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3094. "Que se mueran los muertos de una vez para siempre..."

Republicanos asesinados en la calle Carnicerías de Talavera del Tajo (hoy de la Reina) el 3 de septiembre de 1936
tras la entrada de las tropas franquistas


"Que se mueran los muertos
de una vez para siempre..."

Compusieron el gesto,
arreglaron las dulces cabelleras,
sacudieron el polvo ingrato de las sendas,
y, relucientes, penetraron
en la casa revuelta.

Amontonados, yacían
hombres, sangres, palabras,
miserables partículas de música,
amarillas cartulinas feroces,
maderas pulidas por el sueño.

Reclinados
contra la sombra, refulgían
humildes armas de trabajo,
de vacilantes aureolas;
grumos de muerte y duelo
y mantos y banderas oscuras de silencio.

Y dijeron:
- ¡Basta!
¡Hay que cambiarlo todo!

Abrieron grandes fosos
y en ellos arrojaron
-ardiente escoria que traspasa
los límites del odio-,
sangres, mantos, banderas
aún húmedas de pólvora;
recuerdos con los ojos arrasados
de vibrantes grafías,
viejos marcos
vacíos de su cálida entraña, y el silencio,
el silencio anudado
a la garganta indómita del grito...

Y añadieron:
-¡Ya está...! Ahora a olvidarlo.
Porque hay que enterrar posmuertos
de una vez para siempre.
Y vivieron felices y tranquilos
en la casa vacía.


Victoriano Crémer
El amor y la sangre, 1966








2950. Canto total a España

Más que verte, sentirte en las entrañas
y asistir al galope de tu voz en mis venas,
y rehogar el alma en tu aceite y tu lumbre
mientras los dientes mascan tu resollar de tierra.

Pero no basta tu nombre, aunque me azote
como un bosque de espadas violentas;
ni tu aliento abrasado, aunque derrumbe
mis tristes huesos de arena.  

Que tu nombre, o tu aliento, o tu mirada
caminos son que al corazón llegan;
partes crujientes de tu ser más hondo
sosegados perfiles que te muestran.  

(Así el redondo son, lejano y tímido
no es la campana misma, ni la fiesta;
sino tu voz tan sólo
su musical presencia).  



Te necesito a ti España, toda;
cuarzo gigante, macizo bosque o piedra;
cielo total de corazones
en pena.  

Te necesito España
unánime y entera
como el clamor del viento
sobre la mar inmensa.  

No España tuya o mía. 
¡España nuestra!
Geografía íntegra, trasvasada en halago
de materna entereza.

Porque todos son hijos de tu carne y tu sangre,
sueños de tu vigilia, cuchillos de tu vela...


Victoriano Crémer
La espada y la pared, 1949








2651. El día 18 de julio del año 1936 era sábado

Tropas franquistas en León, julio de 1936


Se acabaron las contemplaciones, compañero. Ya se acabó la pachanga, ahora empieza el tiroteo. Ponte en lo peor, porque las señales son mortales de necesidad. Aquí el famoso dilema: «Ser o no ser». Y no es por hacerme el transcendente, pero a mi me parece que solamente aquellos que han montado la función conocen sus respectivos papeles y por tanto el desenlace previsto en el guión... Otra cosa será si no se les coda el diálogo.

El día 18 de julio del año 1936 era sábado. Y, tal como suele suceder por estas regiones mesetarias, el sol se desplomaba con todo su peso y con todo su fuego. Caminar por las escasamente transitadas, porque el miedo guarda la viña, suponía ya por sí solo, un motivo de registro en los anales de la historia que nos disponíamos a hacer entre casi todos. Porque también les había -y acaso fueran los más numerosos- que no quedan saber nada, y que tan sólo aspiraban a que les dejaran en su pacífica mediocridad, en su vagar a tontas y a locas.

En mi condición de Regente de la Imprenta Moderna, me acerco al centro de trabajo por si se hubiera comunicado alguna orden por parte de los sindicatos. Nadie sabía nada. Solamente se conocían las informaciones que se habían filtrado a través de las emisoras: Que las guarniciones de África se habían sublevado, que las multitudes más o menos armadas habían asaltado el Cuartel de la Montaña en Madrid, y que el Gobierno, pese a las noticias contradictorias con las que se intentaba dominar la situación, controlaba perfectamente todos los mecanismos principales de la República. Pese a todos los esfuerzos por serenar los ánimos y por imponer un cierto estado de fe y de confianza en el Gobierno legal, lo cierto es que el pueblo corriente y moliente, no se creía más que lo que veía. Y sobre todo lo que temía. España era un campo probado de sublevaciones, de pronunciamientos, de algaradas militares, y así que se conocía el episodio de un sargento de coraceros que se levantara en armas, el país se echaba a temblar. No porque concediera demasiada importancia a la asonada de los sargentos, sino porque sabía que lo de echarse a la calle e imponer la ley militar a redoble de tambor era una práctica muy ensayada por nuestros esforzados campeones, que solo tener una enorme capacidad de corrosión, y que al final, casi siempre terminaba el pleito reduciendo al pueblo a la condición de paciente y resignado encalador del golpe. Hasta que los caballos de Pavía reventaban. Así es que aunque en la pacífica villa de las torres y de los templos mil, no se apreciaran en la calle todavía motivos demasiado evidentes de alteraciones, todos nos sentíamos oprimidos por una extraña sensación de inseguridad. El desconcierto era tan absoluto, que ni siquiera los Sindicatos, disponían de una estrategia previa para el caso de que tuvieran que abandonar su actitud pasiva y plantear de cara y a todo riesgo una postura de defensa de la República o de decisiva agresión contra las fuerzas que amenazaban la paz republicana.


