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3265. Un nombre al frente: Galdós

Benito Pérez Galdós
(Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843 - Madrid, 4 de enero de 1920)


Los devotos de la lógica dudan de que muchas de las cosas que van apareciendo como sugestivos hitos en la última avanzada del pensamiento sean pertinentes o siquiera consecuentes con la revolución. La duda es explicable, pues los quehaceres prácticos impiden casi siempre la visión extensa, aunque no es preciso demostrar cómo sin ésta, la acción se asfixia y extenúa pronto en el practicismo. Pero si llevásemos a todas horas delante una visión total, desde el comienzo hasta el fin de la revolución, tal duda no existiría, pues veríamos entrar en el conjunto las nuevas apariciones, a su tiempo y naturalmente, tal como lo ordena su propia naturaleza.

Nada más indeseable que una imagen o un símil a estas horas. Pero una visión, algo que entrando por los ojos llegue a invadir nuestra razón con su evidencia, algo que sea como una vida en su órbita de pasión y de tiempo, es lo que quisiéramos despertar rememorando una simple experiencia visual. Todo el desenvolvimiento físico de una revolución es lo que se contempla cuando a un agua reposada se le imprime un movimiento circular en su superficie, cuando todas las partículas que componen su masa giran, arrastrando en ráfagas desiguales las diversas materias del fondo, y se las ve formar como sistemas estelares, en los que irrumpen cuerpos pequeños y grandes, impelidos por la ley del movimiento que los lleva, pero originándose entre ellos toda suerte de choques y azares. Nada más destacado un ejemplo nos cohibe su estrechez. Todo ejemplo es pobre; sin embargo, continuemos extendiendo éste hasta donde nos permitan sus propias fronteras. Es ese proceder, ese revolverse de la revolución sobre sí misma, lo que la visión aludida enseña; ese profundizar al extenderse, hasta raer las sustancias yacentes en el último fondo, atrayéndolas en su vorágine que empieza dibujando una clara y definida voluta y termina espesándose hasta tupirse en la saturación total.

Sólo el que haya contemplado esa aventura de la materia en el misterio de su movimiento puede tener una visión verdadera de lo que es una revolución, en su total concierto de azares y leyes. Y, si bien es verdad que podemos generalizar diciendo una revolución, mucho más exacto sería aludir especial y determinadamente a esta que atravesamos, pues en ella, el elemento propulsor no ha he-cho preponderar su matiz teórico, no ha difundido su tinte en demasía, antes al contrario, parece haberse estacionado en el logro de su cometido y, en cambio, la onda agitada se extiende y profundiza tenazmente, con impulso cada vez más avasallador, conmoviendo aquellas zonas que parecían ya por siempre sedimentadas en un olvido pétreo.

Esta angustiosa trayectoria que sigue nuestra revolución no desembocará en ordenadas innovaciones ya acreditadas y prósperas; seguirá revolviéndose sobre sí misma como inmensurable nebulosa, sorbiendo todo nuestro pasado, reactivando en cada palmo de tierra del planeta los gérmenes que el alma de España dejara a su paso en tiempos más felices. Nuestra revolución trabaja hacia adentro, hunde el embudo de su tromba en el mismo corazón de España. Nada de lo que ha sido verdaderamente nuestro debe quedar relegado. Y no se atreva nadie a pronunciar el reprobado término repetición. No, no nos amenaza ese peligro: lo que fué alguna vez piedra o ley ahora puede ser estrella. Ahondando cada uno en su propia mina, pues la revolución bien entendida debe empezar por uno mismo y no la caridad, como se dijo con insigne torpeza, lograremos hallazgos gloriosos sin más norma seleccionadora que el tacto necesario para reconocer aquellas cosas que fueron creadas por obra del verdadero amor. Paso a paso iremos, vamos ya, descubriendo las materias inapreciables que hierven llenas de futuro en nuestro subsuelo y sin pararnos a pensar por qué ni para qué las lanzaremos al actual desvarío. El orden nuevo duerme aún en el seno de la nebulosa revolucionaria; aun no es más que un embrión pegado a la entraña del alma nacional: tenemos ante todo que nutrirle. Cada pueblo y cada hombre debe escarbar en su propio tesoro hasta encontrar el oro puro que para muchos no será más que una palabra, acaso un nombre.

Estas líneas están escritas únicamente para esto, para hacer sonar un nombre; para recordarle, para hacerle revivir entre lo más vivo, destacar desde lo más hondo hasta lo más alto, para que despierte de la fría memoria a la inflamada actualidad que al incorporársele purificara aún más la luz de su llama: Galdós.

La epopeya de nuestros gloriosos desastres, la pasión de nuestra fe en su cárcel de angustia; en una palabra, la vida de España hora por hora, un siglo de vida española con todos sus poros, sus venas, su pulso, sus lágrimas y su resignación, cargada de potencia. El que quiera cobrar alientos en la lucha actual, el que necesite sentir en el corazón germinar una firmeza, altivamente espontánea, sustancialmente propia, hunda su pensamiento en las páginas galdosianas, láncese a atravesar esa extensión, que es, al mismo tiempo y en cada uno de sus puntos, selva y páramo.

Áspera soledad, desengaño, pobreza, vencimiento. Vencimiento aceptado, bebido con lento valor, sin venda en los ojos, sin consuelo; como un veneno que, llevándonos al filo de la muerte, se transustancia milagrosamente en potencia, retoza en los sentidos del alma que se abrazan al tronco de la vida y extienden su arbóreo desorden con las raíces firmes en la tierra amada.

Más que valor, más que impulso o heroísmo lo que se encuentra en las páginas de Galdós es confianza, una clara confianza ilógica, un esperanzado desprendimiento de las razones que nos harían desconfiar, una íntima paradoja, un alegre secreto que nadie podrá quitarnos ni siquiera aquellos que puedan quitarnos la vida; la alegre firmeza que se expresa en esta frase «nadie se atreve a conquistar esta casa de locos». ¿Existe heroísmo más acendrado y soberbio que este de avanzar por el mundo, sin crédito, sin más guía que la fe inextinguible circulando mezclada a las demás sustancias de nuestra sangre, desechando todas las vías urbanas que conducen al bien o a la verdad, atendiendo sólo a su llamada magnética que nos promete una entrega, si más penosa, tan íntegra como nadie la ha alcanzado?

«Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurecciones prodigiosas». Galdós traza esta línea delirante en la ruta de los españoles «porque su destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el fuego, pero su permanencia nacional está y estará siempre asegurada».

De ese fuego que nos alimenta y nos consume, que nos ofusca y nos alumbra a un tiempo es de donde únicamente podemos sacar nuestra fe, nuestra clara y radiante fe que, por proceder de tan incognoscible origen, no teme a la sombra; no teme su fin y olvida su principio, porque su eternidad está en su propio aliento, porque crea por sí misma las horas triunfales anudando increíbles concordancias con su poderosa cadena. «Por un simple impulso del corazón de cada uno obedeciendo a sentimientos que se comunicaban a todos sin que nadie supiera de qué misterioso foco procedían. Ni sé por qué fuimos cobardes, ni sé por qué fuimos valientes unos cuantos segundos después». Nada, nada sabe ni sabrá nunca el español, ningún resabio comprometerá jamás la libertad de su alma, pero no por mecerse en la blanda inconsciencia, no por vivir abrazado a su voluntad presente, arrobado en ella y firmemente dispuesto a no sustituirla, a no traicionarla con similares teóricas, a morir cuando ella muera, a permanecer en glacial castidad si a alguna hora le es esquiva.

Las páginas de Galdós, éstas que describen las vicisitudes de España en la pendiente de sus Episodios, desparramándose pródigas, acarician, contemplan todos los momentos de la pasión de nuestra patria y, sin ensalzarlos, los eternizan. Con niveladora constancia pasan sus palabras por los corazones y las piedras, por las miradas, por los viejos muebles, por los trajes, y sus bolsillos, donde la avaricia esconde sus secretos nidos o el amor sus confidencias, todo queda por ellas hermanado, trabado con hilos tan sustanciales y vivos que su armonía trasciende como un sacramento de recíproca e incesante comunión.

