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3369. Proclamación de la Segunda República en Valencia




Valencianos:

Ha quedado proclamada la República española. Es deber ineludible de todos los ciudadanos trabajar con entusiasmo por su consolidación. El mismo entusiasmo y la misma prueba de ciudadanía que disteis el domingo emitiendo vuestro voto, es preciso que pongáis en la conservación de la naciente República.

El primer acto del gobierno de la República, ha sido conceder la amnistía a los presos por delitos sociales y políticos.

A este Decreto seguirá un amplio indulto que dará satisfacción a los justos anhelos de los condenados por delitos comunes.

Esperemos con calma las decisiones del poder público, que sabrá interpretar los sentimientos populares.

¡Valencianos! El respeto a los representantes de la República española será la demostración del poder ciudadano de los españoles.

La mayor prueba de ciudadanía que podéis dar, es mantener el orden a toda costa y procurar siempre que en todo momento resplandezca en espíritu de ciudadanía.

La paz social depende del orden que debe presidir vuestra actuación. Tened presente que la República que acabáis de implantar, tiene enemigos encubiertos que os inducirán a la algarada y al desorden. Desoídlos. Son los enemigos de la República.

Como ciudadanos conscientes os pedimos una vez más orden para que dentro de éste pueda imperar la libertad y la justicia.

Valencianos:

¡Viva la República! ¡Viva España!











3367. El 14 de abril de 1931 en Jaca




¡Han ganado los republicanos!

A medida que avanzaba la larde del domingo, día 12, la cárcel de Jaca se iba animando. De toda Hispana se recibían noticias del resultado de las elecciones, que no podían ser más halagüeñas, y los presos, aquellos animosos muchachos que llegaron de Madrid una mañana helada de diciembre, hacía ya cuatro meses, iban de un lado para otro poseídos de un nerviosismo atroz. 

A las cinco de la tarde empezaron a llegar las primeras visitas. Siempre eran muchas, pero aquel domingo el pueblo en masa no quería otra cosa sino ver a los presos y charlar con ellos. 

—Por lo quí'hace en il pueblo, copo republicano, maño... Voy a tirar el bar por la ventana. 

El que así hablaba era Saín, que también había estado preso, y a la sazón seguía procesado. Su bar, situado en la misma calle de la cárcel, había sido el punto de reunión de los oficiales que prepararon el movimiento de diciembre. Por eso, a despecho de las autoridades de Jaca, las letras colocadas en la puerta de este entusiasta republicano, y que componían el pomposo rótulo "American Bar Saín", eran rojas, amarillas y moradas, como la bandera que un día ondeó en el Ayuntamiento, empuñada por el capitán Galán. 

—¿Qué dices Saín? —preguntó don Pío Díaz, a quien los nervios tenían inquieto y saltarín como chico de doce años. 

Lo que oye usted, don Pió. En el pueblo, copo republicano. En Huesca, otro tanto. Hemos ganado también en Zaragoza y en Barcelona, hasta creo que en Madrid. España es republicana, muchachos. ¡Viva la República! 

—¡Viva! —contestaron todos.  

Esto ocurría en el rellano de la escalera, lugar donde los presos recibían sus visitas. Los soldados de la guardia se alarmaron un poco. 

—¿Qué pasa? preguntó uno desde abajo. 

Pastoriza, un muchacho madrileño, que conservaba su buen humor a través de los cuatro meses de encierro, contestó, asomándose a la barandilla: 

—¿Cómo que qué pasa? Pues casi nada. Que le vamos a perder de vista, centinela; ¿le parece poco?


Calma, calma ...

Los muchachos cada vez estaban más agitados, y en la puerta se agolpaba una gran masa de gente.

— ¡Que salga don Pío!

— ¡Que salgan todos! 

—¡Que nos saluden, aunque sea desde la ventana! 

Así gritaban los de la calle, entre el asombro de los centinelas, que no sabían qué hacer. 