*


El sábado, día 18 de julio de 1936 puede decirse que fue el día crucial en la historia contemporánea de la Ciudad. Si en ese plazo las autoridades, los sindicatos, los mandos militares afectos a la República hubieran tomado una decisión, sin duda de ningún género que todo hubiera sido distinto. No digo que mejor n ni que peor, porque tampoco estoy a estas alturas por ejercer de oráculo, pero si puedo asegurar que el desenlace general de la tragedia no se hubiera parecido en nada a lo que nos vimos obligados a contemplar y a sufrir. Pero el gobernador, absolutamente sumido en un profundo estupor, no tan sólo no entendía lo que pasaba, sino que ignoraba qué papel era el que le correspondía representar. Y no aceptaba ninguno. Y se le iba el tiempo y la fuerza y la oportunidad en conferencias con la capital de las Españas en llamas, solicitando, se supone que con lágrimas en los ojos, un consejo, una solución.

Los representantes del Frente Popular acudían con puntualidad y disciplina a las citas del gobernador, y entre ellos se producían los inevitables choques, pues que en tanto que los representantes del Partido Comunista, que eran tres, del Partido Sindicalista, que venían a ser otros tres y de la Confederación del Trabajo, que efectivamente tenía el peso específico de su propia naturaleza revolucionaria y de su heroico historial de lucha contra esto y contra aquello, solicitaban el urgente armamento del pueblo, los representantes del Partido Socialista y los de los distintos partidos republicanos, junto con los asesores militares (Capitanes Lozano y Calleja), se resistían a ceder en ese aspecto de la tremenda cuestión, considerando en su fuero interno que si las masas populares eran armadas su control escaparía a toda previsión oficial, produciéndose tal vez un movimiento revolucionario de consecuencias infinitamente peores que las que pudieran derivarse del levantamiento militar, al fin y al cabo, defensor de un orden.

Puede, pues, asegurarse que la República o su representación oficial perdió los papeles para no recobrarles ya nunca, en ese sábado con sol de justicia. Fue un día perdido en conciliábulos, en cálculos estadísticos, en platicas de familia, mientras en la calle, las gentes acudían al trabajo con desgana y con miedo, y comprobaban con alarma cómo en determinados enclaves de la Ciudad (el Palacio Episcopal, la Catedral, el Convento de los Agustinos, el de los Capuchinos y algunos otros centros calificados de lugares de reclutamiento de voluntarios para la lucha contra el comunismo) se movían gentes, se desplazaban reconocidos dirigentes de la derecha más combativa y en suma se preparaban los instrumentos para una pelea anunciada. Había que ser muy ingenuo o muy recalcitrante para no darse cuenta de que en realidad estábamos asistiendo a una sorda agonía: La de un sistema político, la República, que se nos moría desangrada entre las manos. Y no por la fuerza de la razón contraria, sino por la inmensa, por la absurda torpeza de aquellos que se habían hecho cargo de su cuidado y desarrollo. Los cuales -y ya es hora de proclamarlo, compañero- le tenían más pavor a los resultados de un triunfo popular que a una victoria de los generales, al fin y al cabo pertenecientes a los mismos estratos sociales que la ambigua burguesía republicana y que la tibia ideología socialista.

Aquella noche, la Ciudad se cubrió de sombras y cerró los ojos, con el corazón encogido. Fue una noche de pesadilla, en la cual pocos pudieron dormir acosados por el miedo.


*


El día 19, domingo, las gentes se echan a la calle. Nadie piensa que en un día tan señalado, tan litúrgico, pueda utilizarse para hacer una revolución. Ni siquiera de derechas. Y acude a la calle a enterarse de la marcha de los acontecimientos. Estos no pueden ser, por lo que respecta a la Ciudad, situada en la cruz de los caminos que llevan a las Asturias, a Galicia la Varona desde las tierras dramáticas de Castilla-Valladolid, ni más amargos ni más amenazadores: Valladolid se ha rendido a los sublevados; Burgos se ha colocado en cabeza de los pueblos en armas, Salamanca se convierte en cuartel general de los amotinados, Asturias, donde el General Aranda, masón y republicano, juega su partida con cartas marcadas, domina la situación; Galicia se ha colocado al lado del bando de milites airados.

