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3317. Campo de concentración

Republicanos españoles castigados, amarrados a un poste, en un campo de concentración de los amigos franceses
De pié, Bartolomé Flores Cano en el campo de Argelès sur Mer (*)



El suelo era de arena olvidadiza
donde no imprime rastro la pisada.
Y el cielo era penoso a la mirada
que ya sin esperanza era ceniza.

De aquella España oscura y de su liza
tan pura, y tan reciente y tan llorada,
apenas si una turba abigarrada
quedaba de su estirpe primeriza.

Aquello que fue gloria, era miseria.
Cuanto hubo de orgulloso, fue humillada.
Los héroes, carcomidos por los piojos,
más que alzada bandera, eran despojos,
memoria corrompida de soldado,
tristísimo espectáculo de feria.


Arturo Serrano Plaja
Versos de guerra y paz, 1945


(*) Corinne Flores nos informa que el hombre de pie en la imagen es su abuelo Bartolomé Flores Cano en el campo de Argelès.









3022. Entrevista a Pablo Picasso

Pablo Ruiz Picasso
(Málaga, 25 de octubre de 1881 - Mougins, 8 de abril de 1973)

El pintor español Pablo Picasso inició a los catorce años, en Barcelona, sus estudios de pintura, que más tarde continuaría en Madrid. En 1901 se trasladó a París, donde instaló su estudio en Montmartre. Allí se vería influenciado por pintores como Tolouse-Loutrec y Degas. Desarrolló su propio estilo a través de las numerosas transformaciones experimentadas a lo largo de su increiblemente productiva carrera. Sólo en la primera década del siglo atravesó los periodos azul, rosa y precubista antes de embarcarse en el cubismo, movimiento que fundó junto con el pintor francés George Braque y que rechazaba las formas tradicionales de representación basadas en la perspectiva. Sin embargo, Picasso y Braque terminarían rompiendo en 1914.

Durante los años veinte, mientras seguia pintando al estilo cubista, Picasso diseñó vestuario para los Ballets russes de Diaghilev. Uno de sus cuadros más famosos, el Guernica (1937), expresaba su horror ante un bombardeo de la ciudad vasca del mismo nombre en la guerra civil española. Fue nombrado director del Museo de Prado durante la etapa de la República, desde 1936 hasta 1939, aunque estuvo ausente de Madrid esos años. Pasó la mayor parte de la II Guerra Mundial en París y se unió al partido comunista tras la liberación de la ciudad. Esta toma de posición fue la que motivó el interés de New Masses. La última etapa de su carrera la pasó experimentando con diferentes técnicas, como la litografía, la escultura y la cerámica, además de creas numerosos tapices.

A lo largo de los últimos diez años había discutido, analizado y debatido sobre Picasso con mis amigos hasta la exasperación. La única conclusión a la que lográbamos llegar era que Picasso, en sus llamados "periodos", reflejaba muy acertadamente las contradicciones de aquellos tiempos turbulentos, pero se limitaba a eso, no a pintar nada capaz de realzar nuestra comprensión de la éspoca. Diversos artistas y críticos que se ganan la vida poniendo etiquetas a la gente le identificaron con una amplia variedad de escuelas -surrealismo, clasicismo, abstracción, exhibicionismo, e incluso contorsionismo-. Pero detrás de este montón de cultas estupideces, esa gente nunca explicó a Picasso. Nunca ha dejado de ser un enigma.

De repente se produjo el bombazo. En las últimas horas de la España leal a la República, Picasso pintó su Guernica, y con esta obra mural se erigió como un poderoso y penetrante pintor de la protesta social. Pero fue la única muestra. Con el tiempo, Francia entró en guerra, pero en los cuadros de Picasso no hubo ni atisbo de la furiosa respuesta en el Guernica. Entonces se produjo el desastre militar francés y la humillante ocupación alemana. Circularon historias desagradables acerca de Picasso. Que vivía bien en París con los alemanes; que colaboraba con la Gestapo, y que ésta, a cambio, le permitía seguir pintando sin molestarle; que vendía falsificaciones a los nazis, obras que firmaba él pero que realizaban sus discípulos, incluso corrió la voz de que había muerto. Desde la liberación de París, Picasso continuó siendo una figura completamente rodeada de misterio y oscuridad.

