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2818. Despachos de la Guerra civil española VII

Calle Altamirano de Madrid. Foto AGA

Madrid, 20 de abril 

Hoy es el décimo día de nutrido bombardeo indiscriminado de objetivos no militares en los barrios centrales de Madrid. Desde las cinco de la mañana la ciudad ha sido bombardeada por baterías de seis y tres pulgadas y baterías antiaéreas desde la colina de Garabitas, y dondequiera que vaya y a cualquier hora del día, durante el lanzamiento de más de doscientas granadas, no puedo perder de vista ni dejar de oler el polvo de granito gris blanquecino y el olor acre, altamente explosivo, ni evitar la vista de los muertos y heridos y de las mangueras que lavan, no el polvo sino la sangre de calles y aceras.

Algunas granadas llegan después de un fuerte sonido al salir de la batería con un alarido rápido y sibilante. Otras, mayores, llegan con un grito curvo. La gente se dispersa hacia el amparo de los edificios y las plazas se vacían durante el bombardeo, pero en cuanto cesa, vuelven a sus quehaceres, impertérritos. El bombardeo de Madrid se ha prolongado lo bastante para enseñar a la gente qué granadas son peligrosas por sus ruidos, y aunque el bombardeo de hoy ha sido tal vez el peor sufrido por una población civil, con treinta y dos muertos y doscientos heridos, la vida ha seguido su curso normal. La gente no está impresionada a causa de la maravillosa insensibilidad adquirida en la guerra por todos excepto los cobardes, de modo que un terrible bombardeo se antoja, tras diez días de repetición cotidiana, algo completamente rutinario.

La vista de una calle llena de cristales rotos frente al edificio donde suelo comer parece normal, o más normal que el milagro de una granizada. Durante el almuerzo, el censor de prensa muestra un fragmento manchado de humo de un balcón de piedra que entró por la ventana de la nueva habitación elegida por su seguridad, después de que una bomba destrozase la otra, y todos lo examinan con interés desapasionado. El portero de nuestro hotel fue herido en los muslos por una bala de ametralladora mientras abría la puerta a unos clientes, y esa bala y la que entró por la ventana de la habitación, ocupada por este corresponsal, parecen muy poco importantes porque no tenían ningún significado militar.

El bombardeo es desconcertante porque, o bien significa que los fascistas están gastando toda la munición disponible con la esperanza de matar a toda la población supuestamente roja de Madrid (donde ni un solo amigo de este corresponsal de los tiempos en que viví aquí, fuera cual fuese su política o religión, ha sido ejecutado o dado por desaparecido en esta guerra, salvo los que han muerto luchando en el frente, y esto incluye a periodistas, toreros, hoteleros, pintores, anticuarios, médicos, ingenieros, propietarios de tiendas o de bares a quienes he conocido y con quienes he pasado el rato en fechas recientes), o pretenden con el bombardeo de Madrid sembrar el terror como represalia o amenaza, porque de dos mil a tres mil moros y guardias civiles están ahora aislados en sus posiciones de la Ciudad Universitaria.

Las comunicaciones de las fuerzas rebeldes de la Ciudad Universitaria están definitivamente cortadas, pero debido a la organización subterránea y de trinchera de sus posiciones, los ocupantes podrán resistir un largo asedio si se les suministra alimentos, agua y municiones. Los moros del Rif atrincherados en la Ciudad Universitaria están tan bien como en su casa mientras duren las provisiones, ya que luchar es su única profesión. Sin embargo, el saliente es ahora militarmente insostenible y cualquier heroísmo exhibido por sus ocupantes será tan inútil, militarmente hablando, como el bombardeo de Madrid.

Sí el resultado de bombardear Madrid es un incremento de la evacuación, solo hará que ayudar al gobierno, cuyo principal problema es cómo alimentar a la ciudad. En opinión de este corresponsal, el gobierno de Valencia da muestras de una notable ineficiencia en la organización de la alimentación de la ciudad, si se tiene en cuenta su maravillosa organización militar de la defensa de Madrid. A veces parece exhibirse aquí un heroísmo incomprensible y aunque se dispone de gran cantidad de alimentos en Valencia, todo el Levante y Cataluña, el pueblo de Madrid no se alimenta como es debido.

Esto suele achacarse al sabotaje anarquista, pero el deber del gobierno es controlar estos elementos y organizar un servicio adecuado de suministros para Madrid.

Aprovechando personalmente una mañana tranquila y abordando esta cuestión desde el punto de vista de la acción directa, este corresponsal cazó ayer con una escopeta prestada, detrás del frente del Pardo, cobrando patos silvestres, perdices, cuatro conejos y una infortunada lechuza a la que maté después de anochecer, confundiendo su vuelo silencioso al tupido bosque con el de una becada. Por otra parte, confundí la explosión de un mortero de trinchera con una bandada de perdices.