¿León resiste? No; lo que sucede es que a León le han llegado, empujados, mediante engaños, por Aranda, desde las zonas mineras, más de tres mil mineros como ejército liberador. Han venido a León en camiones, sin armas, aunque con una gran dotación de dinamita. Y en León deciden armarse para emprender la auténtica Cruzada de liberación de los pueblos sometidos por los milites sublevados. La presencia de estos miles de hombres, tan fuertes, tan disciplinados, tan seguros de su fuerza y de la empresa que se disponen a acometer, reanima a las desfallecidas huestes republicanas de la Ciudad. No todo está perdido, dicen algunos de los más despavoridos. Como se ha declarado el estado de guerra, ante las noticias que van llegando de los distintos frentes abiertos en la Península, el Consejo Popular que figura en sesión permanente en el Gobierno Civil, acuerda suspender la extrema medida. Tampoco servía para mucho, dado que con estado de guerra y sin él, los comprometidos en el asalto al poder, seguían agrupando fuerzas y estableciendo estrategias. Pero en este mundo traidor el que no se engaña a sí mismo es porque no quiere. Y los ilustres miembros de la Ejecutiva provincial estaban dispuestos a engañarse.

Llegó, como respuesta a las angustiosas demandas del Gobierno Civil, nada menos que el Inspector General del Ejército, Juan Rodríguez Caminero. Vino, vio y se marchó sin decir ni esta boca es mía, ni este ejército tampoco. Nadie supo nunca a qué había venido a León el general Caminero, como no fuera a comprobar el estado de confusión en que se encontraban las llamadas fuerzas vivas, tan decisivamente muertas que acabaron precisamente, con las botas puestas, apresados en su propio refugio del Gobierno Civil.

El Paseo de la Condesa de Sagasta hubo de convertirse en cuartel al aire libre donde los tres o cuatro mil mineros astur-leoneses encontraron acogimiento, mientras sus mandos celebraban activas conferencias con las autoridades militares y civiles para que les fueran otorgadas las armas que el General Aranda les prometiera cuando les empujó a salir del Principado. Fueron estas conversaciones sin duda el capítulo más perverso, más sucio, más nauseabundo de esta guerra de trampas y de traiciones que nos disponíamos a soportar. Es necesario que desde Madrid se imponga al mando militar de León que les sean entregadas armas a los mineros en marcha. Y el General Carlos Bosch, gobernador militar, acaba accediendo. Y se entregan doscientos fusiles y cuatro ametralladoras, tan inservibles que con ellas en la mano fueron machacados los portadores. Pero claro es, el pueblo nada sabe. Más aún, ha de pasar mucho tiempo hasta que se conozca el forro siniestro de aquella operación, en la que tomaron parte los militares comprometidos, con la inhibición de los otros militares, empezando por el General Caminero, de tan infausto recuerdo.

El heterogéneo ejército miliciano constituyó el motivo principal de la curiosidad y del entusiasmo de los vecinos acomplejados y temerosos de la Villa. Y hacia su acuartelamiento al aire libre, a la orilla del Padre Bernesga, acudió el pueblo, para expresarles su gratitud por el bello gesto de venir a salvarle. ¿A salvarnos? Ni ellos mismos consiguieron su propio rescate. Que por tierras leonesas dejaron la piel. Y es que aunque no acabáramos de aceptarlo, la verdad era que estábamos en guerra, los unos contra los otros.

Cuando la hueste minera abandonó el Paseo, rumbo a la muerte sin sentido, el lugar quedó cubierto de latas y de residuos diversos, que son como la señal, la huella del paso de las tropas cuando van de algara...

Del episodio del engaño que sufrieron estos hombres alistados para la guerra en defensa de la República, solo se tienen referencias interesadas, unas para ocultar lo que la operación tuvo de manipulación tramposa y consecuentemente criminal, porque como resultado de ella, acabaron centenares de seres humanos, («En el amor y en la guerra todos los medios son buenos, compañero») y otros para exaltar hasta lo sublime lo que no dejó de ser una muestra más de la incompetencia criminal con que algunos habían asumido la responsabilidad de controlar el desafuero.

Pero a mi me fue dado conocer de viva voz y en situación verdaderamente grave, en la que no caben ni juegos de palabras ni artificios dialécticos, la verdad del curioso episodio: Por una de las muchas variaciones de los vientos del favor y de la fortuna, que desde siempre han movido mi barca, me vi en la carcelona de Puerta Castillo, inculpado de todavía no se exactamente qué delito y debilidad, porque de los débiles y confiados suele ser el infierno de las cárceles y de las condenaciones, y metido en una celdona grande en la que convivíamos, si a esto se le puede llamar convivir, cuando lo lógico sería decir malmorir, no menos de sesenta personas de toda índole y condición: Desde el comerciante de la plaza hasta el obrero carpintero o el profesor de matemáticas. Los más antiguos y se supone que por derecho de veteranía, ocupaban los seis camastros existentes y al resto de la manada encarcelada, nos servía el santo suelo de lecho propicio, porque a todo se acostumbra uno, y justamente pegado a mi costado, que el espacio no nos permitía desaprovechar terrenos vacíos, me correspondió la compañía del Teniente de Guardias de Asalto, Emilio Fernández, uno de los militares en los cuales la República confiaba y cuyos consejos con más vigor e inconsciencia fueron desoídos.

