cuando lo que había que demostrar era la inocencia; tuvo suerte, y algún bendito testigo al que cuando el juez le espetó: "Oiga, le recuerdo que usted ha sido llamado como testigo de cargo", tuvo el valor de contestar: "Ah, yo creía que se me había llamado para decir la verdad". Pudo salir, pero se encontró con la hostilidad y el veto del régimen victorioso. Por razones políticas le fue suspendida la tesis en 1942, no pudo ser doctor hasta 1951, año en el que por fin se le permitió publicar artículos en la prensa diaria. Cuando la cátedra de su maestro Ortega hubo de cubrirse en 1953, un influyente miembro del Opus escribió que si el padre llegaba a ocuparla la consecuencia sería clara y funesta: nada menos que "la República". El padre no opositó. Se sabe que cuando fue propuesto para la Real Academia, Franco se lamentó con estas palabras: "Es un enemigo del régimen, pero no puedo hacer nada. Sobre la Academia no tenemos control directo". Cuando amainó la ira y se pudo pensar que el padre se incorporara por fin a la Universidad, él no estaba dispuesto a solicitar el certificado de adhesión al régimen que por fuerza obtuvieron cuantos sí se incorporaron a ella; todos, también los legendarios héroes que fueron expulsados más tarde.

¿Qué ocurría con los compañeros de generación mientras tanto, durante la guerra y la victoria? Algunos han muerto ya y otros están vivos y son muy celebrados: unos con justicia, otros sin tanta. Todos fueron cambiando, unos pronto, otros tardíamente. Algunos reconocieron sus debilidades o equivocaciones del pasado; otros las ocultaron; algunos hasta las negaron y tergiversaron, biografía-ficción debería llamarse el género. No importa mucho hoy día. Pero en los años treinta y cuarenta y cincuenta sí importó bastante. Y así, mientras al padre le pasaba cuanto vengo contando, el otro filósofo tildaba en un libro de "jolgorio plebeyo" a la República y ocupaba el saneado puesto de delegado de Tabacalera en una provincia; el novelista eximio se ofrecía como delator y luego recibía alguna condecoración franquista; el poeta, el humanista, el filólogo, el otro novelista: todos de Falange, colaboradores del diario Arriba, o rectores de Universidad, o intérpretes entre Franco y Hitler; fue ministro quien luego pudo defender al pueblo, tuvo cargos institucionales el historiador que lanzó soflamas en plena guerra contra "los tibios". Nadie les ha pasado cuentas, y está bastante bien que así sea. La etapa democrática los ha jaleado y los considera maestros. Lo serán sin duda, de sus disciplinas.

Mientras tanto el padre republicano y vetado ha sido más bien ignorado por esta etapa democrática, por los herederos de Julián Besteiro. No ha tenido reconocimientos oficiales, igual que en tiempos de Franco. Ni siquiera un mísero Premio Nacional de Ensayo, que se ha otorgado hasta a autores noveles con obras más bien escolares. Nada de esto es grave, no creo que al padre le importe mucho. Pero el hijo ha tenido que escuchar muchas sandeces en boca de imbéciles y de malvados. En otro periódico ha escrito una semblanza pacífica. El hijo se disculpa por hacer hoy público en este su resentimiento.


Javier Marías
Publicado por primera vez en El País, 16 de junio de 1994
Recogido en el libro Vida del Fantasma Alfaguara 2001











1405. La República

Ayuntamiento de Madrid - 14 de abril de 1931


La República suscitó una inmensa ilusión, una gran esperanza, de la que se contagiaron hasta muchos que no la hubieran querido. Hubo la posibilidad de que significara una, aunque estuviera llena de discrepancias. Pero muy pronto se vio que no iba a ser así.  En ambas partes hubo síntomas de incomprensión e intolerancia. Entre los republicanos, un aclara voluntad de irritar. Entre los adversarios de la República, una decisión de condenarla en todo caso, independientemente de su conducta real. Antes de un mes, el 11 de mayo, los absurdos incendios de conventos en Madrid y otras ciudades, tolerados con inaceptable pasividad por las autoridades, acabaron con esa posibilidad de concordia. Surgieron los grupos—minoritarios, pero con gran capacidad de manipulación—irreconciliables. En ellos germinó la decisión de no aceptar nada que hiciera el adversario —entendido como enemigo; y de no aceptar el resultado de unas elecciones adversas.