En octubre, inmediatamente después de la liberación, se hizo pública una nota impactante: Picasso se había hecho miembro del partido comunista. Ese mismo mes se organizó en el París liberado una impresionante exposición de arte contemporáneo francés. Una de las salas compuesta por setenta y cuatro cuadros y cinco esculturas, realizados en su mayor parte durante la ocupación fue especialmente dedicada a Picasso. La exposición me sorprendió. Allí estaba el Picasso del Guernica, poderoso, bellísimo, un pintor de la vida y de la esperanza. Me emocionó tanto su trabajo que decidí ir a verle. Conseguí la dirección a través de un joven artista francés que le conocía. Cuando llegué a su estudio me informaron, tras un intercambio de murmullos en otra habitación, que Picasso "no estaba en casa". Su secretario me dio explicaciones: "Con tantos acontecimientos, Picasso lleva dos meses sin pintar. Ahora desea tranquilidad para ponerse a trabajar". Finalmente mi amigo me consiguió una cita. A las 11.30, una mañana de sábado, me presenté en el estudio. Me hicieron pasar y me indicaron que esperara. Picasso ocupa los dos últimos pisos de un edificio de cuatro plantas carente de pretensiones y cercano al Sena. Hay que atravesar uno de los agujeros del muro que hacen las veces de puertas, y subir tres pisos por una estrecha y sinuosa escalera de paredes desnudas y esclones de madera desgatados. El lugar ha sido su hogar y su esudio durante los últimos ocho años. Se accede directamente a uno de los estudios, una habitación en la que se agrupan desordenadamente varios caballetes, lienzos y libros. Mientras esperaba reparé en una de sus pinturas recientes, situada en un caballete: la representación de una jarra de metal sobre una mesa. Sujeto con una chincheta en la parte superior había un pequeño esbozo a lápiz de la composición, que la pintura reproducida hasta la última línea y detalle. Aunque no se trataba más que de un boceto rápido, se había atenido a él tan estrictamente que las líneas que en el apunte sobresalían en una esquina de la mesa lo hacían también en el cuadro. Pregunté a su secretario si Picasso había tenido problemas con los alemanes. Me contestó: "Como todo el mundo, lo hemos pasado mal". A Picasso no le habían permitido exponer. En una ocasión, la Gestapo le había acusado de ser en realidad un hombre llamado Leipzig. Picasso se limitó a insistir en su respuesta: "No, yo soy Picasso, nada más". Los alemanes dejaron de molestarle, pero en ningún momento dejaron de vigilarle. Aun así, Picasso mantuvo un estrecho contacto con el movimiento clandestino de resistencia. 

Transcurridos unos diez minutos, Picasso bajó del estudio de la planta superior y vino directo hacia mí. Me echó una mirada rápida y luego clavó sus ojos en los míos. Llevaba un traje de color gris claro, una camisa de algodón azul con corbata y un pañuelo amarillo en el bolsillo del pecho. Tenía las manos pequeñas, pero fuertes. Me presenté, y al momento me tendió la mano. Su sonrisa era cálida, sincera y hablaba sin pelos en la lengua, lo que me hizo sentir cómodo de inmediato. Comenté que su trabajo siempre me había interesado y, al mismo tiempo, confundido. Le expliqué cómo había comprendido de repente, en su reciente exposición, lo que quería contar. Mi deseo era conocerle personalmente y preguntarle si mi análisis de su obra le parecía correcto y, caso de ser así, escribir sobre ella para contribuir a su divulgación en Estados Unidos. Seguidamente le expliqué mi interpretación de "EL MARINO", que había tenido ocasión de admirar en el Salón Liberación. Le dije que creía que se trataba de un autorretrato el traje, la red, la mariposa roja, mostraban a Picasso como una persona en busca de una solución para su época, intentando hallar un mundo mejor y que el uniforme de marinero indicaba su participación activa en el esfuerzo. Me escuchó con atención y finalmente respondió:

Sí, soy yo, pero no pretendía darle ningún significado político.

Le pregunté por qué se había retratado vestido de marinero.

Porque siempre llevo una camiseta de marinero. ¿Lo ve? -fue su respuesta.

Se desabrochó la camisa y tiró de su ropa interior. ¡Era blanca con rayas azules!.