El caso fue que este excelente militar y ejemplar ciudadano, después de un rocambolesco vagar por tierras de Portugal, fue entregado por la policía salazarista a la Guardia Civil de Tuy y desde aquella plaza remitido a León, tierra de su procedencia. Fue sometido a proceso y condenado a muerte. Y en aquella celdona esperaba desde hacía semanas el cumplimiento de la sentencia. (No creo que exista nada más cruel, más inhumano, que la espera de la muerte todos los días, a todas las horas, sin poder descansar en ningún instante, sin dominar la angustia inevitable que cualquier ruido produce).

Las noches del Teniente Emilio, eran de tal dramaticidad que imponía respeto. Y todos le acompañábamos en sus monstruosas pesadillas. En voz baja, como en confesión con la propia conciencia, el Teniente consumía horas y horas de la noche para explicarme la verdad de lo ocurrido en aquella operación de la entrega de los fusiles a los mineros, que era, a lo que parecía, una de las acusaciones más determinantes de su condena a muerte.

Había elevado hasta las más altas autoridades militares de la nación largos y puntuales escritos de descargo, en los cuales intentaba probar que gracias a su decisiva intervención, los fusiles que se les dieron a los mineros habían sido previamente limados los cerrojos convirtiéndoles en armas perfectamente inútiles. No le sirvió de nada el recurso, por el cual se declaraba autor de la inutilización de las armas de que se dotó a los mineros. Y una noche, ya rayando el alba, rechinaron de manera muy especial los cerrojos de la celdona. Y el Teniente Emilio Fernández, sin descomponer el rostro, se puso en pie y dijo solamente: «Vienen a por mí». Fue fusilado.

Repasando otro día el capítulo de mis desventuras, en la compañía confortadora de Don Victorio Campos, capellán de las Hermanitas de los Pobres y beneficiado de la Catedral, hombre generoso por naturaleza, por convicción, por costumbre y por auténtico entendimiento de la doctrina cristiana, me reveló que fue él precisamente, juntamente con Sor Micaela, que era la Madre Superiora de la Comunidad, el que había proporcionado los medios para que el Teniente Emilio Fernández abandonara España, vestido de monja y en la compañía de la magnífica madre Micaela.


*


Habían tocado generala. La moneda estaba en el aire. Cara o cruz. No cabía otra opción, porque ni las monedas ni las guerras, una vez lanzadas al aire, se quedan de perfil. Aquí si que no se admitía la declaración de neutralidad. El que no está conmigo está contra mi. Y cada uno, en la medida que podía entender el texto, acababa por aceptar la cara o la cruz que le tocara en el reparto.

A mi me tocó siempre la cruz. Y en pos de mi destino acudía de un lado para otro, de la Casa del Pueblo al Gobierno Civil, de la calle al café Central, del centro de trabajo a la Federación local. A cualquier lugar en el que pudiera encontrar respuesta a esta tremenda pregunta que se hacían cuando menos cincuenta mil ciudadanos: «¿Qué hacemos?». Y no hacíamos nada, en espera de una respuesta que enderezara nuestros pasos.


Victoriano Crémer
Ante el espejo
Fundación Saber.es - Biblioteca Digital Leonesa





2641. Los fusilamientos

Detrás de los fusiles, ay, detrás de los fusiles
se esconden.
Los senegaleses  -Francia de la grandeza-
arrastran los machetes de la selva
y cierran los ojos para espantar los miedos
y acallar las explosiones.
Desde la sombra,
en sombras convertidos.
En cualquier caso,
son españoles los que mueren.
Contra la tierra
o rechinando arenas y alambradas.
Descamisados. Pueblo. Fantoches que no ceden
frente a los senegaleses sin rostro
bajo los morriones. -Napoleón, oh, Francia-.

*

Mueren de nuevo. Siempre mueren
los mismos y son los mismos  los que matan:
Pueblo alumbrado y senegaleses.
Goya
descubre el cuadro cuajado de estertores
y le embadurna de color: el amarillo
de la náusea y el blanco
de la camisa. De rodillas.


El pueblo,
desesperadamente de rodillas, muere.
Sobre los cuerpos derribados, sangre
del color de la sangre.
El tonsurado
acaso reza por los senegaleses.
En tanto, el pueblo grita, los brazos
alzados, como si midiera 
las proporciones de la rabia.
“Merde” o mierda en castellano.

*

En las aguas calientes de la noche
navegan los palacios.
Ni una flor en el monte.
Sangre y pueblo.
Y Goya embadurnando
el gran cartel mural de España.


Victoriano Crémer








2594. Proclamación de la II República en León




El recuerdo es un espejo estrafalario que no siempre devuelve la imagen que se le pone delante con la debida corrección. O a lo peor la figura que se nos da su que nos sometemos al análisis azogado del cristal al que nos miramos, no es, ni mucho menos aquella que nos imaginamos, que quisiéramos que nos sirviera para andar por el mundo. Con la imagen suele suceder lo que con la propia voz, que nos resulta desconocida, como salida de otro pozo que el que alimentamos con nuestras aguas estancadas.