El jefe de la cárcel, un buen señor, que había tratado a los presos como si fueran hijos suyos, estaba un poco alarmado, sin atreverse a salir de su despacho. El teléfono le comunicaba sin cesar que los republicanos triunfaban en toda España. 

—A que va a resultar que tienen razón estos muchachos, tan vehementes y tan simpáticos —decía para si el pobre viejo. 

Pero aquello se ponía serio. El rumor de la calle aumentaba por momentos, la gente pugnaba por entrar. 

Por fin, don Francisco, así se llamaba el jefe, llamó a su despacho a Pepe Rico, joven abogado, hijo de un notario de Madrid, el cual, desde el primer día, le pareció de los más formalitos. 

—Por las noticias que me llegan de todas parles, veo que, por fin, se salen ustedes con la suya. Yo me alegro mucho, pero les suplico un poco de calma. Háganlo por mi, que ya soy viejo. Retírense a su celda, no sea que vayamos a tener alguna tontería. Un poco más de paciencia hoy. Ya veremos lo que pasa mañana. 

Rico prometió al jefe que se cumplirían sus instrucciones. 


La noche en la celda

Los presos se retiraron a descansar. ¿Pero quién dormía aquella noche? La coincidencia de que debido a las malas condiciones de la cárcel de Jaca, era preciso que durmiesen cinco en la misma habitación, hacía aún más difícil todo intento de conciliar el sueño. Afortunadamente, y gracias a la benevolencia del jefe de la cárcel, disponían de un magnífico altavoz que les llevó un amigo del pueblo. 

Hasta la madrugada estuvieron oyendo, por radio, los resultados de las elecciones, pero nada más. Desgraciadamente para ellos, la tranquilidad era absoluta en toda España. 

Por fin, amaneció el lunes, 13 de abril. ¿Qué pasaría? Como estaban rendidos por la emoción, decidieron no salir de la celda. Así podrían "cazar" cualquier noticia que llegase por radio. A las seis de la tarde, Radio Toulouse comenzó a dar noticias y todos se agruparon alrededor del aparato, con objeto de no perder una sola palabra. 

"Comunican de España —decía el "speaker" francés— que, en vista del triunfo alcanzado por los republicanos, el rey Alfonso ha decidido abandonar el país. Parece que en algunas ciudades ya se ha proclamado la República"... 

Una oleada de optimismo invadió la celda. ¿Sería posible aquello? ¿Pero por qué no decían nada las estaciones de Madrid? Decidieron vestirse y bajar al despacho del jefe. Garrido, un médico levantino, realista y zumbón, comenzó a preparar la maleta. 

—¿Pero tu, qué haces? —le preguntaron. 

—Ya lo veis. Me dispongo para el viaje. Menudo lío se va a armar después. 


¡Se va ...!

Cuando penetraron en el despacho del jefe, éste se hallaba comunicando con Madrid. 

—Sí. Aquí, la cárcel de Jaca... No... No, señorita...; le repito que los presos no pueden ponerse al aparato... ¿Urgentísimo? Ya comprendo, pero no es posible... 

La voz insistía, a través del hilo telefónico, y los presos parecían querer comerse el aparato con la mirada. Por fin, don Francisco tuvo compasión de aquellos corazones republicanos. 

—Es a usted Rico; le permito ponerse un momento. 

—¿Quién?... ¿Cómo?... ¿Que se va?... ¿Mañana? Aquí estamos impacientísimos... ¿No es seguro? ¿Cómo?... ¡Ah, sí! Hasta luego. 

Rico explicó su conferencia a los tres compañeros, que le escuchaban con los ojos fuera de las órbitas. 

—Parece que no son del todo falsas las noticias de Toulouse. En Madrid no pasa nada grave, pero corren insistentes rumores de que el rey se marcha esta noche. También se habla de una dictadura militar. En la calle no hay nada todavía, pero, según parece, el público de los cafés ha llegado a un grado de tensión como no se recuerda. Lo que sea ha de resolverse de esta noche a mañana. 