¿Y la mariposa roja? insistí. ¿El color no tiene una intención deliberadamente política?

No en especial replicó. ¡Si es así, será cosa de mi subconsciente!

Pero tiene que tener un significado concreto porfié, lo admita o no. Lo que hay en su subconsciente es resultado de su pensamiento consciente. No es posible escapar de la realidad.

Me observó un instante antes de responder:

Sí, es posible y normal.

Picasso quiso saber entonces si yo era escritor. Le dije la verdad: no lo era, nunca antes había escrito. Trabajaba la madera por vocación, y también era pintor, pero únicamente como distracción, porque de algo tenía que vivir. Picasso se echó a reír.

Ya, lo comprendo.

Le pregunté si tenía su consentimiento para escribir un artículo sobre él.

Sí contestó. ¿Para qué publicación?.

Le expliqué que era para New Masses. Sonrió y dijo: 

Lo conozco. 

Lanzó una mirada hacia la puerta abierta. Había varias personas esperándole 

Subamos un momento al estudio dijo.

Ascendimos por una escalera hasta el estudio principal, donde en realidad desarrollaba su trabajo. La habitación estaba limpia y ordenada. No tenía la apariencia polvorienta y caótica del cuarto de abajo.

Comenté a Picasso que mucha gente mantenía que ahora, debido a su nueva militancia, se había convertido en un líder cultural y político para el pueblo, y que su influencia a favor del progreso podía ser tremenda. Se puso serio y asintió.

Sí, soy consciente de ello.

Le comenté que en Nueva York habíamos discutido su obra con frecuencia, especialmente el Guernica (cedido en préstamo al Museo de Arte Moderno de Nueva York). Le hablé de lo que representaban el toro, el caballo, las manos con las antorchas, etcétera, así como el origen de los símbolos en la mitología española. Mientras yo me explayaba, él asentía con la cabeza.

Sí, el toro ahí representa la brutalidad; el caballo, al pueblo confirmó. En esos casos he recurrido al simbolismo, pero no en los otros.

También le expliqué mi interpretación de dos de los cuadros de la última exposición. En uno de ellos había un toro, una luz, una paleta y un libro. El toro, opinaba yo, no podía ser otra cosa que la imagen del fascismo; la luz, con su resplandor, la paleta y el libro eran reflejo de las cosas por las que luchábamos, la cultura y la libertad. La obra mostraba el feroz enfrentamiento que tenía lugar entre ambos.

No respondió Picasso. El toro no es el fascismo, aunque sí la brutalidad y la oscuridad.

Apunté que su trabajo parecía avanzar hacia un simbolismo transformado, quizá más simple, de más clara comprensión, en su lenguaje propio y personal.

Mi trabajo no es simbólico me respondió. Sólo el Guernica lo es, pero en ese caso se trata de una alegoría. Por eso recurrí al caballo, al toro y demás. Esa obra busca la expresión y la solución de un problema, y ése es el motivo de que emplease el simbolismo. Algunos definen como "surrealista" mi pintura de un determinado periodo continuó. Yo no soy surrealista. Nunca he estado fuera de la realidad. Siempre he vivido en su esencia (literalmente, en lo "real de la realidad"). Si alguien desease expresar la guerra tal vez lo más elegante y literario fuera dibujar un arco y una flecha, porque es una imagen estéticamente atractiva. ¡Yo, en cambio, si quisiera representar la guerra emplearía una ametralladora! Ahora es el momento, en este periodo de cambios y revolución, de pintar de manera revolucionaria y no como antes.

Entonces me miró directamente a los ojos y me preguntó:

Vous me croirez? (¿Me creerá usted?).

Le dije que comprendía muchas de las obras de la exposición, pero que había unas pocas que no entendía en absoluto. Me volví hacia un cuadro con un desnudo y un músico que había estado colgado en el Salón de Octubre. Se encontraba a mi izquierda, apoyado contra la pared. Era un lienzo grande y torcido, de alrededor de 1,5 por 2 metros.

Ése, por ejemplo apunté. No sé qué quiere decir en absoluto.

No es más que un desnudo y un músico replicó. Lo pinté para mí. Cuando uno contempla un desnudo hecho por otra persona, observa que reproduce las formas de un modo tradicional, y para la gente eso representa un desnudo. Pero yo lo expreso de manera revolucionaria. En ese cuadro no hay ningún significado abstracto. Es simplemente un desnudo con un músico.