La igualdad, la monotonía del estilo galdosiano es la clave de su excelso olvido de las jerarquías en el que sólo puede incurrir el que se siente igual a Dios. Nunca se altera ni se desorbita su tono, sus palabras no se revisten para señalar los hechos supremos más que para denominar la sarta inerte de lo prosaico. La sencillez de sus palabras ante el misterio alcanza el vértice insuperable en aquella pregunta del hombre que tiene en sus brazos el cuerpo de la mujer querida y al  depositarlo en la sepultura exclama: «¿Por qué tengo yo ahora esto que llaman vida y tú no»?

Con palabras como éstas, prodigadas en miles de páginas llenas de cosas mínimas, que parecen brotar sin plan y sin fatiga, como de la naturaleza misma, están delineadas las figuras cuyo recuerdo nos acompaña, tan vivo y extraño a toda rememoración mental como si hubiésemos sentido realmente el calor de sus manos. Las páginas de los Episodios son como una inmensa fábrica de tiempo que abriga en su entraña el fantasma de Salvador Monsalud: el más misteriosamente ambiguo e integral, el más atormentado y atormentador, el más inconsciente y voluntarioso, el más español de los españoles, el arquetipo de la españolidad que no es precisamente lo que los españoles quisieran ser, sino lo que son, aunque no quieran. Estas páginas épicas al dibujar el perfil de Salvador Monsalud arden con total desprendimiento en el amor humano.

Imposible hablar del Galdós de la paz, del de los menudos hechos y anónimos heroísmos, del de la cotidiana angustia de sereno semblante. Los nombres de sus personajes acosan la memoria al recordar aquel mundo donde vivimos con ellos; pero no hay espacio para tantos; no lo hay para Fortunata, que al acercarse a ella oculta el horizonte con su contorno colosal, y, en este exiguo de que disponemos, no podemos menos de escribir el nombre de Camila, la inefable heroína de «Lo prohibido», esa diosa doméstica, pénate de la intimidad española; esa tan fundida, tan alma y carne de su medio que parece flor de él, la divina forma de su gracia, como la gutupaga de nuestros rastrojos que brota su gentil presencia entre los terrones idénticos a ella.

Todo el que quiera recordar y esperar, todo el que quiera sustentar su confianza en el cimiento inconmovible de las amarguras superadas, busque estas fuentes originarias de donde brota el caudal que hoy nos nutre y que nutrirá nuestro futuro. Si ese futuro es, será español; y si no, no será.


Rosa Chacel
Hora de España, febrero de 1937






1995.Carta a José Bergamín sobre anarquía y cristianismo

Al sentirme impulsada a aludir directamente a uno de tus trabajos publicados en estos momentos fuera de España, adopto la forma epistolar por parecerme la más recta. No intento iniciar una polémica, pues no he de discutir ninguno de los puntos que componen tu ensayo, sino sólo señalar algunos, entre los muchos de vital interés que veo omitidos en él. 

Me tomo el derecho de comentar un tema desarrollado por ti, según tu criterio, que respeto, porque supongo, al encontrar el número de abril de la revista Esprit, cuyo sumario aparece bajo el lema «Anarquía y personalismo», que la atención de un sector de la intelectualidad francesa se ha detenido a anotar el hecho de la vivificación de la idea anarquista en los momentos actuales de España. Así creí entenderlo al coger la revista en mis manos, y fui comprobándolo a través de sus páginas: estudios, unos afectos y otros desafectos, pero todos concienzudos y encaminados al esclarecimiento del tema planteado; solamente en el tuyo —el único nombre español que figura en el sumario—, el concepto anarquía no es objeto ni del más ligero análisis y queda supeditado a calificar meros hechos, señalados entre el largo programa de nuestras calamidades nacionales. No he de discutir aquí si tales hechos merecen o no ese calificativo, pues no creo que aporte la menor claridad sobre el conflicto íntimo de España que Europa quiere estudiar en su laboratorio, enumerar los desmanes de nuestros pobres curas pecadores o de nuestros facinerosos, inevitablemente infiltrados en algunos partidos.

Si éstos son males intrínsecos de la anarquía, sería al menos conveniente saber por qué, aproximarse, siquiera, al conflicto que los origina; pero prefiero, por creerlo más de mi incumbencia, estudiar la perspectiva opuesta, la de la realidad de su porvenir espiritual; pues creo, además, sin miedo a error, que ésta y no la otra es la que ha despertado interés fuera de España. Creo que nada puede importar a los que, por rigurosidad de conciencia, quieren ver las cosas en su último sentido, la frecuencia o la truculencia de ciertos hechos que sólo el sentido común bastará a arreglar, y, en cambio, les faltan datos sobre la parte positiva, sobre la voluntad de estructura, de forma coherente y viable que pretende abrirse camino por entre la tenebrosa marejada del momento. 

Pero no hablo aquí sólo en nombre de mi creencia personal: desde el mes de enero, en que empezó a publicarse HORA DE ESPAÑA, hago por llevar al ánimo de los intelectuales españoles la convicción de que toda la filosofía española, la que Unamuno considera «la única verdadera y propiamente tal», es fundamentalmente, por encima de toda opinión, anarquista. Esto me ha valido, aparte de algunas, contadas, adhesiones, la censura de gran parte de los escritores que trabajan por la revolución y considerar mi actitud meramente especulativa y antirrevolucionaria. En cambio, en los periódicos anarquistas de Valencia y Caspe, el eco que ha encontrado mi primer ensayo Cultura y Pueblo, ha sido tan rotundo, tan satisfactorio —pues no revestía caracteres de elogio, sino de aceptación franca, de comprensión a fondo—, que por esto solo me creo autorizada a continuar en mi propósito; pero, ¿cómo? 

Gracias a la amplitud de criterio de HORA DE ESPAÑA, pude aludir desde sus páginas, aunque ligeramente, al tema que me ocupa. En el mes de febrero leí en la Casa de la Cultura, en forma de conferencia, un ensayo sobre Unamuno, que titulaba Dios insiste en España; estaba escrito para la revista internacional Das Wort, donde me había invitado a colaborar uno de sus miembros, y pensando que mis palabras, al salir de nuestra tierra, caerían en un medio en el que ninguna mala inteligencia podría enturbiar su objetividad, fui en ellas más explícita. Y aquí sí que puedo decir que topé con la Iglesia: el ensayo escandalizó a quien me lo había pedido. Topé con la nueva Iglesia, que no combato —quede sentado— porque la creo sostenida por bases prácticas, perentorias, que sería inoportuno discutir, y porque no me acosa la menor impaciencia por el triunfo de las ideas que más estimo, antes al contrario, sólo quiero para ellas madurez, sinceración profunda, depuración implacable. En este sentido quise trabajar en mis últimos días de Valencia, instando a que acudiese un grupo de escritores a la llamada que hizo a los intelectuales Solidaridad Obrera. No lo conseguí, y yo me abstuve de hacerlo, por evitar lo que pudiera parecer una actitud original. Mi plan, en realidad, era acercar al partido anarquista a un grupo de intelectuales que mantuviese conexión con el movimiento popular, pero enteramente abstenido de toda actividad política. Este grupo hubiera constituido un seminario anarquista, esto es, un organismo, pequeño en su principio, dedicado al estudio de la idea anarquista, más especialmente que en los textos que llevan tal nombre, en su raigambre originaria, en religiones y filosofías, capaz de trazar, consecuentemente, algún rasgo verídico de la conciencia que sea inteligible y moralmente práctico en el momento actual. Tal organismo hubiera ido ampliándose a medida que el trabajo realizado fuese formando un terreno firme y hubiera llegado a componer algo con toda su complejidad, con toda su espontánea y vital independencia; hubiera tenido la eficacia de una escuela. En fin, el plan era perfecto, pero quedó en palabras. Llegamos a reunimos unos cuantos en casa de un joven poeta, pero otro ilustre amigo nuestro nos llevó por derroteros tan vagos, tan líricos e inconsistentes, que perdí completamente el ánimo y opté por alejarme de todo, prescindir de mis ambiciones de fundadora y venirme a París a trabajar en una, aunque externa, tranquilidad. 