Entretanto, la situación militar sigue en punto muerto, poseyendo todavía el gobierno una posición ofensiva. Los informes sobre una disminución de la presión fascista en el frente de Bilbao parecen confirmados por el poco insistente ataque del gobierno contra la Casa de Campo, destinado no solo a aislar la Ciudad Universitaria, sino también a atraer a tropas rebeldes del norte. Las posiciones de la Casa de Campo son las más difíciles de tomar y el gobierno, después de poner bajo fuego las comunicaciones de la Ciudad Universitaria, decidió no insistir en la táctica de baño de sangre de la última guerra y optó por un intento posterior, tal vez un movimiento envolvente en lugar de un ataque directo.

El problema actual de esta guerra es no desgastar y no acabar con las tropas mejor entrenadas mientras se preparan otras nuevas para una guerra de movimiento, la cual es fácil de preparar sobre papel pero imposible de llevar a cabo hasta que las nuevas tropas estén lo bastante entrenadas mediante acciones de combate experimentales, a fin de que puedan coordinarse con el plan general y con tanques, aviación y artillería. Mientras el gobierno conserve la meseta castellana central, moviéndose desde el centro de un círculo, puede repeler ataques o atacar al igual que desde el eje de una rueda. Esto significa que los ataques de Franco contra frentes aislados, lejos de Madrid, siempre podrán ser anulados por el gobierno, pasando a la ofensiva desde el centro de la rueda y desviando tropas del distante objetivo de Franco.

Este corresponsal vio la aplicación de este principio cuando las mejores tropas gubernamentales que luchaban en el frente del Pardo a las seis de la mañana del día del ataque italiano a Guadalajara, fueron capaces de abandonar las líneas y luchar contra los italianos aquella tarde en Guadalajara, a ochenta kilómetros de distancia; y el hospital de campaña gubernamental del Pardo fue instalado aquella misma tarde en Guadalajara y atendió a 450 heridos aquella misma noche.

Según buenas fuentes, los italianos que están ahora con los rebeldes son distribuidos en brigadas mixtas junto con las tropas de Franco y ya no se les confían más acciones independientes. Las brigadas se refuerzan con unidades de la Guardia Civil, que corresponde a sus antiguos carabinieri, los cuales actuaron como policía militar en la última guerra para evitar deserciones o una retirada demasiado precipitada. Sin embargo, este período de calma, dejando aparte el martirio de Madrid, se atribuye aquí a la necesidad de Franco de encontrar una nueva táctica ofensiva desde el fracaso admitido de la rápida táctica motorizada italiana.


Ernest Hemingway
Despachos de la Guerra civil española (1937-1938)




2187. Sangre de izquierda



Shade estaba en la Central: era la hora de transmitir su artículo. Los obuses caían en todo el barrio, pero aquí todos se sabían apuntados.

A las cinco y media, la Central había sido alcanzada. Ahora, golpe tras golpe, los obuses la cercaban. La habían alcanzado, después perdido, y la buscaban de nuevo. Telefonistas, empleados, periodistas, mensajeros, milicianos se sentían en el frente. Los obuses estallaban a muy cortos intervalos, como repercute el ruido del trueno. Quizá los aviones volvían de nuevo al ataque. Caía la tarde, y las nubes estaban bajas. Pero bajo todos los ruidos de las centrales telefónicas no se oía la vibración de ningún motor.

Un miliciano vino a buscar a Shade: el comandante García convocaba a los periodistas en una de las oficinas de la Central; todos los corresponsales de alguna importancia estaban allí y esperaban. ¿Por qué ahora?, —se preguntaba Shade—. Pero era costumbre de García, cuando tenía que habérselas con la prensa, de ir a donde la consideraba más expuesta.

En una de las oficinas de la antigua dirección de la Central, cuero, madera y níquel, García se hacía comunicar cada día las copias de los artículos enviados de Madrid. Se los traían en dos legajos: «Política» y «Hechos». Mientras esperaba a los corresponsales, hojeaba el segundo, cansado de ser hombre: tal era la atrocidad que todos los artículos rebosaban de ello.

PARA PARIS-SOIR: «Antes de llegar a la Central —leía—, acabo de asistir a una escena de una atroz belleza.

»Esta noche, cerca de la Puerta del Sol, han encontrado un niño de tres años que lloraba, perdido en las tinieblas. Ahora bien, una de las mujeres refugiadas en los subsuelos de la Gran Vía ignoraba qué había sido de su hijo, un niñito de la misma edad, rubio como el niño encontrado en la Puerta del Sol. Le dan la noticia.

»Corre a la casa donde guardan al niño, en la calle Montera. En la semioscuridad de una tienda con las cortinas bajas, el niño chupa un pedazo de chocolate. La madre avanza hacia él, con los brazos abiertos, pero sus ojos se agrandan, adquieren una fijeza terrible, demente. 

»No es su hijo. 

»Permanece inmóvil largos minutos. El niño perdido le sonríe. Entonces se precipita sobre él, lo estrecha en sus brazos, lo lleva pensando en el niño que no han encontrado».

«Esto no pasará», pensó García.

La tarde rojiza llenaba las ventanas con los vidrios rotos.

PARA REUTER: «Una mujer llevaba a una pequeña de dos años a la cual le faltaba la mandíbula inferior. Pero la pequeña vivía aún, con los ojos muy abiertos, y parecía preguntar con asombro quién le había hecho eso. Una mujer atravesó la calle —el niño que llevaba en brazos no tenía cabeza…».