¿Por qué pinta de un modo tan difícil de comprender para la gente? -le pregunté.

Pinto así me respondió porque mi pintura es fruto de mi pensamiento. He trabajado durante años para obtener este resultado y si diese un paso atrás (mientras hablaba, retrocedió un paso) sería una ofensa al pueblo (la palabra francesa fue "offense"), porque lo que hago es coherente con mi pensamiento. No puedo emplear recursos convencionales sólo para darme la satisfacción de ser comprendido. No quiero descender a un nivel inferior. Usted es pintor. Comprende que es prácticamente imposible explicar por qué hace uno ésto o lo otro. Yo me expreso a través de la pintura, y no soy capaz de hacerlo mediante palabras. No puedo dar una explicación del porqué he hecho algo de una determinada manera. En mi caso, si realizo un boceto de una mesa pequeña (al instante agarró una para ilustrar sus palabras) percibo cada detalle. Observo su tamaño, su grosor, y lo traduzco a mi modo.

Indicó con una mano el otro extremo de la habitación, donde había un gran lienzo que representaba una silla (también había estado expuesto en el Salón Liberación), y continuó.

Ya ve como lo hago. Resulta divertido, porque la gente descubre en la pintura cosas que uno no pone en ella. Hace auténtico encaje de bolillos. Pero no importa, porque es estimulante que las perciban y la esencia de lo que puedan haber visto está, de hecho, en el cuadro.

Quise saber cuándo podría verle de nuevo, y me contestó que estaría encantado de recibirme en cualquier momento que desease. Nos estrechamos las manos y me marché.


Jerome Seckler
New Masses, 13 de Marzo de 1945







2824. Los horrores del campo de concentración de Dachau

Los cadáveres se apilan en el cementerio del crematorio en el campo de Dachau, recién liberado



El campo nazi de Dachau fue liberado por las tropas del Ejército de los EE.UU el 29 de abril de 1945. Alrededor de doscientas mil personas fueron encarceladas en Dachau y sus campos satélites. 776 prisioneros eran españoles, de los que 70 fueron transferidos al subcampo de Allach.

Transcribimos el artículo del periodista Carlos Sentís, publicado en la Vanguardia dos semanas después de la liberación del campo. Ni una palabra sobre los españoles.


Londres, 14, 7 tarde. (Crónica radiotelegráfica de nuestro enviado especial)

En el vasto mundo anglosajón hay una cosa que impresiona casi más que el final de la guerra en sí; el de los campos de concentración alemanes.

Yo sólo ha visitado uno. El de Dachau, en las afueras de Munich. Casi el último caído en manos del Ejército norteamericano. Visitándolo pasé un rato horroroso. Ahora, sobre el limpio papel donde escribo, no lo paso mucho mejor. Dante no vio nada y por eso pudo escribir sus patéticas páginas del infierno. Yo sí he visto Dachau y quizá por eso no sepa escribirlo. Lamento no ser notario para escribir un formulario con el léxico impersonal de los protocolos. Pero creo que puedo de todas maneras escribir en primera persona porque ni un solo lector que me haya seguido sobre la Prensa de España ha podido dudar jamás de mi ecuanimidad. A la cuenta de mi historial cargo el «doy fe». Se me dirá que más a Oriente de la propia Europa puede haber otros campos aterradores. Desgraciadamente, se puede creer en ellos. Pero no los he visto. Si los viese, movería exactamente mi pluma con la serenidad con que lo hago ahora.

La entrada de Dachau —sector amplio rodeado de un alto muro y de edificios cuarteleros— es muy trabajosa y minuciosa. Con nosotros —once periodistas— entra también Mr. Jefferson Geoffrey, embajador de los Estados Unidos en Francia. Los soldados norteamericanos nos ponen a todos en hilera, y con un aparato parecido al de los insecticidas nos meten por las mangas, debajo de las ropas, grandes cantidades de polvos desinfectantes «D.D.T.» que, con la penicilina, son el moderno «curalotodo». Quedamos todos como buñuelos para la sartén. Luego, una inyección del mismo producto: un pinchazo que todavía me duele. Un oficial norteamericano nos reúne. Las últimas instrucciones: en el campo, donde casi todos son detenidos políticos, hay tifus, disentería y otras enfermedades, docenas de moribundos y centenares de cadáveres insepultos de los dos mil que encontraron los norteamericanos al llegar. No debemos separarnos de los oficiales norteamericanos ni dar la mano a nadie aquí por razones sanitarias. Ante semejante programa me entran ganas de volverme atrás, pero fumando cigarrillos, comiendo pastillas, las manos protegidas en el bolsillo, penetro en el mundo fantasmagórico.