Este largo relato de mis actividades que, ciertamente, hasta ahora no pueden llamarse éxitos, conduce sólo a hacerte comprender que no es vano deseo de discusión o censura lo que me lleva a discutir tu ensayo Por nada en el mundo. Cuando, después de superado el desequilibrio de mi expatriación, quiero enterarme de lo que se piensa en Francia, lo primero que encuentro es este número de Esprit, que realiza algo muy semejante, como propósito, a lo que con tanta pasión y esfuerzo llevo tantos meses queriendo hacer en España. Si en tu ensayo se mantuviese el mismo propósito que en los que le acompañan, hubiera experimentado solamente una tranquilidad de ver que a alguien le había sido posible lo que a mí no me había sido dado hacer; pero, ¿cómo resignarme a que la única voz española no aporte más que la antigua visión superficial, no sitúe el término anarquía más que en calidad de improperio, como es uso en el lenguaje periodístico parlamentario? Y, sobre todo, aun se podía pasar por alto el empleo de ese término para calificar a los perturbadores del orden que, legítimamente o no, ostentan esa filiación; pero atribuir a anarquía el desmoronamiento de la Iglesia Católica en España, aún notando los nexos que la idea cristiana y la anarquista tienen en sus puntos más positivos y feraces, es demasiado. Y conste que no formulo esta protesta en nombre de mi anarquía, sino en nombre de mi cristianismo. Mi descubrimiento de la anarquía tuvo origen en el libro admirable, ejemplar, del obispo Newman, El desarrollo del dogma. En él encontré por primera vez de un modo alto, riguroso y evidente, unido el concepto de anarquía al nombre de Cristo, pues no quedaba circunscrito a su doctrina; no iba, ni implícito ni explícito, en ninguna máxima evangélica: a mi entender, aparecía entrañado en el hecho mismo cristiano, en la Encarnación, en cuanto es relación absoluta. 

Carezco del texto y sólo tengo algunas notas que no son las que necesitaría para dejar este punto aclarado. 

Este, y sólo este principio anárquico, es lo que lleva a la Religión Cristiana a su constante acabamiento y a su constante salvación: su humanidad. Las formas mortales de la Iglesia a que el Evangelio alude son otra cosa: son las ramificaciones del dogma con sus enmiendas y aparentes transacciones que, como Newman dice, «no son la sucesiva reposición del cuchillo y el mango»; son su vital intento, su arborescencia fortuita y sensible, condicionada por el clima del azar, fiel sólo a una ley nunca manifiesta, siempre diluida en sustancial persistencia: la de renacer. Y en cuanto a la venalidad de su representante, no hay por qué atribuirle significación alguna, antes al contrario, sólo puede aparecer como efecto del grave trance que atraviesa la idea religiosa en su íntimo fundamento; pues la ocasión es tal que resulta vano discutir o dilucidar cualquier punto del Evangelio. Lo que las generaciones del pasado inmediato quisieron derrocar no fue el Nuevo Testamento, sino el Antiguo. Y como «en el Nuevo Testamento está patente el Antiguo», lo único que podemos hacer para que aquél mantenga su eficacia, es conciliar éste con la conciencia de nuestro tiempo. Antes de la Pasión de Cristo es la lucha de Jacob. Cuando la anarquía haya sobrepasado su antiguo testamento, entonces germinará su era positiva. Pero esto no implica el menor reformismo ni conformismo, pero, repito, toda su primera forma quedará patente en la segunda, como la segunda está latente en la primera. 

Algo de todo esto —que aquí queda tan exiguamente expresado— es lo que esperaba encontrar en tu ensayo, al leer los primeros párrafos en que hablas de los viejos libros que encontraste en casa de Pueyo; pero no fue así, y no comprendo cómo un alma verdaderamente religiosa ha podido acercarse a esta promesa —y le doy este nombre por unirla siempre a las verdades religiosas y no a las racionales— sin acogerla en la intimidad de su conciencia. Esta verdad que llegas a encontrar unida a la fe que confiesas en la maldición «perros judíos como perros cristianos», añadiendo con tu juego peculiar: «¿no serán los mismos perros con diferentes collares?» 

Menos comprendo aún que bordeándola y no teniendo para oponerla otra verdad más potente, capaz de avasallarla en sus verdaderos puntos positivos, se la soslaye con un brusco quiebro, se la presente, de pronto y sin más explicación, transformada en fuerza ilegítima propagadora de todos los vicios nacionales del Estado y de «la Iglesia Católica en España, colaboradora anarquizante de ese Estado». Una y otra vez, y como ésta, todas las noticias que del concepto anarquía van apareciendo en tus páginas: «Pero, ¿qué significa esta Iglesia? ¿Qué significa este Estado? La más absoluta, la más total ausencia de autoridad moral y espiritual. La más amplia, la más completa actividad pública anarquizante.» «Sobre todo en la explotación comercial, industrial, de la pretendida enseñanza religiosa, que no lo fue jamás, que fue siempre una enseñanza laica dada por religiosos. Colaboración anarquizante y remuneradora con el Estado», etc. Ante todo esto, sólo se me ocurre repetir: No comprendo.

Como sólo se llega a comprender buscando el fondo positivo, la posible bondad de las cosas. Supongo que un vehemente deseo de encontrar la raíz de los males que aquejan a la Iglesia fuera de ella misma, te ha llevado a resumir en la palabra anarquía, por aquella su faceta negadora, todo lo que en la Iglesia se niega y descompone. Si es así, no me escandaliza tal atentado a la verdad; pero ¡es tan inútil!

«Todo lo que pertenece a la esfera de la creencia religiosa nace en la historia, se desarrolla, declina y muere. Jamás ha sido establecido, demostrado y refutado como una proposición científica»; «ni un documento religioso, como, por ejemplo, la Biblia, o una tradición, o una organización, pueden ser consideradas como objeto de estudio histórico puramente racional, ni los documentos religiosos como simples fuentes para ciertos sucesos, si ya antes el sentimiento de religioso respeto a cuya luz, o, si se quiere, en cuya oscuridad aparecen aquéllos como una revelación, no se hubiese extinguido o, en virtud de nuevas tendencias germinales de la misma vida religiosa, no se hubiese orientado hacia nuevos contenidos». Esta afirmación que hace Scheler en Muerte y supervivencia, de la impotencia del conocimiento científico para destruir una creencia viva, abarca igualmente la impotencia de sus vilipendiadores. Una creencia no se refuta ni se desacredita. No, una fe no se deshonra, porque es la medida única de la honra del que puede ser deshonrado; es decir, que el que se deshonra es porque cede algún punto en lo que debe a su fe; porque si la fe fuese susceptible de detrimento a consecuencia de los actos humanos, ¿con qué medida demostraríamos que no fueron justos? ¿Con el residuo formal de la creencia extinguida ? Nadie temería tales sentencias. 

Una fe sólo puede morir por su propia muerte, y la fe cristiana va, por su anárquico principio, desde su comienzo hacia la muerte. No sirve, como la fe pagana, para trasladar al mortal al plano de los imperecederos, ni como la fe budista, para domeñar el sentimiento por la persuasión negadora—vida una y razón otra—. La fe cristiana nace y muere. 

Nace porque muere, y viceversa. Y nuestra confianza no puede descansar en la idea de su supervivencia hasta desvalorizar la muerte, porque si consideramos efímero el trance y seguro y glorioso el final, no habría angustia ni pasión en la muerte de Cristo. Sólo contemplando la alternante y anárquica relación en su agitada, inaplacable persistencia, podemos aceptar con fe nuestra propia angustia. 