García no ignoraba, por haberlo visto, el ademán aterrador por el cual una madre protege lo que le queda de su hijo. Hoy por hoy, ¿cuántos ademanes hay como ése?

Tres obuses lejanos estallaron sordamente como tres golpes de teatro; la puerta se abrió, los corresponsales entraron. Sobre una mesa baja, unas flores artificiales de vidrio, todavía intactas, vibraban a cada detonación. Como los vidrios estaban hechos trizas, el olor de la ciudad incendiada entraba con el humo por las dos ventanas.

—En caso de que una línea estuviera libre —dijo García—, el que la ha pedido será inmediatamente prevenido desde aquí. No ignoran ustedes que no los convoco jamás sino para comunicarles documentos. Antes de comunicarles aquel para el cual los he llamado, permítanme que les llame la atención sobre lo siguiente: desde el comienzo de la guerra hemos destruido, según los comunicados fascistas, aviones enemigos en nueve aeródromos. Es más fácil bombardear Sevilla que el aeródromo de Sevilla; ahora bien, si ha ocurrido que algunas de nuestras bombas, errando su objetivo militar, hayan herido civiles, por lo menos jamás una ciudad española ha sido sistemáticamente bombardeada por nosotros.

»Vayamos ahora al documento. Se lo leeré a ustedes. Les ruego que cada uno tome conocimiento del original. Que por lo demás nos ocuparemos de exponerlo en Londres y en París, pueden ustedes estar seguros… Es una pequeña circular dirigida a los oficiales superiores rebeldes, simplemente. Este ejemplar ha sido encontrado el 28 de julio en posesión del oficial Manuel Carrache, hecho prisionero en el frente de Guadalajara.

Una de las condiciones esenciales de la victoria consiste en quebrantar la moral de las tropas enemigas. El adversario no dispone ni de bastantes tropas ni de bastantes armas para resistir; a pesar de ello es indispensable seguir estrictamente las siguientes instrucciones:

Para ocupar el hinterland es indispensable inspirar a la población cierto horror saludable. 

Una regla se impone: todos los medios empleados deben ser espectaculares e impresionantes.

Todo lugar que se encuentra en la línea de retirada del enemigo y, de una manera general todo lugar situado detrás del frente enemigo debe considerarse como zona de ataque. A este respecto no podrá haber diferencia en que las localidades alojen o no tropas enemigas. El pánico reinante en la población civil que se encuentra en la línea de retirada del enemigo contribuye grandemente a la desmoralización de las tropas.

Las experiencias hechas en el curso de tal guerra demuestran que los daños provocados por descuido en las ambulancias y en los transportes de enemigos provocan un fuerte efecto de desmoralización en la tropa.

Después de la entrada en Madrid, los jefes de las unidades deberán instalar inmediatamente en los tejados de los edificios que dominan los distritos sospechosos, comprendiendo entré ellos los edificios públicos y los campanarios, nidos de ametralladoras que puedan dominar todas las calles adyacentes.

En caso de veleidades de resistencia de la población, se tirará inmediatamente sobre los opositores. Dado el gran número de mujeres que combaten del lado adverso, no podrá tomarse en consideración el sexo de esas militantes. Mientras más rigurosa sea nuestra actitud, el aplastamiento de toda resistencia de la población será más rápido, y más cercano el triunfo de la renovación de España.

—Agrego —dijo García— que, desde el punto de vista fascista, encuentro esas instrucciones lógicas. Mi opinión personal es que el terror forma parte de los medios empleados sistemáticamente, técnicamente, por los rebeldes, desde el primer día, y que ustedes asisten aquí al drama del cual Badajoz fue el ensayo general. Pero dejemos las opiniones personales.

Y , en tanto que los periodistas salían:

—Recibirán también la entrevista de Franco del 16 de agosto, la que comienza por: «Nunca he de bombardear Madrid: allí hay inocentes…».

Seguían cayendo obuses, pero a un kilómetro; en la Central ya no les hacían caso. 

Entró un secretario.

—¿Ha telefoneado el coronel Magnin? —preguntó García. 

—No, comandante: los internacionales combaten en Getafe. 

—¿No ha venido el teniente Scali? 

—Han telefoneado desde Alcalá: pasará hacia las diez. Pero el doctor Neubourg está aquí, comandante.

Jefe de una de las misiones de la Cruz Roja, el doctor Neubourg venía de Salamanca. García y él se habían encontrado antes en dos congresos, en Ginebra. El comandante no ignoraba que Neubourg había visto muy pocas cosas en Salamanca, pero que había visto por lo menos, y largamente, a Miguel de Unamuno. 

Franco acababa de destituir de su cargo de rector de la Universidad al más grande escritor español. Y García no ignoraba hasta qué punto el fascismo amenazaba en adelante a este hombre que había sido un ilustre defensor.