"La Marsellesa" desde Zaragoza

Los rumores de esta conversación telefónica se extendieron en seguida por la cárcel, y el despacho del jefe se vio invadido por presos y simpatizantes, que venían de la calle plenos de emoción liberal. A las diez y media llamaron de Zaragoza. Era un camarero, amigo de los presos, y que llamaba para decir que en la ciudad había sido proclamada la República. 

—No puede ser; si en Madrid no pasa nada —contestó uno de ellos con voz angustiosa. 

La voz del camarero insistía. 

—Es verdad lo que les digo. En este momento, todo el café, puesto en pie, escucha "La Marsellesa". Oigan ustedes... 

El que tenía cogido el aparato creyó desmayarse. Uno a uno fueron oyendo el himno simbólico que tocaban en el café zaragozano. En la cárcel se produjo un revuelo espantoso. Todos se abrazaban llorando y riendo a la vez. Don Pio Díaz, confundido entre los muchachos, parecía uno más. 

—¡No puede ser! —decía el primer alcalde republicano—, Esto es demasiado. En la calle y con la "Niña". Yo no merezco tanto. 

Pasado el primer arrebato, alguien insinuó que no bastaban las noticias de Zaragoza. Era preciso telefonear a Madrid. 

Llamaron al Ateneo. Les contestó un "botones", quien les dijo que los pocos señores socios que habían ido aquella noche a la docta casa acababan de salir corriendo detrás de una manifestación que iba por la calle al grito de "¡Ya se fué! ¡Ya se fué!", pero que él, a punto fijo, no sabía nada. 

Esta referencia del "botones" del Ateneo produjo cierto regocijo, pero no era bastante. Hacía falta más información. Por fin. Pastoriza logró comunicar con su madre, que por vivir próxima a la Puerta del Sol debía estar enterada de todo. Aquella conferencia amargó un poco ta alegría de los presos. 

—No sé —decía Pastoriza—; mi madre me ha dado unas noticias por demás absurdas y contradictorias; dice que a las doce, la Puerta del Sol estaba llena de gente que gritaba, mientras los guardias de a pie y a caballo permanecían quietos. Después ha salido una manifestación que iba hacia la casa de Alcalá Zamora, y parece ser que ha habido disparos y muertos. Pero dice mi madre que los que disparaban no eran los guardias. En fin, un lío horroroso. 

—Eso es la revolución, "la gloriosa" —decía don Pio recordando a su padre, viejo republicano del 68. 


Y amaneció el 14 de abril

A las ocho de la mañana comenzó a funcionar el altavoz transmitiendo el diario hablado de Unión Radio. Las noticias oficiales acusaban tranquilidad. El Gobierno dimisionario seguía en su puesto, hasta que se constituyera otro, empresa harto difícil. ¿Qué era aquello? ¿Se había esfumado el entusiasmo republicano de la noche anterior? ¿Les quedarían aún muchos meses de cárcel? 

A las doce empezó a oírse la radio de Barcelona. ¿Un discurso?... Prestaron atención. Efectivamente; era Maciá quien hablaba, ante millares de espectadores, comunicando que estaba proclamada la República en Cataluña. 

Los presos ya no sabían qué hacer, y corrían de un lado a otro por aquella cárcel que nunca les había parecido tan pequeña. 

En seguida empezaron a llegar telegramas de todas partes, menos de Madrid. La situación se hacía cada vez más angustiosa. 

Por fín, a las cuatro, llegó un telefonema que decía así: "Izada bandera republicana Palacio Comunicaciones. iViva la Repúblicaí" Ya no cabía duda; sin embargo, y para cerciorarse por completo, llamaron de nuevo al Ateneo. 