Poco importaba que durante los cinco años de República se hicieran grandes cosas,  en el campo de la educación y la enseñanza: mejoraron casi todas las instituciones, desde luego las Universidades; se creó la Internacional de Santander; un número muy alto de Institutos, mayor aún de escuelas; la República contaba con la colaboración de casi todos los intelectuales de prestigio, pero la verdad es que no fueron muy escuchados, y que si eran independientes resultaron pronto incómodos. Las críticas de Unamuno y de Ortega no fueron bien recibidas y se les prestó poca atención.

Ya el 10 de agosto de 1932 se intentó un movimiento militar contra la República; en 1933 hubo levantamientos anarcosindicalistas, muy graves, y su represión aumentó las tensiones. Las elecciones de noviembre de 1933, después de la disolución de las Cortes Constituyentes, desplazaron del poder a socialistas y republicanos de izquierda para darle la mayoría a los de centro y derecha, principalmente el partido radical y la CEDA; este resultado electoral no fue aceptado por los socialistas, que se opusieron a que la CEDA ejerciera el poder que democráticamente había ganado, y en octubre de 1934 desencadenaron la revolución de Asturias, con repercusiones inmediatas en Barcelona por parte de los catalanistas y el gobierno de la Generalidad. La República quedó herida de muerte, afectada por la discordia. Unos llamaban «bienio rojo» al primero, los otros calificaban de «bienio negro» al segundo. Lejos de ser el breve tiempo de la República un espacio histórico homogéneo, fue sentido como una lucha, con un repudio total de cada fracción por la otra.

No quiere esto decir que no fuese la vida española en ese tiempo incitante, estimulante, y por debajo de todo, llena de esperanza. Lo que le sucedió fue algo sutil, y que importa ver con claridad. De manera creciente, ya desde 1933, resueltamente desde 1934, sobrevino la politización, es decir, la política ocupó el primer plano de la atención, se empezó a ver todo políticamente, a juzgar de cosas y personas desde la perspectiva de la política. Y esto llevó a una forma radical de desorientación, que condujo rápidamente a la discordia, a la incapacidad de convivir con los demás.

Dos fracciones extremas actuaron sobre el conjunto de la sociedad y provocaron su escisión, la llevaron, en opuestas direcciones, adonde no hubiera querido espontáneamente ir. La inmensa labor creadora acumulada desde comienzos del siglo, el nivel alcanzado, las posibilidades de todo orden —y ante todo intelectual— que realmente se ofrecían, todo fue inútil. Se produjo una tremenda regresión, una simplificación, una vuelta a la tosquedad, a los planteamientos menos inteligentes y más fanáticos. Grupos minúsculos sin fuerza electoral, sin significación democrática, acabaron por ser los decisivos. Faltó la coherencia y la fuerza de un proyecto histórico compartido, y fueron posibles todas las manipulaciones.

Es menester intentar comprender cómo España, que en una dimensión había alcanzado su momento más alto en tres siglos, una cima de capacidad creadora y, lo que es más, de continuidad a lo largo de varias generaciones, se precipita súbitamente, en 1936, en la más violenta discordia de toda su historia, en la destrucción, por ambas partes, de lo que había ido labrando, con geniales esfuerzos, durante cuarenta años.


Julian Marías
"España Inteligible. Razón histórica de las Españas"
Capítulo XXVII - España como desorientación creadora entre dos naufragios.






1237. La significación de Unamuno

Hace dos años que se nos murió a los españoles don Miguel de Unamuno. Todavía no nos hemos dado bien cuenta de esa muerte ocurrida durante la guerra, que aún dura en este momento. Y la guerra da una extraña presencialidad a las cosas. Es una unidad, como un paréntesis en nuestra vida, y todo lo que dentro de ella sucede parece persistir en su presencia; parece que mientras la guerra sea actual, lo es también. Así, la muerte de Unamuno, que no sentimos como algo pasado, como algo que ocurrió hace «ya» dos años, sino que ha sido «hoy», en este «hoy» angustioso de dos años y medio, como si fuese el día inacabable de un astro gigante de rotación pausada. Un día que también parece muchas veces noche y sueño, pesadilla trágica que interrumpió nuestra vida vigilante; y así la guerra entera tendría la unidad del sueño, y éste sólo sería pasado al despertar. Y cuando despertemos, sólo propiamente entonces, vamos a echar de menos a don Miguel de Unamuno y a preguntarnos con afán por él.

