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3390. Clara Campoamor, de modistilla a directora general de Beneficiencia




Clara Campoamor, que se halla hoy al frente de la Dirección General de Beneficencia, nos cuenta sus recuerdos de cuando fué, sucesivamente, modistilla, dependienta y telefonista...


De modistilla madrileña a directora general

Un día tuve que ir yo a casa de Clara Campoamor, a hacerla una de esas preguntitas que solemos hacer los periodistas a la gente célebre tres o cuatro veces por semana, y recuerdo que vi en el domicilio de la ilustre abogada una cosa que me dejó estupefacta Clara Campoamor no estaba, como era su costumbre, detrás de su mesa del despacho evacuando consultas o dictando cartas a la mecanógrafa. Clara Campoamor estaba aquel día sentada en una sillita baja y en una mano tenia las tijeras y en otra mi un traje a cuadros. 

—Pero, ¿cómo? ¿Usted cose? —pregunté asombrada. 

—¿Y por qué no? 

—Qué sé yo... Porque... en fin, no sé —agregué víctima del azoramiento que se apodera de toda persona cuando se da cuenta de que ha dicho una tontería. 

—La verdad es que ahora coso poco, porque no tengo tiempo. Pero antes... antes he hecho muchos vestidos, y no para mí precisamente. 

—¿Si? 

—Sí. Antes de ser abogada, yo he sido muchas cosas: entre otras, modista. Bueno, tanto como modista..., pongamos modistilla. 

Quizá los lectores se queden tan sorprendidoe como me quedé yo aquel día; pero esto es exacto. Clara Campoamor ha sido modistilla madrileña, y precisamente en los tiempos en que las modistillas eran en Madrid una institución de las que daban más carácter a la capital de España. 

Verán ustedes cómo fué... 

Clarita nació en un hogar de clase media. Su padre era un periodista republicano que ganaba, aunque poco, lo suficiente para que sus hijos pudieran recibir buena educación. 

Pero cuando Clarita cumplió los diez años, su padre murió y... se llevó a la tumba la cesta del pan. 

—No perecimos de hambre gracias a que mi madre, mujer valerosa y fuerte como pocas, se puso a trabajar. Cosía pera fuera; pero esto no era bastante, y yo, entonces, tuve que dejar de ir al colegio para ayudarla a sostener la casa. 

—¿Trabajaba usted con ella? 

—No. En casa no sobraba la labor. Con mis once años tuve que echarme a la calle a buscar trabajo. Entré en un taller de mi mismo barrio, que era el de Maravillas, como aprendiza. 

—Entonces, ¿usted ha andado por ahí con la cajita al brazo, «probando» y «entregando»? 

—Naturalmente. Pero tuve la suerte de que me «sentaran» pronto. La verdad es que a mi el oficio no me gustaba mucho: pero en casa hacían falta los tres reales diarios que yo ganaba en el taller. 

Cuando ascendí a oficial y me subieron el sueldo a una peseta, a la maestra se la ocurrió mudarse a vivir a la calle de los Estudios. Yo tenía que ir todas las mañanas y todas las tardes desde mi casa, situada en la calle del Marqués de Santa Ana, hasta el nuevo domicilio del taller. 

—Sí que era un paseíto. 

—¡Y a pie! Porque el jornal no era como para echar coche, ni siquiera tranvía. 

Aunque Clarita no era muy aficionada a la costura, llegó a ser una buena oficiala, basta el punto de que un día la maestra se sintió magnánima y la subió el jornal a siete realazos. 

Las cosas iban así de bien, cuando de pronto la maestra abandonó el taller, arrebatada por el «palmito» de un guardia civil, que la hizo su esposa. Clara y sus compañeras se quedaron en mitad de la calle, lamentando, como era natural, que el Gobierno de entonces no hubiera tomado el acuerdo de disolver el benemérito Instituto. 


El trabajo en la tienda 

La madre de Clarita quiso que ésta buscara otro taller; pero a la muchacha la gustaban demasiado los libros, y soñaba con una profesión un poco más intelectual que la de modista. Sin embargo, no era posible, al menos de momento, prepararse para nada, y volvió a emprender su peregrinación en busca de trabajo. Al poco tiempo pudo colocarse de dependienta en una lujosa tienda de la calle de Alcalá. 