Les contestó un amigo con voz entrecortada por la emoción: 

"Si... es verdad. Todo Madrid está en la calle. Hay un entusiasmo delirante. De un momento a otro tomará posesión el Gobierno provisional." 


¡En la calle!

Mientras ocurría todo esto en la cárcel, el buen pueblo de Jaca hervía de entusiasmo. Los cinco mil habitantes de la población se congregaron en la calle Mayor, y en manifestación republicana se dirigían hacia la cárcel. Hasta el despacho del jefe llegaban los gritos: 

—¡Que salgan los presos! 

—¡Ahora mismo! 

—¡Viva la República! 

Las autoridades de la prisión no sabían que hacer. Don Francisco suplicaba: 

—¡Calma, un poco de calma! Esperen a que yo hable con Madrid...

No hubo manera de esperar. Un minuto más y la manifestación habría echado abajo las puertas de la cárcel. 

Una vez en la calle, todos se dirigieron a la Ciudadela, donde había más presos de Madrid y algunos militares. La puerta estaba llena de soldados que impedían el paso de la manifestación. 

De pronto, en el otro lado del puente que da acceso al recinto de la Ciudadela, se dibujó la figura del coronel gobernador. El pueblo tuvo un primer impulso, pero reaccionó de una manera noble, generosa. Abrió calle y dejó pasar al jefe monárquico. 

—¿Qué es esto? ¿Qué quieren ustedes? 

Rico y Pastoriza se destacaron. 

—Somos los presos de la cárcel que acabamos de ser libertados por la República, y queremos que salgan también a la calle nuestros compañeros encerrados en la Ciudadela.

—No tengo orden ninguna, pero para que vean que deseo complacerles, suban dos de ustedes conmigo y comunicaré con el capitán general de Zaragoza para obrar en consecuencia. 

Siguieron al coronel. Cuando atravesaban el patio de la Ciudadela vieron a los otros presos agarrados a los barrotes de las rejas y corrieron a abrazarlos. 

—Ahora mismo salís. Todo el pueblo viene por vosotros. 

Al jefe no le hicieron ninguna gracia estas expansiones, pero, sin decir una palabra, continuó su camino. 

Llegaron al despacho. La conversación telefónica fué breve. El coronel, al aparato, repetía simplemente. 

—Si, mi general... Bueno, mi general... No, mi general... Claro, mi general... A sus órdenes, mi general... 

Al terminar, extendió un recibo de entrega de los presos y una comunicación, diciendo que abandonaba la plaza por encontrarse indispuesto. 

Las celdas se abrieron, y militares y paisanos, confundidos con la muchedumbre delirante, emprendieron la marcha hacia el pueblo. 

En el Ayuntamiento ondeaba la bandera tricolor con los retratos de los capitanes fusilados en Huesca. La alegría republicana y el entusiasmo popular no pudo impedir que los ojos de aquellos valientes muchachos, recién libertados, se nublaran por las lágrimas ante el recuerdo de los mártires de diciembre. 


M. Clio
Estampa, 16 de abril de 1932







3365. Cómo se hicieron las primeras banderas republicanas

Foto: Palomo


—Pues, verá usted —me dice la señora de Giral—; no sé cómo pudimos correr tanto, pero, en poco más de media hora confeccionamos las primeras banderas republicanas que quedaron colocadas, en el acto, en los lugares más importantes, como el Ayuntamiento, el Ateneo y los Ministerios. La señora de Giral, esta respetable señora, que tanto ha padecido por la República, aún está emocionada. No puede creer en esta tranquilidad que ahora disfruta. Está acostumbrada, desde hace muchos años, a vivir pendiente de la policía y de la cárcel. El doctor Giral ha pasado repetidas temporadas encerrado, acompañándole muchas veces alguno de sus hijos, y cuando gozaba de libertad, era constantemente vigilado y perseguido. Todo esto acabó, y por eso, es fácil hacerse cargo de la emoción y el entusiasmo con que se confeccionaron en su propia casa, las primeras banderas de la República. 

