Lo Último

Mostrando entradas con la etiqueta Felipe Alaiz. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Felipe Alaiz. Mostrar todas las entradas

1574. Vida y muerte de Ramón Acín VII

El arte de Acín era personal. No tenía estilo comercial. Tal vez no tenía sus días, sino mas bien sus horas. Hay pintores que trabajan para el cliente, para el modelo, para el crítico o para el corredor de cuadros. Acín trabajaba para recrearse (recrearse, crearse otra vez) y tenía un “primer tiempo” en su producción que la hacía intocable.

De la misma manera que una flor a medio abrir no puede forzarse para que se abra con naturalidad, a marchas forzadas; de la misma manera que no pueden precipitarse las fases de la luna, las obras de Acín no podía ya tocarlas ni el mismo Acín cuando éste había pintado unos minutos con acierto que no siempre tenía, pero gozaba inesperadamente y a menudo en la soledad, hada de múltiples motivos para Acín. Sobrepasaba a los surrealistas en cuadros de humor como aquel “Tren” inolvidable que expuso en Barcelona el año 20 en la desaparecida Sala Dalmau; en aquellos “Marineritos” expuestos también en Barcelona como unos ex votos laicos de carácter tan nuevo y tan atractivo, que las pinturas premeditadas por perfectas que fueran parecían redichas y refritas después de contemplar los “Marineritos”. Pero lo mejor de Acín eran dos retablos bosquejados con una gracia también “intocable”; “Arrieros” y el “Circo”. Viendo las estampas de Barradas de la última etapa, nos acordábamos de Acín, y lo mismo viendo cartones de Goya. Sin embargo, Acín era distinto de todos y distinto un día de lo que era él mismo horas antes.

Los cartones gruesos, la cuerda de empaquetar espelmas, los travesaños de madera, el papel de estraza, la hojalata y el zinc adquirían en sus manos calidades insospechadas. Era muy amigo de no trabajar con las llamadas materias nobles -el marfil, el oro, la plata- porque decía que no se podían tutear. Con metal barato hizo su “Agarrotado”, figura que puede parangonarse con lo más profundamente expresivo salido de manos humanas. Tiene un valor de síntesis y unas dimensiones trágicas que encrespan y sofocan a la vez. Como su “Cristo”, que según el autor, tiene gesto de banderillero con los brazos abiertos para prender los rehiletes en carne de toro. Y tiene Acín unas viñetas de tauromaquia crítica con su moraleja favorable al buey arador que son un prodigio. Las publicó en una revista zaragozana titulada “Claridad” que él y yo planeábamos y no tuvimos ocasión de continuar en 1921, muriendo la revista apenas nacida como tantas publicaciones primerizas: “Aragón”, “Revista de Aragón”, “Floreal”, nobles propósitos que unirían mi nombre al de Acín con un imperdible de afinidad y afecto si hiciera falta la prueba cordial de aquellos sentimientos.

Un día fue Acín a Tarragona con propósito de pasar allí una semana. Estaba yo en Tarragona haciendo un periódico confederal y la policía detuvo a Ramón por haberle visto conmigo. Aquella arbitrariedad me soliviantó y nos fuimos una vez libre él a Huesca. En la “bodegueta” de Jarno improvisamos una cena a base de magras viejas y vino negro. Eran “años de mal en mejor” como decía Acín. Su optimismo intransigente le hacia tan bueno como era y probablemente mas confiado de lo que debió ser.

Recuerdo que al despedirnos a hora avanzada de la madrugada, Ramón lo hizo cantando una copla de ronda oída en una aldea del Somontano:

Mi corazón dice dice
Que se muere, que se muere
Yo le digo, yo le digo
Que se espere, que se espere.

Sano como el cierzo de Aragón, animoso y afectivo como pocos; como pocos digno y ferviente sin manotadas, fue Acín. Era un valor aragonés no cuadriculado en el regionalismo ni en ningún “ismo” exclusivista. Supo mirar cara a cara a la vida. Heroicamente supo mirar cara a cara a la muerte. Tuvieron que matarlo gentes de presa, miserables hienas de manotada impune en el minuto del sacrificio. Y se atrevieron a matar también a su compañera Concha, tan abnegada, tan madre de dos capullos que nacieron y vivieron la niñez junto a sus padres como junto a dos camaradas de confianza y de bondad sin límites.

Se perdieron dos vidas acordes, dos vibraciones que al desaparecer nos han dejado sin dos hermanos en quien confiar. Aquellas balas nos han tocado un poco a los que tanto les queríamos.

Los detalles de aquellos asesinatos no están aún en nuestra seguridad. Sabemos que los asesinos amenazaron de muerte a Concha en presencia auditiva de Acín y que éste se dio a las zarpas enemigas para salvar a su compañera. Ni aún así pudo salvarla de los impactos.

Ramón Acín era un constructor, un auténtico constructor, siempre con iniciativas en acción y preocupaciones en vilo. Sabía atraer a los perversos con bondad y a los torpes haciéndose en ocasiones el torpe para no malograr con la visión de una excesiva diferencia de calidad que podía incrustarse en la retina ajena, el afán de proselitismo limpio y probo.

Murió de pie como el legendario Enjoiras y su vida fue corta, pero llena.

Los que fuimos sus amigos hemos de realizar su pensamiento creando el Museo de los Oficios, inventario popular del trabajo embellecido y de la belleza trabajada y matizada.