De modo que el ejercicio de reconstruir aquel día glorioso (según todas las señales emitidas por los sismógrafos políticos del país) en el cual el pueblo de León se echó a la calle para celebrar o concelebrar la proclamación de la República, puede resultar bastante distinto del que durante su transcurso disfrutábamos. El año 1931 se nos aparecía tan cargado de anuncios, de premoniciones, de augurios, que cuando se nos anunció que España, como el gato de Ossorio y Gallardo, había dejado de ser monárquica para convertirse en República («De trabajadores de todas clases» se apostilló en la Constitución, echando la fantasía a volar), nos sentimos obligados a testimoniar nuestra personal e intransferible adhesión, pienso hoy que no porque tuviéramos una fe de carboneros en la nueva institución, sino porque, seguíamos imaginando, lo importante que es que algo se mueva. Aunque fuera para dejar las cosas como estaban, o peor si cabe.

Porque es que solamente si se producía una convulsión profunda en la vida pública nos podía ser permitido a los ciudadanos de tercera soñar en un ascenso en la escala social.

Nadie sabe quien pudo ser el que convocara a la ciudadanía, pero el hecho fue que a la caída de la tarde del día 14 o 15 de Abril cuando ya habían traspasado las fronteras provinciales algunas de las actitudes de comunidades fronterizas, como Castilla o Galicia, o también cuando algunos poblados de nuestra propia geografía parecían indicarnos el camino, tales Valderas o Sahagún, tan henchidas de fervor republicano, pronunciándose por la República en gestación, el caso fue, digo que, sin que nadie supiera ni quien convocaba, ni quien empujaba, ni por supuesto cual pudiera ser el resultado de la reunión masiva, allí, en la Plaza del Ayuntamiento, al pie de la Casa de la Poridad, que también se decía, nos encontramos todos: los plebeyos y los señores, los doctos y los ignorantes, los ricos y los pobres, los clérigos y los seglares, y ya en un plano de absoluta unanimidad, hasta los militares y los paisanos. Exactamente como si hubieran sonado las trompetas del Juicio y la plaza adoquinada de San Marcelo, se hubiera convertido en el Valle de Josafat. Y allí, naturalmente, estaban los representantes de los Partidos supuestamente congregantes: el Partido Republicano Socialista, y el Partido Socialista a secas; el Partido de Izquierda Republicana y el Partido de Defensa de la República; los grupos sindicales de las distintas ramas ensambladas en la Federación Local y hasta los agrícolas de las agrupaciones Cooperativas,... Todos, absolutamente todos, convencidos de que a España le había llegado el momento de la regeneración y que si perdíamos esta oportunidad, habríamos sellado nuestro suicidio como nación progresista. Porque todos creían en la República; hasta los monárquicos de toda la vida.

La verdad es que así que la Plaza se llenó de personal bullente, gritador y jaranero, aquello tomó un cierto tono de romería, en la que solamente faltaban los chiringuitos, las casetas para la venta de morcilla, chorizos entrecallados y vino de la tierra, como en la romera famosa de la Virgen del Camino, por las fiestas de San Froilán, obispo. Se gritaban proclamas, se voceaban títulos, se nominaban cargos, se recordaban cantares y textos hímnicos. Y en el balcón principal de la Casa asomaban su rostro, primero tímidamente pero con absoluto descaro a medida que transcurría el acto, algunos de los más significados adictos, sin duda proponiéndose para la ocupación de escaños, de estrados y de cargos relevantes.

Y lo verdaderamente curioso, ya que no milagroso, era comprobar cómo la plaza se cubría de banderas republicanas, de gorros frigios, de telones con la hoz y con el martillo, de negras y rojas enseñas de la Confederación Nacional del Trabajo y de la Federación Anarquista Ibérica. ¿De dónde habían salido? ¿Quién las había preparado con tantísima oportunidad? Nadie lo preguntaba. Y como suele suceder cuando se produce el prodigio, nadie mostraba extrañeza, como si aquel flamear de oriflamas revolucionadas resultara en plena monarquía la cosa más natural.

Con el cancionero, la muchedumbre se hacía un pequeño lío.

Porque la verdad era que nadie se sabía las letras de los cánticos levantiscos, ni por supuesto la letra del llamado himno Nacional. «La Marsellesa», «El himno de Riego» y la «Internacional» formaban el repertorio más atacado por la masa coral, pero al desconocer letra y música de los mismos, lo que se escuchaba en la plaza era un gran rumor, un feroz murmullo, como el de un mar enfurecido. Y los más preparados para el evento, ponían letras a músicas que de algo les sonaban. El himno de Riego, se empavonaba con la letra subversiva de los radicales:

Si los frailes y curas supieran
la paliza que van a llevar subirían
al coro cantando
libertad, libertad, libertad...

Socialistas e internacionalistas ácratas competían en la interpretación de la Internacional, aunque solamente alguno sobrepasaba el conocimiento mínimo:

Arriba los pobres del mundo
en pie los esclavos sin pan...