André Malraux
La esperanza (L’espoir), 1937









1700. Cuando esto acabe...

Fernando  Fernández Gómez (Fernando Fernán Gómez)
(Lima, 28 de agosto de 1921 - Madrid, 21 de noviembre de 2007)


Anarquista fue la bandera que cubrió su féretro, y es que Fernando Fernán Gómez se afilió a la CNT antes del estallido de la Guerra. El responsable fue su tío Carlos, quien le explicaba la diferencia entre sindicalismo y socialismo y le decía que debía ser “anarco-sindicalista, de la FAI, porque los socialistas, el PSOE, estaban vendidos al capitalismo”.

Durante la contienda recibió clases en la Escuela de Actores de la CNT, debutando como profesional en 1938.

Os dejamos uno de sus recuerdos de aquella época: "Cuando esto se acabe"


Me he acostumbrado a decir que en el año 1936 veraneé en Colmenar Viejo, pero no es cierto: veraneé en una posada de Colmenar Viejo, ya que, por miedo a que me ocurriera algo, no me dejaron salir de ella más que dos o tres veces. En esas salidas me acompañaba un pariente de los amos, tres o cuatro años mayor que yo, pero que a sus 17 ó 18 ya era un hombre. El me dio a leer novelas verdes porque las policíacas y de aventuras que yo había llevado le parecían cosa de niños. Una de las que me prestó ocurría en el carnaval de Niza; la otra en La Habana. Eran las dos de Joaquín Belda, y me prometían una vida maravillosa para dentro de nada, cuando la guerra terminase y yo también fuera un hombre. Pero a la guerra no se la llamaba la guerra, la aunque ya lo era. No se la llamaba de ningún modo, nadie quería saber qué estaba sucediendo. Se la llamaba esto, simplemente. "Cuando esto acabe...", "cuando empezó esto...", se decía. Pensaba yo en mis largas siestas excitadas por el novelista galante: "Cuando esto acabe, aprobaré la Química (la última asignatura que me quedaba del bachillerato), empezaré Derecho, y cuando sea abogado podré ir un año al carnaval de Niza y otro a conocer a las mulatas de La Habana...". 

En la posada de Colmenar vivía un loco, un militar retirado al que en en la guerra de Marruecos una bala le había entrado por una sien y salido por la otra. Era un loco pacífico, muy agradable en su trato. El 19 o el 20 de julio, el militar loco me subió a lo alto de la casa y desde un ventanuco me mostró a lo lejos el perfil de Madrid. Ascendían al cielo, aquí y allá, columnas de humo. El loco me fue diciendo cuáles eran los edificios incendiados. Muy pocos días después el loco ya no estaba. Los rojos del pueblo le habían matado. 


II


Y llegó la fecha más trascendente de la guerra de España: el 27 de agosto de 1936. Al día siguiente cumpliría yo 15 años. Estábamos en el comedor mi madre, mi abuela, mi tío y yo. Se bromeaba sobre que la celebración de mi cumpleaños no sería muy lucida. Mi abuela había comprado un montón de latas de mermelada podridas y quizá nos atreviéramos a abrir alguna. Tembló ligeramente el suelo. O a nosotros nos lo pareció. Nos quedamos en silencio. Se oyó a lo lejos algo así como un trueno brevísimo, un sonido que no habíamos escuchado nunca. Momentos antes llegaba hasta nuestro comedor el ruido de los niños que jugaban en la calle. Y de repente, también desde la calle, llegó el silencio. Mi tío, el hombre de la casa, dijo : "Ha sido una bomba, una bomba de la aviación". 

Los libros lo dicen: el primer bombardeo aéreo de Madrid se llevó a cabo el 27 de agosto de 1936 por una escuadrilla de junkers. Es imposible recordar -ha pasado medio siglo- lo que mi tío, mi madre, mi abuela y yo dijimos después. Pero es imposible olvidar que a los pocos minutos yo tuve que ir al retrete. "No te dé vergüenza, hombre; es natural", decía mi tío sonriendo. Pero a mí, en el retrete, sentado en la taza, sí me daba vergüenza. Tarzán de los monos, D'Artagnan, Sherlock Holmes, Sexton Blake no eran como yo. Yo era un cobarde. 