Y pensar en él, pensar en el maestro bueno que desconocía el desaliento y la doblez. Acín, en su pensamiento y en su obra, es ya nuestro. Siempre será nuestro. Y el día de la victoria tan nuestro como siempre. Seamos siempre dignos de él.


Felipe Aláiz
"Vida y muerte de Ramón Acín"
Ediciones Umbral, París, 1937
(Reproducción de la edición original aparecida en 1937 en Barcelona)










1571. Vida y muerte de Ramín Acín VI

Ramón Acín en París


9

En los episodios de la vida confederal estuvo siempre presente Acín. Delegado por los sindicatos alto-aragoneses a Congresos y Plenos, luchador en todo momento, perseguido reiteradamente, organizador de resonantes actos culturales, de mítines que daba con frecuencia él solo, poniendo las peras a cuarto al enemigo emboscado o patente, probó lo que prueban tantos amigos al salir al paso en la pelea provocada; probó su afirmativa, desinteresada y constante afición a las ideas.

Pero lo probó con una especie de frugalidad expresiva, con un deseo de apartarse del aspaviento, del gesto inútil y del banal palabreo. Con este pensamiento tan afirmativo y vital simpatizó con políticos y militares conspiradores durante la dictadura de Primo de Rivera. Singularmente fue amigo de Galán y quiso hacer lo imposible para evitar la catástrofe de Cillas viéndola inminente por la traición de los de Huesca. Se acercó al mismo Galán cuando este avanzaba desde Ayerbe a Huesca y Galán no le hizo caso. Incluso los incondicionales de Galán llevaban a Acín camino de Huesca como preso o conducido. Todo porque Ramón tenia una idea pesimista de lo que iba a llegar, idea que los hechos confirmaron trágicamente.

Tuvo que huir de Aragón y de España, viviendo en París desde diciembre de 1930 a abril de 1931. Volvió de París con Indalecio Prieto y unos cuantos amigos más. En Madrid se reunieron todos a cenar una noche. Hablaron por los codos. Todos menos Acín tenían enchufes.

- ¡Que diga algo Acín! pidió Indalecio Prieto.

Levantose Ramón con aquella su noble lentitud característica y aconsejo sencillamente:

- Adecentad las cárceles. Y se sentó.


10

La delicadeza de Acín quedará como el rasgo más típico de su temperamento. Era una delicadeza contenida en el momento preciso para no almibararse.

Sus escritos tienen una selección suscitadora y elegida. Sus “Florecicas” que todos recuerdan haber leído en la prensa obrera, son trozos de antología. Tenía Ramón el secreto de la frase única en el escrito corto y nervioso donde el ingenio no se retuerce nunca para hacer cosquillas, sino que fluye naturalmente como un manantial.

Lo popular tenía su preferencia. Como para Goya, que decía: “Salud y campitos”. Como para Gración que masculinizaba la risa, igual que hace el pueblo al decir “riso”. Lo mismo que Costa, se formó Acín estudiando las instituciones populares, el habla popular y la costumbre más que el contrato.

Aquella delicadeza despierta de Acín estaba en su lápiz y en sus pinceles. Tenían sus pequeños cuadros una vida y una mañosa manera de quedar viviendo que no puede achacarse a méritos de escuela ni a imitación de modelos, ni al conocimiento que tenía el artista del mejor impresionismo que primó -los veinte primeros años del siglo- desde el Sena al Danubio. En las aldeas he visto yo una delicadeza parecida al ir a merendar con unos cuantos labradores y las compañeras de éstos. En la conversación general, aún bordeando temas picarescos, nunca se pasa la frontera de la grosería.

Dibujaba y pintaba por necesidad temperamental. Escribía dejándose llevar por el mismo impulso. No comprendía ninguna avaricia más que la de entrar a saco en las ropavejeras y llevárselo todo. Tenía que hacer equilibrios con su sueldo, contratar plazos, pedir prórrogas y demoras de pago. Un azulejo de cuatro duros era para el una necesidad frenética hasta que lo compraba, imponiéndose privaciones empalmadas. Un aguamanil cervantesco, una jofaina rameada y un chaleco de boda labradora le quitaban el sueño hasta que los tenía. Cargaba con retablos y copas talladas como quien lleva varias cruces a cuestas. Un día vino a verme a mi casa de Barcelona cargado de fuentes de Alcora, pañuelos de seda tejidos hace tres cuartos de siglo, estampas francesas del tiempo de Luis Felipe, botellas “aperdigonadas” que decía él, por su talla uniformemente granulada, tazas de la época de Prim, paños de Filipinas y dos picaportes.

- Pero, ¿estás loco, querido Acín?

- Calla, lenguaraz, calla. ¡Me ha caído la lotería!

- ¿Y vas a poner una tienda de antigüedades?

- Fíjate en esta seda. ¡Qué cambiantes! ¡Y estas estampas! ¡Arrodíllate hombre sin fe!

- Pero, si pareces un mozo de cuerda.

Horas después nos íbamos a un pueblo catalán inmediato a Reus -La Pobla de Montornés- donde Acín tenía una modesta casa veraniega llena de cantaranos, rinconeras, floreros de bronce y sillones frailunos. Cerca del mar y de las colinas, la casa era un pequeño museo de artes populares.

Fue entonces cuando Ramón y yo proyectamos organizar un Museo de Oficios en Aragón.