Avanzamos por una amplia avenida hasta el recinto rodeado de espino da, alambre. Hay banderas aliadas en todos lados, porque celebran los días de la victoria, que para ellos todavía no ha significado la ansiada libertad.  Conforme avanzamos, parece que vamos a entrar en una exposición o feria de muestras. Las muestras que cerca de la entrada, según después veré, son las mejores porque, por lo menos, pueden andar sin arrastrarse y no son contagiosos como otros que están en pabellones cerrados, de los cuales, a pesar de morir  muchos día a día, y después de una semana de la entrada de los norteamericanos, no pueden salir todavía.

Los paseantes o los que tienen libertad de movimientos dentro del campo van casi todos con el traje rayado de los presidiarios, pelados, con idénticos ojos inmensos en el fondo de sus órbitas, pero su nacionalidad es fácil de distinguir porque llevan toda clase de banderas, y los yugoeslavos y rusos llevan su uniforme militar casi completo. En sus barracas también hay banderas y distintivos. En las de los polacos hay dibujos improvisados, imágenes religiosas, que contrastan con la vecindad de la bandera roja de los rusos. De los treinta y dos mil detenidos que hay en Dachau la mayoría son polacos. Son los más serios y reservados. También son polacos 780 curas católicos del total de 1.350 curas, de los cuales sólo 50 no eran católicos. Los curas de otras nacionalidades, hasta hace unos días en que todavía no había salido ninguno (sólo lo han hecho unos poquísimos), se distribuían así, además de los polacos: 121 franceses, 69 checos, 31 italianos, 39 belgas, 30 holandeses y el resto entre alemanes y otras nacionalidades. Seminaristas, 108. En total representaban 40 Ordenes religiosas distintas.

Para darme éstos y otros datos, conforme avanzamos por unas especies de lazaretos donde los huesos vivientes recubiertos de piel toman el suave sol primaveral, que evidencia todavía más sus llagas, se me acercan toda clase de tipos. Todos me quieren contar su caso. Con grandes ademanes de afectuosidad me quieren presentar «casos especiales», con los cuales yo tengo que desobedecer las órdenes multares dándoles la mano o salir huyendo cobardemente a mitad de la conversación. A pesar de que los norteamericanos han hecho limpiar ya bastante, todo huele espantosamente. Basuras, toda clase de porquerías quemándose, en rincones apartados del campo, con lo cual se acusa, todavía más, el ambiente. A nuestro paso, oficiales norteamericanos, judíos y rusos, principalmente, son los que se levantan más o menos trabajosamente y se quitan respetuosamente la gorra.

Cuando nos paramos en un sitio, docenas de seres archisucios y que comen todo el rato pan con mantequilla (de los norteamericanos) por rincones, se precipitan sobre nosotros. Entonces, en mi interior se establece esa tremenda lucha: entra la caridad y la repugnancia. Yo me apego a los oficiales norteamericanos como de niño hacía en el regazo de mi abuela. Pero los norteamericanos nos dicen: «Todo eso no es lo importante. Ahora entraremos en el pabellón de los incomunicados.» 

Uno de estos pabellones es exclusivamente de judíos. Aquí el olor a miseria humana es inaguantable. Hay muchos muchachos. Algunos tomando el sol por calles, son esqueléticos y tienen la barriga hinchada como una patata. Otros, amontonados sobre camastros de tres pisos, juegan a los naipes. Uno, en lo alto de la litera, con cara de pillete, me sonríe y muy divertido me señala algo en el suelo, debajo de él, entre dos literas. Voy allí para mirarlo. Es un cadáver reciente. El niño pillete se ríe a carcajadas al ver mi impresión. Casi al mismo momento, un moribundo que gime en la litera a ras de suelo, me tira de los pantalones. Quiere un cigarrillo. Voy fumando como una locomotora sin quitarme el cigarrillo de los labios. Salgo fuera tan pronto como puedo, pero en la calle tampoco puede respirarse. 