Fernando Fernán-Gómez
El País Semanal, 7/IX/1986








1647. Alarma

Calle Alberto Aguilera 34, Madrid


Por tejas y chimeneas,
entre veletas y agujas,
por aceras y calzadas,
por callejuelas oscuras,
corre la Alarma de noche,
corre en un grito, desnuda.
Ojos de fuego, y melena
al viento entregada, aúlla.
Asoma por las esquinas
en rauda, indecible fuga;
con su grito llama al pecho,
que adormecido no escucha;
con su insistente lamento
en desvelo, el sueño muda.
Los lechos abren su flor,
su calor de lana o pluma;
los brazos de los amantes,
reacios, se desanudan.
Pesados cuerpos de niños,
arrancados de las cunas,
estremecidos, se acogen,
al seno que los refugia.
Las escaleras prolongan,
bajo las plantas desnudas,
su espiral interminable
hacia las cuevas profundas.
Y el lamento de la Alarma,
deidad de la noche oscura,
ya se aproxima o se aleja,
ya se pierde o se dibuja,
ya parece que su boca,
con su voz, el aire inunda,
y agigantada habla al alma
de la inaudita aventura;
una batalla de arcángeles
se libra bajo la luna.
Sus alas, rojas o negras,
veloces el cielo surcan
con maléficos destellos,
con claras estelas puras.
Sus fragorosos alientos
con ira pasando zumban.
Lanzas de fuego se arrojan,
que encendidas se entrecruzan;
meteoros de la tierra
brotan, siguiendo su ruta.
Y las aves de la noche,
sus pupilas desmesuran
mirando el sin par combate
de férrea y rígida pluma.
Los murciélagos que habitan
las viejas arquitecturas
no osan alzar el vuelo
de los nichos o las urnas.
Perros negros, gatos negros,
cola y lomo despeluznan.
Y en el palomar, insomne,
el ave amorosa arrulla
por recobrar de su nido
la cálida compostura.
Prende la llama en un cuerpo
que inflamado se derrumba;
huye la negra bandada
a tierras que llama suyas.
Y aquella, de la Victoria,
faz melancólica y pura,
más alta que las estrellas
y más clara se columbra.
Alas serenas, triunfantes,
con pausa el espacio cruzan
y van a posar su vuelo
en la propicia llanura.
La Alarma traga su grito
y atenta su puesto ocupa
con el oído en la antena,
que, en lo alto, el aire escucha.
Sabiendo que ella vigila,
la ciudad duerme segura.


Rosa Chacel
El Mono Azul,  15 de octubre de 1936










1642. Capital de la gloria




Capital de la gloria
Madrid-Otoño

Ciudad de los más turbios siniestros provocados,
de la angustia nocturna que ordena hundirse al miedo
en los sótanos lívidos con ojos desvelados,
yo quisiera furiosa, pero impasiblemente
arrancarme de cuajo la voz, pero no puedo,
para pisarte toda tan silenciosamente,
que la sangre tirada
mordiera, sin protesta, mi llanto y mi pisada.

Por tus desnivelados terrenos y arrabales,
ciudad, por tus lluviosas y ateridas afueras
voy las hojas difuntas pisando entre trincheras,
charcos y barrizales.
Los árboles acodan, desprovistos, las ramas
por bardas y tapiales
donde con ojos fijos espían las troneras un
cielo temeroso de explosiones y llamas.

Capital ya madura para los bombardeos,
avenidas de escombros y barrios en ruinas,
corre un escalofrío al pensar tus museos
tras de las barricadas que impiden las esquinas.

Hay casas cuyos muros humildes, levantados
a la escena del aire, representan la escena
del mantel y los lechos todavía ordenados,
el drama silencioso de los trajes vacíos,
sin nadie, en la alacena
que los biseles fríos
de la menguada luna de los pobres roperos
recogen y barajan con los sacos terreros.

Más que nunca mirada,
como ciudad que en tierra reposa al descubierto,
la frente de tu frente se alza tiroteada,
tus costados de árboles y llanuras, heridos;
pero tu corazón no lo taparán muerto,
aunque montes de escombros le paren sus latidos.

Ciudad, ciudad presente,
guardas en tus entrañas de catástrofe y gloria
el germen más hermoso de tu vida futura.
Bajo la dinamita de tus cielos, crujiente,
se oye el nacer del nuevo hijo de la victoria.
Gritando y a empujones la tierra lo inaugura.
Estos descoloridos sofás desvencijados
que ya tan sólo el frío los usa y los defiende;
estos inesperados
retratos familiares
en donde los varones de la casa, vestidos
los más innecesarios jaeces militares,
nos contemplan, partidos,
sucios, pisoteados,
con ese inexpresable gesto fijo y obscuro del
que al nacer ya lleva contra su espalda el muro
de los ejecutados;
este cuadro, este libro, este furor que ahora
me arranca lo que tienes para mí de elegía
son pedazos de sangre de tu terrible aurora.
Ciudad, quiero ayudarte a dar a luz tu día.


Rafael Alberti
Hora de España II
Valencia,  febrero  1937







1459. Todavía seguían cayendo los obuses en el corazón de Madrid




Abrí los ojos y nací a las cinco de la mañana. Desde hacía una hora, más o menos, mi sueño no era definitivo. Tenía la sensación de estar haciendo esfuerzos para quitarme un fardo de encima. Para quitarme la noche. Grandes y pequeños ruidos asediaban mi cabeza perfectamente incontrolable. A las cinco fue la lucidez. Desde que estoy en Madrid no había oído estruendo igual. Tan constante. Nada, posiblemente ni los tanques ni los aviones pueden ser tan impresionante como los obuses que, esos sí, no se sabe ni de dónde vienen ni adónde van.

A las siete de la mañana de ese día –11 de mayo– perdí la cuenta. Pensaba: hay quienes en este momento trazan rayas en un papel por cada obús que llega. Hay quienes recogen a los heridos y a los muertos. Hay quienes les dan entrada en los hospitales y en los cementerios; en esos libros manoseados que la historia suele revisar después. Tal vez haya muerto una mujer que vi en la cola del tabaco. O un ex jefe de Negociado –que siempre se le conoce–. O el niño que cantaba en Santo Domingo: “Cuando viene la aviación, la aviación, la aviación...” con música de “Los Tres Chanchitos”. O aquel hombre que dijo: “El obús que me toque tendrá que llevar esta inscripción: Gregorio García.” Mejor así: “Para Gregorio García”. Es más correcto.