-Todo lo llevaremos allí- dijo sin pensar que el vampiro fascista había de devorar sus días - todo: vajilla de Naval, mantas tejidas a mano en Javierre, en pleno Pirineo; cuchillos de Sástago, basquiñas altas de Hecho y Ansó; botijos de Peñalba; trajes de Alcañiz, de Fraga y de Caspe, que parecen inspirados en Asiria; tenazas de hogar, calderetas y “colgollos” que son poesía de hierro y se encuentra aun por los pueblos; arreos de labranza; los romances comarcales de Franco, Oliván, Cucaracha, Pedro Saputo y Tiraneta; calcillas negras de los labradores medianos y blancas del pueblo; ceñidores de testa y gorros de lana de cordero negro...

Asentía yo con entusiasmo. Queríamos reconstruir en un museo aragonés la vida popular sin olvidar las guitarras, pero olvidando las cruces aunque no los exorcismos como excelente documento de iconografía celestial.

- Aragón es todavía una inmensa cueva de Altamira decía- muy propia para hallar hoy a cada paso, no vestigios de prehistoria, sino prehistoria viva.

Tenía razón. Su punto de vista era certero; improvisado, sino logrado cuanto decía.

- La edad de piedra tallada y la edad del hierro se viven en nuestros prados montañeses.

Las riberas viven una época de transición, y si un aldeano necesita viajar en tren, viaja con el mismo miedo que sentiría el hombre de la prehistoria. Si éste se hubiera visto ante un teléfono hubiera sentido la misma perplejidad que un contemporáneo nuestro que vive en una aldea apartada.

Y se lanzaba a reflejar su opinión sobre lo popular, que estimaba con emoción vital empapada de conocimiento y sensatez, rica en variantes y ocurrencias deducidas.

- Hemos de hacer el Museo de los oficios con sus puertas de carpintería mudéjar, sus ventanicos y sus ladrillos; piezas que no se pueden tasar por los traficantes porque valen diez o doce reales (las piezas, no los traficantes) y nos hablan del pasado y del presente con autenticidad para probar que la raíz de toda convivencia es la moral y que la moral nunca es prehistoria ni historia, sino valor imitable hoy mismo por los pelafustanes que creen vivir al día porque tienen un aparato de radio.


Felipe Aláiz
"Vida y muerte de Ramón Acín"
Ediciones Umbral, París, 1937
(Reproducción de la edición original aparecida en 1937 en Barcelona)








1569. Vida y muerte de Ramón Acín V

Claustro de profesores de la Escuela Normal de Huesca. Ramón Acín, primero por la izquierda


8

Hacía 1920 ganó Acín en Madrid por oposición la plaza de profesor de Dibujo de la Normal de Huesca.

Hasta entonces había viajado por la España de riscos, vericuetos, escondidas sendas, tósales, caminos vecinales, cerros, atajos y veredas de arriero, hallando a su paso esa consistencia petrificada, a ratos con regusto de prehistoria que nos sorprende todavía en el recodo de un camino, en una aldea, en una venta o en una feria comarcal.

Como en la adjudicación de plazas del profesorado pueden elegir los que tienen los primeros números y Acín estaba clasificado después de tales primeros números, generalmente paniaguados y pelotilleros, temía que los clasificados en lugar preferente eligieran la plaza de Huesca y le dejaran sin ella. Su interés era quedarse de profesor en Huesca, donde tenía mucha vida de relación y amistades arraigadas, además de estar allí su madre y contar con la poca trepidación de la ciudad para trabajar con algún sosiego.

En los pasillos de la lóbrega mansión destinada a cobijar a los opositores había una pequeña revolución. Los españoles desconocen en general lo que no es su rincón.

- Yo puedo elegir tal y tal plaza - dijo uno de los primeros lugares de la clasificación. Entre otras plazas puedo elegir Huesca. ¿Qué tal será Huesca?

- Una calamidad - contestó Acín. Allí hay cuatro meses al año de nieve, y la ciudad vive en invierno metida en su capote blanco. Además, bajan los lobos del Pirineo y entran por las calles, comiéndose a las criaturas. Hay que organizar batidas muy serias... Un abuelo mío...

Lo que deseaba Ramón era que nadie quisiera ir a Huesca para que al llegarle el turno a él la plaza le cayera en las manos.

Así fue. Hizo colaborar a los lobos y a la nieve en su designio, consiguiendo el triunfo, quedándose finalmente en la ciudad sertoriana gracias a la ingeniosa manera de movilizar la fauna del Pirineo y las ráfagas de nieve. A creer a Acín hacía falta un trineo para entrar en Huesca, cuando todo se reducía a una estratagema para ahuyentar a posibles competidores que hubieran determinado el acomodamiento de Ramón a un clima lejano, al clima de Jaén o Pontevedra.

Sacamos en Huesca unos meses el semanario “Floreal” donde Ramón y yo colaborábamos asiduamente. Puede decirse que redactábamos aquella revista extremista entre los dos, como quién escribe una serie de actas de acusación contra todo y contra todos.

A Ramón no le importaba tener un cargo oficial. A pesar de todas las coacciones siguió conmigo cantando los funerales de la burguesía, discutiendo sin cesar por los cafetines del Coso y extremando la oposición inteligente contra los elementos reaccionarios de Huesca. Tenía amigos como Manuel Bescós, prisionero de los suyos, afectados de melindres aristocráticos y avergonzados del descreimiento - muy débil por cierto- de aquel Silvio Kosti que se creía un discípulo monopolizador de Costa y por fin se entregó a las veleidades de Primo, muriendo secuestrado entre cogullas sin que Acín pudiera remediarlo. Amigo de Acín era el pintor Félix Lafuente, hombre capaz de una cordialidad ilimitada. Con él las horas eran minutos. Y el periodista que murió asilado y abandonado de todos menos de Ramón, y el anticuario impenitente, y esos buenos camaradas discípulos de Acín que están hoy en la línea de fuego contra el fascismo - Encuentra, Viñuales, Ponzán y tantos otros de los buenos -. Amigos de Acín eran todos los que sentían en Aragón el remordimiento de ser aragoneses en vano y la preocupación de no hacer honor a la vieja abulia que permanecía en el tuétano mismo de Huesca, abulia propagada por los obispos, afianzada por los jesuitas, agravada por los burócratas como por los clérigos, no contrariada por el pueblo, que también vivía en general pendiente de las historietas del Coso.

