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1563. El vuelo vertical de Saint-Exupéry




Bruno H. Piché / Septiembre 2000 / Letras Libres 

Sucede en ocasiones que toda la vida de un hombre, su sentido más profundo y final, están contenidos en un solo día. La mañana del 31 de julio de 1944, el comandante Antoine de Saint-Exupéry despega a bordo de un desprotegido bimotor P-38 Lighting para realizar una misión de reconocimiento, su última misión: sobrevolar a gran altura la zona Grenoble-Chambéry-Lyon. Desde los aires, el paisaje le resulta aún más familiar, casi entrañable; no ha puesto pie en territorio francés en los últimos cuatro años. La ocupación alemana ha sido prolongada, el país está dividido entre el régimen colaboracionista de Vichy, la resistencia y un gobierno en el exilio. Los ánimos declinan. Antes de partir, Saint-Exupéry escribe una carta para un amigo: "Si soy derribado no lamentaría absolutamente nada". Para librar la guerra, las fuerzas conjuntas de Francia y Estados Unidos prefieren prescindir de las emociones del más afamado de sus pilotos, o al menos lograr su disolución en el horizonte amplio de la Gran Estrategia: abrir una pinza de fuego que avanzará contra el enemigo y se cerrará desde el norte y el este de Francia.

La búsqueda continua es la verdadera e infatigable vocación que muestra Antoine desde sus años de juventud. Quiere ser oficial de marina, ingeniero, arquitecto; su animadversión hacia los estudios lo convierte en escritor y piloto de aviones. Las letras y la aviación, profesión entonces en sus albores, le permiten levantar el vuelo en pos del deseado reconocimiento. También quiere ser amado: descubre a la joven aristócrata Louise de Vilmorin, quien combina el prodigio de su belleza y elegancia con un inconformismo acentuado, perenne. Se comprometen en 1923 y la boda no llega nunca. La promesa del amor altera el rumbo de la vida de Antoine: nunca dejará de amar y extrañar a Louise, aunque su matrimonio en 1931 con Consuelo Suncin y su involucramiento con otras mujeres a lo largo de los años le traen un alivio intermitente. Saint-Ex se inicia con éxito como piloto y escritor, pero la condena del amor incumplido no lo abandonará jamás; Louise de Vilmorin reaparece como Geneviéve en su primera novela, Courrier Sud, y más tarde se convertirá en algo más que un personaje literario: permanece para siempre junto a Antoine, a través de sus encuentros esporádicos o de la correspondencia que mantienen permanentemente. El divorcio de Louise, ocurrido ocho años después de casada, les revela a ambos el fiasco que hay en cualquier vida amorosa malograda. Un contemporáneo del piloto, profundo conocedor de las mundanerías de los hombres, padece la misma desdicha: François Mitterrand, el eterno enamorado de Marie-Louise Terrase que decidió volcarse por entero hacia el comercio de las pasiones políticas, arrastrado por una aflicción que no cejó nunca, ni siquiera en la muerte.

Los infortunios políticos de Saint-Ex corren paralelos a la felicidad que descubrió en su esmerado cultivo de la amistad. Antoine profesa la fe del individuo, pero reclama para sí la salvación por los otros, sus semejantes: "No tengo la esperanza de salir de la soledad por mí mismo. La piedra no tiene esperanza de ser algo más que piedra. Pero en unión con otras, se junta para construir un templo" (Citadelle). En la magna catedral de la amistad, el vizconde de Saint-Exupéry convoca a los fieles, dos de ellos entrañables: Léon Werth y Jean Mermoz. El primero de ellos, intransigente panfletista de izquierdas, "guardián de una civilización", cumple una función específica: guiar al piloto en su paso por la tierra, obligarlo a depurar y afinar sus ideas durante conversaciones que se prolongan noches enteras. Con el segundo, otro incondicional de las aventuras aéreas, comparte el ejercicio de la acción terrena. El vínculo con Mermoz no es menos emotivo: no participa de sus creencias antirrepublicanas, que incluso lo llevan a militar en un movimiento de derecha, la beligerante Croix-de-Feux, pero nunca condena la sinceridad ni el compromiso que mueven a su colega y amigo. La amistad, como el amor, surge de algo más profundo e inasible: ambos son el gran misterio. 

Antoine es indiferente a los trasuntos de la política casi hasta el paroxismo. Hundido en una depresión creciente, reclama para una nación mortalmente escindida el mismo espíritu de comunión que anima su profesión amistosa. Ni el mariscal Pétain ni el general De Gaulle merecen sus simpatías, no comulga con sus respectivas causas, aunque tampoco las impugna en forma explícita. La ausencia de compromiso y su inapetencia por la toma de posiciones revelan su anacronismo, los síntomas particulares de un mal anímico: su nostalgia de la vieja civilización europea; anhela la unidad perdida, exige con Drieu La Rochelle rendirle cuentas exclusivamente a Francia, a Europa y al Hombre. Emmanuel Chadeau, historiador económico y biógrafo certero, ha apuntado que la moral política de Saint-Ex corresponde a la prosecución de sus intereses: Antoine no tiene empacho en integrar la tesis de la Francia Eterna en sus novelas para recibir el beneplácito de la Propaganda Staffel, órgano de censura de las fuerzas de ocupación en París y desde cuya sede en el Hotel Majestic oficia el más célebre de los pretores, el coronel Ernst Jünger. Sin embargo, nadie como él deseó tanto y tan obsesivamente el fin de la edad enferma; si hubiera sobrevivido, no me cabe duda de que habría asistido jubiloso a la fiesta secreta que ofreció Borges con motivo de la liberación de París: "El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo esta conjetura: Hitler quiere ser derrotado". (Anotación al 23 de agosto de 1944). Su muerte, acaso temprana, le ahorró la infamia de ocupar un lugar en la Lista Negra junto a Montherlant, Céline y Lucien Rebatet. 









1058. Hay que darle un sentido a la vida de los hombres. (España ensangrentada)

Hay que darle un sentido a la vida de los hombres


Todos nosotros, bajo palabras contradictorias, expresamos los mismos impulsos.

Dignidad de hombres, pan de nuestros hermanos. Nos dividimos por los métodos que son fruto de nuestros razonamientos, no por nuestras metas. Y vamos a la guerra los unos contra los otros en dirección a las mismas tierras prometidas.

Para reconocerlo, basta con observarnos desde cierta lejanía. Entonces se nos descubre en guerra contra nosotros mismos. Entonces, nuestras divisiones, nuestras luchas, nuestras injurias son las de un solo cuerpo que se contrae en sí mismo y se desgarra en la sangre del alumbramiento. Algo nacerá, que sobrepasará esas imágenes diversas, pero apresurémonos a forjar la síntesis. Hay que ayudar al nacimiento, no sea que acabe en muerte. No olvidéis que hoy en día la guerra se dirime con la bomba y la yperita. El cuidado de la guerra no se confía ya a una delegación de la nación, que recoja los laureles sobre las fronteras y, a un precio más o menos oneroso, enriquezca, quiero admitirlo, el patrimonio espiritual de un pueblo. La guerra no es ya más que una cirugía de insecto que inflige sus picaduras en los ganglios del adversario.