—Yo creía que el nuevo oficio me dejaría más tiempo para leer y estudiar; pero, sí, sí. Trabajábamos cerca de doce horas, siempre de pie, y como yo lo que hacia era ayudar a las que despachaban, me pasaba el día llevando cajas, piezas de tela y vestidos de la tienda a la trastienda, y del almacén a los talleres. Llegaba a casa por las noches verdaderamente hecha polvo. 

—¿Y cuánto ganaba usted en la tienda?

—Menos que en el taller. Entré con seis reales. Claro que al poco tiempo logré alcanzar mis buenas dos pesetas, cifra que durante mucho tiempo me había parecido desmesurada e inasequible. 

La actual directora general de Beneficencia recuerda algunas curiosas anécdotas de sus tiempos de «hortera» femenina. Una de ollas es la siguiente:

Había en la tienda una dependienta muy guapa, muy fina y que se arreglaba muy bien. Sus compañeras la llamaban la Postal por su gran parecido con los cromos que entonces se usaban para las felicitaciones de Pascuas y cumpleaños. La Postal era, naturalmente, presumida, y se la iban los ojos tras de los vestidos y los abrigos de piel que había en la tienda. Un día desapareció del almacén un modelo de París. Los dueños sospecharon de la dependencia y, más concretamente, de la Postal; y como medida de prevención, ya que no se podía probar plenamente el robo, la pusieron en la calle. 

Al cabo de poco tiempo, uno de los dueños se encontró a la Postal luciendo el modelo de París. Ignoro lo que pasaría entre los dos; pero el caso es que, momentos después, la Postal fué conducida a la tienda. El revuelo que se armó cuando la vimos entrar con el modelo de París puesto y un guardia a cada lado no es para descrito. Allí la quitaron el elegante vestido. La pusieron en su lugar una bata prestada por otra dependienta, que se compadeció, y la volvieron a echar a la calle. Por lo demás, la Empresa no sufrió ningún perjuicio a causa del incidente, puesto que el traje que la Postal había lucido por todo Madrid fué vuelto a colocar en el escaparate, y a los pocos días una señora lo compró. Recuerdo que el traje era de hechura sastre. ¡Parece que lo estoy viendo! 

—Claro que estos casos de dependientas... vamos a llamarlas cleptómanas —continúa diciéndome la señorita Campoamor— eran rarísimos. En general, eran todas muy buenas chicas y muy trabajadoras. Entre todas mis compañeras de mostrador, recuerdo a una que se llamaba Pepita. Era maravilloso cómo aquella mujer manejaba a la clientela. No era posible escapar del espacio de mostrador sobre el que tenía jurisdicción Pepita sin comprar algo. Muchas señoras, que entraban solamente a curiosear, salían cargadas de paquetes, gracias a las dotes de persuasión de aquella muier, verdadero qenio del mostrador. Declaro que la Pepita aquella es una de las personas a quienes yo he admirado mis sinceramente. No me acuerdo ya de cuál era su apellido; pero me agradaría volverla a ver.


El suplicio dantesco de las telefonistas

A pesar de haber llegado a conquistar las dos pesetas diarias, Clarita seguía teniendo aspiraciones. Por las noches, cuando llegaba rendida a su casa, tomaba una taza de café para ahuyentar el sueño, que la cerraba los ojos, y se ponía a estudiar Gramática, Aritmética, Geografía, Historia de España... Los domingos se los pasaba leyendo novelas. También devoraba sin descanso los folletines de El Imparcial

Así las cosas, salieron a oposición unas plazas de telefonistas, remuneradas con doce duros mensuales,

—Me preparé muy de prisa, y las gané. La cosa, en realidad, no era ninguna ganga. Primero entrábamos de supernumerarias; es decir, que sólo nos llamaban a trabajar cuando alguna de las telefonistas se ponía mala o cuando era preciso más servicio. Naturalmente, no cobrábamos sueldo sino solamente las horas de trabajo que nos tocaba hacer. Por fin me dieron la plaza a que tenía derecho. Pero enseguida me di cuenta de que aquel oficio era el más duro de cuantos había yo tenido. Los teléfonos de entonces funcionaban de un modo absurdo. El mecanismo con el que nosotras operábamos era mural. Teníamos que trabajar de pie, y además, realizar unos ejercicios acrobáticos verdaderamente espantosos. 

—¿Acrobáticos? 