Nuestra fe y nuestra razón son feraces, sólo en sus fronteras; si nos adentramos en el ámbito de alguna, perdemos de vista la otra. Desde la razón, esto es, desde el nihilismo, su última consecuencia, se cree olvidar la vida; pero como, en tanto que la razón no puede detenerse en una finitud, por claro que vea el aniquilamiento del alma individual, nada le asegura que más allá de las estrellas o del tiempo, esto que llamamos nuestro corazón, no llegue a ser como un recuerdo en la mente de Dios. Y si se detiene, rompiendo el encadenamiento lógico, sólo puede hacerlo por un acto de voluntad o de no voluntad, es decir, por este agente genuino de la vida. En el ámbito de la fe, la razón no cuenta, pero la fe es vida y la vida tampoco admite márgenes. La vida es allí donde algo es, y si la razón es, también allí es la vida. Y, sobre todo, el amor más encendido lo primero que quiere es ver, o, mejor, sólo viendo se enciende. 

Amando y viendo, naciendo y muriendo, nuestra fe cristiana sufre su pasión, tal vez su muerte si así lo exige la potencia de sus nuevos gérmenes. 

A conciencia insisto en cosas que sé que sabes tan bien como yo; Pero, entonces, ¿por qué tan furtivamente aparecen entre tus líneas esos atisbos de la realidad anárquica de España, cuando dices, por ejemplo, que preste oído el cristianismo a «la voz de un pueblo ensangrentado que hasta en la blasfemia o a causa de esa misma blasfemia no deja de ser divino y de clamar al cielo»? ¿Por qué en este otro párrafo «el pueblo español exasperado, o al menos su sector anarquista, ha percibido el peligro que le amenazaba más profundamente en su existencia; y sintiendo que su libertad y su independencia entraban en el trance de una mortal agonía, cubierto con su propia sangre, como la suya injustamente vertida, que, por la palabra, ha sido liberadora de toda la sangre»; porque, repito, aquí ves tentado de arrebatar el epíteto que diste a los violadores de la libertad, a los propagadores del vicio, del desorden, y sublimarlo de pronto entregándoselo a los señalados que emitieron la sagrada blasfemia ? Es que es difícil huir la verdad tanto como buscarla. Sólo los tontos están beatamente a salvo de caer sobre ella o bajo ella; pero los que marchamos, siquiera con normal actitud, por entre el tráfico de sus refracciones, si no la perseguimos a conciencia nos atropella o nos seduce. Relee tu ensayo y le encontrarás, víctima de su hechizo, por todas partes, lleno de alusiones a nuestros místicos, a nuestro Quijote, a nuestro cristianismo anárquico. 

Creo adivinarte a través de estas páginas, como entorpecido por un escrúpulo político. ¿Acaso te cuentas entre los intelectuales que se han impuesto una especie de consigna para soslayar toda complejidad del pensamiento que pueda hacer dificultoso por desánimo o descrédito, el desarrollo de los hechos políticos? No lo creo. Es la actitud más insensata en que puede ponerse, el que no desprecie francamente la función del pensamiento. He meditado mucho en ella y no la aceptaré jamás. Sí aceptaría, si preciso fuese, por disciplina, el silencio; pero si constantemente se nos manda hablar, y si es cierto, más que nunca cierto, que hay quien escucha, ¿cómo podremos dejar escapar unas palabras mermadas de sustancia y cómo, sobre todo, consentiremos que en las almas, en carne viva que escuchan en esta hora señalada pueda difundirse un hábito de seudopensamiento, de ejercicio vano, sin contenido veraz? No; cien veces no. A los que supeditan la vida del espíritu a la política y también a los que se esfuerzan en preparar un plano político benigno al espíritu. Cualquiera de estas dos posiciones es misión del hombre político, pero en el intelectual que lo sea no sólo por profesión, sino por vocación, por forzosidad íntima, es monstruoso e ineficiente. El que vive la vida del espíritu no puede, en puridad, hacer más que pensar derecho y no temer nada. Bien hiciste en recordar «La persecución es la vida». 

Si traemos a la memoria los párrafos de Scheler, antes citados, veremos que no sólo es la ciencia ni tampoco la perversión moral, ni la política, lo que puede condicionar la vida del espíritu, esto es, la vida religiosa. Y en cuanto a pensar que el movimiento político se vea amenazado por una fuerza religiosa —me refiero a algo auténtico, puro— arrolladora, no hay que alarmarse; todavía no estamos tan cerca de la felicidad. 

Aquí en Francia sigue sobre la mesa el tema de «Catolicisme ou politique d'abord»; pero este celo que tan dignamente mantienen los católicos franceses, ¿qué es en última instancia más que política? La religión no se refuta ni se abona ni se cultiva; la religión es obra de Dios, o, mejor, es obra del hombre, en lo que tiene de Dios, es la obra de Dios hombre. No es siquiera la imitación de Cristo: es la semejanza inmanente del hombre con Dios: La creación. 

Muy cerca de ella anda, aunque no prácticamente en ella, ese pensamiento de gran fondo que Maritain esboza del humanismo integral. En 1929 expuse en notas de la «Revista de Occidente» una idea en todo semejante: la de una posición renacentista ante la religión católica. Y al escribir posición renacentista, lo primero que se me ocurre preguntar es: ¿Se puede considerar como algo vitalmente religioso un renacimiento? Si miramos en la Historia lo que fue el injerto del mundo antiguo en el cristiano, encontramos que, realmente, hay una mezcla viva y feraz de los dos sentidos y se nos alegra el alma de pensar que pudiéramos hacer un homenaje a la religión católica de tal magnitud, pero ¿es esto religión, es una verdadera creencia? No; no lo es. Es necesario arrancarse esta comprensión con desgarradora sinceridad, porque nuestra ansia de fuego religioso siempre debe encontrar fría la aportación del sentimiento. Y, sin embargo, esa onda de creación con que un renacimiento cristiano conmovería al mundo, satisface por lo menos a esa parte tan activa en la fe: la voluntad. 

Por esto, yo preguntaría a los católicos franceses: ¿Para qué allanar planos o templar invernaderos? ¿Dónde está la creación, un acto, un libro, un solo verso? No; un plan o una decisión de hacer algo, un algo hecho, una palabra que haga recordar al hombre que en él está el Verbo. 

Y al llegar aquí me es forzoso hacer un largo inciso, porque como en este punto de la creación estamos fundamentalmente de acuerdo, es preciso dilucidar cómo y en qué coincidimos y, aunque comentando sólo tu ensayo de «Esprit», podría llevarlo a cabo, veo mi posición tan corroborada por tu estudio de Goya en HORA DE ESPAÑA, que no puedo pasarlo por alto. 

Lo primero que salta a la vista es que a lo largo de sus líneas y en cada una de ellas, en cada proposición o consecuencia se espera ver brotar una palabra, esa palabra que aquí discutimos. Se la siente, se la ve, exaltada a poderosa evidencia, informándolas desde el principio al fin. ¿Por qué no brota? ¿Por qué esa nebulosa de cualidades, que con acierto difundes en torno a Goya, no florece en un neto sustantivo? Creo que con la percepción más tosca cualquiera intuye a través de este párrafo: «El hombre, el pueblo, empieza por afirmarse caprichosamente por la negación. Con tal de hacer su voluntad y por hacerla solamente, puramente, el hombre, el pueblo se hace como el niño caprichoso, voluntarioso. Pintar como querer es pintar voluntaria o voluntariosamente: caprichosamente. El hombre que hace su capricho hace lo más puramente voluntario, lo más hondamente voluntario. Acaso lo más profundamente humano. Su santísima voluntad. Su realísima gana. Lo más verdadero de su ser.»

Evidentemente, el hombre sólo realiza lo más verdadero y hondo de su ser cuando pone en juego todo su ser y para esto lo primero que es necesario es que el hombre sea un todo, se sepa un todo, total y verdaderamente semejante al Todo. 