Desde la declaración de una guerra, explotarán nuestras estaciones, nuestros puentes, nuestras fábricas. Nuestras ciudades asfixiadas esparcirán su población por el campo. Y, desde el primer instante, Europa, un organismo de doscientos millones de hombres, habrá perdido su sistema nervioso, como quemado por un ácido, sus centros de control, sus glándulas reguladoras, sus canales quilíferos, y sólo constituirá un enorme cáncer y comenzará a pudrirse allí mismo. ¿Cómo alimentarían ustedes a esos doscientos millones de hombres? Nunca desenterrarán las suficientes raíces.

Cuando la contradicción se hace tan urgente, hay que darse prisa para superarla. Pues nada puede vencer a una necesidad que busca su expresión. Si a falta de otra cosa, encuentra dicha expresión en la ideología que conduce a la guerra, no dudemos que haremos la guerra. Podemos responder mejor a las necesidades que atormentan al hombre que a través de la guerra, pero es estéril que las neguemos. Pueden ustedes gritar sus razones para odiar la guerra a ese oficial del sur de Marruecos que conocí, pero cuyo nombre no oso decir, no fuera a molestarlo. Si no se convence, no lo traten como a un bárbaro. Escuchen primero este recuerdo.

Él estaba al mando, en la guerra del Rif, de un pequeño puesto situado entre dos montañas disidentes. Una tarde recibió a parlamentarios provenientes del macizo del Oeste. Y estaban bebiendo té, como es debido, cuando estalló el tiroteo. Las tribus del macizo Este atacaban el puesto. Cuando el capitán expulsaba a los parlamentarios enemigos para entrar en combate, éstos respondieron: “Hoy somos tus huéspedes, Diosno permite que te abandonemos...”. Se unieron pues a sus hombres, salvaron el puesto y volvieron a su territorio disidente.

Pero la víspera del día en que, a su vez, se preparaban para atacar al capitán, volvieron:

“La otra noche, te ayudamos...”

-Es verdad

-Por ti disparamos trescientos cartuchos...

-Es verdad.

-Sería justo que nos los devolvieras”.

Y el capitán, gran señor, no puede aprovechar una ventaja que obtendría a costa de su nobleza. Les devuelve los cartuchos por los que quizá él va a morir...

La verdad, para el hombre, es lo que hace de él un hombre. Cuando aquél, que había visto esa altura de las relaciones, esa lealtad en el juego, ese don mutuo de una estima que compromete a la vida, compara esa expansión, que le fue permitida, con la mediocre calidad del demagogo que hubiera expresado su fraternidad a los mismos árabes con grandes palmetadas en la espalda, que hubiera halagado, quizá, al individuo, pero humillado al hombre a través suya, aquél no sentirá ante vuestra mirada, si le culpáis, más que una piedad un poco despreciativa. Y tendrá razón.

No intentéis explicarle a un Mermoz que se lanza sobre la vertiente chilena de los Andes, con su victoria en el corazón, que se ha equivocado, que una carta, de comerciante probablemente, no merecía arriesgar la vida. Mermoz se reirá de vosotros. La verdad es el hombre que ha nacido en él cuando atravesaba los Andes.

Y si el alemán, hoy en día, está dispuesto a derramar su sangre por Hitler, comprendan pues que es inútil discutir sobre Hitler. Es porque Alemania encuentra en Hitler la ocasión para entusiasmarse y ofrecer su vida lo que hace que para ese alemán todo sea grande. ¿No comprenden que la potencia de un movimiento reposa sobre el hombre que éste libera?.

¿No comprendéis que el don de sí, el riesgo, la fidelidad hasta la muerte, son ejercicios que han contribuido enormemente a fundar la nobleza del hombre?. Cuando buscáis un modelo, lo descubrís en el piloto que se sacrifica por su correo, en el médico que sucumbe en la lucha contra las epidemias, o en el meharista que, a la cabeza de su pelotón moro, se hunde en la indigencia y la soledad. Algunos mueren cada año. Si incluso su sacrificio es en apariencia inútil, ¿creéis que no ha servido para nada? Ellos han tallado en la pasta virgen que somos originariamente una bella imagen, han sembrado en la misma consciencia del niño pequeño, acunado por los cuentos nacidos de sus gestos. Nada se pierde y el mismo monasterio cerrado de clausura resplandece.

¿No comprendéis que en algún momento, nos hemos desviado de nuestra ruta?.

La termitera humana es más rica que antes, disponemos de más bienes y de más placeres, y, sin embargo, algo esencial nos falta que no sabemos definir bien. Nos sentimos menos hombres, hemos perdido en algún lado misteriosas prerrogativas.

Yo he criado gacelas en Juby. Todos criábamos allí gacelas. Las encerrábamos en un cercado, al aire libre, pues las gacelas necesitan el agua corriente de los vientos, y nada es más frágil que ellas. Capturadas jóvenes, viven sin embargo y pastan en tu mano. Se dejan acariciar y ponen su húmedo hocico en el hueco de la palma de la mano.

Y uno cree que están domesticadas. Uno cree haberlas resguardado de la tristeza desconocida que sin hacer ruido extingue a las gacelas, y les da la más tierna muerte...Pero llega el día en que la encontráis, haciendo fuerza con sus pequeños cuernos contra el cercado, en dirección al desierto. Están imantadas. Ellas no saben que os huyen; la leche que les dais, van a beberla, todavía se dejan acariciar, más tiernamente aún hunden el hocico en vuestra palma...Pero apenas las dejáis, descubrís que tras algo parecido a un galope feliz, de nuevo vuelven contra el cercado. Y si no intervenís más, allí se quedan, sin intentar siquiera luchar contra la barrera, sino pesando simplemente contra ella, con la nuca baja, y sus pequeños cuernos, hasta morir. ¿Es la estación del amor, o la sencilla necesidad de un galope hasta perder el aliento?.

No lo saben. Sus ojos no se habían abierto aún cuando las capturásteis. Ellas ignoran todo de la libertad en las arenas, como del olor del macho. Pero vosotros sois más inteligentes que ellas. Lo que ellas buscan, lo sabéis, es la extensión que las realizará. Quieren ser gacelas y bailar su danza. A ciento treinta kilómetros por hora, quieren conocer la fuga rectilínea, cortada por bruscos saltos, como si, aquí y allá, las llamas escaparan de la arena. ¡Poco importan los chacales, si la verdad de las gacelas es sentir el miedo que, único, las obliga a sobrepasarse, y saca de ellas las más altas acrobacias!. Qué importa el león si la verdad de las gacelas es quedar abiertas de un golpe de garra bajo el sol. Las miráis y pensáis: están ahítas de nostalgia...La nostalgia es el deseo de no se sabe qué.

Existe, el objeto del deseo, pero no hay palabras para decirlo.

Y a nosotros, ¿qué nos falta?