—Verá usted. Al sentir la llamada, habla que descolgar el auricular, ponérsele al oído con una mano, y mientras, con la otra, apuntar dos números: el del abonado que llamaba y el del otro con quien quería comunicar. Inmediatamente había que volverse para atrás y meter dos clavijas en sus agujeros. Estos agujeros estaban colocados con tanto talento, que uno quedaba sobre nuestras cabezas y el otro muy cerca de los pies. Ahora, eso sí, con eso de estar todo el día de pie y haciendo flexiones, llegamos a adquirir una esbeltez y una agilidad de titiriteras. Después de haber sido telefonista con aquel sistema se llega a la conclusión de que el Preste era un infeliz sin pizca de imaginación. 

Más tarde se nos dulcificó un poco el trabajo, cuando sustituyeron aquello por los cuadros que se usaban antes del automático. Entonces podíamos trabajar sentadas y con los auriculares fijos en los oídos. 

—¿Y cómo se emancipó usted de aquello? 

—Pues haciendo oposiciones a Telégrafos. Gané plaza, y me destinaron a provincias, donde fui haciendo el Bachillerato. Más tarde conseguí venir a Madrid, y ayudándome con otros trabajos particulares, estudié mi carrera. 

Durante esta conversación que he tenido con la señorita Campoamor en su despacho de directora general, el teléfono ha sonado cincuenta veces. El ministro, el presidente del Consejo, los «altos cargos» de la República y un gran número de personas desconocidas tienen que resolver asuntos importantes con esta mujer, la misma que no hace muchos años andaba por las calles de Madrid con su caja al brazo, probando y entregando vestidos de señora. 


Josefina Carabias
Crónica, 25 de febrero de 1934








3340. Una falla valenciana construida por mujeres

La comisión de la falla recorre las calles para recaudar fondos. Valencia, 1934 - Foto Barberá Masip


El año pasado, y a los pocos días de extinguirse la alegría del festejo fallero, un grupo muy nutrido de encantadoras mujercitas tuvo la feliz idea de construir uno de los satíricos monumentos que adornan las calles de Valencia en la popular fiesta de San José. 

Y un buen día, cuando nadie lo esperaba, las calles de la populosa barriada del Mar se vieron invadidas por las nuevas falleras, que se desplazaban bulliciosamente para comenzar la tarea difícil de la recolecta... 

Nadie pudo resistir la gracia de estas muchachas, que abandonaron por unos días las cotidianas ocupaciones domésticas, y hasta los elementos más humildes del vecindario ofrecían su óbolo modesto. 

—¿Qué da usted para nuestra falla, que será la mejor? 

—Pues no sé; pero... 

—No hay pero que valga. Necesitamos su cooperación como buen valenciano. 

—¿Cuánto?

—Ponga un chavo. 

Y la cajera apunta en una lista interminable al nuevo contribuyente. 

Después, y cuando ya se aproximan los preliminares de las fallas, abandonan la calle por unos días y se recluyen entre las paredes del taller. Dentro de unos días, los "muñecos" reposarán en el taller femenino, esperando el momento oportuno que las falleras los trasladen al tablado de madera para lucir sus gracias y crear la pintoresca falla, que se acoplará exactamente al boceto que ellas mismas dibujaron con la esperanza y el deleite de rendir públicamente un homenaje a los dos genios de la pintura y de la literatura valenciana: Joaquín Sorolla y Blasco Ibáñez. Unas magnificas labradoras aposentadas en una gigantesca cesta de flores, dejan caer pétalos de rosa, cubriendo las cabezas de los homenajeados. Todos los relieves que la adornan tienen un puro sabor de rancia valencianía. 


Vicente Viñals
Estampa, 17 de marzo de 1934








3320. Maximina Jiménez, maestra y alcaldesa de Berrobí (Guipúzcoa)

Maxímina Jiménez, alcaldesa de Berrobí, con los alumnos de su escuela, 1933 - Foto: Carte


La maestra de la escuela mixta de Berrobí, doña Maximina Jiménez, es la decana de las de Guipúzcoa. Entre sus chicos, que cantan la tabla de multiplicar, se arropa frioleramente, con una toquilla, y eso que en la escuela arde una gran estufa. Y es que el viento golpetea escandalosamente en todas las puertas y ventanas. 