—¿Ustedes ya estaban seguras del triunfo cuando empezaron a confeccionar las banderas?

—Nosotras —nos dice la gentil señora de Honorato de Castro— estábamos aquí reunidas esperando acontecimientos y con la inquietud propia del caso. Teníamos, es verdad, muchas esperanzas; pero las hemos tenido tantas veces, que ya no nos atrevíamos a afirmar nada. Nuestros maridos estaban en la calle, y lo mismo podíamos imaginarlos en los Ministerios que en la cárcel, o metidos en algún tumulto, y, aunque estamos muy acostumbradas a esto, sentíamos más emoción que nunca. De pronto, nos llamaron por teléfono, y, sin decir más, nos encargaron que cosiésemos, sin pérdida de tiempo, grandes banderas republicanas. 

—Y ustedes, a pesar del nerviosismo, se pusieron a coser. 

—Naturalmente; pero, no sabe usted cómo nos pinchamos. A pesar de todo, la alegría y la confianza nos allanó los obstáculos y nos debió poner alas en los dedos, el caso es que, nuestras banderas, salieron las primeras a la calle. Yo misma, coloqué una en el balcón del Ateneo. A pesar de la incertidumbre, nunca he cosido con tanta ilusión como cosía entonces ...

—Sí, tú, si —interrumpe la señora de Giral—; pero, yo estuve escéptica, a pesar de que me lo aseguró mi marido, hasta que vi al pueblo en la calle. Me figuraba que nuestras banderas se quedarían en casa, y nuestros maridos, otra vez en la cárcel. Afortunadamente, no fué así. No obstante este pesimismo, puse todos los medios para que se realizara la pequeña obra que nos habían encomendado, pero no acababa de creerlo hasta el punto de que aposté algo con mi marido a que no era verdad lo que nos decían, y estoy muy satisfecha de haber perdido la apuesta. ¡He ganado tantas de esta clase!...

—Y si surge la reacción, ¿qué hubieran hecho ustedes con sus banderas? 

María Teresa de Castro se queda un momento pensativa, pero, en seguida, vuelve a su habitual alegría, y me dice:

—Pues, no sé; yo no pensaba entonces en eso. Seguramente, las habríamos escondido. 

—¿Y no las asustaba que después del fracaso, las encontrase la policía, y más siendo en esta casa ? 

—Asustarnos; ¿porqué?

 —¿Cómo que por qué, señora —me apresuro a contestarla— ; mucho menos hizo Mariana Pineda y fíjese lo que la pasó. 

—Bueno; pero eran otros tiempos; y aunque fuesen los mismos, nosotras no pensábamos en aquellos momentos más que en la República; ¿verdad, María Luisa? 

—En la República, y en que por fin, habría tranquilidad en mi casa; porque usted no sabe, lo que es pasarse la vida con el marido y los hijos en la oposición. Pero todo lo doy por bien empleado. 

—¿Les causaría mucha emoción ver sus banderas ondeando? 

—Enorme —dice la señora de Castro—, y más que esto, ver cómo las aplaudían desde la calle. Yo fui a colocar la del Ateneo, como la dije antes, y fué para mí uno de los momentos más intensos de mi vida.

Seguimos hablando de las emociones de aquel día histórico. Es admirable la actitud de estas señoras que se preocuparon de confeccionar la bandera tricolor que había de emborrachar de alegría al pueblo de Madrid. Sin estas banderas, tan rápidamente colocadas, el pueblo no habría tenido tan pronto la sensación de la República como la tuvo. El paño tricolor, en aquellos momentos, en que aún no había Poder constituido, era la República. ¿No les parece a mis amables y valientes amigas, que la reacción hubiera tenido motivos sobrados para ensañarse con ellas? 