De pronto la habitación era sacudida por un viento atronador. Todo se estremecía: mi cama, los dos o tres libros desvelados, las fotografías de la gente que ocupaba esta casa, intrusas hoy, la recomendación (para ordenanza de Banco), la tarjeta del abate Jean, la casa, en fin, la vieja casa del conde, los cristales, las sonatas dormidas en los pianos amarillos y muertos, el “schottis” de Don Quintín últimamente colocado en la pianola: el retrato del Papa y el de Joselito, ambos con dedicatoria a la Condesa, ya acabada como ellos: la gran Biblioteca, así como los relojes, los muebles en cuyos cajones yacen las cartas, las recomendaciones, otras tarjetas de visita, el balance del año ‘35; y luego las tulipas, las pantallas, las flores pintadas, los cortinados, los ceniceros, las alfombras. Ese buen gusto desagradable de comedia fina, ese, a veces, agradable mal gusto y delicioso ridículo que recuerdan la presencia en esta casa de alguien que tuvo cierto ángel, pero cuyos descendientes bajaron después a la cursilería frívola, al clero, a la novela rosa, a lo que no subirá más a la superficie de España ardida y desgarrada y poderosa.

Porque sucede que la guerra trae consigo a la revolución y lo único que quedará de esta casa será la Biblioteca, el retrato de Joselito, por ser auténtico, y tal vez la guardarropía de los condes y de la capilla donde se amontonan disfraces tan parecidos a los que se ven en los escenarios dados vuelta cuando se marcha la compañía y que irán a parar, sin duda, a manos de los utileros de un posible teatro de la Alianza.

Hacia las diez de la mañana pasaron los aviones. Ya estaba en pie y corrí a la ventana. Todavía seguían cayendo los obuses en el corazón de Madrid, de heridas y latidos universales. Casi en seguida dejaron de caer. Nuestros aviones habían detenido al crimen. Y como los aviones fascistas no ofrecen nunca combate, los cañones fascistas, por temor a ser localizados, fueron silenciados y escondidos otra vez en la tierra ofendida por la zapa cobarde. (Esto no es demagogia, es un documento.) Pero después en la calle, con el sol, con la gente, con los niños, con las pipas, con las colas, con la Puerta de Alcalá, con Cibeles, con la Granja –había cerveza–, consumiéndome de amor, de ternura y de coraje, recobré otra vez a Madrid y a su reloj de Gobernación donde se da la hora de España. Y unas piernas rígidas y un niño corriendo hacia los escombros me emocionaron hasta llorar. (La poesía no es sólo experiencia, como decía Rilke. ¡También los sentimientos!)

En el frente de la Gran Vía me aguardaban el polvo amontonado, las vidrieras rotas, los comentarios de la indignación y el humor popular. La huella del crimen, casi borrada ya por la sonrisa de Madrid. Porque lo que no pudo conseguir la aviación no lo lograrán los obuses. ¿A qué este tremendo golpe súbito, este humo, este estruendo, estas muertes, estos letreros sobre las piedras, “peluquero de señoras”. “Las señas en la casa vecina”, estas sastrerías desplomadas, estos incorrectos maniquíes? ¿Y estos obuses lanzados ciegamente, sin objetivo militar, por lo que detrás de nuestros parapetos, más allá de nuestras trincheras, aunque lanzaran sobre Madrid toda la metralla de los países fascistas no podrían siquiera conquistar la ceniza que sigue a toda muerte? Madrid, de sangre o polvo, no sería jamás conquistada por los bárbaros. El corazón de Madrid, crecido inmensamente por noviembre, nació del toro y la paloma. Tiene el secreto del valor y de la gracia.


Raul González Tuñón
"Las puertas del fuego. (Documentos de la Guerra de España)" Editorial Ercilla, 1938

Crónica publicada en La Nueva España, Buenos Aires, y recogida en el libro "Las puertas del fuego"









1180. Las máscaras y la Guerra

La Casa de las Flores del arquitecto bilbaíno Secundino Zuazo en el Barrio de Argüelles de Madrid,
fue el  lugar de residencia de Pablo Neruda a su paso por la capital como cónsul de Chile entre 1934 y 1936


Mi casa quedó entre los dos sectores. De un lado avanzaban moros e italianos. De acá avanzaban, retrocedían o separaban los defensores de Madrid. Por las paredes había entrado la artillería.