Victoriano Crémer
Ante el espejo
Fundación Saber.es - Biblioteca Digital Leonesa





2022. Victoriano Crémer, in memoriam

A mí me correspondió un personaje mucho más complicado que el miliciano emboscado del ingenio de Pérez Herrero. Naturalmente nadie sabía de donde procedía, ni a donde se dirigía, ni siquiera qué era lo que pretendía, salvo vivir todo lo espléndidamente que le fuera posible mediante el manejo de múltiples artificios, uno de los cuales era el de editar una publicación siempre referida al lugar en el que se encontraba, porque a este individuo tanto le daba León como Málaga y los rojos como los azules, y para el mejor cumplimiento del negocio que se traía entre manos, se había provisto de una credencial firmada por algún militar de alta graduación y de notoria significación, y con este documento como única tarjeta de presentación y de coacción acudía al comercio, a la industria y a los particulares, y solicitaba su colaboración, naturalmente económica, para la publicación de una publicación, titulada precisamente «Nueva España» o algo por el estilo. Naturalmente allí donde exhibía el papel firmado y sellado, se apresuraban a abrirle la caja de los dineros, sobre todo, porque, según aseguraba, aquel que apareciera en las páginas de la Revista, obtenía de hecho y de derecho un salvoconducto como adherido a la causa nacional.

Y como en León, la población que temía que se les descubriera alguna pequeña mácula política era mucha, el ladino personaje cubría con creces el cupo de ganancias y una vez cobrada la publicidad, abandonaba la plaza sin importarle lo más mínimo que la Revista se vendiera al público o que no se vendiera. Y como para cubrir los espacios de la misma necesitaba colaboradores fáciles y baratos, a mi se vino con la papela extendida, demandando mi asistencia literaria. Claro es que como mi ficha política andaba de boca en boca, de Comisaría en Comisaría, no ejerció conmigo ninguna de sus mañas para conseguir mis prosas o versos, que no se ya ni qué es lo que le suministré aunque supongo, porque en ello me iba la tranquilidad y el sosiego, que se trataría de alguna exaltación histórico-literaria del ser leonés y de sus glorias y esperanzas. Simplemente me prometió abonarme religiosamente lo que, según tarifa, solía pagar por esta clase de colaboraciones.

Se editó la publicación, cobró el importe entero de la publicidad y cuando acudí al hotel donde se hospedaba para que se sirviera pagarme el impone de mis trabajos, el hospedero, después de acordarse de la madre del misterioso personaje, me entregó algo para mi, que aparecía colgado del respaldo de una silla, con una etiqueta can mi nombre clavada en una manga: ¡El promotor de la publicación me dejaba, como abono por mis colaboraciones, un traje usado! Que yo, naturalmente, aproveché hasta su total consumación, que del lobo un pelo, y mas vale traje en mano que dineros volando.

*

Pero si ya es difícil andar por el mundo cuando se ha convertido este en campo de batalla y desde todos los rincones, esquinas y azoteas te vigilan por si te equivocas de ruta, para un obrero sin trabajo y con la carga soberana de una familia, la cuestión alcanzaba situaciones de auténtica desesperación. Al abandonar a la fuerza en la primera de mis detenciones la plaza de Regente en la Imprenta Moderna, obvio es decir que cuando conseguí la libertad o me la concedieron por la indudable influencia del santo de mi devoción, y acudí a incorporarme a mi puesto de trabajo, me encontré como era lógico esperar, con que el puesto había sido ocupado, y no era cosa de despedir a nadie por mi culpa, por mi grandísima culpa, según los más piadosos de la localidad.

Fue entonces cuando saltó o mejor se interpuso cordialmente, generosamente en mi camino, aquel Don Victorio Campos, el cura que aceptó el arriesgado encargo de salvar al teniente Emilio Fernández de los gañafonazos que en la capital del Reino astur-leonés le preparaban sus ex compañeros. No se si lo he confesado en anteriores trancos de este relato, un tanto abrupto y desordenado, pero me importa declarar que no todos los curas de la Diócesis de León se ajenaron de su compromiso cristiano para con los feligreses, fueran del color que fueran, o se entregaron atados de conciencia a los desmanes santificados de los cazadores de cabezas; gracias a la intervención de algunos de ecos sacerdotes beneméritos, se salvaron gentes acosadas. Este Don Victorio era un hombre de talla corpulenta, de apasionado acento, de ademán totalizador. Infundía confianza su sola presencia y, como hijo de la gleba en la tierra de Campos, era abierto, comprensivo y misericordioso. Cuando, en mi divagar por la Ciudad, sentía el cansancio metido en el alma, acudía a Don Victorio. Nada podía remediar, pero me alentaba, me sostenía y en momentos en los cuales ya la sombra del hambre me rondaba, me ofreció el pan de la caridad.