Después, ya todo lo demás no me. interesa. Datos, nombres, nombres... Que si estuvo Sehusfihmgg con su mujer aquí mismo, en Dachau, hasta que le trasladaron hace poco; que si estuvo el obispo Piget y príncipes Leopoldo de Prusia y Borbón de Parma. Todo eso a mí no me dice nada ya. Oigo la gente medio loca que me dice al oído palabras de odio o rencor que prefiero no recordar. En distintos barracones nos invitan a entrar. Todo es tantrágico, que roza siempre lo grotesco. Unos portugueses y yo somos tomados aparte por unos franceses, siempre tan académicos a pesar de todo. Uno de ellos se suelta el discurso: «Nous sommes tres hereux de vous avoir par nous; je suis aussi, mes chers amis, écrivain; je prepare na texte sur Daehau», etc...

¡La locura! 

Pero los norteamericanos, metódicos, siguen infatigables. Ahora nos llevan al crematorio, donde por falta de combustible en las trágicas últimas horas de Dachau, y por ignorar los guardianes que estaban tan cerca las tropas de Patch, no pudieron quemar dos mil cadáveres entre los sacados de la cámara de gas (ejecuciones), o sacados de trenes en el colapso de los últimos días, y que se dejaron en una vecina estación, encerrados en vagones, muriéndose como moscas, mientras cundía el caos por todas partes. Los de allí afirman que Himmler circuló la orden original de salida para América, donde se ordenaba quemar a todos los detenidos del campo antes de entrar las tropas aliadas. 

De una especie de garaje o hangar —crematorio— van sacando cadáveres totalmente desnudos para echarlos a treinta y dos carros bávaros conducidos y cargados por alemanes, a los que se les obliga después a pasarlos, plenamente descubiertos, por algunos barrios antes de enterrarlos. A mi vista hay unos trescientos cadáveres, que se colocan en carros, con parihuelas, desde una especie de ventana. Son los que sacan aquella mañana. Cuerpos medio descompuestos. Una especie da vendimia macabra. 

Ni ustedes ni yo creo debamos entrar en esta perspectiva qué todavía me dan las retinas.

*

La nota del día de hoy en Londres ha sido las declaraciones de Goering, al que los periódicos, salvo alguno muy de izquierdas, no atacan demasiado, incluso le tratan entre ironías y humor. Los efectos de estas declaraciones he podido comprobarlos de manera muy personal estando en varios sitios de Londres y almorzando en un Club con Frank Wallace, quien visitó hace poco España invitado por el Patronato Nacional de Turismo y para cazar la cabra hispánica en Gredos. Todas las personas que me presentó en su Club comentaban muy favorablemente para España las palabras de Goering al general Patch, que reproducen textualmente todos los periódicos en esta exacta forma: "Patch le preguntó por qué cuando invadieron Francia no invadieron seguidamente España, y después de tomar Gibraltar no embotellaron en el Mediterráneo la Flota británica. Patch ha contado que, al preguntar esto, Goering agitó y levantó los brazos como si quisiese agarrar el cielo, exclamando: «Esta siempre fue mi opinión... Siempre, siempre, siempre y nunca se me hizo caso.» 

Aquí se aprecia tanto su contenido como el enardecimiento y vehemencia que puso repitiendo hasta tres veces una misma palabra. 


Carlos Sentís
La Vanguardia, 15 de mayo de 1945









2664. Hiroshima





El mundo es lo que es, es decir, poca cosa. Es lo que desde ayer todos sabemos gracias al formidable concierto que la radio, los diarios y las agencias noticiosas acaban de desencadenar con respecto a la bomba atómica. En efecto, nos enteramos, en medio de una multitud de comentarios entusiastas, que cualquier ciudad de mediana importancia puede ser totalmente arrasada por una bomba del tamaño de una pelota de fútbol. Los diarios norteamericanos, ingleses y franceses se extienden en elegantes disertaciones sobre el porvenir, el pasado, los inventores, el costo, la vocación pacífica y los efectos bélicos, las consecuencias políticas y aun la índole independiente de la bomba atómica. En resumen, la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo. Será preciso elegir en un futuro más o menos cercano entre el suicidio colectivo o la utilización inteligente de las conquistas científicas.