Las ventanas se partieron en pedacitos. Restos de plomo encontré en el suelo, entre mis libros. Pero mis máscaras se habían ido. Mis máscaras recogidas en Siam, en Bali, en Sumatra, en el Archipiélago Malayo, en Bandoeng Doradas, cenicientas, de color tomate, con cejas plateadas, azules, infernales, ensimismadas, mis máscaras eran el único recuerdo de aquel primer Oriente al que llegué solitario y que me recibió con su olor a té, a estiércol, a opio, a sudor, a jazmines intensos, a frangipán, a fruta podrida en las calles. Aquellas máscaras, recuerdo de las purísimas danas, de los bailes frente al templo. Gotas de madera coloreadas por los mitos, restos de aquella floral mitología que trazaba en el aire sueños, costumbres, demonios, misterios irreconciliables con mi naturaleza americana. Y entonces Tal vez los milicianos se habían asomado a las ventanas de mi casa con las máscaras puestas, y habían asustado así a los moros, entre disparo y disparo. Muchas de ellas quedaron en astillas y sangrientas, allí mismo...

Otras rodaron desde mi quinto piso, arrancadas por un disparo. Frente a ellas se habían establecido las avanzadas de Franco. Frente a ellas ululaba la horda analfabeta de los mercenarios. Desde mi casa treinta máscaras de dioses del Asia se alzaban en el último baile, el baile de la muerte. Era un momento de tregua. Las posiciones habían cambiado. Me senté mirando los despojos, las manchas de sangre en la estera. Y a través de las nuevas ventanas, a través de los huecos de la metralla. Miré hacia lejos, más allá de la ciudad universitaria, hacia las planicies, hacia los castillos antiguos. Me pareció vacía España.

Me pareció que mis últimos invitados ya se habían ido para siempre. Con máscaras o sin máscaras, entre los disparos y las canciones de guerra, la loca alegría, la increíble defensa, la muerte o la vida, aquello había terminado para mí. Era el último silencio después de la fiesta. Después de la última fiesta.

De alguna manera, con las máscaras que se fueron, con las máscaras que cayeron, con aquellos soldados que nunca invité, se había ido para mí España.


Pablo Neruda
"Confieso que he vivido. Memorias"
Capítulo 5 - España en el corazón







1117. Servicio de noche

Este es un episodio histórico. Lo he visto. Lo conocen todos los corresponsales de guerra extranjeros que estaban en Madrid en noviembre de 1936. Lo único que no es exacto es el nombre de la heroína. No me atrevo. Podría, a sabiendas, causar un perjuicio el día que el servicio telefónico de España, vuelva a ser regido por sus directores americanos que abandonaron la Telefónica de Madrid, pocos días después de estos bombardeos.

Lo primero que llama la atención es un zumbido y la caída de una chapita que parece una ventana que se abre. Tras la ventana, asoma un número. Constantemente, en esta fachada llena de ventanitas cerradas, se abre una y se asoma el vecino, —o número correspondiente—, y con su zumbido, parece llamar a la portera. Instantáneamente, se enciende abajo, en lo que podíamos llamar el patio, un redondelito de luz roja entre dos grandes hileras de redondelillos puestos al pie de la fachada. Entonces unos dedos ágiles, cogen una de las columnitas que hay, también en dos hileras, en el patio y la introducen en un agujerito que existe bajo cada ventana. La columnita se prolonga en un cable de su mismo grueso de color marrón.

Técnicamente, el edificio, se llama «un cuadro telefónico»; las columnitas «jacks» o «clavijas». La ventanita que se abre, es una llamada telefónica que pide el contacto de jack para seguir su curso. Pero, a mí, un cuadro telefónico, me ha producido siempre el efecto de una casa de vecinos, a los cuales se suministra el agua, por mangas, desde el patio. Cuando han llenado sus cacharros, la portera retira la manga.

Lolita, es la encargada del llamado «cuadro internacional» de la Telefónica en Madrid. Francamente, yo no podría llamarla la portera, sino la chica de la portera. Es una figurilla delgada que, con vestido y todo, llega a pesar 44 kilos. Una cara finita, llena de ojos vivos oscuros y de músculos pequeñitos que la animan con todos los matices propios de un sistema nervioso enorme, encerrado en un cuerpo diminuto. Las manos son pequeñas y frágiles, pero revolotean con viveza de ratón sobre el tablero.

En París la conocen bien, aunque sólo de oídas. Su voz, un poco metálica, sabe de charlar con las compañeras de París en ratos de ocio y de disputar a gritos, cuando surge el error en la comunicación. La conocen también los mejores reporteros del mundo. Algunas veces, la han llevado una caja de bombones. Otras veces, la han chillado violentamente en inglés o en francés. Los bombones se los ha comido. Las broncas las ha resuelto en un torrente de frases madrileñas que, afortunadamente, no han comprendido nunca los corresponsales extranjeros.

Si le preguntáis a Lolita si tiene miedo, os mirará muy serenamente, abrirá los ojos con asombro y os contestará:

—Pues claro que le tengo. Pero, me lo aguanto.

Y esto es rigurosamente, verdad: 

Lolita estaba la noche del 19 de noviembre de 1936, sentada ante el cuadro internacional, —entonces situado en el piso quinto de la Telefónica—, estableciendo una comunicación telefónica para el corresponsal de la International News, —la agencia de Hearst—, en París. Miraba su relojito de pulsera. Pocos minutos después, terminaría su hora de servicio y sería relevada. Tenía ya ganas de ello. Eran casi las dos de la madrugada, y el servicio de prensa y el oficial desde las diez de la noche a esta hora es el más intenso. Poco tiempo tardaría en meterse en la cama. Allí al lado tenía la alcoba, una alcoba colectiva, donde las muchachas del servicio de noche han dormido durante el sitio de Madrid, para evitar que anduvieran solas por las calles bombardeadas, oscuras y desiertas a las horas de relevo.