¿Qué hueco ha dejado entre nosotros? ¿Qué va a ser ese hueco en nuestra vida? No todos los que mueren dejan hueco; algunos sí, y por eso decía, con frase de que gustaba don Miguel, que se nos había muerto, es, decir, que su muerte no era sólo asunto personal suyo, sino que nos afectaba a todos; que no había desaparecido, o dejado de existir, sin más, sino que perduraba; y nos había dejado dos cosas en que sobrevivir en este mundo: su obra y su hueco, tal vez aún más fuerte éste que aquélla.

Unamuno no ha dejado sucesor. Las figuras de primera magnitud, como él lo era, no lo dejan nunca; son estrictamente insustituibles; por eso dejan hueco, y no un puesto vacante que cubrir. Su hueco necesita llenarse, y así ejercen atracción, como un remolino en una corriente de agua; por eso son inquietadores y provocan movimiento. Pero ese hueco, decíamos, no es simplemente una plaza vacante, no se puede llenar de un modo equivalente, sino de otro modo distinto, profundamente diverso; y esto es lo que hace que haya historia.

Unamuno tenía un enorme papel en España. Tenía una realidad tan grande, que parece increíble que ya no lo tengamos, que una persona tan viva tomo él, tan actuante, que llenaba tanto espacio, haya muerto. Porque Unamuno no era sólo un genial escritor, un intelectual, un profesor de lengua griega en Salamanca, sino, ante todo, una persona, un hombre de esos con los que es forzoso contar, que están ahí viendo las cosas y hablándonos de ellas, sobre todo, viviéndolas con los demás. Un hombre de esos –tan pocos– que pueden dar compañía a un pueblo entero. Y nos sentimos más solos después de la muerte de Unamuno. Era una personalidad inquietadora. «Mi obra –escribió una vez– es hacer que vivan todos inquietos y anhelantes.» Unamuno decía las cosas, con frecuencia a gritos, siempre de un modo entrañable y confortador. «No basta curar la peste –decía–, hay que saber llorarla. ¡Sí, hay que saber llorar!» Unamuno sabía llorar con llanto varonil, fuerte, paternal y, por eso, colectivo; colectivo del único modo que puede ser sincero, siendo, a la vez, concretísimo, como del hombre a quien le importan los demás, cada uno de los demás, no una teoría, un régimen, una clase, una raza o cualquier otra abstracción exangüe. ¡Qué aguda y hondamente hubiera llorado ahora, de haber seguido viviendo! Tal vez, de tan fuerte como era su angustia, no la pudo soportar su viejo cuerpo y prefirió morir por no cruzar estos años de sueño trágico.

Y ese llanto paternal de Unamuno, ese «dolor de España» de que tanto hablaba, cuando España no era todavía un puro dolor, era inteligente y activo, era un afán de claridad y de calor a la vez. Tal vez más de calor que de luz, según su preferencia íntima. Unamuno era un hombre de ideas, de los más fecundos entre nosotros; y un hombre de libros, de los suyos y de los ajenos, que es una de las cosas más vivas que pueden darse, dígase lo que se quiera. Pero trataba a las ideas de un modo que pudiéramos decir impaciente, como estímulos, como excitantes, de manera cordial acaso sin llegar, sino pocas veces, a últimas evidencias, y nunca a unidades congruentes y responsables de pensamiento. Su fuego mental era todo chispas ardientes, dispersas, sin llegar a ser luz aparentemente quieta y fría, pero que –no lo olvidemos– sólo se consigue a fuerza de la más elevada temperatura. Chispas que, eso sí, sirven sobre todo, para prender otros fuegos, para propagarse y difundirse. Su papel era ese, y el que no fuese propiamente doctrina y sistema no es un reproche, sino una caracterización. Tal como era, es como don Miguel resulta insustituible.