«¿La cólera española no es la causa, el principio y la unidad revolucionaria de nuestro pueblo? ¿Su humana, viva, verdadera, disparatada, desastrosa voluntariedad? ¿Su realísima gana? ¿Su voluntad santísima?.» Sí, en efecto, la causa, el principio y la unidad de nuestro pueblo es esa real gana, y esta vez, no de realeza, sino de realidad, de una realidad que no se someterá jamás a ningún ideísmo, una realidad anárquica, viva.

Pero no puedo detenerme a estudiar cómo en cada uno de tus párrafos se silencia y se revela a un tiempo esa sustancial, íntima verdad de nuestro pueblo, y notaré sólo, ya que de pintura trata, cómo hasta en aquello que se ve «de una vez», esto es, el genuino mensaje de la pintura, has percibido el certero símbolo, has entendido con los ojos la cifra que ondea su secreto poético: «No hay pintura más clara para los ojos como para el entendimiento —para el entendimiento humano de lo español— que la oscura o clara, la negra o roja, la blanca o coloreada del enorme Goya». iNegra y roja afirmación de la cálida sangre, hermanalmente unida al oscuro misterio! Con constancia se llega a sacar claridad de la controversia de los textos, pero «de una vez» se puede intuir que sólo una viva, divina y sangrientamente humana verdad puede tener hoy día profunda alusión, eficacia poética, en un símbolo. 

Subrayo con satisfacción todos tus aciertos y los encontraría intachables si hubiese en ellos más equidad. ¿Cómo puedes hablar de «vanidad velazqueña», de «pura representación» en Velázquez? ¿Sobre todo habiendo establecido ese paralelo entre «dos que soñaron su razón y los que racionalizaron su sueño» ; este paralelo, que es el mismo que yo establecí entre Unamuno y Ortega, «loque en Ortega es luz en Unamuno es fuego», y que al hacerlo afirmé que era todo nuestro porvenir? Ya emplacé también, con inminente estudio, a Picasso y a Ramón Gómez de la Serna, que con Ortega y Unamuno son las ramas más poderosas de nuestra genealogía espiritual, pero no puedo dejar para otra ocasión el decir que esperar una revolución de Picasso es no haber entendido la que hizo. Su atentatoria desarticulación, su patentización de la elemental anarquía. Y para no tener que decir lo mismo de Ramón, lo diré de Picasso con palabras de él: «Ese azar que respeta al azar.» 

Quede aquí este desmesurado paréntesis. 

Es del tema de la creación que quedó pendiente, de lo que más concretamente querría hablar y, en realidad, no me he apartado de él al citar los cuatro nombres que son los que actualmente nos dan más poderoso caudal de porvenir. Pero, claro está, al hablar de creación no quisiera emplear tonos calurosos que tuviesen acento de estímulo vago a una creación indefinida. Querría, al contrario, si no definir, porque esto es imposible, meditar, con el mayor rigor, en qué puede consistir nuestra creación.

Para ello hay que adoptar una actitud concisa. Para medir, es preciso una unidad, y esa unidad, como antes dije, es la fe, el clima íntimo de la conciencia y es preciso no empañarlo aproximándose, siquiera en forma de ligera opinión, a lo que nos es más ajeno e incoherente, por ejemplo, traer a cuento a propósito de uno de los pensamientos más substanciosos del alma más centrada en la médula de nuestro abismo: Santa Teresa; la limitada suficiencia, el sarcasmo vano de las fantasías de Chesterton.

Hay que adoptar una actitud franca ante los puntos principales, mantener una consecuencia que, con la mayor amplitud y hasta aventurándose en la contradicción, no haga imposible la fe de los otros en la nuestra. No se puede decir, si se piensa con Unamuno, «Vanidad de vanidades y todo vanidad», porque Unamuno gritó: «Plenitud de plenitudes y todo plenitud». No se puede, sin negarle, sin olvidarle o desconocerle, decir: Es éste un mal tiempo, son malos tiempos los que corren para nosotros, creyentes católicos, en el mundo. Por lo demás, ¿los tiempos no fueron nunca de otro modo que malos? ¿Se encontraría en ellos, gracias a ellos y no contra ellos, la afirmación y la ratificación de nuestra esperanza, de nuestra fe? No será, ciertamente, en las palabras de este mundo, en las palabras de este tiempo, de nuestro tiempo pasajero, porque Unamuno dijo: «La eternidad y la infinitud son las substancias del tiempo y del espacio, respectivamente, y esto sus formas, estando aquéllas, virtualmente, todas enteras en cada momento de una duración, la una; en cada punto de una extensión, la otra.» «Cuanto más se estrecha y constriñe la acción a lugar y tiempo limitados, más universal y más secular se hace, siempre que se ponga alma de eternidad y de infinitud, soplo divino en ella.» Esto es todo Unamuno, toda España. 

De él acaba de decir Antonio Machado: «De todos los pensadores que hicieron de la muerte tema esencial de sus meditaciones, fue Unamuno quien menos habló de resignarse a ella. Tal fue la nota antisenequista —original y españolísima, no obstante— de este incansable poeta de la angustia española»

No buenos, sino gloriosos tiempos estos en que los hijos de una misma madre buscan de nuevo las primeras palabras. Antonio Machado califica a Unamuno de antisenequista, señalando, al hacerlo, su originalidad, su creación, que no otra cosa se puede decir del cristianismo de Unamuno, de España. Creación o más bien salvación. Nuestra Buena Nueva anunciada ya en aquel verso final de la «Epístola moral a Fabio»: «Antes que el tiempo muera en nuestros brazos.» 

Si se es español, si se entiende humanamente a España, hay que llevar el alma materialmente empapada de estas palabras. Yo te invito a recordar cómo aparece ese verso al final de la Epístola, después de sus trescientos versos estoicos, después de su árida racionalidad, de su moral. Después que la persuasión ha ido helando nuestra sangre, ese verso se enciende, con tal dolorosa dulzura, con tan inexorable piedad. Todo lo que vamos a hacer, esas tablas de mandamientos que parecen poder emparedarnos, no nos oprimen más que con ese abrazo. Todo vamos a hacerlo por ese tiempo que llevamos pegado a nuestro pecho, e inexorablemente, ha de desenlazarnos. Cada uno de sus minutos es sagrado e incurre en la peor especie de blasfemia el que los deje caer de sus brazos sin haberles besado con su devoción en las cuatro caras, sin haberles despedido en los cuatro sentidos o tiempos de la bendición. 

Está claro lo que España puede dar de sí, puede crear, pero para contribuir siquiera con la palabra más humilde es preciso aceptar la realidad o ley de la fe que confesamos. No enrevesar con otro concepto, no añadir de nuestra parte un poco en el peso de uno, para que equivalga a su contrario, no apoyarse en el crédito de «los extremos se tocan» para decir: «El Estado totalitario, el fascismo, aniquila al hombre en la plena vacuidad del Estado. El anarquismo aniquila al Estado en la plenitud —¿vacía?— del hombre.» Así es, en efecto, su antagonismo, pero en cuanto a esconder una identidad de contrarios es sólo cuestión de decidirse. Es fácil admitir la vacuidad del Estado, pero yo, al menos, no cargaría con la responsabilidad de haber dicho ¿vacía? —la interrogación pierde aquí su virtud; el caso es que la idea esté lanzada— de la plenitud del hombre, el único conocido vaso de la Divinidad. 

No sólo no es ese el camino de la creación, sino que no es siquiera el de la crítica. Es inútil decir que las cosas son como no son, porque en realidad las cosas son como quiere y sólo puede darles algo de su aliento el que las quiere tal y como son. ¿De qué sirve en el ensayo de Máxime Castaigne, «Anarquía y haber», enfocar el concepto anarquía exclusivamente desde el punto de vista en que aparece como resentimiento? El anarquista, «por miedo al acto, retrae su desesperación y disminuye a sus ojos de miope el orbe que le exaspera. Mancha la blancura inaccesible». Resulta, naturalmente, que argumentando tal posición aparece un párrafo en que Max Scheler diseña duramente el resentimiento, pero ese párrafo pertenece a «El resentimiento en la moral», libro apasionadamente analizador, en el que Scheler lucha por repristinar la idea cristiana destruyendo la inculpación de resentimiento que ha sufrido, y el modo cómo lo niega y reconoce a un tiempo es un alarde de agónica voluntad amorosa.