- Agora oscense de charla apacible doce meses al año - y de la maledicencia mansa que no ríe por dejar de llorar, sino que lloriquea para no reír sanamente sin dejar el trabajo.

Yo iba de vez en cuando a Huesca. Para mí, Huesca era Acín. Si proyectaba él las líneas generales de un jardín municipal, si la represión apretaba en Cataluña y convenía zafarse unos días, si habíamos de hacer o deshacer planes; aunque sólo fuera por estar una semana charlando, yo llegaba a Huesca desde el campo, desde Zaragoza, o desde Madrid, a veces desde fuera de España. Acín me descubría sus obras, sus afanes.

Le poseía por entero la idea de tener viejos y buenos libros, cueros artísticos y cerámica. Buscaba como un iluminado esos valiosos platos que tienen un sol pintado de color amarillo, parecido a yema de huevo. Le entusiasmaban “los muebles de violín” que decía él, bruñidos, con las venas ramificadas.

- Te traigo este libro, sobre Josefa de Berride - le dije un día.

Era un folio familiar en el que cierta imitadora de Teresa de Cepeda sabía provocar en ella insignes reflejos delirantes. Una beata oscense. Su vida, escrita por un clérigo, era una calamidad pero tenía un léxico popular alto-aragonés muy variado y sugestivo, uno de esos léxicos labradorescos que sólo se oyen ya en las barberías de pueblo y en las veladas de cocina.

- Guárdate el libro -le dije yo- para tenerlo en primer plano, como este pajarraco dibujado con famas de notario.

La casa donde vivía Acín en la costanilla o calle de las Cortes en Huesca, era un verdadero palacio. Mansión solariega. Recias paredes y techos altos. La tenía puesta como cincuenta años atrás, con primorosos muebles isabelinos en enormes salas. Frente al balcón trasero de la casa, balcón que daba a la cercana ermita de San Jorge, se descubría la bella colina. Tenía Ramón su lecho y sus papeles en aquella sala con alcoba clásica. Cerca de la alcoba me preparó años después la compañera de Acín una cama canónica la última vez que estuve en Huesca, recién proclamada la República abrileña.

Había amontonado Ramón en mi dormitorio lo siguiente: un altar barroco, un sagrario de madera plateado, cuatro santos de talla, diez o doce platos de Muel, media docena de picaportes, un bargueño de roble con embutidos de boj, unos montones de libros, una cómoda pequeña, bastantes grabados diseminados por paredes y mesas., y un esqueleto.

-Yo no duermo cerca de ese centinela huesudo- le dije a Acín.

Lo apartó de mi alcoba y tampoco pude dormir. Empezamos a charlar y charlando estuvimos hasta la madrugada.


Felipe Aláiz
"Vida y muerte de Ramón Acín"
Ediciones Umbral, París, 1937
(Reproducción de la edición original aparecida en 1937 en Barcelona)








1567. Vida y muerte de Ramón Acín IV

Ramón Acín en la redacción de El Diario de Huesca / Museo de Huesca


7

Ramón Acín con Bel, Samblancat, Maurín y yo formamos en el Alto Aragón desde 1915 a 1920 una guerrilla con todas las características de alianza antifascista. Gil Bel tenía la responsabilidad de una publicación republicana en Zaragoza y yo le decía siempre:

- Déjate de eso. Lo único es Bakunin.

Y me confiaba todo el espacio libre que yo quería para escribir artículos bakunianos cien por cien. Dentro del republicanismo de estado llano, sobre todo en la rama federal que no quería cargos hubo siempre en Aragón hombres enteros y dignos, de verdadero espíritu libre, el mismo del Pi y Margall traductor de Proudhon, aunque no fuera el mismo de Pi y Margall gobernante con sus represiones tan bien reflejadas por nuestro inolvidable Anselmo Lorenzo, haciendo la critica anarquista de Pi y Margall sin confusiones ni equívocos y situando aquella figura federal en el lugar que le corresponde.

Los directores de la política republicana aragonesa no estaban conformes con Bakunin. Tampoco lo estaban, naturalmente, conmigo. Pero Gil Bel sí, y dio un salto tremendo desde la dirección de aquella revista -que por cierto representaba en Aragón la tendencia autonomista antilerrouxista- al inmenso horizonte libertario.

Maurín era entonces muy joven y seguía con precisión las alternativas de la política. Gil Bel, Samblancat y él editaron una revista en Huesca, que se titulaba “Talión”. ¡Ojo por ojo, diente por diente! Ramón Acín y yo estábamos poco quietos. Yo andaba entonces saltando fronteras y Acín también. A ratos escribía yo en el “Sol” unos artículos bakunianos muy modosos, pero firmes, haciendo una labor disimulada con léxico enfocado contra la propiedad, a la que desahuciaba perentoriamente, después de ponerla, con razón, como no lo hablan dueñas.