Ese modo suyo de manejar las ideas y de estar necesitado por ellas, y su género de influjo, resultan especialmente claros cuando se piensa en su problema, en el que le llenó la vida entera y ahora ha cobrado una significación dramática y augusta: el de la muerte. Unamuno vivió para la muerte; vuelto siempre a ella, anticipándola, angustiado por la necesidad de perduración, de inmortalidad, no del nombre sólo, sino de la persona y de la carne. Ahora está en la muerte. Ya ha afrontado el momento de confirmar la fe en la inmortalidad o no confirmar nada, sino en encontrarse. Que esto es, y bien lo veía Unamuno, lo terrible del caso: que la aniquilación no significa el hallar frustrada la fe en 1a otra vida, sino el no hallar; no que le pase a uno algo horrendo, sino, lo que es infinitamente más angustioso pensar, que «no pase nada». Esto es lo que sobrecoge a las almas enérgicas y llenas de vida; estarían dispuestas a afrontar cualquier cosa; pero ¿no tener que afrontar? Bien está la más dura tragedia; pero ¿que no haya tragedia?

Unamuno ha dedicado su vida y su obra entera a este problema de la inmortalidad. ¿Cuál es el resultado intelectual de esa agonía y ese esfuerzo? Nos veríamos un poco perplejos para contestar taxativamente a esa pregunta, y esto ya es sintomático. Unamuno no ha llegado, no digamos, claro es, a una «solución», sino tampoco a un planteamiento claro y suficiente de la cuestión decisiva. ¿Quiérese decir con esto que sus afanes han sido intelectualmente baldíos, que nada logró su larga vida atormentada en el camino de la verdad? En modo alguno. Cuando se lee a Unamuno con un poco de atención y sin perderse, con la mente hecha a ver los problemas y las hendiduras por donde parece que se trasluce el ser mismo de las cosas, se queda uno sorprendido por la riqueza de la visión que poseía, y se ve, sin duda, que, por lo menos, adivinó algunas cosas muy fundamentales. Y esto es justamente lo que impele a esforzarse por entender a Unamuno y penetrar a lo hondo de esta selva un poco intrincada y bravía de sus pensamientos. Pero antes que esto se advierte otra cosa, y es que Unamuno ha sabido darnos, tanto como cualquiera, la evidencia, mejor dicho, la inminencia del problema mismo. Y esto es esencial. Don Miguel de Unamuno se pasó su vida terrenal poniéndonos obstinadamente ante los ojos y dentro del alma misma la tremenda cuestión, haciéndonos sentir su mordedura en el fondo de la persona, devolviéndonos así a nosotros mismos.

Este ha sido su papel y su mérito primero. Su afán por hacer revivir dentro de todos y dentro de sí propio la gran cuestión última, casi enteramente enterrada en la mayoría de los hombres contemporáneos por largos años de radical trivialidad y estupidez: «No quiero morirme del todo –escribía–, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido.» De esto precisamente se trata, y Unamuno ha hecho cobrar, o recobrar, conciencia de ese último sentido que necesitaba, tan olvidado por casi todos. Lo cual es una liberación.

Por esto adquieren hoy un entrañado dramatismo aquellas palabras de Unamuno en que angustiadamente se refería a la muerte, en especial a la suya propia, en la que ya está. «Tiemblo –decía– ante la idea de tener que desgarrarme de mi carne; tiemblo más aún ante la idea de tener que desgarrarme de todo lo sensible y material, de toda sustancia.» Y aquella frase rebosante de afán: «Yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella.» Pero, sobre todo, aquella escena de Niebla, en que su protagonista, Augusto Pérez, le habla al autor, y le dice: «Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera!» Ya está cumplido todo esto, ya tiene resuelto su problema, y nos queda a los demás, que tenemos que pensar en la muerte, a este don Miguel de Unamuno que sentimos tan vivo.