No recuerdo si la anarquía se mienta o no en ese libro, pero todo lo que Scheler dice para hacer comprender el cristianismo, podría servimos aquí para explicar la anarquía. 

La actitud noble y eficaz es la de Emmanuel Mounier en su admirable ensayo «Anarquía y personalismo», que queda perfectamente definida en este párrafo de la última parte: «Hemos acentuado la debilidad de las posiciones centrales de la anarquía tan cruelmente como nos ha parecido necesario. Debemos exigir tanto más de un movimiento como éste y mostrarnos tanto más severos respecto a él cuando se aproxima más que otros a las realidades que creemos sólo aptas para vivificar el alma popular que se busca.» 

Si en realidad creemos que nuestras palabras pueden despertar algún eco en esa alma popular, no enturbiemos ni un momento con juegos conceptuosos de uno o más filos esta nuestra misión didáctica, inspiradora, seductora en el mejor de los casos. ¿Sencillez? No; complejidad, pero complejidad real. La complejidad de la verdad viva y anárquica, ante la que si el hombre se pone a pensar ha de ser hasta agotar sus fuerzas, sin someterla jamás a la fuerza de su ingenio. 

En resumen, a tu ensayo sólo tengo que oponer esto: Anarquía no es desorden ni resentimiento. No es desorden, porque orden —ya lo dije en otra ocasión— es un concepto meramente ordinal, anárquico. No hay nada más anárquico que el edificio de los números en el que entre la pesadumbre de su extensión inconcebible, la unidad es siempre real y absolutamente una. Y no es resentimiento porque es, en su comienzo, justicia: esa palabra prediluvial. Y, al final, después del diluvio de sangre, es amor. Amor de nada abstracto. Amor del que nace en la sangre ante la sangre. 


Rosa Chacel
Hora de España VII
Valencia, Julio de 1937









1647. Alarma

Calle Alberto Aguilera 34, Madrid


Por tejas y chimeneas,
entre veletas y agujas,
por aceras y calzadas,
por callejuelas oscuras,
corre la Alarma de noche,
corre en un grito, desnuda.
Ojos de fuego, y melena
al viento entregada, aúlla.
Asoma por las esquinas
en rauda, indecible fuga;
con su grito llama al pecho,
que adormecido no escucha;
con su insistente lamento
en desvelo, el sueño muda.
Los lechos abren su flor,
su calor de lana o pluma;
los brazos de los amantes,
reacios, se desanudan.
Pesados cuerpos de niños,
arrancados de las cunas,
estremecidos, se acogen,
al seno que los refugia.
Las escaleras prolongan,
bajo las plantas desnudas,
su espiral interminable
hacia las cuevas profundas.
Y el lamento de la Alarma,
deidad de la noche oscura,
ya se aproxima o se aleja,
ya se pierde o se dibuja,
ya parece que su boca,
con su voz, el aire inunda,
y agigantada habla al alma
de la inaudita aventura;
una batalla de arcángeles
se libra bajo la luna.
Sus alas, rojas o negras,
veloces el cielo surcan
con maléficos destellos,
con claras estelas puras.
Sus fragorosos alientos
con ira pasando zumban.
Lanzas de fuego se arrojan,
que encendidas se entrecruzan;
meteoros de la tierra
brotan, siguiendo su ruta.
Y las aves de la noche,
sus pupilas desmesuran
mirando el sin par combate
de férrea y rígida pluma.
Los murciélagos que habitan
las viejas arquitecturas
no osan alzar el vuelo
de los nichos o las urnas.
Perros negros, gatos negros,
cola y lomo despeluznan.
Y en el palomar, insomne,
el ave amorosa arrulla
por recobrar de su nido
la cálida compostura.
Prende la llama en un cuerpo
que inflamado se derrumba;
huye la negra bandada
a tierras que llama suyas.
Y aquella, de la Victoria,
faz melancólica y pura,
más alta que las estrellas
y más clara se columbra.
Alas serenas, triunfantes,
con pausa el espacio cruzan
y van a posar su vuelo
en la propicia llanura.
La Alarma traga su grito
y atenta su puesto ocupa
con el oído en la antena,
que, en lo alto, el aire escucha.
Sabiendo que ella vigila,
la ciudad duerme segura.


Rosa Chacel
El Mono Azul,  15 de octubre de 1936










1042. Cultura y Pueblo




Estos dos términos, cultura y pueblo, sobresalen de todas las voces que llenan el momento actual, destacándose con unánime impulso, con franca voluntad, o más bien forzosidad, de fusionarse. Qué último fondo intencional, qué vital interés y qué propósito guía a cada uno de estos elementos a aproximarse al otro, es lo que es necesario aclarar antes de seguir combinando los dos sustantivos con todas las preposiciones posibles, como es uso.

Nótese el prurito, a veces desconcertante, de cultura que desde el comienzo de la revolución se hace ostensible en todas las manifestaciones del pueblo. Teniendo por norma dudar cuanto se trata de la autenticidad de los hechos, podríamos temer que no fuese más que una iniciación sostenida por algunos intelectuales; pero si pensamos profundamente en las características de la revolución actual; si llegamos a comprender qué es lo que se salda en ella verdaderamente original y decisivo, tendremos que convenir en que es, precisamente, la posición del pueblo respecto a la cultura y de la cultura respecto al pueblo.

Basta tener en cuenta algunos puntos principales. Las últimas fórmulas de la ciencia social, han sido ya implantadas por la revolución rusa. Cierto que España lucha hoy día por alcanzar una madurez política y económica en todo semejante; pero una revolución no se repite por la misma razón que un ser no nace dos veces. Una revolución no se repite como un texto de historia en diferentes aulas; la vive un pueblo y ningún otro puede volver a vivir la misma. La revolución española carecería de razón vital si no tuviese un porqué inédito, si no tratase más que de implantar en nuestra patria las perfecciones ya logradas por otro pueblo. Y, en realidad, es difícil ver aún, entre todo lo que se manifiesta, cuál es nuestro proyecto genuino.

Hasta ahora, los grandes cambios sociales que pudiéramos repasar en los trazos más salientes de la historia, han tenido siempre por objeto establecer las últimas conclusiones del pensamiento humano. Era, precisamente, la madurez de una nueva creencia lo que hacía a los hombres derrocar las viejas jerarquías, y el encadenamiento de los hechos históricos se sucedía así con perfecta congruencia. Pero es preciso que consideremos el último movimiento social, esto es, el marxismo, como punto final en nuestro presente ideológico. Tanto es así –aunque no es esta la ocasión de demostrarlo– que el movimiento que naturalmente se le ha contrapuesto, el fascismo, tiene como principal, acaso como único sentido, el de ¡alto! El fascismo lo que propugna, aparte de su intolerancia con las transformaciones de la economía –que, más o menos, ha tenido que simular para poder subsistir–, es, ante todo, no avanzar en el derrotero tomado por el pensamiento, no continuar la especulación y sus albures disolventes, no asomarse al vacío de ese punto final que avalora el porvenir.

El pueblo español, hubiera buscado aún durante algún tiempo la fórmula de su revolución, y no por falta de adiestramiento en las disciplinas políticas, sino sólo por falta de ese aliento creador que lleva a los trances de vida o muerte. Pero ha bastado que pesase una amenaza sobre la independencia de su alma para que haya podido realizar su revolución, con una secreta consigna que no llega a aflorar en ninguna conciencia, continuar.

El pueblo, no puede sentir jamás la necesidad ni siquiera la conveniencia de la contención. Un pueblo que aceptase mantenerse en los límites morales, remontados ya por generaciones extinguidas, sería un pueblo sin vitalidad en su sentido moral. El pueblo, en cuanto pueblo, no puede llegar jamás a esa actitud por cultura; sí por relajamiento.