Maurín salto desde su republicanismo algo marcelinista y algo victorhuguesco a la organización confederal, de la que fue militante, como Gil Bel, desde las primeras horas que siguieron al Congreso de Sans del 18. Samblancat estaba en el Sinaí de sus truenos costistas y pegaba muchas palizas a la caciquearía, que en Aragón tenía un aire insufriblemente sonriente, pero virulento en los hechos.

- Bakunin, Bakunin - decía yo siempre con una cachaza enteramente baturra.

Acín y yo éramos de Bakunin, y no rebajábamos ni un ápice. Pero Ramón tenía una virtud persuasiva capaz de desentumecer un obispo. Se enfrento casualmente en cierta ocasión en Huesca con uno de los más entrometidos obispos y le empezó a hablar de la santidad de Bakunin con palabras enteras y firmes. El obispo no sabía nada de Bakunin y quedó deslumbrado al conocer a un santo completamente nuevo para él. Enterado el prelado días después por un jesuita de quien era Bakunin, profesó desde entonces a Acín un odio completamente episcopal.

Recuerdo el relato que me hizo el propio Acín de su entrevista con el prelado, entrevista debida al azar.

- “Tenía el obispo fama de santo, pero era tan gordo como una cuba y no había manera de identificar a tan sesudo varón con la santidad, incompatible ésta con los noventa kilos. Me habló del padre Vicent, una especie de “manager” de los obispos organizadores de los sindicatos católicos y le dije que aquel padre Vicent era un cruzado sin cruz... Una santidad de noventa kilos como la del obispo creyó que yo hablaba del cruzado sin cruz en tono irreverente y me dijo que los descreídos éramos unos bromistas, que nos zafábamos de la discusión con una frase ingeniosa, pero que sentíamos resistencia a enfrentarnos con problemas serios. Yo repliqué entonces muy serio que ninguna culpa tenía el jesuita Vicent de que los obispos poco serios lo tomaran en serio cuando el mismo Vicent no se tomaba en serio al hablar y escribir contra la anarquía sin saber lo que era, demostrando con ello una desesperante falta de seriedad. Le cité libros de Vicent y añadí que se puede estar en contra o en pro de las ideas anarquistas pero sabiendo lo que son... Entonces fue el prelado el que empezó a bromear y yo corte repentinamente el diálogo con aquel mastuerzo lo suficiente torpe, ignorante y plebeyo para ser obispo.”

Este era Acín. Iban acusándose en su rostro los trazos gruesos. Eh la estrechez alargada de su faz morena apuntaban ya unas patillas ochocentistas. Yo le decía que parecía un guerrillero del tiempo de Espoz y Mina, un contra-bandista de Merimée o un calesero Borrow.

Su delicadeza no la he visto superada por nadie para afrontar discusiones penosas. Desvanecía cordialmente cualquier enojo de buena persona. A las malas personas las desorientaba con una lógica abierta que sabía reírse imperceptiblemente cuando el antagonista iniciaba la retirada como la inicia un atropellaplatos.

Acín tenía una vocación decidida por lo que en el Alto Aragón llaman risalleta. La risalleta es la media risa. Podríamos decir que es la risa pensada, estilizada, aséptica, racionalizada, no insistente en exceso ni malévola como defecto o supervit. Es un pensamiento dibujado, la boca a medio abrir y en los ojos no siempre malignidad. Tenía Acín una grosura labial que con el bigote corto y negro bajo uno de aquellos sombreros de contrabandista gibraltareño que usaba, le hacía parecer como perfecto guerrillero contra la Aduana, contra los civiles, contra los curas y contra los carabineros. El labio grueso destinado a plegarse con suavidad y malicia bondadosa, le hubiera dado a primera vista aire de mozo de estoques, cantador de flamenco o cura disfrazado si Acín no hubiera amenizado su cara con unas patillas doceañistas y un bigote, no recortado como un cineasta, sino, cepilloso, destinado a dar reciedumbre a su estampa.

Era muy distinto físicamente de cualquiera. Su fisonomía no podía olvidarse nunca si se veía una vez. Pero si se le veía apuntar la característica risalleta, se olvidaba mucho menos su figura. Decía las cosas con una mordacidad cordial o con una bondad agresiva, pero al que tenía afecto -no merecido en todos los casos- le dejaba siempre una puerta abierta, una escapatoria, a veces con puente de plata. Era un maestro en procurar salvavidas al antagonista. Cuando no podía lanzar un cabo de socorro padecía, pero en la tempestad dialéctica era rotundo de esa manera viril que no conocen los temperamentos fuertes sin freno, sino los temperamentos ponderados que saben poner en su sitio el punto final, sin exhibirse excesivamente como vencedores.

Conoció el destierro, la cárcel, la aversión de los peores y la soledad por la incomunicación, aun estando acompañado. Pero lo que conoció sobre todo fue la serenidad y el amor irrefrenable a la eficacia. Dedicado a la enseñanza como a una profunda preocupación, sus discípulos pueden decir que no conocía el dogmatismo ni la testarudez. A los testarudos les daba un baño de familiaridad y les hacía ver que la testarudez puede ser un defecto y también una cualidad excelente si se matiza y se hace educada.

-El potro es tozudo- acostumbraba a decir, pero solo mientras tiene un domador tozudo como potro sin domar. Si el potro y el domador no se doman mutuamente, no hay doma posible.

¡Inolvidable Ramón! Cuando las malditas balas falangistas taladraron su cerebro, entraban en una de las mentes más finas de Europa. Cuando la sed de sangre se sació con la sangre de Acín, la inmunda fiera pudo decir que destrozaba una de las vidas más puras, una de las vidas que latían con más decoro y con más esplendidez.