¿Cuáles son los espacios que nosotros pedimos que nos abran?. Buscamos liberarnos de los muros de una prisión que se espesa en torno nuestro. Han creído que, para hacernos crecer, bastaba con vestirnos, alimentarnos, responder a nuestras necesidades. Y poco a poco se ha fundado en nosotros un pequeño burgués de Courteline, el político de pueblo, el técnico cerrado a toda vida interior. "Se nos educa, me responderán ustedes, se nos ilustra, se nos enriquece más que antes, con las conquistas de nuestra razón”.

Pero se hace una flaca idea de la cultura del espíritu quien crea que ésta reposa en el conocimiento de fórmulas, en la memoria de resultados adquiridos. El mediocre que ha terminado el último la carrera politécnica sabe más sobre la naturaleza y sus leyes que Descartes, Pascal y Newton. Sin embargo, sigue siendo incapaz de una sola de las hazañas espirituales de las que fueron capaces Descartes, Pascal y Newton. A éstos se los cultivó en primer lugar. Pascal, ante todo, es un estilo. Newton, ante todo, es un hombre. Éste se hizo espejo del universo. La manzana madura que cae en un prado, las estrellas de las noches de julio, las oyó hablar el mismo lenguaje. La ciencia, para él, era la vida.

Y hete aquí que descubrimos con sorpresa que hay condiciones misteriosas que nos fertilizan. Ligados a los otros por un fin común, y que se sitúa fuera de nosotros, solamente entonces respiramos. Nosotros, los hijos de la era del confort, sentimos un inexplicable bienestar compartiendo nuestros últimos víveres en el desierto.

A todos los que entre nosotros han conocido la gran alegría de los rescates saharianos, todo otro placer les parecerá fútil.

Por todo ello, no os asombréis. Aquél que no sospechaba siquiera el desconocido que dormía dentro de él mismo, pero que lo ha sentido despertarse, una vez, en una trinchera anarquista, en Barcelona, a causa del sacrificio de la vida, de la cooperación, de una imagen rígida de la justicia, ése no conocerá más que una verdad: la verdad de los anarquistas. Y el que una vez haya hecho guardia para proteger a un grupo de monjitas arrodilladas, aterrorizadas, en los monasterios españoles, ése morirá por la iglesia de España.

Queremos ser liberados. El que da un golpe de piqueta quiere conocer un sentido para su golpe de piqueta.

Y el golpe de piqueta del presidiario no es igual ni mucho menos que el golpe de piqueta del explorador, que engrandece al que lo da. La prisión no reside allí donde los golpes de piqueta se propinan. No hay un horror material. La prisión está ahí donde se dan golpes de piqueta sin sentido, que no ligan al que los da con la comunidad de los hombres.

Y nosotros queremos evadirnos de la prisión.

Hay doscientos millones de hombres en Europa que no conocen el sentido de sí mismos y que querrían nacer. La industria los ha arrancado del lenguaje de los linajes campesinos y los ha encerrado en esos ghettos enormes que parecen cocheras, llenas de trenes de vagones negros. En el fondo de las ciudades obreras, ellos querrían despertar.

Hay otros, aprisionados en el engranaje de todos los oficios, a los cuales les están prohibidas las alegrías de un Mermoz, las alegrías religiosas, las alegrías del sabio, y que también querrían nacer.

Podemos, ciertamente, animarles vistiéndoles de uniforme. Entonces cantarán sus cánticos de guerra y partirán su pan entre camaradas. Habrán reencontrado lo que buscan, el sabor de lo universal. Pero, por el pan que se les ofrece, morirán.

Se pueden desenterrar los ídolos de madera y resucitar los viejos lenguajes que,  mal que bien, han servido, podemos resucitar las místicas del pangermanismo, o del imperio romano. Se puede embriagar a los alemanes de ser alemanes y compatriotas de  Beethoven. Podemos hincharlos hasta el sombrero. Desde luego es más fácil que sacar del sombrero un Beethoven. Pero esos ídolos demagógicos son ídolos carnívoros. El  que muere por el progreso del conocimiento o la curación de las enfermedades, ése sirve a la vida, al mismo tiempo que muere. Es bello morir por la expansión de Alemania, de Italia o de Japón, pero el adversario no es ya entonces esa ecuación que se resiste a ser  integrada, ni el cáncer que se resiste al suero, el enemigo es aquí el hombre de al lado. 

Hay que enfrentarse con él, pero ya no se trata, hoy, de vencerlo. Cada uno se instala al  abrigo de un muro de cemento. Cada uno, a falta de otra cosa, lanza, noche tras noche, escuadrillas que bombardeen al otro en sus entrañas. La victoria es para el que se pudra el último, como en España, y los dos adversarios se pudren juntos.

¿Qué necesitaríamos para nacer a la vida?. Darnos. Hemos sentido oscuramente  que el hombre no puede comunicarse con el hombre más que a través de una misma  imagen. Los pilotos se reencuentran si luchan por el mismo correo. Los hitlerianos si se  sacrifican por el mismo Hitler. El equipo de escaladores, si tienden hacia la misma  cima. Los hombres no se reúnen cuando se abordan directamente unos a otros, sino  cuando se confunden en el mismo dios. Tenemos sed, en un mundo convertido en  desierto, de reencontrar a camaradas: el gusto del pan partido entre camaradas nos ha hecho aceptar los valores de la guerra. Pero no necesitamos la guerra para hallar el calor  de los hombros vecinos en una carrera hacia la misma meta. La guerra nos engaña. El odio no ayuda nada a la exaltación de la carrera.

Dado que basta, para liberarnos, con ayudarnos a tomar consciencia de un objetivo que nos une los unos a los otros, es mejor buscarlo en lo universal. El cirujano  que pasa consulta no escucha en absoluto las quejas de aquél a quien ausculta: a través de él, es al hombre al que quiere sanar. El cirujano habla un lenguaje universal. Con su  pulso fuerte, el piloto de línea aplasta las turbulencias, y es un trabajo de forzudo. Pero luchando así, sirve a las relaciones humanas. La potencia de ese pulso acerca unos a  otros a quienes se aman y desean reunirse: ese piloto también ingresa en lo universal. Y  el simple pastor mismo que vela a sus ovejas bajo las estrellas, si es consciente de su  papel, se descubre más que un pastor. Es un centinela. Y cada centinela es responsable  de todo el Imperio.

De qué sirve engañar al marinero echándole, en nombre de Beethoven, contra el  hombre de al lado. Qué estupidez cuando, en un mismo territorio, se encarcela a Bethoven en un campo de concentración, si no piensa como el marinero. La meta para éste debe ser crecer y hablar un día, como Beethoven, un lenguaje universal.

Si nosotros tendemos hacia esa conciencia de lo Universal, retornaremos al destino mismo del hombre. Sólo lo ignoran los tenderos que se han instalado en paz a la orilla, y no ven correr el río. Pero el mundo evoluciona. De una lava en fusión, de una pasta de estrellas, nace la vida. Poco a poco, nos hemos levantado hasta escribir cantatas o pesar las nebulosas. Y el comisario, bajo los obuses, sabe que la génesis no está acabada y que debe proseguir su elevación. La vida marcha hacia la consciencia. La pasta de estrellas alimenta y compone lentamente su más alta flor.