Lo propio de un pueblo que confía en sus reservas, que no siente agotadas sus venas creadoras, es exigir de la cultura –y exigirlo con toda incontinencia– que continúe su marcha hacia los posibles más arriesgados, pues como no puede medirlos de antemano, no le empavorecen.

Hay un solo punto de enlace real entre estas dos entidades de que nos ocupamos: la moral. Un conjunto de determinaciones ideales, lógicas, perfectamente congruentes y recíprocamente complementarias del sentir humano. En las estaciones –empleando este término por aludir a la madurez de las ideas– en que el pensamiento ha alcanzado grandes contenidos sustanciosos y concretos, el sentido moral ha rebasado sus mismos preceptos, informando la totalidad de la vida, difundiéndose por cauces insospechables, arraigando espontáneo en el puro campo intuitivo; sin olvidar las formas inferiores de contagio y hábito que no carecen de importancia. Pero el presente –recurriendo siempre a la brevedad de la metáfora– ha logrado todo su esplendor por eliminación; los últimos hallazgos del pensamiento no son más que exclusiones. ¿Cómo conectar éstos, que para la ciencia son puntos positivos, con el sentir natural que en el primer intento se extendería por ellos, notándose los vacíos y, por tanto, considerándose manco, disipándose en esta duda, en esta satisfacción?

Ese sentido, representado en la ocasión y lugar a que nos referimos por el pueblo, exige nutrirse de evidentes realidades que emanen, y a un tiempo recaigan, en su presente; de realidades que patentemente actúen en su sentir, y, en consecuencia, informen su actuar. Imposible retrotraerse al inmediato pasado cuya actualidad hemos visto morir. Lo que hay de positivo en el espíritu conservador requiere que las cosas tengan el prestigio de la muerte para proyectar sobre ellas su acción renacentista. Y todavía no es la hora de reactivar antiguos valores, ni siquiera de patentizar los nexos perdurables que ligan forzosamente a todo momento histórico con sus anteriores. La empresa del nuestro es afrontar el conflicto en que culmina hoy día el más elevado pensar, acogerle en el sentido entrañable, unirse a él y correr su suerte.

Esta es la decisión subracional que induce al pueblo hacia la cultura,  y no otra cosa que su propio conflicto es lo que lleva a la cultura a abrirse al pueblo.

La cultura, al haber relegado la idea de Dios a términos casi inaprehensibles para el conocimiento, busca entre las fuerzas anárquicas del pueblo el sentido latente, el inextinguible aliento que animó la vida de Dios.


*


Los párrafos anteriores no son más que un paso desalentado sobre puntos hartos sensibles y preciosos. Toda su complejidad queda esquivada, su verdadera demostración omitida; por tanto, el aproximado resumen que puedan componer, tiene que ser enteramente confiado a la rectitud del entendimiento que se disponga a suplir argumentos y entrever alusiones.

El propósito de este ensayo no es estudiar los hechos de que venimos hablando; los deducimos aquí brevemente de síntesis meditadas antes, que algún día tendrán desarrollo, y si, aunque sea con reservas, pueden darse por admitidos, afrontaremos el verdadero empeño que lo guía y que es dilucidar si el comercio entre pueblo y cultura, por sus vías y trámites actuales, delata una real y verdadera eficiencia, y si la parte a quien está confiada la actividad más explícita, la que ha de conducir al pueblo hacia lo que es su objeto, esto es, los creadores de cultura, los intelectuales, estamos en realidad cumpliendo con nuestro verdadero deber.

Ciertamente, la actividad que se desarrolla con este fin es grande; sólo falta saber si de modo acertado se complementan en esta ocasión sentido y forma.

Si buscamos los elementos prerevolucionarios en los campos prácticamente ajenos al movimiento social, esto es, en la poesía, literatura en general, filosofía, &c., encontraremos que acaso el más pertinaz y significativo sea la preocupación –manía llega a veces a constituir– por el folklore. No es esta la ocasión de citar un estudio de un malogrado escritor español sobre la aparición de las formas populares como anuncio de las revoluciones del dieciocho, pero conviene traer a la memoria cómo en ese momento histórico el nuevo sentido se anunciaba con cierta visualidad capciosa y conviene también comparar este hecho con el mayor cataclismo que la historia señala: la transformación del mundo antiguo en el cristiano, notando que en éste lo que de la nueva era se anticipaba, infiltrándose irresistiblemente en arte, filosofía y costumbres, era el estricto sentido nuclear de la teoría futura: la piedad. Todo lo que pudiera considerarse forma del anterior modo de vida fue relegado por los que adoptaban la nueva teoría o demolido por los propugnadores de ella sin sustituirlo con nada, porque el hombre en aquel momento se abismaba totalmente en el nuevo sentido y sólo en el sentido.

Por qué a través de tan largo lapso {Imposible aludir al Renacimiento, pues la más simple exposición, libre de tópicos, sería extensísima} las modificaciones de la vida material fueron tales y tales; por qué la repugnancia por las formas del orden acabado no fue después tan radical, sería conveniente estudiarlo largamente, pero tendremos que limitarnos a señalar sólo el motivo más clásicamente dilucidado: el hombre del XVIII, en contraposición con el cristiano, lucha por la felicidad en este mundo. Partiendo de esto, notemos la más simple diferencia: el cristiano concibe una nueva vida para todos los hombres; el revolucionario de la época de las libertades y derechos lucha por elevar el nivel material de la vida a ciertos hombres y el moral de los demás en la relación de unos con otros. Es decir, que, el tema, pasa de religioso a social, sin abandonar el acento mítico al tratar del hombre. Es en Rusia, en la Rusia que nos es tan próxima, pues todos más o menos la hemos visto nacer, donde la idea de pueblo, ya adulta desde entonces, logra adquirir su hegemonía, y de allí llega a nuestra España como acicate irresistible que pone en marcha los más enmohecidos resortes del alma nacional.

Y ahora, en medio de esta revolución que hace el pueblo por y para el pueblo, atrevámonos a preguntar: ¿qué es el pueblo para el pueblo?

El erudito podría, con autoridad, respondernos: el pueblo es ese venero de sabiduría, de poesía, de sentido que muestra en el folklore. Y sin autoridad, pero con aplomo, forman ya legión los instructores del pueblo que tal cosa propugnan. Pero, sostenerlo, en la hora del examen de conciencia, sería funesto error o impostura aleve.

El pueblo es, como dijimos en párrafos anteriores, ese yacimiento que hoy busca la cultura para vivificar sus raíces. En la madurez de las ciencias naturales fue cuando cobraron importancia las formas zoológicas primarias. Solamente cuando el conocimiento de la vida, en todas sus manifestaciones, hubo llegado a alcanzar alturas casi inmensurables, es cuando esos tiernos esbozos pudieron ser divisados en el conjunto, en la extensa perspectiva de la sabiduría humana. Sólo entonces pudieron ser consultados, superestimados, sus secretos. Así, para el sabio actual, para el que puede abarcar en su grandiosa fábrica la historia de la cultura, destacan hoy día esos puntos iniciales, esas tiernas intuiciones, esas nociones de tan simple e informe cuerpo, pero de tan precioso broche.

Puede servir para medir la capacidad de un hombre culto su aptitud para insertar las fórmulas del folklore en su debido lugar y para desentrañar la complejidad de su alcance. Si se busca un modo de conocimiento exangüe, zurdo, estéril, en una palabra, no se encontrará otro que llene mejor las condiciones que este de poner ante el pueblo formas populares. Bastaría notar que estos graciosos trazos, que hoy nos encantan, no nacieron en vista de modelos candorosos que ofreciesen problemas elementales. No; su elementalidad es mera cuestión ordinal. Es decir, que había que empezar por algo y se empezaba por lo primero. Pero, ¿con qué impulso? ¿A qué anhelo o pretensión apuntaba su eje o directriz? No es posible dudarlo: su meta es el límite de la posibilidad del hombre. Tanto los surgidos como leve balbuceo, antes que ninguna forma madura, como los creados por el hombre próximo a la tierra, privado de la sociedad culta, de frente a una cultura admirada u odiada, perseguido o inadvertido por ella; todos, en fin, tienen las medidas de los grandes cánones; todos aspiran, o acaso atentan, a la perfecta norma que lleva al hombre más allá de sí mismo.