Como ve que he reparado en ello, se adelanta a mis preguntas: 

—Ajustar esas puertas y conseguir una escuela de niños podría ser mi programa para estos tres meses. Si lo consiguiera, me daría por satisfecha.

Me parece muy prudente esta señora, que ahorra palabras y las dice bajito. No me extrañaría nada que en abril se presentara a la reelección. 


José R. Ramos

Estampa, 11 de febrero de 1933







3279. Las mujeres de Cataluña van a tener los mismos derechos que los hombres

Foto: Badosa, 1934


En ningún caso estará sometida a la autoridad marital

Aquello de "la mujer, la pierna quebrada y en casa" ha terminado en Cataluña. 

A partir de la promulgación de la ley, la mujer puede disfrutar libremente de sus bienes, acometer empresas financieras, incluso abrir un Banco sin pedirle permiso al esposo; puede enajenar, hipotecar, vender... 

Lo suyo, suyo es. No tiene que pedirle permiso a nadie para hacer su santa voluntad. En ningún caso la mujer está sometida a la autoridad marital. 

Ninguno de los cónyuges habrá de responder de las obligaciones contraídas por el otro en el ejercicio de su respectiva actividad. Quiere decir que el marido no tendrá tampoco que responder de las deudas de su esposa. ¡Allá ella se las entienda con la modista, el joyero, el tapicero y el mueblista! Y si no paga y no tiene con qué responder y la llevan a la cárcel, el marido se lavará las manos. ¿Qué tiene él que ver con todo eso? 

De sus propios bienes podrá hacer lo que le plazca. Si para adquirir algo, un automóvil o una casa, por ejemplo, no tiene con qué, ¡ah!, entonces que se busque un fiador. 


Ya pueden los esposos andarse con cuidado

Claro que antes las leyes catalanas hacían de la mujer en Cataluña algo tan dependiente del marido que podía decirse que al contraer matrimonio dejaba civilmente de existir. 

Dice la primera frase del primer artículo de la nueva ley: 

"La mujer tiene la misma capacidad civil que el hombre." 

Los demás artículos dicen así: 

"El matrimonio no es causa modificativa de la capacidad de obrar de la mujer." 

"La ley no concede al marido autoridad sobre la mujer ni le otorga su representación." 

"Los cónyuges pueden ejercer profesión, oficio, cargo, comercio o industria que no les impida el cumplimiento de los deberes familiares y sin obligar al otro cónyuge."

"Cada uno de los cónyuges podrá, sin licencia del otro, adquirir por título oneroso o lucrativo, alienar y gravar sus bienes, comparecer a juicio, y, en general, contraer y obligarse a realizar toda clase de actos jurídicos." 

"Los cónyuges pueden celebrar entre ellos toda clase de actos jurídicos, sin perjuicio de la revocabilidad, bien por actos intervivos, bien por actos de última voluntad, de los actos realizados a título lucrativo. En ningún caso, durante la vigencia del matrimonio, podrá uno de ellos ejecutar los bienes del otro."


La institución del "Hereu" y la "Pubilla"

Los fueros y leyes catalanes no tenían, sin embargo, completamente abandonada a la mujer. 

La antiquísima institución de la pubilla, que llega a conceder a los hijos de ésta, como primer apellido, el de la madre, es una prueba de ello. 

Pero sólo a la pubilla. La hija primogénita de los payeses hacendados tenía y tiene los mismos derechos que el varón. La pubilla era heredera del apellido y de los bienes y la cabeza de familia al contraer matrimonio. 

Si la institución del hereu resulta curiosa, y lo sigue siendo, pues todavía existe, la de la pubilla lo es mucho más. 

La institución no tiene otra finalidad que la conservación de la masía, el matrimonio familiar y la casa con el apellido.

La ley sobre la capacidad jurídica de la mujer y las que en materia agraria vienen promulgándose, terminarán posiblemente, antes que lo hagan los juristas, con los privilegios del hereu y la pubilla. Si se minifundiera la tierra, más aún de lo que está en Cataluña, y con ello se desmembraran las heredades, perderían aquellas instituciones su razón de existencia. Hombres y mujeres, primogénitos y segundones, tendrán en todos los casos los mismos derechos y prerrogativas. 


Lo que dicen "las esclavas del hogar"

—A ustedes, señoritas —he preguntado a un grupo de guapas modistillas—, ¿qué les parece la nueva ley? 