Y al releer y repensar las cosas que nos dejó dichas a lo largo de toda su existencia tenemos que preguntarnos hoy, y cada vez más: ¿Qué era Unamuno? ¿Cuál es el sentido de su obra? ¿Era filosofía? ¿Era poesía? ¿Otra cosa, acaso? No se trata de querer clasificarlo. Esto sería absurdo, tan absurdo como creer que la pregunta tiende a una clasificación. Él mismo sintió a veces la necesidad de tocar esta cuestión, como al escribir: «No quiero engañar a nadie ni dar por filosofía lo que acaso no sea sino poesía o fantasmagoría, mitología en todo caso.» Que toda la obra de Unamuno es poesía, nada más cierto; que no sea filosofía, parece bastante claro. Pero ¿no es más que poesía? Esto es altamente dudoso. La relación de Unamuno con la filosofía es una cuestión, que lo fue para él igualmente. En muchos de sus libros apenas habla de otra cosa que de temas filosóficos; con frecuencia, con perfecto sentido y hasta con penetrante agudeza; sin embargo, tenía la impresión de que aquello no era filosofía, y, probablemente, estaba en lo cierto. Pero el hecho mismo de que tuviera que hablar de ello indica que ahí late un problema interno que afecta al sentido último de la obra de Unamuno. ¿Cuál era, repito, su relación con la filosofía? ¿Tiene algo que decirle? ¿Tiene algo que hacer con ella la filosofía? Parece que sí, y es una cuestión que será menester plantear en su día.

Pero conviene no olvidar una cosa: y es que Unamuno no está hecho y concluso, ni tampoco su obra, sino que dependen de los demás, de los hombres posteriores. El presente reobra sobre el pasado y lo hace ser de nuevo; pero no por sí, sino en el presente. Lo que una cosa es, depende de lo que será, aunque parezca extraño. Cuando se pregunta si algunos pensadores indios eran filósofos, y se comparan sus afirmaciones con las de filósofos presocráticos griegos para hacer ver su semejanza de contenido, se suele olvidar un detalle, y es que llamamos a estos filósofos presocráticos. Es decir, los caracterizamos por lo posterior, como algo previo a lo que, sin duda alguna, era filosofía. Sin Platón y Aristóteles, ¿cabría incluir en la filosofía a Tales de Mileto? Probablemente, no.

No acabará de saberse –ni de tener realidad– el sentido último de algunas intuiciones de Unamuno mientras no se saquen de ellas –si se sacan– sus consecuencias extremas. La respuesta suficiente a aquellas preguntas sólo podrá encontrarse en el Unamuno que tendremos que hacer. La decisión corresponde al futuro. Y este es el signo en que se reconoce su fecundidad y su importancia. No se puede decir todavía qué ha de ser aún don Miguel, cuál es el Unamuno que perdurará entre nosotros. Con esto queda dicha la urgencia del tema. Aquí no se puede hacer más que formularlo y dejarlo pidiendo respuesta.

Hoy interesaba sólo recordar la significación de Unamuno, a los dos años de haber dejado, en soledad y seriedad, la vida pasajera, para avanzar hacia la otra perdurable.


Julián Marías
Blanco y Negro, Enero 1939 (Número extraordinario)
Páginas, 16-17









1225. El segundo naufragio: 1936

Julián Marías Aguilera
(Valladolid, 17 de junio de 1914 - Madrid, 15 de diciembre de 2005)


Ser discípulo de Ortega y Gasset, traductor en el ejército republicano  y colaborador de Julián Besteiro, su antiguo profesor de universidad,  fueron algunos de los motivos por los que el regimen franquista persiguió primero y condeno al ostracismo y a la muerte civil después, a Julián Marías.

Detenido en mayo de 1939 por una falsa acusación de un compañero de Universidad (Carlos Alonso del Real) y de un ex-profesor (Julio Martínez Santa Olalla), que apuntaban una inverosimil colaboración del filósofo con el diario soviético Pravda, permaneció más de dos meses y medio en prisión hasta que la causa fue sobreseída provisionalmente. En 1942 el tribunal de doctorando de la Universidad Complutense de Madrid, que según Marías "parecía más bien una cheka" suspendió su tesis, dejándole fuera de cualquier actividad académica. 

Años después,  el régimen le propuso incorporarse a la Universidad como docente, oferta que Julián Marías rechazó, pues no estaba dispuesto a jurar los Principios Fundamentales del Movimiento, algo de obligado cumplimiento en caso de haber aceptado.