Felipe Aláiz
"Vida y muerte de Ramón Acín"
Ediciones Umbral, París, 1937
(Reproducción de la edición original aparecida en 1937 en Barcelona)








1566. Vida y muerte de Ramón Acín III

Ramón Acín Aquilué (Huesca, 30 de agosto de 1888 - 6 de agosto de 1936), con sus padres


5

Vivía España una época que todavía no ha sido bien estudiada. El romanticismo literario era una ráfaga de agonía lenta de vals, no exenta de belleza. Contrastaba con el romanticismo popular, más vivo y efectivo que el escrito. Todavía en las veladas invernales las viejas hablaban de brujerío, bandolerismo generoso, molineras alarconesas, amores contrariados, ruinas, gestas sin cronista y recios caracteres perdidos por los campos y las aldeas. Todavía los veteranos de la última guerra carlista explicaban en el carasol batallas sin nombre. Las batallas de renombre parecían inexplicables para los autores de aquellos relates que habían empuñado las armas sin saber por qué.

Todavía quedaban por los pueblos del Alto Aragón viejos “tornos” de aceite con sus pesadas prensas, su “fogaril” enorme, sus espuertas y sus “torneros” empapados de caldos fuertes sin refinar y sin manosear. Se trillaba con triíllos de pedreña y cuchillas. El pueblo tenía sus héroes, y no les tenía estima si no podía tutearlos. Estos héroes no eran el Cid ni Bernardo del Carpio, sino viejos vaqueros maldicientes que interpretaban como profetas el lúgubre canto de la lechuza, las fases de la luna y la dirección del viento. Para el romanticismo popular, la ronda valía más que la ópera. La ronda despierta y la ópera hace dormir.

En las estancias solariegas, las damiselas cantaban “Las golondrinas” o aquella “Tortolica” de ritmo lento o el vals de “Château Margaux” Era el vals un aire enjaulado: “Bello Danubio Azul”, “Mabel”, “Danzas” húngaras, polonesas de Chopin, mazurcas, “Vals de las Olas”, “El anillo de hierro”, las zarzuelas nietas de Barbieri, “La Oración de una Virgen”, “E1 ensueño de un Ángel”. Y evocaciones coloniales armonizando con loros coloniales supervivientes, mantones de Manila, cigarreras de bambú o de sándalo, cornucopias isabelinas, retratos descoloridos...

En aquella época nació a la vida una conciencia tan vital y matizada como la de Ramón Acín. Se extinguían las guerras coloniales con merecidas derrotas y surgió como acabada expresión nacional de postrimería y estrechez, el genero chico. Todo era chico, pero los toreros eran califas. Hasta las bailarinas se hicieron sabias y egipciacas para molestar más. Tenía España un rey de bastos y unas cuantas sotas de oros que manejaban a los caballos de espadas y copas. La clase media se incrustaba en los casilleros burocráticos de seis mil reales. Cada pueblo un poco grande tenía general, obispo y beatería acaudalada.


6

Pasó la primera juventud. Acín se adentró por la vida. Su medio familiar era el más grato del mundo. Tenía una de esas madres hogareñas con una capacidad de afecto para Ramón que solo comprenderán los que hayan tenido la suerte de prolongar la vida de la madre viviendo doblemente a su lado y guiando los pasos de la ancianidad más venerable: esa ancianidad limpia que abraza al hijo con más solicitud cuando éste vuelve a casa sin maleta tras una salida más o menos quijotesca con los zapatos rotos y el corazón un poco desalentado, pugnando por no endurecerse para los suyos ni ablandarse para el oportunismo de los otros.

La ancianidad de la madre de Ramón, tenía la delicadeza exquisita de no hacer preguntas al recién llegado. En vez de preguntarle nada, le decía como si no se hubiera apartado de su lado:

- Vamos a hacerte aquel guiso que tanto te gusta...

Todo para no provocar la emoción y derivarla hacía un guisote cualquiera. ¡La poesía de las salsas caseras!

Ramón volvía de Granada. Sus amigos llegábamos a saber de él:

- Y, ¿cómo te fue?

- Pintaba, pintaba...

- ¿Decepciones?

- ¡Bah! Si verdaderamente hay decepciones, no tienen importancia. Si no las hay, tampoco.

Llegaba de Granada cargado de platos azules, de marcos hallados en casa de un anticuario, de telas rameadas, de velones.

- ¿Y las tertulias?

- Por todas pasaba y todas pasaban.

Tenía el don seguro de apuntarlo todo como en bosquejo y dejarlo a veces apuntado sólo, pero bueno para el arrastre.

Se insinuaba ante Ramón lo que él llamaba una “teoría eruptiva”, una cosa que le pica al autor hasta que habla, haciendo en el autor la palabra el efecto de rascarse. Entonces Ramón daba la razón al hombre eruptivo; pero empezaba a hacer distingos y poco a poco iba quitando la razón con garbo que no tenía vuelta de hoja. El hombre eruptivo quedaba en estado delicuescente, escandalizado ante su propia conciencia de convencido más que de vencido.

Un día presenté a Acín en Madrid siendo yo redactor de “El Sol” como si Ramón hubiera sido novicio fugado de un convento. Su risa leve, su “tic” nervioso, aquel su gesto tan ágil y tan matizado que se anticipaba cuando opinaba a prevenir al interlocutor como pidiendo permiso para opinar, eran todo lo contrario de lo que hace un novicio que cuelga los hábitos. A primera vista un observador mediano hubiese confundido los dos gestos. A segunda vista, no.