—Pues muy bien. Pero no vemos las ventajas que para nosotras pueda tener.

—¿Qué negocios puedo realizar yo, pobre de mí? —apunta una.— ¿Y dónde están mis fincas? —dice otra—. Claro que siempre es una satisfacción saber que el día que llegue a casarme, del dinero que yo gane, porque pienso seguir trabajando y sacándome un jornal, podré hacer lo que me parezca. 

—Ya era hora —interviene una rubia de que los señores que hacen leyes comenzaran a ocuparse de nosotras, que venimos siendo "las esclavas del hogar". 

Cada una de las muchachas quiere dar su opinión sobre tema tan importante. Se arman un pequeño lío con sus derechos, y hasta presentan el cuadro horroroso de que los hombres tengamos que criar los chicos, ya que por ley natural no puede obligársenos a tenerlos. 

Hablan incluso de cuando ellas gobiernen. Porque esperan ser Poder, tarde o temprano. 

—Entonces legislaremos acerca de la sociedad y la lealtad conyugales, acerca del tabaco, la disciplina del hogar, la hora a que los maridos deben volver a casa y sobre muchos otros temas en que la libertad masculina no sufre, hasta ahora, muchas restricciones, o, por lo menos, no tienen castigos eficaces. 


Los matrimonios solo se celebrarán por amor

Las empleadas de la Generalidad y del Ayuntamiento de Barcelona, jovencitas inteligentes y cultas, razonan de este modo: 

—Han sido necesarios veinte siglos de civilización para que llegaran a dictarse leyes como ésta. No sabemos qué motivos tenía la sociedad para controlar de una manera tan arbitraria los actos de la mujer. 

Todas estas muchachas son un poco políticas. 

Y toman, como los hombres, parte activa en mítines y conferencias. Las casadas no digamos. 

—Cuando llegué a mí mayor edad —cuenta una—, soltera todavía y en mi poder la legítima de mí madre, podía obrar a mi antojo y hacer de mí y de mí dinero lo que buenamente me dictaba la voluntad. Si mi educación no me hubiera dado la medida exacta de las cosas, si yo hubiera sido, como lo eran algunas de mis amigas, una caprichosa o una excéntrica, podía haber gastado en cuatro días mi fortuna sin que nadie, por ello, me pidiese cuentas. Podía haber comprado joyas, víajar, haberme jugado mi dinero en Montecarlo... He aquí que me caso y ya no puedo disponer de un solo céntimo de mi capital, reducido, desde luego, pero mío. A los veinticinco años, la misma ley que dos años antes me concediera una libertad absoluta, me imponía una tutoria completa. Y conste que no puedo quejarme ni por un instante de la conducta de mi marido en este punto, pues la libertad de que la ley me privaba, mi esposo me la concedía. 

—¿Cree usted que puede tener influencia la ley en la felicidad del matrimonio? 

—De momento, sí, por nueva. Pero es una garantía para los matrimonios del futuro. 

En este momento ya habrá esposas que esperen la entrada en vigor de la ley para rescatar su fortuna del marido que se casó precisamente por ella. 

Esto, sin embargo, no ocurrirá en los matrimonios que se celebren desde enero del año próximo. Todos los matrimonios se celebrarán sólo por amor, única clave de la sociedad conyugal. Sin amor, el maridaje no será en Cataluña otra cosa que el acuerdo de dos ciudadanos para vivir en una misma casa, cada uno con sus derechos y su indiferencia. 


J.D.B. 
Estampa, 25 de agosto de 1934









3261. Don Miguel de Unamuno en su intimidad de Salamanca

En Bordadores, 4... 

En Salamanca, llamada por don Migue! "florón de literatura, tierra que se declina por luz sobrenatural", vive Unamuno en un edificio de viejas piedras. La casa tiene algo de recogimiento, como huidiza de homenajes y entregada al silencio de la labor callada y constante de su morador.

Estamos aguardando al maestro en una sala clara, con un balcón que recoge los verdes cándidos de un huertecillo. Son las dos de la tarde; apenas apeados del coche, nos hemos dirigido a visitar al ilustre rector de la Universidad salmantina, a quien la República, con motivo de su jubilación, acaba de organizar un homenaje en que se le dará la rectoral perpetua de Salamanca. 

Son las dos y don Miguel almuerza —vimos la escena íntima al entrar, desde el pasillo— en un comedor pequeño y obscuro, de tonalidad de tabla clásica. 