Pero ya es grande ese pastor que se descubre centinela.

Cuando marchemos en la buena dirección, la que hemos tomado desde el origen, despertándonos de entre la arcilla, entonces solamente seremos felices. Sólo entonces podremos vivir en paz, porque lo que da sentido a la vida da sentido a la muerte.Es tan dulce a la sombra del cementerio provincial, cuando el viejo campesino, al final de su reinado, ha devuelto en depósito a sus hijos su lote de cabras y de olivos, para que ellos lo transmitan, a su vez, a los hijos de sus hijos. No se muere más que a medias en un linaje campesino.

Cada existencia se quiebra a su vez como una vaina y libera sus granos.

Yo he visto de cerca una vez a tres campesinos, frente al lecho de muerte de su madre. Y ciertamente, era doloroso. Por segunda vez se rompía el cordón umbilical. Por segunda vez se deshacía un nudo; el que liga una generación a la otra. Esos tres hijos se descubrían solos, teniendo que aprenderlo todo, privados de una mesa familiar donde reunirse los días de fiesta, privados del polo en el que todos se reencontraban. Pero yo descubrí también, en aquella ruptura, cómo la vida se daba por segunda vez. Esos hijos, ellos también, a su vez, se harían cabezas de familia, puntos de reunión y patriarcas hasta la hora en que, a su vez, pasarían el mando a esa camada de pequeños que jugaban en el patio.

Yo miraba a la madre, aquella vieja campesina de rostro tranquilo y duro, con los labios apretados, ese rostro cambiado en máscara de piedra. Y reconocía en él el rostro de los hijos. Esa máscara había servido para imprimir el de ellos. Ese cuerpo había servido para imprimir esos cuerpos, esos bellos ejemplares de hombres que se tenían derechos como árboles. Y ahora ella descansaba rota, pero como una rica cáscara de la que se ha retirado el fruto. A su vez, hijos e hijas, con su carne, imprimirían hombres en los pequeños.

Nada moría en la granja. ¡La madre ha muerto, viva la madre!.

Dolorosa, sí, pero tan sumamente simple aquella imagen del linaje, abandonando uno por uno, en su camino, sus bellos despojos de blancos cabellos, marchando hacia no sé qué verdad, a través de sus metamorfosis.


Antoine de Saint-Exupéry, 
"Paz o Guerra", "España ensagrentada"
Paris-Soir,  4 de octubre 

Fotografía: Manifestación de mujeres contra la guerra con el lema "Más vale ser viuda de heroe que mujer de miserable" del Secretariado Femenino del POUM. 








1057. Hombre de Guerra, ¿Quién eres? (España ensangrentada)

Hombre de Guerra, ¿Quén eres?

Para curar un malestar, es necesario aclararlo. Y, ciertamente, nosotros vivimos en el malestar. Hemos elegido salvar la Paz. Pero, al salvar la paz, hemos mutilado a los amigos. Y, sin duda, muchos entre nosotros estaban dispuestos a arriesgar la vida por los deberes de la amistad. Éstos sienten ahora una especie de vergüenza. Pero si hubieran sacrificado la paz, sentirían la misma vergüenza. Porque en ese caso estarían sacrificando al hombre: estarían aceptando el derrumbamiento irreparable de las bibliotecas, las catedrales, los laboratorios de Europa. Estarían aceptando arruinar sus tradiciones, habrían aceptado cambiar el mundo en nube de cenizas. Y por eso hemos oscilado de una opinión a la otra. Cuando la Paz nos parecía amenazada, descubríamos la vergüenza de la guerra. Cuando la guerra nos parecía evitada, sentíamos la vergüenza de la Paz.

No hay que dejarse ir en ese asco por nosotros mismos: ninguna decisión lo podría haber evitado. Es necesario que nos repongamos y busquemos el significado de ese asco. Cuando el hombre choca con una contradicción tan profunda, es que ha planteado mal el problema. Cuando el físico descubre que la tierra con su movimiento arrastra al éter donde la luz se mueve, y cuando, al mismo tiempo, descubre que ese éter permanece inmóvil, no por ello renuncia a la ciencia, sino que cambia el lenguaje y renuncia al éter.

Para descubrir dónde reside ese malestar, es preciso sin duda dominar los acontecimientos. Es necesario, durante unas horas, olvidar a los Sudetes.

Si miramos demasiado de cerca, estaremos ciegos. Nos es preciso reflexionar un poco sobre la guerra, ya que, a la vez, la rechazamos y la aceptamos. 

Sé que se me dirigirán ciertos reproches. Los lectores de un periódico reclaman reportajes concretos, no reflexiones. Las reflexiones están bien en las revistas o en los libros. Pero sobre esto yo tengo una opinión diferente.

Tengo siempre ante mis ojos la imagen de mi primera noche de vuelo en Argentina. Una noche de tinta.

Pero, en aquella nada, vagamente luminosas como estrellas, las luces de la humanidad en la llanura.

Cada estrella significaba que en plena noche, allí abajo, alguien estaba pensando, alguien leía, alguien buscaba las confidencias. Cada estrella, como un fanal, señalaba la presencia de una consciencia humana. En una, quizás alguien meditaba sobre la felicidad de los hombres, sobre la justicia, sobre la paz. Perdida en aquel rebaño de estrellas, era la estrella del pastor. Allá en otra, quizás alguien entraba en comunicación con los astros, ocupándose en cálculos sobre la nebulosa de Andrómeda. Allá al otro lado alguien amaba. Por todas partes ardían esos fuegos en el campo, reclamando su alimento, hasta los más humildes. El del poeta, el del profesor, el del carpintero. Pero, entre aquellas estrellas ardientes, cuántas ventanas cerradas, cuántas estrellas apagadas, cuántos hombres dormidos, cuántos fuegos que ya no daban luz, por no haber sido alimentados.

Poco importa que el periodista se equivoque en sus reflexiones, nadie es infalible. Aunque no penetre en todas las moradas, poco importa, son las moradas donde hay alguien despierto las que crean el significado de un territorio. El periodista ignora cuáles son las que comunicarán con él, pero poco importa, él espera, cuando echa los sarmientos al viento, mantener alguno de esos fuegos que de trecho en trecho arden en el campo.

Fueron trabajosas las jornadas que vivimos ante los altavoces. Era como la espera de contrataciones ante el portón de hierro de una fábrica. Los hombres, amontonados para oír hablar a Hitler, ya se veían hacinados en los vagones de mercancías, después repartidos detrás de los instrumentos de acero, al servicio de esa fábrica en la que la guerra se ha convertido. Ya enrolados en una gigantesca tropa de faena, el investigador renunciaba a los cálculos que le ponían en comunicación con el universo, el padre renunciaba a las sopas de la anochecida que embalsamaban la casa y el corazón, el jardinero, que había vivido para una rosa nueva, aceptaba no embellecer ya la tierra. Todos nosotros estábamos ya desarraigados, confundidos y arrojados a montón bajo la piedra de molino.