Felipe Aláiz
"Vida y muerte de Ramón Acín"
Ediciones Umbral, París, 1937
(Reproducción de la edición original aparecida en 1937 en Barcelona)









1564. Vida y muerte de Ramón Acín II

Ramón Acín Aquilué
(Huesca, 30 de agosto de 1888 - 6 de agosto de 1936)


3

Acín era un hombrecito de ciudad. Como yo llegaba del campo, tenía el pelo de la dehesa muy tupido. Era tozudo y callado. Desobedecía cachazudamente a todos. Cuando el director del Colegio me anunciaba castigos tremebundos, pensaba yo que no llegaría la sangre al río. Este procedimiento de rebajar las penas era muy socorrido para que llegara un indulto a tiempo. La serenidad desarma a los tiranos.

Paseando un día Ramón y yo por las riberas del Flumen, me dijo que había una confabulación contra mí.

-No será tanto- dije yo acudiendo al socorrido procedimiento de rebajarme la pena por anticipado.

- Te quieren suspender.

- ¿Por qué?

- Porque no sabes nada de nada.

- A reñir, les juego a todos- replique yo con mi afición ibérica a las peleas.

- Pero es que no se trata de reñir, sino de conjugar verbos irregulares. Y a dividir quebrados, cualquiera te gana.

Bajé la cabeza avergonzado o así. Los quebrados eran para mi una preocupación tremenda, pero sólo durante cuatro o cinco segundos.

- Si quieres el cachorrillo... - dijo de pronto Acín.

“El cachorrillo...” Los que habéis oído ponderar lo que estima su fusil el árabe, los que comprendéis el amor frenético que tiene por una joya única el presumido, sabréis graduar lo que era un cachorrillo para Acín y para mí.

Arma corta, elemental, primitiva. Un cartucho de latón sujeto a la correspondiente armazón de madera en forma de culata con alambre fino. En lo que podríamos llamar recámara ciega y cerrada, un oído o agujero por la parte de arriba. En resolución, una pistola de zagal para llevar en el bolsillo. Cargado el cartucho con pólvora y perdigón mostacillo, poníamos unos granos en el oído comunicando con la carga, acercábamos un poco de fuego al oído cebado y salía una endiablada metralla con más peligro para la mano y para los ojos del que disparaba que para el enemigo. Creíamos muy seriamente que cargado el cachorrillo con granos de sal producía la muerte instantánea del rival.

- Si quiere, te dejo el cachorrillo -me dijo Acín- y vas a examinarte con el arma a punto. Llevas unos mixtos de yesca preparados. Si te suspenden, arreas una descarga contra el tribunal y que venga lo que quiera. Faltan pocos días para exámenes. Los quebrados tienen malas chanzas. Tú no sabes que cuatro quintos equivalen a cero enteros ochenta centésimas, o bien ocho décimas...

Yo no sabía nada de nada. Las décimas y las centésimas, lo mismo que los cuatro quintos me parecían jeroglíficos. Acín me parecía el más afortunado de los brujos. Mi idea persistente era que el tribunal quería burlarse de mí porque era yo lugareño. No podía consentir burlas de tres vejestorios con toga y birrete. Que pretextaran una lección de quebrados o la batalla de las Navas de Tolosa, me era igual. Todo venía a ser lo mismo: disculpas para suspenderme.

- ¿Y tú te empeñas en enseñarme ese lió de los quebrados, Ramón?- pregunté a Acín, sintiendo de pronto la responsabilidad de quien premedita un homicidio y se arrepiente.

 - Sí, prefiero darte un repaso que darte el cachorrillo.

- ¿En cuántos días me vas a preparar?

- En una semana.


4

El paciente y mañoso Acín me encasquetó en una semana la agria y descomunal teoría de los quebrados. Tuvo que hacer prodigios de habilidad. A mí, que me examinaran como nadador en el Cinca, como rabadán del viejo cabrero Chutrón, como ayudante del barquero Salas, como peón de viña, como tocador de requinto o como empapelador de caramelos de verano. Que me preguntaran por el Camino de  Santiago una noche despejada. Conocía esas constelaciones que tan familiares son a los pastores y a los barqueros. Que me hicieran cavar patatas, trillar descalzo con aquellas dos jacas tordas que tenía en el monte de Ballobar Martín el Hortelano. Que me hicieran la jota baja en el guitarro o recitar el romance de Gerineldo. Que me hicieran subir a un peral cargado de fruta para desnudarlo. Pero, ¿los quebrados? ¿Para que sirven los quebrados?

Acín consiguió enseñarme el profundo y misterioso secreto de los quebrados en su casa de Huesca. Era él por aquella época - primeros años del siglo - un oscense de excepción nacido hacia el 87, adolescente despierto, remolón, amigo de lealtad irreprochable y aficiones andariegas. Manejaba el lápiz con mucha más soltura que los quebrados. Dibujaba pajaritas de papel. Una reminiscencia de aquellas infantiles pajaritas podía verse en el pequeño parque de Huesca modeladas por él pocos años antes de ser bárbaramente inmolado por los fascistas.