Entra amasando esa miga de pan que es su entretenimiento de sobremesa. 

—Estoy —nos dice— aguardando al pintor gallego Marquina, que está pintando mi retrato para el día del homenaje. 

Está allí, en la sala, el lienzo, ya muy avanzado. Don Miguel —piel siempre juvenil, encendida por su sangre, que parece enriquecida por las ideas, por su corazón macerado en hondos sentires, cuyo color resalta en la plata suave de los cabellos y la barba— aparece con un traje azul, la diestra en la mejilla, con un fondo del paisaje de "La Flecha" que enluce el fluvial encanto del Tormes.

—"La Flecha" es la finca de fray Luis de León, donde están inspiradas muchas de sus poesías. Aparece en los primeros capítulos de Los Nombren de Cristo. Yo voy con frecuencia a deambular frente a ese paisaje consagrado por el gran poeta. 

Hay en la sala en que hablamos otro retrato al óleo de don Miguel, joven. El autor es Losada.   

—Retratos —dice don Miguel— me han hecho Zubiaurre, Sorolla, Vázquez Díaz, Bustos, Victorio Macho y Moisés Huertas... 

He aquí una nota intima, y creo que inédita, del genial escritor, del poeta civil de España. Me dice sonriendo. 

—Losada, el autor de este retrato, fué compañero mío de arte, cuando yo dibujaba y pintaba. Si; yo he pintado retratos y escenas al óleo.

Y como advierte en mí un gesto de extrañeza, me dice que él suele contar aquello que no se le pregunta, y que, en cambio, suele no contestar a las interrogaciones. Sin embargo, yo interrogo. 

—¿En qué consistirá el homenaje ? 

—No sé nada; es más; no quiero saber nada..

—Pero algo del programa se le habrá anticipado... 

—Sí, desde luego; sé que he de leer el discurso de apertura, qué titulo... no sé...¡ en el fondo es una Historia de mi labor como profesor. 

Miguel de Unamuno nació en Bilbao en 1864. Allí estudia el Bachillerato. Viene a Madrid en el año 1880 a estudiar Filosofía. 

—Mi cátedra, en Salamanca, la comencé a explicar el año 1891: Lengua y Literatura griegas. 

—¿Ha vivido usted siempre en esta casa? 

—No, desde luego. En muchas. Y un gran tiempo en la rectoral. Una casa de gran carácter, frente a la estatua de Fray Luis de León, que tuvo su cátedra en esta Universidad. 

—Rector fui nombrado en 1900... Desde entonces Salamanca es mi patria espiritual. Vasconia  —Bilbao— me dió con su sangre espiritual el hueso del alma que Castilla —Salamanca—, con su habla, sobre todo, me soldó y arreció el meollo tuétano español. 

Notamos que está vigoroso y fuerte Unamuno. No le endolece su jubilación; pero le preocupa el tiempo y la muerte, sin embargo. Recuerda con frecuencia en su conversación con aliento dolorido, amigos muertos, familiares difuntos... Hablando de los grandes personajes europeos que han pasado por Salamanca —acaso a conocerle a él— en el tiempo en que es rector de ella, don Miguel recuerda a Guerra Junqueiro, el poeta civil portugués. 

—¡Pobrecito! ¡Murió ya! Era casi constante visitante de Salamanca, por la línea de Oporto, que tiene límite con esta provincia. También vinieron Ramao Ortigao y Eça de Queiroz. Blasco Ibáñez, que, por cierto, no quiso estarse mucho, pues quería conservar nada más que una visión instantánea de las cosas, decía: "Si las veo mucho tiempo me confundo; sólo necesito primeras sensaciones." 

Vuelvo a preguntarle sobre el homenaje y él vuelve a sonreír. 

—¿Qué va usted a hacer después del homenaje? —le digo. 

—Declararme... —contesta rápido y tajando el aire con su mano fina— declararme en huelga como monumento nacional. Ni turistas ni nada...

Un ansia de reposo; que se me deje tranquilo trabajar en mis cosas... Mi vida ahora es sencilla: voy por las mañanas a firmar a la Universidad. Luego aquí, al hogar... Un poco anda esto revuelto y en desorden desde la muerte de mi mujer y de mi hija... Luego salgo al campo, a un paisaje bellísimo de aquí, Campo de San Francisco; un pequeño jardín provinciano, silencioso... 