Recordamos hoy a Julián Marías, fecha del aniversario de su muerte, con un texto de "España Inteligible. Razón histórica de las Españas" 



El segundo naufragio: 1936 

En los días de la Semana Santa de 1980 escribí un ensayo titulado «¿Cómo pudo ocurrir?», con un gran esfuerzo de veracidad y de análisis intelectual, para comprender cómo se había llegado a la guerra civil y cuál fue su significación; no me siento capaz de mejorar esa visión del tremendo suceso, a la cual remito al lector; pero, como es inexcusable decir sobre él una palabra en este libro, permítaseme reproducir algunos párrafos de ese ensayo, los indispensables para que ese momento de la historia de España resulte inteligible.

«A mediados de julio de 1936 se desencadenó en España una guerra civil que duró hasta el 1 de abril de 1939, cuyo espíritu y consecuencias habían de prolongarse durante muchos años más. Este es el gran suceso dramático de la historia de España en el siglo XX, cuya gravitación ha sido inmensa durante cuatro decenios, que no está enteramente liquidado... Nos vamos aproximando a saber qué pasó. Pero para mí persiste una interrogante que me atormentó desde el comienzo mismo de la guerra civil, cuando empecé a padecerla, recién cumplidos los veintidós años: ¿cómo pudo ocurrir? Que algo sea cierto no quiere decir que fuese verosímil... Mi primer comentario, cuando vi que se trataba de una guerra civil y no otra cosa —golpe de Estado, pronunciamiento, insurrección, etc.—, fue este:

¡Señor, qué exageración! Me parecía, y me ha parecido siempre, algo desmesurado en comparación con sus motivos, con lo que se ventilaba, con los beneficios que nadie podía esperar. En otras palabras, una anormalidad social, que había de resultar una anormalidad histórica. De ahí mi hostilidad primaria contra la guerra, mi evidencia de que ella era el primer enemigo, mucho más que cualquiera de los beligerantes; y entre ellos, naturalmente, me parecía más culpable el que la había decidido y desencadenado, el que en definitivo la había querido, aunque ello no eximiese enteramente de culpas al que la había estimulado y provocado, al que tal vez, en el fondo, la había deseado...

Nada de esto hubiese sido suficiente para romper la concordia si hubiese existido en España entusiasmo, conciencia de una empresa atractiva, capaz de arrastrar como un viento a todos los españoles y unirlos a pesar de sus diferencias y rencillas...

En una gran porción de España se engendra un estado de ánimo que podríamos definir como horror ante la pérdida de la imagen habitual de España: ruptura de la unidad (que se siente amenazada por regionalismos, nacionalismos y separatismos, sin distinción clara); pérdida de la condición de "país católico" —aunque el catolicismo de muchos que se horrorizaban fuese vacuo o deficiente—; perturbación violenta de los usos, incluso lingüísticos, del entramado que hace la vida familiar, inteligible, cómoda.

Frente a este horror, el mito de la "revolución", la imposición del esquema "proletario-burgués", la intranquilidad, la amenaza, el anuncio de "desahucio" inminente —si vale— de todas las formas de vida, estilos o clases que no encajasen en el esquema convencional...

La guerra fue consecuencia de una ingente frivolidad. Esta me parece la palabra decisiva. Los políticos españoles, apenas sin excepción, la mayor parte de las figuras representativas de la Iglesia, un número crecidísimo de los que se consideraban "intelectuales" (y desde luego de los periodistas), la mayoría de los económicamente poderosos (banqueros, empresarios, grandes propietarios), los dirigentes de sindicatos, se dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias delo que hacían u omitían...

Y todo esto ocurría en un momento de increíble esplendor intelectual, en el cual se habían dado cita en España unas cuantas de las cabezas más claras, perspicaces y responsables de toda nuestra historia. Lo cual hace más grave el hecho escandaloso de que no fueran escuchadas, de que fueran deliberada, cínicamente desatendidas por los que tenían dotes intelectuales, y por tanto deberes en ese capítulo...

Pero ¿puede decirse que estos políticos, estos partidos, estos votantes querían la guerra civil? Creo que no, que casi nadie español la quiso. Entonces ¿cómo fue posible? Lo grave es que muchos españoles quisieron lo que resultó ser una guerra civil. Quisieron: a) Dividir al país en dos bandos, b) Identificar al "otro" con el mal. c) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como adversario eficaz, d) Eliminarlo, quitarlo de en medio (políticamente, físicamente si era necesario).