Pepita Carabias
Estampa, 2 de mayo de 1931







3305. Las dos Repúblicas. El 11 de febrero y el 14 de abril




Conmemorar el 11 de Febrero de 1873, dia de la proclamación por mayoría de votos, en la Asamblea Nacional que así llamamos al Senado presidido por don Laureano Figuerola, y al Congreso que presidía don Nicolás María Rivero, reunidos, era un modo de exteriorizar la continuidad en el republicanismo, la persistencia de la fé en las ideas republicanas. La persecución al federalismo del Gobierno que con denominación de República había formado el traidor capitán general de Castilla la Nueva don Manuel Pavía y Alburquerque, perpetrador del golpe de Estado de 3 de enero de 1874, convertía en acto valeroso, abnegado, la conmemoración, y ese rabioso antifederalismo del poder público y la prohibición dictada por el primer gobierno (presidido por Cánovas del Castillo) del rey restaurado en el trono por abdicación de su madre, la que fué reina hasta la batalla de Alcolea, dieron a la festividad republicana matices de religión nueva y perseguida, de secta secreta, también perseguida. Al advenimiento de los liberales al poder se abrieron las puertas de los teatros, de los casinos y de las fondas, para los republicanos, que con mítines, asambleas, veladas, conferencias y banquetes celebraban su fiesta de Navidad, el natalicio de la primera República. 

Se aprovechó el once de Febrero para concertar coaliciones, alianzas, fusiones, uniones; para analizar las causas de la efímera vida y trágica muerte de la forma de gobierno republicana, institución que diputábamos y seguimos considerando esencial en el sistema democrático y la más acorde con la dignidad humana, la paz de las naciones, la soberanía de los pueblos y el progreso incesante de la humanidad. 

La muerte de los hombres del 73, de los que llamaron en su tiempo republicanos de la víspera, el desgaste que causa el tiempo y el influjo de la libertad, fué debilitando la importancia de la conmemoración anual, ya un poco rutinaria, hasta que la elevó y devolvió su primitiva trascendencia la dictadura de Primo de Rivera, quien prohibió los primeros años de su poder las conmemoraciones del once de febrero y las toleró después con restricciones que fijó en una de aquellas notas que le dieron cómica reputación. 

Acogiéndose los republicanos a la tolerancia del Dictador, celebraron cuatro seguidos actos conmemorativos, alguno, como la cena verificada en la Escuela Nueva de Madrid, situada en la misma casa que servía de redacción a la revista «España», de indudable trascendencia política. 

Y llegamos al 14 de abril de 1931, a la proclamación de la República que no enumero, que no llamó segunda, porque la considero definitiva forma de Gobierno en el Estado español. 

El 14 de abril de este siglo XX redujo a una mera evocación histórica la solemnidad del once de febrero del año 73 del siglo XIX. Se respeta a los precursores, se ensalza a las grandes figuras del republicanismo histórico; pero se huye de caer en sus mismos yerros y se pone el mayor cuidado en no imitar los actos de aquellos antecesores, dignos todos de respeto y acreedores muchos a la admiración de sus descendientes, de sus discípulos. 

Llegó a ser lugar común, muletilla y tópico de cuantos hablaban o escribían en los aniversarios del día once de febrero de 1873 al determinar la culpa del que podemos llamar fracaso a fin de efectuar la necesaria enmienda si queríamos merecer la República. Conformes en el propósito de enmendarnos, discrepamos al fijar responsabilidades y analizar culpas. 

Los más aplaudidos en los discursos mitinescos y los más celebrados, al brindar en los banquetes, eran los oradores más simplistas, los que acusaban rotundamente a uno solo de los factores; a los que fueron ministros de la primera República y eran después del 3 de enero jefes de los partidos republicanos, a los cantonales y a los autoritarios, conservadores y posibilistas. 

Había también quienes achacaban lo efímero de la vida de la República a la imposibilidad en que se vió de ganar tres guerras: la carlista, la colonial y la cantonal, con un ejército minado por la conspiración monárquica. 