No por espíritu de sacrificio, sino por abandono al absurdo. Ahogados en las contradicciones que no sabemos ya resolver, desanimados por la incoherencia de los acontecimientos que ningún lenguaje aclara ya, admitíamos oscuramente el drama sangrante que por fin nos había impuesto deberes sencillos.

Nosotros sabíamos sin embargo que toda guerra, desde que se dirime con el torpedo y la yperita, sólo puede abocar al derrumbamiento de Europa. Pero somos poco sensibles, mucho menos de lo que imaginamos, a la descripción de un cataclismo. 

Asistimos cada semana, hundidos en nuestras butacas de cine, a los bombardeos de España o de China. Sin sentirnos destrozados nosotros mismos, podemos oír las bombas que hieren las profundidades mismas de las ciudades. Admiramos los tirabuzones de seda y de cenizas que esas tierras volcánicas lentamente propalan en el cielo. Y ¡sin embargo! es el grano de los graneros, son los tesoros familiares, la herencia de las generaciones, la carne de los niños quemados la que, dilapidada en fumatas, engorda lentamente esa negra nube. 

Yo he recorrido en Madrid las calles de Argüelles, donde las ventanas, como ojos reventados, no encerraban ya más que blanco cielo. Sólo los muros habían resistido, y tras las fachadas fantasmales, el contenido de los seis pisos quedaba reducido a cinco o seis metros de escombros. Del techo a la base, los tablones de roble macizo sobre cuyos cimientos habían vivido generaciones su larga historia familiar, donde la sirvienta, en el instante mismo del trueno, ponía quizás los blancos manteles para servir la cena y el amor, donde las madres, quizás, ponían unas manos frágiles en las frentes ardorosas de niños enfermos, donde el padre meditaba la invención del día siguiente, esos cimientos que todos pudieron creer eternos, de un solo golpe, en la noche, se habían tambaleado como canastas, vertiendo su carga al hoyo.

Pero el horror no pasa la batería y, ante nuestros ojos, con la indiferencia del espectador, los torpedos del avión caen sin ruido, en vertical, como sondas, sobre esas moradas vivientes a las que vaciarán sus entrañas.

No lo digo con indignación, aquí nos falta la clave de un lenguaje. Somos los mismos hombres que aceptarían arriesgarse a morir por un solo minero atrapado o por un solo niño desesperado. El horror nada demuestra. Yo no creo que esas reacciones animales tengan eficacia alguna. El cirujano entra en el hospital y no experimenta ese encogimiento de corazón que el espectáculo del sufrimiento desencadena en las niñas. Su piedad, de otra manera más elevada, pasa por encima de esa úlcera que va a curar. Él palpa y no escucha las quejas.

Así, a la hora del alumbramiento, cuando los gemidos comienzan, un gran fervor sacude la casa. Hay pasos precipitados en el vestíbulo, preparativos, llamadas, y nadie se asusta de esos gritos que la joven madre misma olvidará, que se enquistarán en la memoria, que no cuentan. Y sin embargo ella se retuerce y sangra. Y unos brazos nudosos la sostienen, brazos de verdugo, que ayudan a la expulsión del fruto, que arrancan la carne de su carne. Pero se trabaja; y se sonríe. Y se cuchichea: “Todo va bien”. Se prepara una cuna; se prepara un baño tibio; hay carreras bruscas a la puerta; se oye un enorme portazo, y alguien grita: “¡Gracias al cielo, es un niño!”.

Si sólo disponemos de descripciones del horror, no tendremos razón alguna contra la guerra, pero tampoco tendremos ninguna razón si nos contentamos con exaltar la dulzura de la vida y la crueldad de los duelos inútiles. Hace ya algunos millares de años que hablamos de las lágrimas de las madres. Hay que admitir ya que ese lenguaje no impide en absoluto que los hijos mueran.

No es desde luego en los razonamientos donde encontraremos la salvación. Más o menos numerosos, los muertos... ¿a partir de qué número son aceptables?. No fundaremos la paz sobre esa miserable aritmética.

Diremos: “Sacrificio necesario... La grandeza y la tragedia de la guerra...” O, más bien, no diremos nada. No poseemos en absoluto un lenguaje que nos permita expresar sin razonamientos complicados la diferencia de las muertes. Y nuestro instinto y nuestra experiencia nos hacen desconfiar de los razonamientos: todo puede demostrarse. Una verdad no es aquello que se demuestra: es lo que simplifica al mundo.

Nuestro tormento es un tormento viejo como la especie humana. Ha presidido los progresos del hombre.

Una Sociedad evoluciona y sigue intentando captar, mediante el instrumento de un lenguaje caduco, las realidades presentes. Válido o no, somos prisioneros de un lenguaje y de las imágenes que éste acarrea. Es ese lenguaje insuficiente el que se hace, poco a poco, contradictorio: nunca lo son las realidades. 

Solamente cuando el hombre forja un concepto nuevo, entonces se libera. La operación que hace progresar no es en absoluto la que consiste en imaginar un mundo futuro: ¿cómo sabríamos tener en cuenta las contradicciones inesperadas que nacerán mañana de nuestras premisas, y que, imponiendo la necesidad de síntesis nuevas, cambiarán la marcha de la historia?. El mundo futuro escapa al análisis. El hombre progresa forjando un lenguaje para pensar el mundo de su tiempo. Newton no preparó el descubrimiento de los rayos X previendo los rayos X. Newton creó un lenguaje simple para describir los fenómenos que conoció. Y los rayos X, de creación a creación, surgieron de él. Toda otra acción es utopía.

No busquéis más qué medidas salvarían al hombre de la guerra. Deciros: “¿Por qué hacemos guerras si al mismo tiempo sabemos que son absurdas y monstruosas?. ¿Dónde está la contradicción?. ¿Dónde reside la verdad de la guerra, una verdad tan imperiosa que domina el horror y la muerte?”. Si lo conseguimos, entonces no nos abandonaremos ya, como a algo más fuerte que nosotros, a la ciega fatalidad. Solamente entonces nos salvaremos de la guerra.

Ciertamente, podéis responderme que el riesgo de la guerra reside en la locura humana. Pero con ello estaréis renunciando a vuestro poder de comprensión. Podríais igualmente afirmar: la tierra gira en torno al sol porque ésa fue la voluntad de Dios. 

Puede ser. Pero ¿qué ecuaciones pueden traducir esa voluntad? ¿En qué lenguaje claro podemos traducir esa locura, para así liberarnos de ella?.

Así, me parece que los instintos salvajes, la rapacidad o el gusto por la sangre siguen siendo claves insuficientes. Suponen dejar de lado lo que quizás es esencial. Es olvidar todo el ascetismo que rodea a los valores de la guerra. Olvidar el sacrificio de la vida. Olvidar la disciplina. Olvidar la fraternidad en el peligro. Olvidar, a fin de cuentas, todo cuanto nos impresiona de los hombres de la guerra, de todos los hombres que en las guerras han aceptado las privaciones y la muerte.