Se dirá que esto era una locura. Efectivamente, lo era (y no faltaron los que se dieron cuenta entonces, y a pesar de mi mucha juventud, puedo contarme en su número). La locura puede tener causas orgánicas, puede ser efecto de una lesión; o bien psíquicas; pero también puede tener un origen biográfico, sin anormalidad fisiológica ni psíquica. Si trasladamos esto a la vida colectiva, encontramos la posibilidad de la locura colectiva o social, de la locura histórica. ..

El proceso que se lleva a cabo entre los años 31 y 36 consiste en la escisión del cuerpo social mediante una tracción continuada, ejercida desde sus dos extremos... ¿Cómo se ejerció esa tracción? Mediante una forma de sofisma que consiste en la reiteración de algo que se da por supuesto... La única defensa de la sociedad ante este tipo de manipulaciones es responder con el viejo principio de la lógica escolástica: nego suppositum, niego el supuesto. Si se entra en la discusión, dejándose el supuesto a la espalda, dándolo por válido sin examen, se está perdido... Tengo la sospecha —la tuve desde entonces— de que los intelectuales responsables se desalentaron demasiado pronto. ¿Demasiado pronto —se dirá—, con todo lo que resistieron? Sí, porque siempre es demasiado pronto para ceder y abandonar el campo a los que no tienen razón...

Larga serie de errores, el último y mayor de los cuales fue... la guerra. La verdad es que nadie contaba con ella. Los que la promovieron más directamente creían que se iba a reducir a un golpe de Estado, a una operación militar sencillísima, estimulada y apoyada por un núcleo político que serviría de puente entre el ejército victorioso y el país. Los que llevaban muchos meses de provocación y hostigamiento, los que habían incitado a los militares y a los partidos de derecha a sublevarse, tenían la esperanza de que ello fuese la gran ocasión esperada para acabar con la "democracia formal", los escrúpulos jurídicos, la "república burguesa",  y lanzarse a la deseada revolución social (lo malo es que dentro de ese propósito latían dos distintas, que habían de desgarrarse mutuamente poco después).

Todos sabemos que las cosas no sucedieron así. La sublevación fracasó; el intento de sofocarla, también. La prolongación de los dos fracasos, sin rectificación ni arrepentimiento, fue la guerra civil...

Lejos de ser la guerra inevitable, su origen efectivo no fue la situación objetiva de España, sino su interpretación... Una vez estallada, una vez iniciada, desde fines de julio de1936, España estuvo en estado de guerra... La guerra es un "estado", algo en que se está. Se vive dentro de la guerra, en su ámbito... La guerra civil española estuvo animada por un violento, apasionado patriotismo, en ambos lados... Innumerables españoles sintieron que había que combatir para salvar a España; incluso los que pensaban que en todo caso caminaba hacia su perdición, creían que uno de los términos del dilema era  preferible, que el otro era más destructor, o más injusto, o más irremediable o irreversible... No debe ocultarse la evidencia de que los españoles extrajeron de su fondo último una impresionante suma de energía, resistencia y entusiasmo...

La historia del mes de marzo de 1939, nunca bien contada, de la cual soy quizá el último viviente que tenga conocimiento directo desde Madrid, es la clave de lo que la guerra fue en última instancia... Tal vez algún día intente presentar mis recuerdos y mis documentos de esas pocas semanas decisivas, que se pueden simbolizar en el nombre admirable de Julián Besteiro...

En la zona republicana, además del cansancio había una infinita desilusión... Los vencidos se sabían vencidos, y lo aceptaban en su mayoría con entereza, dignidad y resignación; muchos pensaban —o sentían confusamente— que habían merecido la derrota, aunque esto no significara que los otros hubiesen merecido la victoria. Los justamente vencidos;  los injustamente vencedores. Esta fórmula, que enuncié muchos años después, que resume en seis palabras mi opinión final sobre la guerra civil, podría traducir, pienso, el sentimiento de los que habían sido beligerantes republicanos.

Estos fragmentos de mi ensayo condensan hasta el máximo mi manera de entender el segundo, y espero que último, naufragio de España en nuestro tiempo. Pero naufragio no significa definitivo hundimiento. Fluctuat nec mergitur, dice bajo una nave el escudo de la villa de París.


Julián Marías
"España Inteligible. Razón histórica de las Españas"
Capítulo XXVII - España como desorientación creadora entre dos naufragios.