Llega el señor Gallego Marquina y don Miguel se prepara para posar. Y habla entre tanto de sus recuerdos de Bilbao. Cuenta una anécdota de Eusebio Blasco, a propósito de la frase "la cuestión es pasar el rato... sin compromisos serios." 

—Murió mi padre en el balneario, al lado de Marquina... Tiene Bilbao pueblos muy bellos: Oñate..., Lequeitio, Bermeo... 

Y los va pintando con un adjetivo exacto para cada uno de ellos... Se alza, inquieto

—Va usted a ver el jardincillo en que paso muchos ratos... Pero antes veremos la casa... 


La obsesión de la muerte

Y antes de salir de la sala, entristecida su voz, indicando con su índice al suelo, dice Unamuno: 

—Aquí estuvo mi hija, muerta... Aquí mismo. Y yo suelo leer y escribir en el lecho donde ella murió. Venga usted... 

Y pasamos por el comedor, de tono de tabla clásica, y a la izquierda, entramos en una pequeña alcoba con una ventanita de celda, al fondo, iluminada de árboles. El lecho amplio, con un crucifijo en la cabecera; sobre el damasco, volúmenes de poetas ingleses; Keats, Tennyson, Shakespeare. Unamuno se echa en la cama, abre un libro... Y allí no hay más que un veladorcillo con volúmenes y cuartillas, la ventana, el lecho y el Cristo de marfil. 

—Aquí leo y escribo...; así, tal como usted me ve ahora, tendido en el lecho mortuorio de mi hija.,. Y parecen resonar en la celda los versos suyos, de este don Miguel genial: "Nada deseo, mi voluntad descansa, mi voluntad reclina, de Dios en el regazo su cabeza, y duerme y sueña..." 

Aquí murió también su hermana María. 

También murió su otra hermana, que era monja... 

—¡Sólo quedo yo!... 

Pasamos a su jardincillo, descuidado desde que murió la hermana: jardín con un albérchigo, una higuera, peonías y rosas que hubo... y no hay ya. Me cuenta que en esta casa vivió la mujer de Besteiro, Dolores Cebrián, y le parece que nació en ella... 

Salimos. Es la hora en que un crepúsculo acaricia de oro pálido y triste la belleza plateresca de la fachada de la Universidad. Florón de encaje que llega a emocionar como ninguna obra de arte; sobre los muros, letras rojas, españolas. La estatua de fray Luis, que de perfil tiene un parecido espiritual con Unamuno, con el de hoy. 

¡Salamanca, Salamanca, 
renaciente maravilla!

Arde de sol dorado la portalada de la catedral, el patio de la Universidad, con el eco de mil sueños de juventudes románticas y desvanecidas. Entre los ramajes y medallones de la portalada, flor delicada de arquitectura española, tres cráneos miniados decoran una columna. La muerte se agranda y se embellece en Salamanca, y la obsesión de Unamuno es como la llama misma de ese fuego precioso de las arquitecturas opulentas... "Florón de literatura"... Su llamarada genial. 


Emilio Fornet
Estampa, 29 de septiembre de 1934







3259. Maestras de pueblo

María Jesús Cuevas, maestra de Las presas, 1934 - Foto Samot

  
Tres mil maestras están ahora con el pie en el estribo. Después de una difícil carrera de cuatro años y un cursillo eliminatorio, lleno de dificultades, están dispuestas a hundirse para unos cuantos años en los pueblos y villorrios de la Península. 

La última lista publicada en la Gaceta con la definitiva adjudicación de plazas, ha indicado a cada una de estas muchachas la senda que debe seguir para dar comienzo a su apostolado. Pocas han sido las que han tenido la suerte de ir a una capital de provincia a cualquiera de esas escuelas modelos que son los grupos escolares. Las más caerán dentro de un par de meses en Dios sabe qué aldea de qué provincia, dispuestas a luchar diariamente para llevar la luz del saber a los tiernos cerebros infantiles. 


*


Estas tres lindas maestras, Carmela Aja, Marina García y María Jesús Cuevas, que ya están dispuestas a cerrar sus maletas para marchar a donde se las ha destinado, nos hablan del salto en el vació que darán centenares de compañeras suvas. 