El año pasado, visitaba el frente de Madrid y me parecía que el contacto con las realidades de la guerra era más fértil que los libros. Me parecía que, sólo del hombre de la guerra, era posible sacar enseñanzas sobre la guerra.

Pero para encontrar lo que hay en él de universal, es preciso olvidar que hay bandos y no discutir en absoluto las ideologías. Los lenguajes acarrean contradicciones tan inextricables que hacen desesperar de la salvación del hombre. Franco bombardea Barcelona porque, dice, Barcelona ha masacrado a los religiosos. Franco protege pues los valores cristianos. Pero el cristiano asiste, en nombre de los valores cristianos, en Barcelona bombardeada, a la carnicería de mujeres y niños. Y ya no comprende más. 

Son, me dirán ustedes, las tristes necesidades de la guerra... La guerra es absurda. No obstante hay que elegir un bando. Pero me parece que primero es absurdo un lenguaje que obliga a los hombres a contradecirse.

No objetéis tampoco la evidencia de vuestras verdades, pues tenéis razón. Todos tenéis razón. Tiene razón incluso el que achaca la desgracia del mundo a los jorobados. 

Si declaramos la guerra a los jorobados, si lanzamos una imagen de una raza de jorobados, aprenderemos rápidamente a exaltarnos. Todas las villanías, todos los crímenes, todas las prevaricaciones de los jorobados, se las reprocharemos. Y así habrá justicia. Y cuando ahoguemos en su sangre a un pobre jorobado inocente, nos encogeremos de hombros tristemente: “Son los horrores de la guerra... Éste paga por otros... Paga por los crímenes de los jorobados...” Pues, ciertamente, los jorobados también cometen crímenes.

Olvidad pues esas divisiones que, una vez admitidas, conllevan todo un Corán de verdades inquebrantables y el fanatismo asociado a ellas. Podemos clasificar a los hombres en de derechas y de izquierdas, en jorobados y no jorobados, en fascistas y demócratas, y esas distinciones son inatacables; pero la verdad, ya lo sabéis, es aquello que simplifica el mundo, y no aquello que crea el caos. ¿Y si preguntáramos al hombre de guerra, sea quien sea, no escuchándole justificarse con su lenguaje insuficiente, sino viéndole vivir, cuál es el sentido de sus aspiraciones profundas?.


Antoine de Saint-Exupéry, 
"Paz o Guerra", "España ensagrentada"
Paris-Soir,  2 de octubre de 1938










1049. De noche las voces enemigas se llaman ... (España ensangrentada)

Dinamiteros en Carabanchel, Madrid - Foto: Gerde Taro


De noche, las voces enemigas se llaman y se responden de una trinchera a otra.

Al fondo del refugio subterráneo, los hombres, un teniente, un sargento, tres soldados, se atavían para realizar una patrulla. Uno de ellos, que viste un jersey de lana, - hace mucho frío- aparece en la oscuridad, con la cabeza oculta todavía, los brazos descolocados, moviéndose lentamente con una pesadez de oso.

Juramentos ahogados, caras de las tres de la madrugada, explosiones lejanas...Todo esto compone una extraña mezcla de sueño, de ensoñación y de muerte. Lenta preparación de vagabundos que van a retomar su pesado bastón y su viaje. Apresados en la tierra, pintados por la tierra, mostrando unas manos de jardineros, estos hombres no han sido modelados para el placer. La mujeres los repelerían. Pero, lentamente, van deshaciéndose de su barro y emergerán en las estrellas. El pensamiento se despierta bajo tierra, en esos bloques de arcilla endurecida, y yo imagino que allí abajo, en frente, a la misma hora, otros hombres se atavían igualmente y se forran con los mismos jerseys de lana, embebidos de la misma tierra, para emerger de la misma tierra de la que están hechos. Allí abajo, en frente, la misma tierra despierta también a la consciencia, a través del hombre.

Así, frente a ti, se alza lentamente, teniente, para morir por tu mano, tu propia imagen. Habiendo renunciado a todo, para servir como tú, a su fe. Su fe es la tuya.

¿Quién aceptaría morir, si no fuera por la verdad, la justicia y el amor de los hombres?.

“Iban engañados, o bien iban engañados los de enfrente”, me dirán ustedes. Pero yo me río aquí de los políticos, de los logreros y de los teóricos de salón de uno u otro bando. Lanzan sus anzuelos, sueltan grandes palabras y creen conducir a los hombres.

Creen en el infantilismo de los hombres. Pero si las grandes palabras agarran como semillas lanzadas al viento, es porque había, en la extensión de los vientos, tierras espesas, formadas para el peso de las cosechas. Qué importa el cínico que se imagina que siembra con arena: son las tierras las que saben reconocer el trigo.

La patrulla se ha formado, y avanzamos a través de los campos. Una hierba rasa cruje bajo nuestros pasos, y tropezamos cada cierto tiempo, en la noche, con las piedras.

Yo acompaño hasta el límite de ese mundo a quienes han recibido la misión de bajar al fondo de un estrecho valle que nos separa aquí del adversario. Tiene una extensión de ochocientos metros. Atrapado bajo el fuego de las dos artillerías, en vertical, los paisanos que allí vivían lo evacuaron. Está vacío, ahogado bajo las aguas de la guerra, donde duerme el pueblo tragado por ellas. Ya sólo lo habitan los fantasmas, pues sólo han quedado los perros, que, sin duda, durante el día cazan sus penosas viandas y de noche, famélicos, se aterrorizan. Sobre las cuatro de la madrugada, es un pueblo entero que aúlla a la muerte hacia la luna que sube, blanca como un hueso.

“Descenderán ustedes, ha ordenado el comandante, para saber si el enemigo está ahí disimulado”. Sin duda en el enemigo se ha planteado la misma pregunta, y la misma patrulla está ya en marcha.

Nos acompaña el comisario cuyo nombre he olvidado, pero cuyo rostro no olvidaré jamás: “Los vas a oír, me dice. Cuando estemos en primera línea, preguntaremos al enemigo que está al otro lado del valle... A veces hablan...”

Vuelvo a verlo, un poco reumático, apoyado en su bastón nudoso, ese hombre con rostro de viejo obrero concienzudo. Éste, puedo jurarlo, está por encima ya de la política y los partidos. Éste se ha levantado ya por encima de las rivalidades confesionales. 

“Es una pena que, en las circunstancias presentes, no podamos ya exponer nuestro punto de vista al adversario...”

Y allí va, cargado con su doctrina, como un evangelista. Y, en frente, yo lo sé, como ustedes, hay otro evangelista, algún creyente, alumbrado también por su doctrina, que desembaraza sus botas del mismo barro, en marcha también hacia esa cita que ignora.

Vamos pues en ruta hacia ese borde de tierra que domina el valle, hacia el  promontorio más avanzado, hacia la última terraza, hacia ese grito de interrogación que lanzaremos al enemigo, como uno se interroga a sí mismo.

¡Una noche levantada como una catedral, y qué silencio!. ¡Ni un disparo de  fusil! ¿Una tregua?. ¡Oh, no!.