Puede decirse que mi vida entonces aparecía establecida entre el cura González de Lama, y su biblioteca de Azcárate, y este sacerdote precursor de la doctrina de la liberación que me tenía como su primer y más seguro acólito social. Y como no hay dos sin tres, según el refrán, a estos dos sacerdotes se unió otro no menos singular, Don Luis López Santos, que era Catedrático de Literatura en el Instituto y quizá por eso atraído por mi pequeña resonancia provinciana de poeta con argumento real.

Que por el mundo andaba un libro de poemillas escrito en colaboración con Francisco Pérez Herrero, cada uno con su parte y su responsabilidad y prologado por otro Catedrático de Literatura y republicano leal, D. Publio Suárez Uriarte. Era el año veintinueve y pese a que ni los tiempos ni la imponencia del texto garantizaran su persistencia en la atención de los lectores si alguno tuvo, un libro, en provincias tan retraídas como esta de León y de tan rara actualidad lacrada, siempre retiene el recuerdo.

Y lo de mi afición al clero, no era ni mucho menos, y lo declaro ahora, a sesenta años vista, en que pudiera buscar salidas a esta clerofilia mía, respondía perfectamente no tan solo a la calidad humana de aquellos tres hombres que me habían admitido en su amistad sin recelos ni réplicas, sin exigencias ni imposiciones, sino que incluso, en los momentos verdaderamente graves de mi aventura, fueron capaces de salir en mi defensa. Y en un Estado de lo que después se dio en llamar nacional-catolicismo, conseguir que al menos el cura de tu parroquia te considerara como un ser digno de respeto, ya era mucho.

Y este acomodamiento proyector, no buscado sino llegado a mi por muy distintos caminos, tuvo después la máxima garantía cuando aquel obispo renacentista, Don Luis Almarcha, desde su alto puesto de consiliario o algo parecido del sistema sindical de la España ya instalada en sus esquemas franquistas, puso en las cuerdas a algún retrasado generacional que acudió con nuevas denuncias ante las autoridades instituidas. Salió en mi defensa el Obispo y allí mismo quedó zanjada la cuestión. Y que esta solicitud generosa no se manifestaba solamente conmigo, lo puso de manifiesto años después cuando solicité su amparo y patrocinio para acoger al pintor José Vela Zanetti, que solicitaba su reincorporación a la Patria desde su exilio americano. Y él fue quien proporcionó todas las garantías, incluso encargando al pintor leonés (nacido en Milagros, en la provincia de Burgos, pero hecho y deshecho en León) el mural de una iglesia de nueva construcción, de la barriada de Jesús Obrero.

Me acordaba en los momentos más solemnes, que son los más tristes, de aquellos versos de García Lorca, ya elevado al trono de los poetas indispensables: «La guerra pasa llorando con un millón de ratas grises». Nuestra guerra no pasaba, pendía sobre nuestras cabezas, doblaba nuestros huesos y hundía nuestras almas. Esta es la consecuencia «natural» de todas las guerras. Y entre los estruendos y la sangre nos alcanzaba la alegoría del ser humano gastando la mitad de su vida en prepararse para la guerra que le consumirá la otra mitad. Y la Ciudad, como si nada sucediera fuera de sus murallas, seguía intentando probar que se puede ser feliz con la guerra encima, y que se puede construir una patria y mantener un trato social altamente estimado: Se celebraban bailongos y se conmemoraban victorias con la algarabía y el entusiasmo de quienes en el fondo a lo que aspiran es a vivir en paz. Pero en el escenario, los actores ya no eran los mismos que aquellos que habían movido nuestras curiosidades y nuestras filias y fobias. Por la escena desfilaban, después de recitado su papel o de haber intervenido en la acción, hombres y mujeres increíbles, a los cuales o nos acostumbrábamos o no salíamos de nuestras reclusiones voluntarias para evitarles.

Se instaban en el Cuadro general nombres que arrastraban leyendas o que suponían amenazas: «El Legionario», (José Velarde) paseaba su facha altiva y belicosa por las calles y plazas de la Ciudad poniendo pánico en quienes osaban mirarle. Se decía que en algún momento había sido visto paseando con la oreja de un cautivo rojo clavada en un machete de munición...

«El moro Juan» se hizo famoso en los entresijos del Barrio de Santa Ana, siempre a lo que se sabía detrás de alguna doncella en flor o no tanto. Los hermanos «Robert» se habían caracterizado por su temperamento violento y su disposición en todo momento para ejercer un oficio turbio de matones.

A los establecimientos llamados públicos, solamente acudían los muy seguros de su condición de fieles a los principios del movimiento, militares y milicianos, con exclusión casi absoluta de paisanos, hasta tal punto que cuando por pura extravagancia se le ocurría a un paisano acudir a un café se producía un movimiento como de pasmo ante la intromisión del audaz, y no era extraño que el tal atrevido tuviera que dar explicaciones serias si quería seguir disfrutando del privilegio.

Si en la pantalla de alguno de los cines que en la Ciudad funcionaban todavía, aparecía alguna de las figuras principales del capítulo castrense o alguna bandera simbólica, los espectadores, puestos en pie, se obligaban a entonar canciones y a saludar con el brazo extendido y en lo alto las estrellas.