¿Cómo —discurrían los más avisados— podía vencer la República a los alzados en arma contra ella y contrarrestar las maquinaciones de los alfonsinos y de los radicales vencidos el 23 de abril y vencedores el 3 de enero, si el once de Febrero sobrevino cuando hastiaba la revolución triunfante en Septiembre de 1868 y si la República fué proclamada ese día once con los votos de los radicales en unas Cortes monárquicas (las últimas del reinado de don Amadeo)? 

En efecto, vino tarde la República. Quizás de ser proclamada en 1869 habría sido más fuerte y podido vivir mucho más de lo que vivió. Agitada por discordias, devorada por insurrecciones de los obligados a defenderla, condenada a la impotencia por múltiples causas, no podía aspirar a más larga vida. Entre estas causas están la falta de un claro criterio revolucionario y la carencia de un verdadero anhelo de vencer a los carlistas, sentido éste de modo tan vehemente que armonizara los más diversos ideales y asegurara al Gobierno republicano la adhesión cordial de todas las fuerzas anticarlistas y antiborbónicas. 

Al subrayar lo que pensaban los más juiciosos de los hombres de aquella fugaz República, hemos determinado las diferencias esenciales entre tiempos y tiempos, entre los republicanos de 1873 y los republicanos de 1936 a 1938. Ahora como entonces, luchamos contra la rebelión militarista, contra el clericalismo teocrático y contra la plutocracia y el capitalismo (los negreros de entonces son los burgueses de hoy). 

Hay diferencias: unas, de índole material, traídas por los adelantos de las ciencias aplicadas a la guerra (mausers, cañones de gran alcance y rapidez en la carga y en el disparo, ametralladoras, tanques, bombas de mano, aviones, gases asfixiantes, todo lo cual, así como el teléfono y la telegrafía sin hilos, era desconocido en 1873); otras, de índole moral, producidas por la ruindad de los traidores de hoy—, inferiores al general Pavía, desinteresado aunque culpable, capaz de dar el golpe de Estado, pero incapaz de nombrarse ministro del Gobierno formado el 4 de enero—; inferiores también a los cabecillas carlistas, menos feroces que ellos, aun los más crueles y sanguinarios, e incapaces de vender a naciones extranjeras productos, minas, archipiélagos, islas y posesiones de España. 

Las horribles monstruosidades cometidas en la sima de Igusquiza, el fusilamiento por el cura Santa Cruz de la columna de carabineros rendida, el saqueo de Cuenca, las violaciones de doncellas, el apaleamiento feroz de mujeres hasta matarlas, los más horrendos crímenes, en fín, del carlismo han sido superados por las hordas de Franco y consortes en la plaza de toros de Badajoz, en la del Torico, de Teruel, en la campiña de Talavera, en los campos de Toledo, en las calles de Granada, en la carretera de Málaga a Almería y en las grandes ciudades bombardeadas por la aviación con el sacrificio de centenares de niños a la barbarie fascista, superior a la de cuantos guerreaban contra la primera República.

Y en cuanto a la falta de patriotismo de los capaces de utilizar el concurso de los cabileños y de instaurar en pleno siglo XX el tributo de las cien doncellas a beneficio de sus aliados mahometanos y de los capaces también, ciegos de orgullo, de entregar España a la invasión de nazis alemanes y de fascistas italianos, no es preciso encarecerlo para hacer patente su inferioridad respecto a los carlistas. Fueron éstos ciegos causantes de la ruina y del atraso de España; mas no como los rebeldes actuales, conscientes provocadores del descuartizamiento de la Nación, entregada por ellos a la concupiscencia de extranjeros desalmados. 