—Mire usted, se trata de chicas educadas en un ambiente de ciudad, que han estudiado en la ciudad y han viajado algo. Pertenecen a familias de la clase media, donde el padre se ha sacrificado para sacar adelante la prole. Y en sus casas, si no lujos, han visto algunas comodidades, que ascienden desde la luz eléctrica hasta el cuarto de baño. 

—Además —añade María Jesús—, es rara la maestra de ahora que no guste de vestir y calzar bien, leer un par de periódicos al día y pasar un rato, en el teatro o en el cine. Aquellas maestras de las siete faldas, que enseñaban a las niñas con un palo en la mano, han pasado a la historia con los sainetes que las representaban con sus gafas de concha sobre la nariz, un moño absurdo en la nuca y un traje cursi y emperifollado, haciendo cantar a las niñas de la escuela líricas estrofas, dedicadas al diputado cunero que visitaba por primera vez el feudo que le habían asignado. Ahora, ya lo ve usted, somos muchachas modernas, que enseñamos a las niñas por procedimientos nuevos, llevando a su ánimo el deseo de acudir a la escuela, donde aprenden insensiblemente, sin miedo a la disciplina o a la cara de vinagre de la profesora. 

—Lo malo es el salto —agrega Marina—. Ese salto en el vacío que van a dar muchísimas compañeras nuestras, cayendo en pueblos remotos. Esos pueblos, sin luz para enchufar una bombilla, donde hay que acostarse al caer de la tarde. Todas las provincias españolas tienen pueblos así, sin carreteras, con caminos de herradura, hundidos en los montes, rodeados de nieve en el invierno y achicharrados de sol en el verano, sin más defensa que la manta de lana y la sombra de los árboles, sin una comodidad ni una alegría... 

Vuelve a hablar María Jesús. Como es muy nerviosa se atropellan sus palabras y lo dice todo a una velocidad de vértigo. 

Nos habla de la carrera. 

—Nosotras hemos tenido que estudiar de firme para obtener el título, y después para sacar esta plaza a que vamos destinadas. Como las ovejas del Señor, inclinamos la cabeza y aceptamos el sacrificio. Hemos de enseñar a las niñas en locales terribles, donde no hay comodidad alguna, con un material deplorable y con unas madres que no nos dejan desarrollar la labor a nuestro gusto. En cuanto lleguemos a la escuela se nos presentará una comisión a decirnos que no quieren que enseñemos a sus hijas más que a leer y escribir, las cuatro reglas elementales de la Aritmética y la labor de costura. Además, las compañeras que han tenido la mala suerte de ir a pueblos remotos, se encontrarán con que no tienen casa donde quedarse ni viandas siquiera que comer a gusto. Vamos a ganar, durante muchos años, unos cuarenta y siete duros todos los meses, con los viajes de casa a la escuela y de la escuela a nuestra casa por nuestra cuenta. Imagínese, usted una muchacha de Jaén que le toca ir a Lugo. Y otra de Bilbao que tiene que ir a Canarias. Pues no puede volver a casa ni en la primavera ni en Navidad. Han de resignarse a ver a su gente solamente en las vacaciones del verano, y para ello privándose de todo durante los meses de clase, a fin de reunir lo necesario para la gran excursión de unos centenares de kilómetros. Cualquiera gana más que nosotras entre las empleadas del Estado. 

—No son los tiempos del maestro Ciruela —arguye Marina—; pero se parecen mucho. Hace unos  días hemos leído en un diario madrileño que el Parlamento se dispone a votar un crédito de cuarenta y ocho millones con destino al Ministerio de la Gobernación. En cambio, para la creación de las veintisiete mil escuelas que faltan en España, sólo se destinan siete. 

—Usted —insiste María Jesús— no sabe las escuelas que hay por ahí; algunas dan verdadero espanto. Son como cuevas abiertas en los montes, donde el maestro y los niños se mueren de frío, y otras, donde no se puede dar clase nada más que en los días buenos; entonces el maestro y los alumnos salen al campo, y allí se explica la lección.

No; no es agradable hundirse en pueblos remotos, acostarnos a la hora de las gallinas, pasear por el camino real, sentarnos a la sombra de los árboles y dar clases en escuelas de mala muerte, que más invitan a salir que a entrar en ellas. 

La muchacha suspira. Luego añade: 

—Sin embargo, nos resignamos. Tenemos vocación... 

Bergerac
Estampa, 30 de junio de 1934