Este es el argumento burdo que sale al paso nada más pensar en este tema, pero hay un número incalculable de otros más sutiles.

Otro derrotero de la corriente cultura-pueblo es el elemento romántico, en sus aspectos de evocación, añoranza, enajenamiento. Nótese la diferencia que existe entre estas dos actitudes de la cultura respecto a sus fuentes u orígenes. Una, busca sus ramales primarios para seguir su sentido a través del entramado de la experiencia; otra, evoca la frescura de sus primeros frutos, que añora desde la pesadumbre del conocimiento y que pueden servirla para renovar el panorama de la conciencia.

En el arte romántico la antigüedad es un lugar de fuga; la pintura y la música la abordaron desde la perfección de sus técnicas sabias sin afectar formas ingenuas. La poesía únicamente revivió el romance, pero siempre, claro está, situándole en una lejanía de acción en un decorado exótico en su tiempo.

Pensar que el pueblo pueda encontrarse jamás en una de estas dos posiciones es locura o ignorancia imperdonable. El pueblo, ni puede estudiarse ni puede añorarse a sí mismo. No puede desear para su expresión una vía más simple y elemental que lo que el tráfico de su alma actual requiere. Si todos estamos de acuerdo, y ha llegado a adquirir firmeza tópica «el arte es uno», es preciso reconocer que la técnica es una, y que una brigada motorizada no puede recitar su gesta en romance sin convertirse en el monstruo de anacronismo más anfibio. Esto no admite discusión: el romance y el pentamotor no pueden coexistir en una hora. El pueblo que ve volar sobre su cabeza las máquinas forjadas por sus manos, que sabe la cifra de las revoluciones de su hélice, y sabe cómo procede en su trayectoria el proyectil que le combate; el pueblo que conoce este admirable artificio de la técnica en todo el lujo de su retórica, ¿puede expresarse en el balbuceo poético que no tiene, bien mirado, más mérito ni encanto que los atisbos logrados en los ejemplares originarios?

Bien es verdad que el daño que tal prejuicio acarrea no recae sólo en el pueblo; los jóvenes intelectuales que se ejercitan en esto creyéndolo deber cívico, no hacen más que adulterar su escuela; la marcha propia que la poesía podría llevar por sí misma, no hace más que destruir las normas que le son consustanciales, esto es, el ser la expresión de las nociones más directas e inmediatas, degradándola hasta el plagio, hasta la mortal repetición y, por tanto, anulando los intentos juveniles de su genio que, en aquel que lo posea, se revelará algún día, tal vez arrastrando en su horror y repugnancia cosas valiosas que no debieron nunca someterse a esta prueba.

Esta intelectualidad joven, unida al pueblo en lo más puro y firme de su voluntad, sufre con él el espejismo de la pseudocultura, se disipa en la obsesión del teatro, en las interpretaciones históricas, frívolas, cuando no torcidas premeditadamente.

Sería preciso un estudio, sin límite de espacio ni esfuerzo, para encarecer el peligro de obtusidad, de ininteligencia, en que precipita al pueblo una interpretación errónea de la historia –hablo a los que creen en el pueblo– en este momento en que la historia es nuestro más poderoso caudal de conocimiento, porque esta hora en que el pueblo está en carne viva; y, simplemente, porque esta hora es inolvidable hará suyo todo lo que le sea coetáneo en ella.

La historia, ya en otras ocasiones, ha servido de estímulo para enardecer los ánimos; nuestros políticos del siglo pasado adobaban sus discursos sobre temas provinciales con la evocación de romanos y godos a cada paso, pero este juego no puede repetirse aunque ahora se le presente con mejor decorado. Los gritos revolucionarios no tienen que salir de la historia. Si no hay una realidad viva que lance esos gritos como única voz propia, no merecerán nunca ser escuchados.

Cuando llegue el reposo, cuando no nos inquiete ni irrite el presente hasta turbar nuestra razón, tendremos tiempo de mirar la historia con la profunda devoción que requiere, hasta comprenderla de tal modo que siempre creamos tenerla delante, porque disfrazando una cita harto gloriosa, el pasado está patente en el presente como el presente latente en el pasado.

Cuando esto sea realidad admitida, el presente volverá a tener sentido y el pueblo será oído nuevamente.

Hasta ahora el intelectual se empeña en dejar de ser dómine y convertirse en camarada, pero, ¿cómo se atreve a llamarse camarada el intelectual que es ciego a la vida de la calle, que no ha sabido crear nada profundamente arraigado en la realidad circundante? Camaradas del pueblo fueron los grandes novelistas del siglo pasado, los mejores escritores españoles del XVII. {Los prosistas: los grandes poetas, en su vena popular, son abominables. El error que ahora señalamos intenta ser cimentado en Góngora y Lope, pero entenderlo así es adulterar la verdad manifiesta} De esta camaradería –en su más puro sentido– no podemos dudar, porque con una escena, una frase, la descripción de un hombre o de una estancia, nos hablan de algo convivido. Hay en la gran literatura mesas que no pueden haber sido vistas desde la puerta, caminos que forzosamente han sido andados. El novelista es hoy día el único escritor que puede ser popular, es decir, llegar al pueblo sin disfrazarse de pueblo, y en España, desde Galdós hasta ahora, no ha habido ningún gran novelista {Si hiciéramos aquí crítica literaria señalaríamos una genial excepción}. Se ha dejado al pueblo corromperse en los espectáculos teatrales más anodinos y canallas, y a última hora, para redimirle, se le empieza a excitar con exotismos, en el menudo género de cancionistas, el prurito folk-lórico de atavíos antiguos y motivos sencillos; en la comedia socializante, nombres extranjeros; en los personajes, alusiones más o menos vagas a todo lo lejano y desconocido que, por tanto, puede albergar la más desarticulada teoría.

Este gran artilugio que pretende, en cierto modo, alcanzar un marchamo romántico, no logrará nunca el prestigio de aquella hirviente confusión que fue el romanticismo. Todo el que piense rectamente tendrá que reconocer que, enfocada hacia el pueblo, su ejemplaridad es nula, queda reducida a poner en juego unos cuantos resortes del alma colectiva que esquivan la aridez del verdadero esfuerzo con el halago de una actividad grata, pero sin objeto. En suma; una nueva pornografía, de la que el pueblo mismo se hastiará alguna vez. Esperemos que pronto.


*


Otras facetas de la relación del pueblo con la cultura tienen aún más importancia que la que hemos tratado, pero por su extensión tendrán que ser estudiadas en otro ensayo, habiendo dado a ésta un lugar primordial por ser la más fácil de apreciar, la más manifiesta y superficial en el complejo de los hechos presentes que, con paciencia infinita y voluntad inquebrantable, debemos discriminar si deseamos para España un clima moral concienzudamente puro.

Debo recalcar, por último, que sólo a esto, un tono moral vivo, real y propio, puede tender un estudio de este género. No niego que sirvan también otros puntos de vista para problemas prácticos, perentorios, ni que incluso existan perspectivas brillantes para construir un orden de exterioridades que pueda conducir a más o menos parcial prosperidad. Pero, como dije en un principio, hay algo único, genuino, que se salda aquí entre nosotros. Ningún español lo ha inventado, ninguno podrá hacerse responsable de sus consecuencias. Pero, este lugar nos señala el destino en esta hora histórica, y sólo significa esfuerzo, valor mental, tesón heroico para avanzar hacia la sombra. ¿Con qué esperanza? Con una solamente, muy lejana y dura de lograr. Realismo, anarquismo –esencias íntimas del alma hispana– integran el horizonte que se columbra en el pensamiento actual.

La palabra del futuro la dirá el pueblo que sepa hacer una sola de esas dos.


Rosa Chacel
Hora de España
Valencia, enero de 1937