Mientras tanto, es lícito pensar que hay cierta indecencia en celebrar así un descubrimiento que se pone, primeramente, al servicio de la más formidable furia destructora de que el hombre haya dado pruebas desde siglos. Nadie, sin duda, a menos que sea un idealista impenitente, se asombrará de que, en un mundo entregado a todos los desgarramientos de la violencia, incapaz de ningún control, indiferente a la justicia y a la sencilla felicidad de los hombres, la ciencia se consagre al crimen organizado.

Estos descubrimientos deben ser registrados, comentados según lo que son, anunciados al mundo para que el hombre tenga una idea precisa de su destino. Pero rodear estas terribles revelaciones de una literatura pintoresca o humorística, no es soportable.

Ya se respiraba con dificultad en un mundo torturado. Y he aquí que se nos ofrece una nueva angustia, que tiene todas las posibilidades de ser definitiva. Sin duda se le brinda al hombre su última posibilidad. La bomba atómica puede servir, en rigor, para una edición especial. Pero debiera ser, con toda seguridad, motivo de algunas reflexiones y de mucho silencio.

Además, hay otras razones para acoger con reserva la novela de ciencia ficción que los diarios nos ofrecen. Cuando se ve al redactor diplomático de la Agencia Reuter anunciar que esta invención vuelve caducos los tratados e incluso las decisiones de Postdam, señalar que es indiferente que los rusos estén en Koenigsberg o los turcos en los Dardanelos, no se puede evitar atribuirle a tal concierto intenciones bastante ajenas al desinterés científico.

Entiéndase bien. Si los japoneses capitulan después de la destrucción de Hiroshima y por efectos de la intimación, nos alegramos. Pero nos rehusamos a sacar de tan grave noticia otra conclusión que no sea la decisión de abogar más enérgicamente aún en favor de una verdadera sociedad internacional, en la que las grandes potencias no tengan derechos superiores a los de las pequeñas y medianas naciones, en que la guerra, azote hecho definitivo por el solo efecto de la inteligencia humana, no dependa más de los apetitos o de las doctrinas de tal o cual estado.

Ante las perspectivas aterradoras que se abren a la humanidad, percibimos aún mejor que la paz es la única lucha que vale la pena entablar. No es ya un ruego, sino una orden que debe subir de los pueblos hacia los gobiernos, la orden de elegir definitivamente entre el infierno y la razón.


Albert Camus

Combat, 8 de agosto de 1945










2600. Juramento de Buchenwald




«Nosotros, los internos de Buchenwald, estamos hoy aquí para honrar a los 51.000 prisioneros asesinados en Buchenwald y comandos del campo por matones nazis y sus cómplices. 51.000 de nuestro pueblo fueron fusilados, ahorcados, aplastados, golpeados hasta la muerte, sofocados, ahogados, envenenados y asesinados. 51.000 padres, hermanos e hijos murieron de una muerte llena de sufrimiento, porque lucharon contra el régimen de asesinos fascistas. 51.000 madres, esposas y cientos de miles de niños acusan. 

Nosotros, que hemos estado vivos y presenciamos la brutalidad nazi, hemos visto con rabia impotente la muerte de nuestros camaradas. Si algo nos ayudó a sobrevivir, fue la idea de que vendría el día de la justicia. 

Hoy somos libres.

Agradecemos a los ejércitos aliados, los americanos, los británicos, los soviéticos y todos los ejércitos de liberación que luchan por la paz y la vida del mundo. Rendimos homenaje a un gran amigo de los antifascistas de todos los países, al organizador e iniciador de la lucha por un mundo nuevo que era FD Roosevelt. Honor a su memoria. 

Nosotros, los de Buchenwald, rusos, franceses, polacos, checos, alemanes, españoles, italianos, austriacos, belgas, holandeses, luxemburgueses, rumanos, yugoslavos y los húngaros, que luchaban en contra de la SS, contra los criminales nazis, para nuestra la liberación. 

Un pensamiento nos anima: nuestra causa es justa, la victoria será nuestra.