La solicitud de Acín me salvó del compromiso de disparar mi vengador cachorrillo contra un tribunal docente empeñado en preguntarme por la existencia de los quebrados para humillar mi orgullo pueblerino condecorado con unos cuantos cardenales patentes y unas cuantas heridas cicatrizadas del todo, producto éstas y aquellos de riñas con invariable resultado traumático. Vencer o ser vencido era igual cuando se trataba de reñir. El mérito estaba en reñir por reñir, en reñir con el puntillo de que no dijeran que se esquiva un desafío. “Viejo honor calderoniano español que perdura a través de los siglos entre los españoles susceptibles no lectores de Calderón.” De este tono español vidrioso nació Calderón.


Felipe Aláiz
"Vida y muerte de Ramón Acín"
Ediciones Umbral, París, 1937
(Reproducción de la edición original aparecida en 1937 en Barcelona)










1562. Vida y muerte de Ramón Acín I

Ramón Acín Aquilué
(Huesca, 30 de agosto de 1888 - 6 de agosto de 1936)


1

Aragón tenía una vieja ciudad de muralla interior: Huesca. Capital de provincia propiamente dicha. Nido de burócratas, clérigos y militares. Oficina de caciques y arbitristas. Instituto de segunda enseñanza. Allí estudiamos Ramón Acín y yo en años distraídos.

Nos interesaba poco ver en la plaza de toros, cerca del cuartel de Caballería y desde el mismo en domingo primaveral, aquellas pantomimas estruendosas de principio de siglo, aquellas desdichadas corridas de pólvora que representaban indefectiblemente, como eco de las campañas africanas del 60, «el triunfo de la cruz contra la media luna».

Escenario grande, redondo y arenoso. Un ejército con ros y fusil vencía a los moros que se retorcían como piezas cazadas por las huestes apostólicas. El público relinchaba.

Ramón y yo preferíamos ir a Jara, arboleda de tupida flora romántica para merendar allí y hablar en tono de escasa suficiencia para ser bachilleres predestinados. Y si algún domingo por la tarde acudíamos a la plaza era para ver a dos insignes payasos: Navarrete y Caprani.

Para nosotros, Navarrete y Caprani eran más divertidos que los catedráticos del Instituto: Eyaralar, gramático exigente; Enciso, el consabido ogro de las Matemáticas; Castejon, profesor de Geografía que sabia repetir de memoria los nombres de todos los territorios de Asia y nos deslumbraba al pronunciarlos con una seguridad imponente.


2

Huesca guardaba para nosotros, muy amigos de la calle y poco del claustro, un regusto escasamente agradable lleno de contradicciones. Yo tenia un pariente, furibundo reaccionario, pero de mentalidad risueña. Nunca me hablaba de religión. Me creía a una distancia de medio siglo de sus cofradías y de sus cirios. Y como era él confitero y cerero, iba yo a la trastienda con Acín a empapelar caramelos. La Comisión la cobrábamos en especie manifiesta y en especie clandestina. Al recibir el importe de nuestro trabajo, reducido a un paquete de caramelos, ya nos habíamos apropiado y casi devorado triple botín.

Aquella trastienda era una especie de corte celestial. Curas y canónigos entraban y salían como volando en un aquelarre a bordo de sus anchos manteos. Llegaban párrocos rurales con cara redonda y epicúrea a encargar unas libras de cera y sacristanes más anticlericales que “El Motín”.

Las conversaciones versaban siempre sobre la maldad de los tiempos. Pero allí se despellejaba al prójimo con una diligencia verdaderamente seráfica.

Acín me guiñaba un ojo y decía, cuando la marea de la maledicencia estaba a punto de ahogarnos:

-Hoy se saca ánima.

Delicada alusión a la salmodia de aquellos rezadores que despellejaban al prójimo ausente con una mordacidad propia de las gentes de iglesia.

Había un cura joven que por congraciarse con el amo de la casa, presidente de todas las asociaciones católicas de la ciudad, dijo una tarde:

-Aquí hay Rinconete.

Acín y yo nos habíamos metido entre pecho y espalda una buena libra de caramelos de verano.

Todos callaron.

-El delito puede publicarse, pero no el nombre del delincuente- insistió el cura.

Y nos miraba con ojos de topo, acostumbrados a las tareas inquisitivas.

Dando quince y raya a su propia hipocresía, añadió el curita con soma muy mal llevada:

-Podríamos registrar a los bachilleres en ciernes.

Avanzo hacia Acín y este dio dos pasos atrás.

-A mi no me registra nadie.

-Ni a mi- salte yo envalentonado con aquella solidaridad en peligro.

El confitero se echó a reír:

-Nada, pequeños, os vais al Coso a dar una vuelta y... buen provecho os hagan esos caramelos de verano, que no serán tantos...

Ramón y yo salimos de la trastienda como si hubiéramos ganado la batalla de Zama.

Tarde mayo, entre luces. El Coso se iba poblando de paseantes: parejas de novios, empleados, matracos llegados de los pueblos con el secretario para trampear o camuflar presupuestos y buscar alguna recomendación, grupos de jóvenes bulliciosos, modistas, curas, curas, curas...

Dábamos un par de vueltas y llegaba la hora fastidiosa para mí de cenar con unos colegiales internos como yo, aunque no tan amigos como yo de las escapatorias y de la intemperie.

Me decía Ramón:

-Mañana tendré que explicar en clase la vida de Sertorio.

En una ciudad sertoriana como Huesca, la vida de Sertorio era casi un artículo de primera necesidad, y nos despedíamos con alusiones mortificantes para Grecia, Roma y Cartago.


Felipe Aláiz
"Vida y muerte de Ramón Acín"
Ediciones Umbral, París, 1937
(Reproducción de la edición original aparecida en 1937 en Barcelona)