En los pasillos del piso, comenzó el murmullo y el pataleo de las chicas que entraban al servicio y que surgían de la alcoba, una a una, lamentando —nunca mejor empleada la frase— dejar la cama caliente a otro. Iban al ropero, recogían de los armarios de acero individuales su bata negra y su casco de auriculares. Se redibujaban el corazoncito de los labios, borroso del sueño. Algunas llegaban a lavarse la cara. Como los gatos, mojaban una punta de la toalla y se restregaban. Distraídamente leían un cartel en lápiz azul firmado por Camila, la gobernante: «Atrancar las cañerías, con pelos o similares (sic) es digno sólo de fascistas».

Las chicas uniformadas de negro, los pelos húmedos alisados y los ojos ya despiertos, se entrecruzaban en el pequeño hall del piso, con las chicas que seguían saliendo de la alcoba, con sus pelos alborotados, la cara de sueño y sus trajes propios, en todos los cortes y en todos los colores.

Las telefonistas entrantes se aproximaban a la mesa de la compañera saliente, enchufaban su casco al borde del tablero y comenzaban su labor. El relevo de Lolita, había ocupado la silla de ésta. Siguió tratando de establecer la comunicación con París. Lolita recogía del tablero sus cosas nimias: un lápiz, un bloc, la barrita de los labios, el bolsillo. Se separó de la mesa.

En aquel momento, estalló la alarma. Las sirenas, montadas sobre motocicletas, atravesaban a toda velocidad la Gran Vía. Las explosiones de éstas, se unían al
zumbido ululante de aquéllas. Como fondo el ruido pesado de los trimotores junkers sobre la ciudad.

La muchacha entrante, se desprendió rápidamente de sus auriculares; abandonó la silla y salió corriendo. Se abrió una de las ventanitas: 

París. 

Lolita, bajaba ya la escalera estrechísima, donde iban arracimándose los empleados de todos los pisos.

La escalera era una sierpe ondulante de gentes que bajaban lo más deprisa posible, pero sin atropellarse. Un rosario de exclamaciones de ira. En las puertas de los pisos, se empujaban las muchachas con chillidos de miedo. Lanzas de luz atravesaban la oscuridad total. Se entrecruzaban en el aire los destellos. Caían sobre las paredes los manchones redondos de luz. Surgían caras fuertemente iluminadas por un foco incidental. A veces quedaba uno deslumbrado y, perdía totalmente la visión, cegado por la luz que le miraba a uno. Explosiones muy cercanas al edificio, hacían vibrar su armadura gigante de acero y sus paredes ligeras de cemento. El zumbido de los motores se infiltraba por los muros. Llenaba todos los espacios. Se encontraba uno sumergido en un torrente de ruido, como en un torrente de agua.

Lolita, al volver uno de los descansillos, vio en un tramo superior la cara, fugazmente iluminada de su relevo. Una cara desorbitada por el miedo. Preguntó a gritos:

—¿Ha contestado París? 

—Sí, pero no he puesto el «jack». 

—¿Y el corresponsal? 

—Espera arriba. 

Como un gato rabioso, a manotazos, a empujones, subió Lolita los dos pisos, luchando contra la corriente humana. Atravesó corriendo la sala de periodistas, donde en efecto, esperaba solo el corresponsal. Escribía rápido algo así: «En estos momentos se desata sobre Madrid el bombardeo aéreo más violento...».

—Un momentito. Le pongo enseguida —le gritó Lolita al pasar.

Entró en la sala de aparatos, inmensa, iluminada sólo por luces azules de socorro. Se precipitó sobre el cuadro internacional. La ventanita de París seguía abierta y su zumbido tenue gritaba pidiendo el contacto. Lolita enchufó la clavija; se cerró la ventanita. Quedó allí, sola en la inmensa sala, con los auriculares puestos, controlando la conferencia.

Fuera, seguía el zumbido de los aviones. Las explosiones se multiplicaban sobre el centro de Madrid. Los junkers, van y vienen, suben y bajan. Parece que envuelven la Telefónica. Saltan las ventanas en cachos. Entran oleadas de humo acre que invaden, lentas, la sala. Se interrumpe la conferencia con París.

Lolita estalló en gritos de llamada a la Central parisina, gritos estridentes, con los ojos llenos de lágrimas. Apretaba con sus manos los auriculares puestos.

Pensaba que era preciso que el mundo supiera en el acto lo que pasaba en Madrid.

Temblaba de miedo.

Se reanudó la conferencia con la «internacional News Service».


Arturo Barea
Valor y miedo, 1938
Fotografía: Archivo Fotográfico de Fundación Telefónica


Valor y miedo fue el primer libro publicado por Arturo Barea. Refleja la realidad social de la ciudad de Madrid cercada por tropas franquistas.