Se producían situaciones más que grotescas, surrealistas. En cárceles y penales los reclusos se veían obligados e entonar los himnos reglamentados ante los peroles del rancho...

Y así que llegaba la noche, la Ciudad quedaba vacía, o mejor, convertida en un estrafalario cuartel de milicias distintas y aún rivales, de moriscos y cristianos en pos de los lugares en donde se le ofrecía al guerrero el enervante descanso del amor simulado.

*

Llegaba yo a la casa de Serradores con el ánimo roto, después de mis andanzas de un lado para otro en busca de ocupación y siempre de amparo, que nunca se sentía uno libre de preocupaciones, que no solo las sombras se me antojaban huéspedes no invitados, sino que en ocasiones efectivamente las sombras eran huéspedes reales y vigilantes que andaban al acecho para caer sobre el desprevenido y arrastrarle hacia sus infiernos. Cosas del Dante, compañero,...

Y no hice más que asomarme a la puerta de la calle y apareció mi madre, tan temblorosa, tan agitada y convulsa, que me temí que algo grave pudiera haber sucedido en mi ausencia.

-¡Hijo! ¡Han venido a avisarnos!

-¿De qué?

-Te buscan, hijo.

-¿Otra vez?

Pese a todos los peligros que el ejercicio del noble deporte de ayudar al prójimo como a uno le gustaría ser ayudado, en León quedaban gentes animosas que así que tenían ocasión, rompían todas las clausuras y ordenaciones y acudían a proponer el remedio.

En las primeras horas de la mañana, que era cuando los cazadores de cabezas se retiraban a sus guaridas, solían recorrer las calles los agentes de la «resistencia», quiere decirse los que llegaban a la Ciudad cruzando montes, a «pasar gente, a rescatar topos, a liberar perseguidos y a salvar amenazados. Se ocultaban una vez avisados los interesados en la fuga y por la noche se organizaban las caravanas hacia las tierras asturianas. A la misma hora todavía las calles envueltas en la bruma del amanecer, aparecían los misteriosos avisadores. Con infinitas precauciones, se acercaban al lugar en el cual se escondía el perseguido o el amenazado simplemente, y comunicaban su mensaje:

-¡Dígale que tenga cuidado! Van a venir a por él.

No quedaba otra salida: Había que esconderse. En el fondo de la tierra si fuera preciso. (Gentes como uno de los Monges, permaneció más de treinta años metido en una Bodega). Yo tenía la experiencia de mi reclusión en la escalerona de La Corredera. Se reunió el Gran Consejo, formado por Curra, mi novia eterna, mis hermanas y mi madre. (¡Dios, que coraje sacaron las mujeres de España en la monstruosa peripecia del treinta y seis!) Y después de una muy breve deliberación, porque ni el tiempo daba para más ni el miedo para menos, se acordó esconderme en el habitáculo ocupado por una lejana parienta de Curra, la cual aceptó el arriesgado encargo mediante el abono de un cánon pagadero en dinero y en especies. Se trataba de un reducido sotabanco, con una cama dominando el único salón; con una cocina que es donde solía hacer su vida y sus milagros mi hospedera y en una esquina de la estancia una especie de cuartón trastero, al que había que acceder arrastrándose y permanecer en él tumbado. El lugar resultaba espantoso y la postura a la que me obligaba verdaderamente torturadora. Pero «¡Peor sería no verlo y no tener con que mear!», me replicaba la señora, con lo que venía a sugerirme que si no me encontraba a gusto tenia opción y libertad plena para marcharme con la música a otra parte.

Y como la cueva pertenecía a un edificio ocupado en sus partes más nobles por una Madama, dedicada a mercadería de carne blanca para moros y cristianos, a lo que me obligaba era a permanecer encerrado así que se clausuraban las luces del día y comenzaban las sombras cómplices de la noche y se producía el intenso ferial del amor a precio fijo.

Ya ha sido derribado el edificio que durante días y días me albergó, y cuando paso por lo que antes fuera plaza de Santa Ana, campo de prueba y de observación de la aguda Picara Justina, la bulliciosa mesonera mansillesa que dio con sus huesos en esta barriada historiada, intento descubrir el lugar exacto en el que estaba enclavado el refugio.

Por otra parte, la vida y milagros de la zona parecían tener su correspondiente edición en rústica en aquel refugio tan escaso de espacio pero tan acogedor para gentes descarriadas y de pocos empeños. Desde mi gatera, en la que permanecía tieso y silencioso, escuchaba la llamada y seguía todo el episodio amoroso. Mi patrona tenia sin duda montado su negocio clandestino y merced a este comercio, en tiempos de guerra tan frecuentado, la mujer resolvía todos su problemas económicos con cierta soltura.

¿Y yo, escuchando diálogos y jadeos y obligado a imaginar escenas de un erotismo bárbaro!... Ya lo advirtió Machado: «Dios vio el caos, lo encontró bien y dijo: "Te llamaremos mundo". Eso fue todo. Eso era todo».


Victoriano Crémer
Ante el espejo