Hemos llevado a cabo la misma lucha dura e implacable en muchos idiomas. Esta lucha requirió muchas víctimas y aún no ha terminado. Las banderas todavía flotan y los asesinos de nuestros camaradas todavía están vivos. Nuestros sádicos torturadores todavía están en libertad. Esta es la razón por lo que juramos en estos lugares de crímenes fascistas, ante el mundo entero, que renunciaremos a la lucha sólo cuando el último de los líderes sea sentenciado en la corte de todas las naciones. El aplastamiento definitivo del nazismo es nuestra tarea. 

Nuestro ideal es la construcción de un mundo nuevo en paz y libertad. Se lo debemos a nuestros camaradas muertos y sus familias. Levanta las manos y jura para mostrar que estás listo para pelear.»


19 de abril de 1945








2589. Los ojos de Picasso

Foto: Francesc Boix - Museu d’Història de Catalunya


Era en Toulouse, en diciembre de 1945. El partido había organizado una pequeña fiesta de camaradas y amigos para celebrar mi 50 cumpleaños... Mi primer aniversario en Francia, después de la victoria sobre el hitlerismo. Pero allí, a pocos kilómetros, sobrevivían Franco y su régimen fascista, sufría nuestro pueblo martirizado y sin libertad.

Esa realidad ensombrecía nuestra pequeña fiesta.

Alguien me dijo: «Dolores, aquí está Picasso.»

¡Picasso, qué alegría! Le vi sentado, en un lugar apartado, con su zamarra y su gorra, como cualquier trabajador, pero con sus ojos inconfundibles. Los ojos de Picasso.

Rápidamente me acerqué a él. Era la primera vez que sentía la emoción de estrechar sus mágicas manos. Le conocía de siempre, como amigo y camarada entrañable, como artista único, como hombre, con mayúscula.

Como vasca, me había estremecido su Guernica —tremenda acusación a Franco, al hitlerismo—, que recorría el mundo conmoviendo y movilizando a los pueblos, a todos los hombres y mujeres de sensibilidad humana. Si Picasso no hubiera hecho en su fecundísima vida más obras que el Guernica, ella bastaría para consagrarle como el mejor pintor de toda esta época de lucha y horrores que nos ha tocado vivir.

Nos abrazamos. Nunca olvidaré su mirada amistosa, su sonrisa...

Yo sabía que a Picasso no le gustaban las reuniones, las fiestas. No aparecía siquiera en actos dedicados a él. Así era Picasso. Prefería trabajar, trabajar y trabajar en su estudio de día y de noche. Por eso agradecí profundamente su presencia en nuestro modesto ágape.

Más tarde, en París, visité su estudio, acompañada de su secretario. Era como penetrar en un templo sagrado: sus cuadros, la fuerza demoledora de sus pinceles, eran la expresión de su pasión, de su rebeldía ante la mediocridad de lo oficial, ante lo injusto, ante la imposición, ante el despotismo, frente al crimen.

Picasso era español de pura cepa, no sólo por su origen, sino por su carácter, sus costumbres, la luz, el color de sus cuadros.

Asistí, muchos años después, ya en Madrid, a la presentación al pueblo español del Guernica, queden España era solamente conocido por reproducciones. Millones de admiradores picassianos del mundo entero lo habían contemplado en Nueva York. No quiso Pablo Picasso que su Guernica volviera a la España franquista. Hoy es patrimonio, por voluntad de su autor, de los españoles, de todos los pueblos de España.

Yo contemplaba con emoción el Guernica, protegido por cristales, y me parecía que a mi lado estaba Pablo Picasso, que estaban sus ojos grandes y penetrantes —los ojos más maravillosos de nuestro siglo, ha dicho Rafael Alberti—, su sonrisa, su genio.

Picasso está vivo entre nosotros. Vive al lado de nuestro pueblo, de todos, porque es español, pero vivió y trabajó en Francia. Es universal. Vive al lado de todos los que sufren, trabajan y luchan por algo mejor, más bello, más justo. Porque él sabía que son los pueblos los que perviven a través de todas las incidencias del devenir histórico. Él era la juventud eterna.

Su paloma de la paz ha recorrido con su mensaje el mundo entero. Y hoy, de nuevo, la siguen los niños, los jóvenes, los ancianos, todos los hombres y mujeres que se niegan a sucumbir en un holocausto nuclear.


Dolores Ibárruri
Memorias de Pasionaria 1939-1977