Contra la guerra actual ponemos toda el alma los antifascista, y el anhelo de vencer nos lleva a callar todo pensamiento contrario al de los demás combatientes y a obedecer con perfecta disciplina al Gobierno legal, robustecido en su soberanía por el acuerdo unánime de las Cortes reunidas en observancia de la Constitución, que cumple para, con autoridad moral, hacerla cumplir a todos los españoles. 

El levantamiento cantonal contra el Gobierno, no republicano únicamente, sino avanzado, revolucionario de don Francisco Pi y Margal, sobre desacreditar el sistema federal, constituyó un obstáculo para dominar al carlismo y para deshacer las tramas de los conspiradores que preparaban la restauración de los Borbones. 

El cantonalismo tuvo más de perturbador que de revolucionario. 

Sin creerlo único culpable ni siquiera el mayor de los que tuvieron la culpa, debemos reconocerle, como hemos hecho con los carlistas, superioridad sobre los enemigos de la actual y perdurable República, la segunda cronológicamente declaró la guerra a Alemania en respuesta al ataque del «Federico Carlos» a uno de los barcos de la escuadra cantonal, y fué incapaz de concertar alianza con la nación, cinco de cuyos barcos bombardearon, en represalias de una mentida agresión, a la inerme Almería.

Unidos, se dice, todos o los más de los republicanos, ¿cómo explicarse la descomposición de los federales y las tremendas discordias que ayudaron eficazmente a los que dieron el golpe del 3 de Enero? Al contestar a esa pregunta, fijamos otra esencial diferencia entre ambas Repúblicas. No hubo en el fondo tamaña unidad. Todos se llamaban federales, no todos lo eran. Ya en la llamada declaración de la prensa se exteriorizó la diferencia entre orgánicos y pactistas, como luego de la restauración se denominaron los figueristas y los piistas. Y respecto a Salmerón y a Castelar, su federalismo era, en el primero, un acatamiento formulario a la mayoría, y en el segundo, un tema retórico. Y además de no estar todos convencidos de la doctrina y de no apreciarla del mismo modo, ¿de cuándo acá es el federalismo teoría esencialmente revolucionaria? Federales han sido imperios, federales son repúblicas fascistas, como el Brasil, y federal es la verde Erin, la isla de los santos. No hubo otra idea revolucionaria. De la propiedad de la tierra nadie trató, nadie propuso colectivizarla; sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado había diferentes criterios y tampoco hubo unanimidad respecto a la organización del Ejército.

Pi y Margall era socialista y esa idea defendió en «La Discusión», mas pronto en «La Democracia» le salieron al paso republicanos también eminentes y hubo que adoptar una fórmula de transacción: socialistas e individualistas, católicos, protestantes, librepensadores, materialistas y espiritualistas, ateos y racionalistas caben —se dijo— en el partido republicano federal. 

Aparte la ideología, en táctica era notoria la división en intransigentes y benévolos. 

Este dualismo, aquella transacción, la falta de sindicatos y partidos proletarios (la primera Internacional estaba ya rota), el confusionismo federal que imitaba a la Comuna parisiense y realizaba un pronunciamiento a la española, la discordia republicana, la falta de ambiente y el ánimo del país cansado de agitaciones, hicieron revolucionariamente estéril a la primera República, que no supo resolver la cuestión de Cuba ni quitar poder a los frailes de Filipinas ni fijar su criterio ante la Iglesia ni reorganizar el Ejército, ni hacer en lo social otra reforma que la dictada por Benot respecto del trabajo de niños y mujeres. 

¡Admirable y querida primera República! Al celebrar el once de febrero, honramos a aquellos republicanos y les expresamos nuestra gratitud, pues ellos, con lo que hicieron y con lo que no pudieron hacer, nos han enseñado a conservar la República democrática, la de los tres colores, que dijo Azaña, y a imponerla a los rebeldes, venciéndolos en la guerra que sostenemos.


Roberto Castrovido
La Armada, órgano oficial de los marinos de la República
Cartagena, 26 de febrero de 1938