Pero hay algo que recuerda al sentimiento de una presencia. Entre los dos adversarios se escucha la misma voz. ¿Confraternización? No, por supuesto, si entendemos por ella ese cansancio que, un día, desagrega a los hombres y los inclina a compartir los cigarrillos, y a confundirse en el sentimiento de una misma decadencia. Prueben a dar un paso hacia el enemigo aquí... Puede que haya confraternización, pero a tal altura que no implica del espíritu más que una parte todavía inexpresable, y aquí, abajo, no nos salvará de la matanza. Porque, lo que nos une, todavía no tenemos un lenguaje para decírnoslo.

Ese comisario que nos acompaña, creo comprenderle bien. ¿De dónde viene, con ese rostro que mira derecho, que lleva mucho tiempo sosteniendo el eje de su carreta? Él ha contemplado, junto a los campesinos del lugar donde proviene, cómo vive la tierra. 

Después se fue a la fábrica y vio vivir a los hombres.

“Metalúrgico... he sido veinte años obrero metalúrgico...”.

Nunca jamás he oído confidencias más elevadas que las confidencias de aquel hombre. 

“Yo... un hombre rudo... me ha costado una barbaridad formarme... Las herramientas... sabe... yo sabía manejarlas bien, sabía hablar de ellas, sabía acertar con ellas... Pero cuando quería explicar las cosas, las ideas, la vida, decirlas a los otros... Ustedes están acostumbrados a pensar... Les han enseñado de muy pequeños a moverse en las contradicciones verbales, y no se imagina lo duro que es aprender eso: ¡pensar!. Pero yo trabajé y trabajé... Siento que poco a poco voy dejando de estar anquilosado... ¡Oh! no crea que no sé juzgarme a mí mismo... Todavía soy un garrulo, no he aprendido siquiera la cortesía, y la cortesía, ya sabe, es la que mide al hombre...” 

Al oírle yo veía de nuevo esa escuela del frente instalada al abrigo de algunas piedras, como un poblado primitivo. Allí un cabo enseñaba botánica. Desmontando con sus manos los pétalos de una amapola, familiarizaba a sus barbudos discípulos con los dulces misterios naturales. Pero los soldados mostraban una angustia infantil: !hacían enormes esfuerzos por entender, tan viejos ya, tan endurecidos por la vida!. Les habían dicho: “Sois unos brutos, acabáis de salir de vuestras cavernas, tenéis que alcanzar a la humanidad...” Y ellos se apresuraban, con sus grandes pasos pesados, para alcanzarla.

Así, yo había asistido a esa ascensión de la consciencia que era como la subida de la savia, que nacida de la arcilla, en la noche de la prehistoria, poco a poco se había elevado hasta Descartes, Bach o Pascal, esas altas cimas. Qué patético era, descrito por aquel comisario, ese esfuerzo por pensar. Esa necesidad de crecer. Así es como crece un árbol. Y ahí está el misterio de la vida. Sólo la vida saca sus materiales del suelo, y, contra la gravedad, los eleva.

¡Qué recuerdo! esa noche de catedral... El alma del hombre, que se muestra con sus ojivas y sus flechas... El enemigo al que nos disponemos a interrogar. Y nosotros mismos, caravana de peregrinos, que caminamos sobre una tierra crujiente y negra, sembrada de estrellas.

Sin saberlo, vamos en busca de un evangelio que supere nuestros evangelios provisionales. Éstos hacen correr demasiada sangre de los hombres. Vamos en marcha hacia un Sinaí tormentoso.

Hemos llegado, y topado con un centinela entumecido, que dormita al abrigo de un murillo de piedra:

“Sí, aquí hay veces que responden... Otras veces son ellos los que nos llaman...Otras veces no responden. Depende de cómo estén de humor...”

... Así son los dioses.

Las trincheras de primera línea serpentean a cien metros detrás de nosotros. Esos muros bajos, que protegen al hombre, hasta el pecho, son puestos de vigía, abandonados durante el día, y que dominan directamente el abismo. Así, nos parece estar acodados, como en un parapeto o barandilla, ante el vacío y lo desconocido. Acabo de encender un cigarrillo y súbitamente unas manos poderosas me obligan a agacharme. Todos, en torno mío, se tumban también. En ese mismo instante, oigo silbar cinco o seis balas, que pasan por lo demás demasiado altas, y que no van seguidas por ninguna otra salva. No es más que un recordatorio de la corrección: no se enciende un cigarro frente al enemigo.

Tres o cuatro hombres arropados por sus abrigos, que velaban en los alrededores, resguardados en fortines como el nuestro, se nos unen:

“Están bien despiertos los de enfrente...

-Sí, pero ¿hablan? Quisiéramos oírlos...

-Hay uno de ellos... Antonio... A veces habla.

-Hazle hablar”.

El hombre se levanta e hincha el pecho, y después, con las manos juntas formando un altavoz, grita con potencia y lentitud:

“¡An...to...nio...o!”

El grito se infla, se despliega, repercute en el valle...

“Agáchate, me dice mi vecino, a veces, al llamarlos, empiezan a disparar...”

Nos hemos resguardado, con la espalda pegada a la piedra, y escuchamos. No hay disparos. En cuanto a una respuesta...No podríamos jurar que no se oye nada, porque la noche entera canta, como una concha.

“¡Eh! ¡Antonio...o!... ¿Estás....”

Y retoma el aliento, el hombretón que ¡se ha quedado sin aire!

“¿Estás... durmiendo?...”

Durmiendo... repite el eco de la otra orilla... Durmiendo... repite el valle... Durmiendo, repite la noche toda entera. Llena todo. Y seguimos en pie con una confianza extraordinaria: ¡no han disparado! Y los imagino allí abajo escuchando, oyendo, recibiendo esa voz humana. Y esa voz no los solivianta, porque no aprietan sus gatillos. Ciertamente, están callados, pero qué atención, qué escucha expresa ese silencio, si una simple cerilla desencadena el tiroteo. No sé qué semillas invisibles, que nuestra voz lleva, caen a lo largo de las negras tierras. Tienen sed de nuestras palabras como nosotros tenemos sed de las suyas. Pero nosotros nada sabemos de nuestra sed, salvo que se expresa, evidente, en esa escucha misma. Sin embargo ellos tienen su dedo en el gatillo, y yo recuerdo a aquellos animalillos que intentábamos alimentar en el desierto. Nos miraban. Nos escuchaban. Esperaban que les diéramos su comida. Y sin embargo, al menor gesto, nos saltaban al cuello.

Nos resguardamos bien, y, con las manos levantadas por encima del muro, encendemos una cerilla. Tres balas cruzan en dirección a la breve estrella! Pero os oímos. Este rigor no molesta al amor...”

Uno empuja al hombretón.

“Tú no sabes hacerle hablar, déjame a mí...”

El campesino corpulento apoya su fusil contra la piedra, toma aliento y grita:

“Soy yo, León... ¡Antonio...o!”

Y el grito se va, desmesurado.

Jamás había oído yo la voz sonar tan fuerte. En el abismo negro que nos separa, es como la botadura de un navío. Ochocientos metros de aquí a la otra orilla, y otro tanto para la vuelta: mil seiscientos. Si nos responden, pasarán cerca de cinco segundos entre nuestras preguntas y las respuestas. Pasarán cada vez cinco segundos de un silencio en el que toda vida estará suspendida. Cada vez será como una embajada en viaje. Así, incluso si nos responden, no experimentaremos el sentimiento de estar reunidos los unos con los otros. Entre ellos y nosotros se interpondrá la inercia de un mundo invisible que está en marcha. La voz es gritada, transportada, llega a la otra orilla...

Un segundo... Dos segundos... Somos como náufragos que han lanzado su botella al mar... Tres segundos... Cuatro segundos... Somos como náufragos que ignoran si sus salvadores responderán... Cinco segundos...

“... ¡Oh!”

Una voz lejana viene a morir en nuestra orilla. La frase se ha perdido por el camino, y sólo subsiste un mensaje indescifrable. Pero yo lo recibo como un golpe. 

Estamos perdidos en una oscuridad primero impenetrable pero repentinamente esclarecida por un “ohé” de barquero.

Nos sacude un estúpido fervor. Descubrimos una evidencia. ¡Delante de nosotros, hay hombres!

¿Cómo lo explicaría?. Me parece que acaba de abrirse una fisura invisible. 

Imagínense una casa de noche, con todas las puertas cerradas. Y he aquí que, en la oscuridad, uno siente el roce de un soplo de aire frío. Uno sólo. ¡Qué presencia!.

¿Alguna vez se han asomado a un abismo? Yo me acuerdo de la falla de Chérezy, una hendidura negra perdida en medio de un bosque, de una anchura de un metro o dos, de treinta metros de largo. Poca cosa. Uno se acuesta boca abajo sobre las agujas de pino, y, con la mano, en esa fisura sin relieve, se deja caer una piedra. Nada responde. Pasa un segundo, dos segundos, tres segundos, y tras esa eternidad por fin se percibe un débil fragor, tanto más asombroso cuanto más tardío, más débil, allí bajo el vientre. ¡Qué abismo!. Así, esa noche, un eco retardado acaba de construir un mundo. El enemigo, nosotros, la vida, la muerte, la guerra, somos expresados por unos pocos segundos de silencio.

De nuevo, una vez desencadenada esa señal, una vez a flote ese navío, una vez enviada esa caravana a través del desierto, esperamos. Y sin duda, en frente como aquí, se preparan a recibir esa voz que lleva como una bala al corazón. Y aquí está el eco de retorno:

“... hora... hora de dormir!”

Nos llega mutilado, desgarrado como un mensaje urgentísimo, pero salado, lavado, gastado por el mar. Qué maternal consejo han lanzado los mismos que disparan al vuelo a nuestros cigarrillos, a pleno pulmón:

“Calláos... Acostáos... es hora de dormir.”

Nos agita un estremecimiento ligero. Y ustedes sin duda creerían estar jugando. 

Y sin duda ellos creían estar jugando, aquellos hombres simples. Es lo que, en su pudor, os hubieran explicado. Pero el juego oculta siempre un sentido profundo, ¿de dónde provendría si no, la angustia y el placer y el poder del juego?. El juego que quizá pensábamos jugar respondía muy bien a esa noche de catedral, a esa marcha hacia el Sinaí, y nos hacía latir demasiado fuerte el corazón como para no responder a algún deseo no formulado. Aquella comunicación al fin restablecida nos exaltaba. Así se estremece el físico cuando el experimento crucial está en marcha y va a pesar la molécula. Va a anotar una constante entre cien mil, parece que no añade más que un grano de arena al edificio de la ciencia, y sin embargo el corazón le late fuerte, pues no se trata en absoluto de un grano de arena. Él sostiene un hilo. Sostiene el hilo por el cual se recupera, al tirar de él, el conocimiento del universo, pues todo está ligado. Así se estremecen los salvadores cuando han lanzado un cabo una vez, veinte veces... y cuando notan, por un tirón casi imperceptible, que por fin lo han cogido los náufragos. Allí abajo había un pequeño grupo de hombres, perdidos en la bruma, en los arrecifes, y aislados del mundo. Y por la magia de un cable de acero, ya están ligados a todos los hombres y mujeres de todos los puertos. Aquí, nosotros lanzamos en la noche, hacia lo desconocido, una pasarela ligera, y ya ésta reúne una con la otra las dos orillas del mundo. Así, desposamos a nuestro enemigo antes de morir.

Pero tan ligera, tan frágil, ¿qué podríamos confiarle? Una pregunta o una respuesta demasiado pesadas harían que nuestra pasarela zozobrara. La urgencia exige no trasmitir más que lo esencial, la verdad de las verdades. Creo oírle todavía, al que puso en marcha la maniobra y que bajo su responsabilidad nos agrupa, como el timonel; que se ha convertido en nuestro embajador por haber sabido hacer hablar a Antonio. Le veo cómo, levantando todo su torso por encima del muro, con las pesadas manos muy abiertas, sobre las piedras, grita a pleno pulmón la pregunta fundamental:

“¡Antonio! ¿Por qué ideal luchas?”

No duden que todavía en su pudor excusarían la pregunta diciendo:

“Es una pregunta irónica...” 

Más tarde lo creerán, si se emplean en traducir, a su pobre lenguaje, movimientos para los que no hay lenguaje que los traduzca. Los movimientos de un hombre que está en nosotros, y a punto de despertarse... Pero hace falta que un esfuerzo lo libere.

Ese soldado que espera el rechazo, creo, yo he visto su mirada, cómo se abre a la respuesta con toda su alma, como uno se abre al agua del pozo en el desierto. Y aquí llega ese mensaje troceado, esa confidencia roída por cinco segundos de viaje, como una inscripción roída por los siglos:

“... por España!”

Después oigo:

“... tú.”

Supongo que pregunta a su vez al de aquí arriba.

Le responden. Oigo gritar esta gran respuesta:

“... Por el pan de nuestros hermanos!”

Y después lo asombroso:

“... ¡Buenas noches, amigo!”

Aquél responde, desde el otro lado de la tierra:

“... ¡Buenas noches, amigo!”

Y todo vuelve al silencio. Sin duda, en frente, no han captado, como nosotros, más que palabras sueltas. La conversación entablada, el fruto de una hora de marcha, de peligros y esfuerzos, aquí está... No falta nada.

Aquí está, tal y como ha sido bamboleado por los ecos bajo las estrellas: “Ideal... España... Pan de nuestros hermanos...”

Entonces, llegada la hora, la patrulla reemprendería la marcha. Se lanzaban hacia el pueblo del encuentro. Pues, en frente, la misma patrulla, gobernada por las mismas necesidades, se hundía en el mismo abismo.

Bajo la apariencia de palabras diversas, aquellos dos equipos habían gritado las mismas verdades... Pero una comunión tan alta no excluye el morir juntos.


Antoine de Saint-Exupéry
España ensangrentada
Paris-Soir, 3 de octubre de 1938